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PRÓLOGO:

 

Ten cuidado con lo que deseas: algún duende travieso podría concedértelo

 

 

 

EL ANILLO DE MORFEO

 

CAPÍTULO 1.- EL HALLAZGO

 

Mi nombre es Jaime Martí. Los hechos que me dispongo a relatar sucedieron en el año 2023, tres años después de la pandemia del COVID-19. Esta aterradora epidemia paralizó el orbe, obligándonos a los afortunados que vivíamos en el primer mundo, o en los países ricos (si preferís llamarlos así) a recluirnos en nuestras casas más de medio año. Aterrados por la posibilidad de contagio, minimizábamos al máximo el contacto con la familia, amigos y vecinos, y teníamos el cuidado de esterilizar cualquier cosa que entrara en nuestros hogares, incluido las suelas de los zapatos. Todo para impedir o dificultar el acceso a nuestras casas del maldito virus que apareció en China antes de expandirse por todo el mundo, llevándose por delante la vida de millones de personas a pesar de la enorme cantidad de medios que se pusieron en marcha; medios que, además de empobrecer aún más a los pobres y enriquecer más a los ricos, permitieron a un incontable número de delincuentes y sinvergüenzas amasar fortunas a costa del sufrimiento de la mayor parte de la población mundial.

Disculpa amable lector que no sea más preciso en la fecha en la que sucedieron los hechos; no es que no pudiera recordarla si hiciera el esfuerzo, sino porque sucedió en un período muy breve de tiempo (aproximadamente un par de meses) y no tiene mayor relevancia para la historia.

Un soleado y cálido sábado de primeros del mes de mayo me levanté resignado y de mal humor al despuntar el día; en lugar del habitual y normalmente anhelado partido de golf con mis amigos, me esperaban unas cuantas horas de engorroso trabajo.

A regañadientes, había decidido por fin dedicar la mañana a arrancar los restos del único árbol que, años atrás, había adornado el pequeño patio trasero de la casa adosada en la que vivía en Cervelló; un pueblo cercano al pie del Ordal, distante unos veinte kilómetros de Barcelona.

El árbol era un cerezo, y me había proporcionado deliciosos y abundantes frutos durante algunos años, pero ya hacía más de tres que se había secado, suponía yo que cansado de no recibir por mi parte las mínimas atenciones necesarias, agua ni abono.

Al parecer, según me dijo un vecino que se las daba de entendido en botánica y jardinería, a la carencia de riego se sumó la escasez de lluvias que durante tres o cuatro años afectó a la zona donde vivíamos; la falta de agua causó la enfermedad que mató al árbol; me dijo incluso el nombre de la infección, pero hoy me es imposible recordarlo.

Tres años más tarde, escasamente quedaban en pie el tronco y algunas ramas, ninguna de las cuales llegaba a los dos metros de longitud, ya que durante este tiempo el resto de las ramas se habían ido cayendo a medida que el pobre árbol se iba pudriendo.

Nunca me había gustado la jardinería; el tiempo libre que me dejaba mi profesión de fontanero prefería dedicarlo a otras aficiones: el golf, deporte que me apasionaba aunque fuera incapaz de alcanzar una regularidad aceptable a pesar de mis esfuerzos y de practicarlo un par de veces por semana; la música (tocaba la guitarra y entonaba lo suficiente al cantar como para animar las reuniones con los amigos) y la pintura, hobby al que me había aficionado en mi juventud, después de un viaje a Madrid en el que visité el museo del Prado y vi al natural las soberbias  pinturas de Velázquez así como las geniales fantasías del Bosco. También influyó en mi afición a pintar, la extraordinaria luz de los cuadros de Sorolla. Éstas que he enumerado, eran las que podría llamar mis aficiones “activas”. También dedicaba buena parte de mi tiempo a leer novelas, tanto de aventuras como históricas o de ciencia ficción, ver televisión, en especial los noticiarios, películas, futbol, series y documentales.

Por la lista de mis hobbies, cualquier amable lector podría deducir que no era muy dado a la vida social; el único que requiere compañía es el golf… y tampoco demasiada. Aunque lo habitual es ir en grupos de cuatro, en especial si se trata de torneos, cuando no hay competición se puede incluso jugar solo; pero sí que me gustaba compartir veladas con mis amigos y familiares.

Cocinar no se me daba mal; mi estilo culinario no pasaría la prueba de un exigente gourmet, porque me las ingeniaba para acortar el tiempo de trabajo; pese a ello, me quedaban unos platos razonablemente satisfactorios e incluso recibía sinceras alabanzas de algunos invitados. Esta actividad empezó como un cometido que me impuse para no verme obligado a ir a los restaurantes de comidas económicas todos los días, ya que hacía quince años que vivía solo; desde que me divorciara cuando contaba treinta primaveras de la única mujer con la que había decidido compartir mi vida. Debo reconocer que con el tiempo le fui pillando el gusto a cocinar y a hacer la compra.

Durante el tiempo que duró el matrimonio no habíamos tenido hijos y desde que nos divorciamos no había permitido que ninguna relación durara más allá de un mes o un par de sesiones de sexo… salvo una excepción: la señora Margarita, una mujer de cincuenta y tantos años, poco agraciada físicamente, que todos los viernes pasaba cuatro horas en mi casa limpiando y planchando (tareas que yo siempre había detestado hacer).

Antes de empezar a ejecutar la ingrata tarea que me esperaba, me preparé un café con leche y un par de cruasanes de bollería industrial, mi sempiterno e invariable desayuno, que ingerí con deleite mientras intentaba animarme, diciéndome que la tarea que me aguardaba no era dura ni mucho menos. Al terminar el ágape pasé por el garaje a recoger una azada, un hacha y una pequeña motosierra de batería; así armado y vestido aún con el pijama me dirigí al patio trasero dispuesto a borrar el último vestigio de naturaleza que quedaba en la casa; cierto es, que tenía tres o cuatro decorativas macetas; pero las “plantas” que las adornaban eran imitaciones en plástico de las vegetales.

Dado que había decidido no plantar nada más, tan pronto acabara de arrancar los restos del cerezo cubriría el agujero con cemento para impedir el crecimiento de las molestas y recalcitrantes hierbas.

Al principio fue sencillo y no me costó apenas esfuerzos trocear las ramas y casi todo el tronco con la motosierra, gracias a que la batería soportó el escaso trabajo que le requirió serrar la carcomida madera. Extraer el tocón y las raíces ya fue harina de otro costal y me exigió la aplicación de un buen número de golpes con la azada y el hacha, que hicieron que empezara a sudar copiosamente.

Después de arrancarlo del suelo, limpié algunos mazacotes de tierra que quedaban entre las raíces y los devolví al agujero; a continuación, deposité los restos de madera sobre los otros pedazos de ramas, con la intención de utilizarlos de combustible en la primera barbacoa que decidiera hacer.

Fue en aquel momento cuando me llamó la atención una de las raíces, que parecía estrangulada por una especie de anillo. Limpié de tierra la zona con los dedos y descubrí que, efectivamente era un anillo; a primera vista no supe apreciar si metálico o mineral; se veía pulido, sin brillo y de un color gris plateado.

Con el hacha corté la raíz y extraje el aro; un oscuro instinto hizo que me lo probara en el dedo anular de la mano izquierda, en el que entró holgadamente. Recordé que, desde que me divorciara quince años atrás, el anillo de casado descansaba dentro de una cajita en la mesita de noche; decidí que el recién hallado le hiciera compañía e intenté extraerlo del dedo.

El anillo, que había entrado sin problemas parecía haber encogido y no pasaba por el nudillo de la falange; no me apretaba el dedo, pero parecía encoger al menor intento de sacarlo y recuperar el tamaño al colocarlo de nuevo en su sitio… aunque esto no podía ser dado que era obvio que estaba hecho de un material duro.

Al observarlo más detenidamente descubrí por toda la circunferencia un par de alas y cinco flores de tulipán tenuemente dibujadas en un tono ligeramente más oscuro que el fondo. Recordé haber leído en alguna parte que las alas y las flores de tulipán eran los símbolos del dios griego Morfeo, el de los sueños; pero sólo fue un recuerdo fugaz que se desvaneció de mi mente con la misma rapidez con la que había aparecido.

En vista de que no lo podía extraer, aunque no me apretaba, decidí que lo intentaría de nuevo al terminar el trabajo, en la ducha y con jabón.

Preparé los dos sacos de mortero que había comprado para la ocasión mezclando su contenido con agua hasta que tuvo la consistencia adecuada; lo dejé reposar para que fraguara mientras me fumaba un cigarrillo; no sé de dónde saqué esta instrucción, ni si era correcta o no, pero me apetecía hacer un receso y nada más apagar la colilla rellené el agujero circular que había quedado en el suelo.

Satisfecho por el trabajo realizado (por fin), recogí las herramientas y las guardé en el garaje; allí mismo cogí una pequeña lima de metal y rasqué con ella la sortija; pese a hacerlo con cuidado, la lima resbaló con un suave chirrido y me provocó un rasguño en los nudillos, pero no dejó la menor señal en el anillo.

Si no lograba quitármelo con jabón no veía la manera de sacarlo.

Antes de meterme en la ducha me lavé las manos con agua fría y eché un chorro de gel de baño alrededor de la sortija, que continuó negándose obstinadamente a salir a pesar de que no me apretaba en el dedo. Finalmente decidí desistir de los infructuosos intentos de quitarme el anillo y tomé una reparadora ducha con agua tibia.

Aunque ya no faltaba mucho, aún era temprano para la hora de comer; para aprovechar el tiempo me dediqué durante una hora a trabajar en un cuadro al óleo que estaba pintando y era una copia en tamaño reducido de uno de los cuadros de Napoleón que pintó Jacques Louis David; concretamente aquel en el que está a caballo, atravesando los Alpes, dirigiéndose a conquistar Italia. La verdad es que el genial pintor hizo cinco versiones del cuadro, que se hallan repartidas por varios museos y palacios de Francia, Austria y Alemania… y en todas ellas falsificó la historia. En todos los cuadros se aprecia, detrás del célebre emperador, al ejército francés atravesando la cordillera que separa ambos países por el paso del monte Saint Bernard. La falacia, según contaron sus propios historiadores, está en el hecho de que Napoleón cruzó los Alpes días después de que lo hiciera su ejército, con un guía llamado Nicolás Dorsaz y no montado en un brioso corcel sino a lomos de una mula.

Para ver una imagen más real y menos propagandística del suceso, recomiendo el cuadro con el mismo título del pintor Paul Delaroche; se ajusta más a la realidad, aunque no tiene la belleza plástica ni la categoría artística de los que fueron pintados por David.

Recogí la paleta, los tubos de óleo y los pinceles, después de haberlos limpiado con agua y jabón. Vestido con un chándal, polo y zapatillas deportivas, salí a la calle para comprar una baguette en la panadería habitual, cercana a mi domicilio.

De vuelta a casa me preparé la comida: una ensalada variada con embutido, queso, aceitunas rellenas, tomate, cebolla y media lata de atún; agregué media docena de croquetas de jamón (la mitad de una bandeja de comida precocinada) que previamente había calentado en el microondas. Para beber me serví un vaso de un excelente vino del Priorat. De postre comí un melocotón de viña al que no quité la piel, solamente lo lavé con el agua del grifo. Recogí la cocina, dejando los cubiertos en el fregadero (ya los lavaría más tarde), me preparé un carajillo de anís y me repantingué medio tumbado en el sofá para ver las noticias en la televisión. Antes de pulsar el botón del encendido, le prendí fuego a un cigarrillo. Mientras aspiraba las primeras bocanadas de humo decidí que, después de la siesta llamaría a algún amigo para invitarlo a que viniera a casa y ver juntos, alguno de los partidos de fútbol que darían aquella tarde, mientras dábamos buena cuenta de un par de cubatas o gin tónics, acompañados de jamón, queso, patatas fritas, cortezas, pistachos y nueces (de estos manjares procuraba que nunca faltaran en la despensa).

Aún estaban dando las noticias y no había acabado de beberme el carajillo, cuando me quedé dormido y empecé a soñar:

En el sueño estaba paseando entre las ruinas del castillo de Cervelló en un día soleado y con poca contaminación. La viejísima fortaleza estaba situada en una posición elevada que le proporcionaba una defensa natural; las escasas piedras que aún se conservaban del antiguo baluarte, que ya en el año 904 constaba como propiedad de Wifredo II de Barcelona, habían sido despejadas hacía poco tiempo del manto de tierra y vegetación que se fue apoderando de él desde 1714, cuando a causa de la derrota de los catalanes y para dificultar un posible nuevo levantamiento, fue demolido. Desde esa altura podía distinguir al este, la fábrica de cementos Molins y parte de los pueblos de Pallejà y Molins de Rei; al sur y unos cientos de metros más abajo, la ermita románica de Santa María en muy buen estado de conservación, gracias a los trabajos de restauración que periódicamente se le han ido efectuando; la masía de can Pitarra, edificio notable que se ha ido deteriorando en los últimos años y cuyo estado es lamentablemente ruinoso y can Sala de Baix, otra de las antiguas masías que rodean el pueblo; al norte, a menos de un kilómetro y también bastante abajo, se extendía el pueblo de Cervelló, detrás de la variante de la carretera nacional 340, recién acabada por fin poco tiempo atrás, más de veinte años después del inicio de las obras. También me fue fácil descubrir desde las alturas, mi modesta casa en medio del pueblo.

Me sorprendió ser consciente de que estaba en un sueño, la nitidez y los detalles de éste; el color rojizo de las piedras del castillo y la ermita, incluso el ondear de la bandera catalana que coronaba el mástil que se había plantado en la parte más alta de las ruinas.

Decidí volver dando un pequeño rodeo… y volando; levanté el vuelo y me dirigí al sur por encima de la ermita que data del siglo XI y can Pitarra; después giré hacia el norte, sobrevolando la urbanización de Can Castany, la variante y la riera, hasta llegar al patio de mi casa.

En aquel momento desperté repentinamente. Estaba asombrado y no por el hecho de recordar lo que había soñado, aunque habitualmente no recordaba mis sueños; sino por la nitidez del recuerdo: todavía sentía el viento en la cara, la sensación de ingravidez, el vertiginoso placer del vuelo, así como los detalles del paisaje que acababa de sobrevolar.

Aquella tarde, ninguno de los amigos a los que llamé quiso aceptar la invitación para ver los partidos que daban por televisión; no me sorprendieron sus negativas ya que eran miembros de la pandilla que jugaban conmigo al golf los sábados por la mañana y todos ellos estaban casados o tenían pareja; es por esto último que no querían o no se atrevían a volver a abandonar a sus consortes. Me alegré de que yo no tuviera que rendir cuentas a nadie y pudiera hacer siempre lo que me apetecía.

Me serví un gin-tónic, más gin que tónic y un buen platillo de pistachos, encendí el enésimo cigarrillo del día y me senté en mi cómodo sofá reclinable con la esperanza de que el Barça volviera a deleitarme con un buen partido; aunque tras la marcha de Iniesta, Xavi y sobre todo la de Messi, el conjunto ya no funcionaba como antaño.

No soy ni he sido nunca, lo que se podría llamar un fanático ni mucho menos; disfruto más si gana el Barça, pero ni me quitan el hambre las derrotas, ni me vuelvo loco de alegría con las victorias… simplemente me acuesto más satisfecho después de verlo ganar un partido.

Aquella tarde el Barça salió victorioso; vi además una parte de otro partido, mientras daba buena cuenta de un par de gin-tónics, una buena ración de frutos secos y de quemar un indeterminado número de cigarrillos, en contra de las indicaciones de mi médico de cabecera, que en los últimos tiempos se ponía muy pesado con que dejara de fumar; a veces añoro los tiempos en que el doctor te recibía en ocasiones, con un cigarrillo en los labios y echando humo.

Siguiendo con mi costumbre habitual me preparé una cena ligera: un par de cogollos con anchoas, acompañados por un pedazo de baguette y un plátano; acabé el ágape con un café largo y cargadito. Por suerte la deliciosa infusión nunca me ha quitado el sueño. Mientras cenaba vi un documental del Nacional Geografic sobre leones y búfalos.

Después de la cena busqué una película por la parrilla televisiva; al no encontrar ninguna que me satisficiera o que no hubiera visto ya, decidí volver a visionar “Mogambo”. Hacía bastantes años que la había visto y me había gustado, entre otras cosas, porque me había hecho desear estar en la piel del cazador interpretado por Clark Gable; no sólo por ser capaz de seducir a dos bellezas como Ava y Grace, sino porque siempre había soñado hacer un safari por África.

La verdad es que apenas recordaba el argumento. No sé qué hacían Grace Kelly y su marido en África, ni como había ido a para allí Ava Gardner; sólo que las dos rivalizaban por llevarse al huerto al seductor cazador interpretado por Clark Gable; y aunque parecía que Ava no se esforzaba en la labor, al final era quien se llevaba el gato al agua, o tal vez debería decir la que cazaba al cazador.

Después de ver la película puedo decir que, en la trama, Clark Gable es un cazador de fieras que opera en las vastas llanuras africanas. Su vida se complica cuando una pareja de estadounidenses llega al safari: Grace Kelly y su esposo van a África para filmar documentales sobre la vida salvaje. Sin embargo, los problemas matrimoniales de Linda la llevan a un romance con Clark Gable, mientras que también se enamora de él Ava Gardner, una mujer despreocupada y aventurera que ha comprado un boleto de avión solo hasta mitad del trayecto, lo que provoca que se quede varada en un lugar remoto en África. Como resultado de ello, se ve obligada a unirse al safari, la única forma de encontrar transporte y aventurarse aún más en el continente africano en busca de emociones y experiencias. La presencia de estos tres personajes desencadena un complicado triángulo amoroso en medio de los fascinantes paisajes del indómito continente. La trama del film aborda los temas del amor, los celos y el sacrificio en un entorno salvaje y desafiante.

Al terminar la película me acosté; no tardé en quedarme dormido… y volví a soñar.

 
CAPÍTULO 2.- EN ÁFRICA

 

Estaba conduciendo un todoterreno, un Jeep descapotable, a través de las vastas llanuras del Serengueti, al sureste del lago Victoria, apenas una hora después del amanecer, inmerso en la naturaleza salvaje que me rodeaba. La suave brisa acariciaba las hierbas que se alzaban a mi alrededor, haciendo que avanzara con precaución pero a un ritmo constante. El runrún del motor en el mar de hierba esbozaba susurros que parecían contar historias ancestrales de la vida en la naturaleza.

Me imaginaba a mí mismo entre un grupo de hombres primitivos, con el corazón latiendo al ritmo de los tambores, alrededor del fuego en una noche estrellada. La melodía de los timbales y la fuerza de los latidos de nuestros corazones mantenían alejadas a las fieras, mientras las chispas que surgían de las llamas de la hoguera acompañaban en su ascenso a las almas de los ancestros para ocupar su lugar entre las estrellas.

A mi lado descansaban dos rifles Remington M24 SWS listos para la acción; uno de ellos equipado con un bípode y mira telescópica mientras que el otro carecía de estos accesorios; aunque ambos tenían sus cargadores internos de cinco balas cargados con munición del 7,62; en el cinturón llevaba unas veinte balas más. A medida que el sol se elevaba en el cielo africano, el calor se hacía cada vez más notable; tan pronto me percaté de ello, junto a los rifles apareció, surgida de vete a saber dónde ni como, una cantimplora llena de agua fresca y mi cabeza se cubrió mágicamente con un sombrero Stetson de color claro muy parecido al de Indiana Jones, como si fueran un regalo divino. Después de registrar mentalmente la aparición de los regalos, detuve el vehículo y con la mira telescópica del rifle oteé un bosque de acacias que destacaba sobre el horizonte a unos dos kilómetros al norte de mi ubicación, al final de la extensa sabana.

Mis ojos se posaron en dos majestuosos rinocerontes que pacían tranquilamente en el borde del bosque, completamente ajenos a las aviesas intenciones que albergaba en mi mente.

La distancia a la que me encontraba era suficiente para evitar que me percibieran, ya que el sentido del olfato y la audición de estos animales son limitados, al igual que su vista. Tenía la oportunidad perfecta para llevar a cabo mi plan sin ser descubierto. Me aproximé a ellos en la dirección contraria a la suave brisa que soplaba, procurando hacer el mínimo ruido posible, hasta que llegué a unos cuatrocientos metros de los dos animales sin ser detectado. Paré el motor del todoterreno, cogí el rifle con mira telescópica y agachándome entre las altas hierbas de la sabana, me acerqué unos doscientos metros más. Había llegado al límite del bosque y me oculté detrás de una roca que me permitiría apoyar el bípode del rifle y me protegería en caso de fallar el disparo y sufrir un hipotético ataque del animal. Eché una ojeada a mi alrededor para evitar ser sorprendido por algún otro posible depredador que también estuviera de caza. Satisfecho al no descubrir ningún peligro, mis manos se aferraron con seguridad al arma, preparadas para disparar en el momento preciso. Sabía que tenía que ser rápido y preciso, ya que una distracción mínima podría arruinar todo el plan; apoyé el Remington en la roca y apunté al más grande de los rinocerontes, un espléndido macho de entre tres y cuatro metros de largo y más de un metro y medio de altura, consciente de la responsabilidad que conllevaba cazar en estas tierras protegidas.

La adrenalina corría por mis venas, mezclada con la emoción y la intriga de lo desconocido.

Mi leve conciencia ecologista me llamó la atención por el acto que estaba a punto de cometer; no le hice caso porque era consciente de que aquello no era real; sabía que estaba en un sueño; a pesar de padecer el calor que empezaba a ser sofocante y hacía que el sudor empapara mi camisa, a pesar de la suave brisa que notaba en la cara, aunque podía sentir el peso del fusil y la tensión por todo el cuerpo, sabía que aquello era un sueño, en el que las reglas de la realidad se difuminaban y las acciones carecían de consecuencias… además, quería vivirlo hasta el final.

El animal estaba de perfil totalmente ajeno al peligro que se cernía sobre él; apunté justo detrás de la oreja, donde la columna vertebral se une al cráneo. Mi dedo acarició suavemente el gatillo y en un instante, el silencio de la sabana fue roto por el estruendo de un disparo. Saqué la vaina vacía y recargué el fusil antes de volver a mirar por el visor. El rinoceronte estaba inmóvil, como petrificado; o tal vez un leve y casi imperceptible vaivén. El segundo disparo impactó en la base de la oreja y la bestia se desplomó sin vida. Lo vi en la distancia, mientras extraía la segunda vaina para que otra bala ocupara su lugar. Aún quedaban tres en la recámara. El segundo rinoceronte salió al trote en dirección contraria a la que me hallaba y aproveché para recargar las dos balas.

Regresé al todoterreno y con él me dirigí al lugar donde yacía mi víctima. Por precaución eché un vistazo alrededor antes de bajar del vehículo; desmonté con el rifle preparado para repeler el ataque de cualquier posible depredador y fijé la mirada en los dos orificios causados por las balas en el infortunado animal; la sangre que salía a borbotones me hizo sentir remordimientos, pese a ser consciente de que estaba en un sueño y de que aquello no era real. Me arrodillé junto al rinoceronte caído contemplando su majestuosidad y preguntándome qué significado tendría aquel encuentro en el tejido de mis sueños.

 

Un disparo procedente del interior del bosque de acacias me sacó de las cavilaciones. Volví a subir al automóvil y me dirigí a la zona donde suponía que se había producido el disparo. No había recorrido más de quinientos metros cuando oí un segundo disparo mucho más cercano, que me confirmó que avanzaba en la buena dirección.

Mientras conducía con precaución entre una vorágine anárquica de árboles, arbustos y plantas, descubrí, desperdigadas y semi escondidas entre la densa maleza a cuatro leonas que parecían haber estado preparando una emboscada pero que ahora, con la llegada de mi vehículo añadida a los disparos, estaban, a mi inexperto entender, abandonando la tarea. Continué avanzando; pocos metros más adelante el bosque se abrió para dar paso a la extensa y arenosa ribera de un apacible río, en cuya orilla se levantaba una tienda de campaña, delante de la cual descubrí dos figuras que inmediatamente captaron mi atención; un nativo, ostensiblemente asustado, que se aferraba a una lanza y una mujer blanca en equilibrio inestable, que sostenía nerviosamente una escopeta de dos cañones en sus manos. Otra leona, inmóvil a apenas treinta metros de la pareja los observaba fijamente; era obvio que no estaba asustada y su actitud amenazante dejaba bien a las claras que estaba decidida a atacarlos.

Apunté al suelo justo delante de la fiera y disparé; el ruido del disparo y la arena que le salpicó en el hocico desvió la atención de la leona hacia mí, que ya estaba recargando el fusil; volví a apuntar, esta vez a la cabeza del animal, pero no me hizo falta disparar de nuevo porque la bestia dio media vuelta lentamente y se internó en el bosque, seguramente en busca de otras presas menos problemáticas.

Al acercarme a la pareja que parecían estar recuperándose del susto, me cercioré sin lugar a duda de que estaba en un sueño. Frente a mí en todo su esplendor, estaba una de las musas de los sueños eróticos de mi juventud: el “animal más bello del mundo”, la incomparable Ava Gardner.

Su presencia era como un destello de luz en medio de la noche, su belleza exudaba un magnetismo hipnótico que me dejó sin aliento.

Sus ojos centelleaban con un brillo cautivador; el viento jugueteaba con su negro cabello, creando una aura de misterio y seducción a su alrededor. Su figura, esculpida con la perfección de una diosa, parecía desafiar las leyes de la gravedad.

Me acerqué despacio, hipnotizado por su presencia, incapaz de apartar la mirada de ella. Era como si el tiempo se hubiera detenido, y solo existiéramos ella y yo en ese vasto paisaje africano. La reconocí de inmediato como la estrella de cine cuya imagen había admirado en la pantalla grande y cuya belleza había llenado mis sueños más húmedos.

Con cada paso que daba hacia ella, el corazón me latía con fuerza en el pecho, y una mezcla de emoción y nerviosismo se apoderaba de mí.

A medida que me acercaba a Ava, me fui sintiendo como un navegante perdido que finalmente encuentra su estrella guía en la oscuridad de la noche. Supe que este era un sueño que nunca olvidaría, un recuerdo que atesoraría para siempre en lo más profundo de mi corazón.

 

-- ¿Están ustedes bien?

--Supongo que sí… gracias a su intervención. Maldita sea, estos cabrones me han dejado sola con este inútil y sólo dos cartuchos en la escopeta.

-- ¿Quién la ha dejado sola? y ¿Cómo es eso?

--John, Clark y Robert. Yo estaba indispuesta y ellos se han ido a buscar escenarios para una película que vendremos a rodar pronto. Necesito un trago; espero que no se hayan llevado todo el whisky.

 

Supuse que se refería a John Ford, Clark Gable y Robert Surtees; director, actor y responsable de fotografía respectivamente de la película que acababa de ver en televisión.

Sus andares zigzagueantes hasta la tienda confirmaron la sospecha que había levantado al hablar… la actriz estaba bajo la influencia de una seria resaca.

 

-- ¿No cree que ya ha bebido bastante? Le iría mejor darse un baño para aliviar la resaca.

-- ¿Un baño?, menuda inconsciencia; ¿Y si me atacan los cocodrilos?

--Estas aguas están muy claras y no se ve ninguno. De todas formas, si usted quiere, vigilaré que ninguno se le acerque.

 

Sin decir nada, Ava aceptó mi proposición. Mientras la actriz se acercaba a la orilla conduje el coche hasta dejarlo al lado del lugar por el que ella había entrado en el agua; me encaramé sobre el capó para tener una mejor visión del fondo del rio. Antes de meterse en el agua se había despojado de los pantalones y zambullido con la camisa como traje de baño. No fue muy largo el rato que pasó en el agua; salió y se dirigió a la tienda; la visión era excitante, la diva lucía sus espléndidas piernas, la camisa pegada al cuerpo transparentaba su ropa interior… y antes de entrar me lanzó una invitación.

 

-- ¿Te apetece un trago?

 

La seguí al interior de la tienda con la esperanza de conseguir algo más que un trago y el apetito sexual creciéndome en la entrepierna… había leído en varios artículos que la actriz era muy activa en este aspecto y deseaba ansiosamente comprobarlo. Además, éste era mi sueño y no iba a dejar pasar la ocasión de tener una maravillosa sesión de sexo con la espectacular diva.

Y vaya si la tuve… Ava se entregó con pasión desbordada a cumplir todos mis deseos, ora tierna y sumisa, ora desenfrenada y salvaje.  

Al terminar encendí un cigarrillo que compartimos, mientras la actriz acurrucada y abrazada a mi cuerpo, me regalaba los oídos diciéndome que era el mejor amante que había tenido nunca. Podía sentir la excitante ternura del abrazo y el suave tacto de su piel… y también el escozor de unos arañazos en la espalda, con los que me había obsequiado la estrella en un momento de frenesí durante la orgía.

 

--Vente conmigo a Hollywood.

--No puedo; tengo asuntos en España.

-- ¿En Madrid? ¿Cómo te encuentro si voy allí?

--Si vas a Madrid me enteraré y vendré a buscarte.

 

Permanecimos un buen rato abrazados; la suavidad de su piel y el contacto del cuerpo de la estrella hicieron que no quisiera despertar; bebimos algunos tragos de whisky directamente de la botella y nos besamos muchas veces. No quería despertar; quería que el sueño durara lo suficiente como para recuperarme y volver a disfrutar del sexo con la seductora diva… pero decidí darlo por concluido al escuchar el ruido de un todoterreno que se acercaba. Supuse que serían sus colegas y yo no tenía ningún interés en conocer a los compañeros de rodaje de la actriz de Mogambo.

CAPÍTULO 3.- VISLUMBRANDO EL PODER DEL ANILLO

 

Desperté sólo en mi cama, pero aún podía sentir el gusto de la bebida, además del sabor de los labios y el tacto de la piel de la estrella; noté humedad en el bajo vientre y al tocarme verifiqué que había tenido una eyaculación; la sorpresa fue mayúscula al sentir aún el dolor de los arañazos que Ava me había infligido en el sueño; me levanté y dirigí al cuarto de baño para mirarme la espalda en el espejo: cuatro arañazos en cada lado (alguno con unas pequeñas gotitas de sangre) me hicieron sospechar de la posible influencia del anillo. Para despejar dudas volví a la cama y levanté las sábanas esperando encontrar algún objeto que pudiera haberme causado los rasguños; vana esperanza, tal como sospechaba no había nada allí.

 

- ¿Cómo es posible que un sueño me deje marcas en la piel? La eyaculación es normal, porque el sueño ha sido muy intenso y placentero… pero ¿y los arañazos?

¿Será posible que el maldito anillo haya pertenecido o sea una creación de Morfeo y tenga poderes mágicos? ¿O es que me estoy volviendo paranoico?

 

Me di una ducha y al acabar preparé mi habitual, poco saludable y no recomendable desayuno; lo ingerí sin dejar de darle vueltas a la cabeza, intentando sin éxito encontrar una explicación razonable a los rasguños de la espalda.

Por más vueltas que le daba al asunto, la única explicación lógica que encontraba era la magia; pero lo creía imposible porque para mí, la magia simplemente no existía y Morfeo era un dios de la mitología griega.

No obstante, desde que hallé el anillo los sueños habían tenido una intensidad y un “realismo” como nunca antes había experimentado… además estaba el hecho de que pese a irme holgado no me lo podía quitar; ya me había convencido de que cada vez que lo intentaba el maldito aro encogía. Apenas hube pensado lo del “maldito aro” me arrepentí; si el anillo era el causante de aquellos sueños debería sentirme afortunado, valía la pena haber sufrido los arañazos y ahora soportar el escozor, a cambio de la maravillosa sesión de sexo con la bellísima actriz.

Aquella mañana de domingo estaba eufórico; el cuerpo satisfecho, el corazón exultante y el alma feliz; decidí practicar un rato con la guitarra. De las tres que tengo elegí y saqué del armario mi preferida, la Gibson Les Paul Custom EB GH, comprobé el sonido y afiné concienzudamente las cuerdas; a continuación puse en el equipo de música un pendrive con canciones de los Beatles y acompañé en varias de sus canciones al cuarteto de Liverpool, tanto con el instrumento como cantando.

Llevaba aproximadamente una hora de ensayo cuando decidí tomarme un descanso; me serví un vaso de agua que bebí de un trago, encendí un cigarrillo y me senté en el sofá, donde volví a sentir el escozor de los arañazos de las garras del animal más bello del mundo en la espalda.

Mientras los Beatles seguían sonando en el equipo de música, rememoré el maravilloso sueño de África, en especial el encuentro con la diva y pensé que sería estupendo soñar en hacer una actuación con mi idolatrado cuarteto. ¿Sería posible elegir lo que iba a soñar, o tan sólo había sido una coincidencia que hubiera visto Mogambo antes de tener el sueño?

 

No tardé en quedarme dormido... y cuando abrí los ojos, me encontré en el escenario del legendario "The Cavern Club" de Liverpool; el pequeño local, ahora famoso por ser el lugar donde el célebre conjunto había comenzado su carrera, estaba abarrotado de un público enloquecido, compuesto mayoritariamente por mujeres, y el mismísimo John Lennon estaba frente a mí presentándome como el quinto miembro de la banda.

La emoción me invadió mientras miraba a mi alrededor y veía las caras sonrientes y emocionadas de los fans que llenaban el lugar.

La atmósfera vibraba con la energía del rock and roll y no pude evitar sentirme abrumado por la magnitud del evento.

La actuación fue más allá de cualquier descripción. Durante un par de horas interpretamos canciones que hicieron vibrar a la audiencia, mientras yo me sumergía en la música y la emoción del momento.

El sudor brotaba de cada poro de mi piel, pero el calor del escenario y la energía de los fanáticos me mantenían enérgico y emocionado.

Entre el público, las fans más entregadas no dejaban de gritar y aplaudir, alimentando nuestro ímpetu y nuestra pasión por la música. Los gin-tonics aparecían misteriosamente a mi lado al final de cada canción, y yo los bebía con avidez sintiendo cómo el alcohol avivaba aún más mi energía y mi euforia.

Canté a dúo con Paul, con John, e incluso me aventuré a cantar alguna canción en solitario, dejándome llevar por la música y la magia de la situación. En algunos momentos, las insinuaciones sexuales de una joven fanática de primera fila amenazaban con distraerme de la actuación. Su apariencia provocativa y su mirada sugerente me tentaban, pero decidí mantenerme enfocado en la música y en el espectáculo que estábamos ofreciendo.

A medida que las canciones se desgranaban y el concierto llegaba a su fin, me sentí embriagado por la gloria y la emoción. Aquella noche en "The Cavern Club" sería una que recordaría para siempre, un momento mágico en el que me convertí en parte de la leyenda del rock and roll; de ello daban fe, tanto los vítores y el griterío del público, como las miradas, palabras y aplausos entusiastas de mis compañeros.

 

El despertar no fue tan maravilloso; sentía los dedos doloridos por el esfuerzo y la tensión de tocar y apretar las cuerdas; estaba sudoroso, agotado… y borracho; por si fuera poco, apenas tuve tiempo de llegar al servicio para vomitar el desayuno y los gin-tónics.

Aquel domingo no pude tragar ni un bocado del almuerzo y pasé la tarde sufriendo las consecuencias de una impresionante resaca.

Busqué en internet cómo solucionarla; encontré y seguí el consejo de ingerir un par de bebidas isotónicas, me di una ducha y eché una siesta.

El sueño me llevó al campo de golf en el que jugaba habitualmente, a punto de iniciar un torneo. Nunca había ganado ninguno; mi mejor clasificación había sido un segundo puesto en hándicap y un tercero en “scratch” … pero “sabía” que aquel iba a ganarlo.

Jugué con la precisión de un profesional; las bolas iban al lugar al quería enviarlas; al llegar al “green” siempre las dejaba cerca del hoyo y no fallé ningún putt. Cuando entregué la tarjeta, los amigos me felicitaron, celosos y asombrados por el magnífico resultado obtenido.

Estuve celebrándolo con ellos mientras esperábamos que se hiciera oficial mi victoria. Una vez recogido el trofeo que me acreditaba como ganador del torneo, decidí dar fin a las celebraciones y despertarme…  y no me sorprendió demasiado el hecho de que el trofeo siguiera en mis manos al despertar en el sofá abatible del comedor donde me había quedado dormido.

 

A pesar del escepticismo, se me estaban disipando las dudas respecto a los poderes del anillo; desde el momento en que me lo había puesto, los sueños habían sido mucho más intensos que todos los que recordaba haber tenido hasta entonces y si bien no eran “reales”, habían tenido consecuencias una vez despierto.

Recordé la agradable sensación de vértigo al despertar del sueño del vuelo, la eyaculación y los arañazos en la espalda proporcionados por Ava, el dolor en los dedos, el cansancio y la borrachera tras la actuación con los Beatles… y para acabar de confirmarlo, allí estaba el trofeo ganado en el torneo de golf.

El hecho de tener en mis manos la copa me llevó a pensar en las diversas posibilidades que me ofrecía el poder del anillo, a pesar de soportar aún el dolor de cabeza como consecuencia de la resaca; debería ser cuidadoso con los sueños, pero imaginé que no debería ser difícil sustituir un trofeo por dinero contante y sonante.

 

CAPÍTULO 4.- LOURDES

 

Estaba en estas cavilaciones cuando sonó el móvil; Lourdes, una clienta habitual que vivía cerca de mi domicilio me llamaba por una urgencia: al hacer con el taladro un agujero en la pared había perforado la tubería del agua. Ya había cerrado la llave de paso, pero necesitaba que se lo arreglara… a ser posible aquella misma tarde.

 

--No te preocupes; cojo las herramientas y los materiales necesarios y enseguida estaré en tu casa.

--Verás: ando mal de dinero; mi hija ha hecho la primera comunión y he tenido muchos gastos.

--No hay problema; ya encontraremos la solución.

 

No era la primera vez que Lourdes me llamaba para alguna reparación y tenía problemas económicos; la chica estaba divorciada y el padre de su hija no le pasaba la pensión de manutención regularmente, aparte de que ella tenía un salario modesto y aún estaba pagando la hipoteca del piso en el que vivía. Era una mujer atractiva, simpática y aún joven en precaria situación económica… que utilizaba su simpatía y encanto para conseguir un trato de favor. En alguna ocasión solamente le había cobrado los materiales empleados en la reparación y en otras ni siquiera eso; eso sí, en las ocasiones en que había podido permitírselo, insistía en que le cobrara los honorarios habituales. Por mi parte, me sentía pagado en las ocasiones en que nos encontrábamos por la calle, o en alguna de las tiendas del pueblo y me saludaba cordialmente.

No obstante, en aquella ocasión mientras me dirigía a su casa, iba pensando en cobrarme en “especias” el trabajo. Mis sucias intenciones me sorprendieron; además de que tenía por norma no mezclar el trabajo con el sexo; de hecho, había rechazado lo más elegantemente que había sabido algunas propuestas sexuales de mujeres digamos “apetecibles” y en otros casos, cuando las propuestas eran más sutiles, había fingido no captar las indirectas. Esto me había permitido llevar una vida muy tranquila y no tener sobresaltos con las parejas, maridos, o novios celosos (en el pueblo, todo el mundo se conoce, más o menos). ¿Podría ser la influencia del anillo?... además de haber sufrido las consecuencias de los sueños, me sentía más impulsivo, excitado, agresivo incluso; como si tuviera derecho a todo, como si el mundo me perteneciera y no tuviera que dar cuenta a nadie de mis actos, ni siquiera a mi propia conciencia.

Me abrió la puerta con una sonrisa de alivio, para a continuación excusarse por su torpeza y hacerme trabajar en domingo. Llevaba puesta una bata de verano, sencilla de estar por casa, sin mangas y unas zapatillas con un poco de tacón.

 

--Lo siento mucho, de verdad; pero es que aprovechando que mi hija está con su padre hoy, he querido hacer alguna de las tareas que tengo pendientes en casa y al ir a poner un taco en la pared he agujereado la tubería del agua caliente.

--Me alegra que lo hayas hecho, así tengo la oportunidad de verte.

 

Pareció sorprenderle mi respuesta, pero no hizo ningún comentario y yo me dispuse a efectuar la reparación. No me costó mucho hacer un pequeño boquete con la escarpa, en la pared maestra alrededor del agujero de la tubería dañada, cortar un pedazo de unos diez centímetros de ésta y sustituirla por un trozo nuevo y dos casquillos que soldé a continuación. Preparé un poco de yeso y con los pedazos de ladrillo que había roto del tabique, volví a reparar la pared.

A continuación me dirigí a la caldera y abriendo el grifo, rellené el agua perdida hasta recuperar la presión correcta.

 

--Bueno, ya está reparado; sólo falta pintarlo, aunque si no tienes pintura de este color e ibas a colgar un cuadro, puedes esperar hasta que vuelvas a pintar; te he marcado una pequeña línea por donde pasa la tubería. Sólo tienes que hacer el taladro a un par de centímetros hacia cualquier lado.

--No tengo pintura, pero como iba a colgar la foto de la primera comunión de mi hija, haré lo que me has sugerido.

-- ¿Puedo lavarme las manos y así de paso comprobamos que funciona bien?

 

Me acompañó al lavabo y mientras me lavaba las manos ella fue a su dormitorio a por una toalla limpia.

 

--No puedo pagarte aún, pero puedo ofrecerte un café.

--No, gracias; tú ya me excitas suficiente.

 

Se quedó sorprendida por mi respuesta y no reaccionó cuando le devolví la toalla, la atraje hacia mí y rodeé su cintura con mis brazos. Intenté besarla en la boca, pero giró la cabeza, aunque no pudo evitar que una de mis manos se depositara en un pecho y empezara a sobarlo por encima de la delgada bata.

 

--Te he hecho favores muchas veces… ¿no crees que ya va siendo hora de que me devuelvas alguno?

 

No dijo nada, pero no se resistió cuando empecé a besarla en el cuello; tampoco cuando le desbroché los botones de la bata, mi mano se deslizó dentro de sus bragas y acaricié con los dedos su vello púbico y el clítoris, mientras seguía besándole el cuello y mordisqueando sus orejas. Animado y más excitado aún por no encontrar resistencia, le quité la bata y el sujetador, la levanté, recorrí los escasos metros que había hasta su habitación y la deposité en la cama. Se quedó inmóvil y mirando al techo, mientras yo me desnudaba a toda prisa y mi verga (ya libre de cualquier sujeción) se erguía ansiosa de entrar en acción. Le quité las bragas, deslizándolas por sus piernas y Lurdes se cubrió el pubis con la mano que aún sostenía la toalla; se la quité sin encontrar apenas resistencia, me puse encima de ella y empecé a chuparle los pezones mientras volvía a frotarle el clítoris para, poco después, introducir un par de dedos en su vagina. Al poco, noté que su respiración se volvía más agitada y su vagina se humedecía; al ponerle una rodilla entre sus muslos abrió las piernas; me dejé caer sobre ella, con la mano coloqué mi miembro en la entrada de su sexo y con un enérgico movimiento de cadera se lo introduje hasta el fondo. Un leve gemido salió de sus labios, sus ojos estaban cerrados y yo empecé un rítmico vaivén, a la par que cada una de mis manos apretaba su seno correspondiente y la besé en los labios.

Se dejó hacer sin reaccionar ni abrir los ojos, ni siquiera cuando apreté el ritmo y la fuerza de mis embates y la presión de mis manos en sus senos.

No tardé mucho en experimentar un excitante orgasmo y quedar extenuado sobre su cuerpo; al poco noté que mi verga se venía abajo; la retiré y me deslicé a un lado de la cama; ella juntó las piernas, se dio la vuelta, dándome la espalda y después de cubrirse con la sábana, volvió a quedarse inmóvil.

Con la misma toalla que le había quitado de las manos un rato antes, me limpié los restos de la eyaculación; a continuación, me vestí y salí de la habitación. Al principio intenté convencerme a mí mismo de que no había sido una violación; al fin y al cabo ella no se había resistido; pero me rendí a la evidencia de que tampoco había accedido… me parecía obvio que no se había resistido debido a su frágil situación personal.

Aun siendo consciente de mi maldad, no experimenté la menor pena o arrepentimiento; como si tuviera todo el derecho a hacer aquello que quisiera y el resto del mundo estuviera a mi alrededor sólo para mi propio provecho.

Acababa de recoger las herramientas cuando ella salía de su dormitorio envuelta en la sábana, en dirección al cuarto de baño.

 

--No hace falta que me acompañes, conozco la salida… aunque puedo quedarme si quieres que te enjabone la espalda.

No contestó con palabras, pero su mirada expresó claramente la decepción y el desprecio que sentía por mí. No vi en ella dolor, humillación o rabia; sólo decepción y desprecio.

 

--Lo siento por ti, podías habértelo pasado bien.

-- ¡Malnacido! ya te has cobrado las deudas; tú ya no existes para mí.

 

Volví a casa con el temor de que, en cualquier momento la conciencia me reprochara la salvajada que acababa de hacer; sorprendido de que hubiera sido capaz de cometer una violación y no sentir el mínimo remordimiento por ello; es más, seguía deleitándome al recordar el hecho y la sumisión de Lourdes. ¿Podría ser que la influencia del anillo me llegara a afectar, incluso al carácter y convertirme en un ser inmoral o un psicópata?

Hasta ahora había estado orgulloso de mi honestidad y mi moralidad; me hacían sentir bien conmigo mismo. No es que me considerara un dechado de virtudes; de hecho, por mi profesión, me permitía alguna licencia con el tema de facturar en negro y por mi situación personal, tampoco me sentía mal cuando requería los servicios de una señora de compañía, o para seducir a alguna dama les mentía respecto a mis intenciones de entablar una relación duradera; lo consideraba “pecadillos” de poca monta, normales en la inmensa mayoría de seres humanos. Lo que sabía que no hubiera hecho nunca antes era lo que acababa de hacer aquella tarde; lo sabía, pero no lo lamentaba; es más, incluso me deleitaba recordarlo.

Estaba tremendamente agotado; desde que hallara el anillo el día anterior la vorágine de acontecimientos, reales y soñados, me había dejado exhausto.

Aquella noche el cansancio me privó incluso del hambre. Me tomé un café con leche acompañado de un par de cruasanes, me fumé un cigarrillo y me acosté deseando no volver a soñar y poder descansar.

No sé si fue porque el anillo atendió mi deseo, o sencillamente porque estaba al borde del agotamiento; el hecho fue que aquella noche dormí como un tronco y me levanté el lunes fresco como una rosa.

Después de desayunar mi habitual café con leche, esta vez con una rebanada tostada de pan de payés untada de mantequilla y cubierta con mermelada de melocotón, me dirigí al trabajo en una casa en construcción en el mismo pueblo.

Me había subcontratado el constructor para que instalara el cableado eléctrico, las tuberías del agua y la grifería. Tenía por delante todavía, tareas para un par de días; durante el camino iba pensando que sería la última faena que haría; gracias al anillo, confiaba en poder hacerme con el dinero necesario para no tener que trabajar nunca más; aunque para comprobarlo debería hacer alguna prueba.

 

CAPÍTULO 5.- CONSEGUIR DINERO

 

Durante todo el día, mientras trabajaba, estuve cavilando en que sería fácil soñar en ser el ganador de un concurso de pintura bien dotado económicamente. La idea surgió porque a causa de mi afición a pintar, había participado en alguno de los concursos de pintura rápida que en mi localidad se celebraban cada año entre las diversas actividades y celebraciones de la fiesta mayor. Incluso había llegado a ganar algún premio, aunque el dinero con el que estaban dotados los mismos era escaso, por no decir simplemente simbólico.

También había participado unos pocos años atrás y solamente en una ocasión, en un concurso muy importante a nivel internacional; fue en el primer concurso de pintura figurativa, que organizó la Fundación de las Artes y los Artistas, entidad que se había creado poco tiempo antes del concurso, para impulsar la pintura y la escultura figurativas y con la intención de crear un museo al paso de los años, con aquellas obras que obtuvieran premios en los mismos y la adquisición de esculturas y lienzos, que pudieran ir adquiriendo con sus fondos. El cuadro que presenté al concurso era una alegoría sobre la amenaza que, a causa del deterioro del clima representaba el mar, para la maravillosa ciudad de Venecia.

Aunque me sentía orgulloso de mi pintura, para el jurado no mereció ningún premio, tampoco formar parte de las tres o cuatro decenas de cuadros con los que hicieron una exposición itinerante por algunas de las principales capitales españolas; ni siquiera ser incluida entre las más de cien obras que aparecieron en el catálogo creado con motivo del concurso. No me sorprendió el hecho; yo era un pintor aficionado que no contaba con el respaldo de ninguna galería de arte, tampoco tenía ningún amigo con influencia en los círculos intelectuales ni artísticos del país.

Aunque después de ver la exposición encontré lógico que no me hubieran dado ningún premio, estaba convencido que mi cuadro era más hermoso que algunos de los que estaban allí y superaba en calidad y belleza a muchos de los que aparecían en el catálogo.

Aquella noche soñé que estaba en la entrega de premios del citado concurso, aunque había alguna importante y significativa diferencia: mi cuadro era el que ocupaba el lugar de honor.

Entre la numerosa concurrencia, en la que no faltaba ninguno de los galardonados ni la cúpula de la fundación, había directores de salas de exposiciones, miembros de las altas esferas políticas relacionados con la cultura, ricos coleccionistas privados, críticos y representantes de muchos medios de comunicación, tanto generalistas como de revistas de arte. Todos estaban de acuerdo en el espaldarazo que la aparición de la nueva fundación iba a suponer para el relanzamiento del arte figurativo actual, en la importancia de la exposición itinerante que allí se iniciaba y la calidad de las obras, tanto las premiadas como las que simplemente formaban parte del catálogo del primer concurso.

La mayoría de los allí presentes intentaba epatar al resto, bien con una grandilocuente verborrea que pretendía demostrar sus conocimientos de arte, bien alardeando de su importancia e influencia en el mercado, como también haciendo alarde de sus colecciones privadas, citando los principales y notorios nombres de algunos artistas en ellas presentes.

Como ganador del concurso, era yo quien recibía más parabienes y elogios de parte de la mayoría de los asistentes; también podía percibir los celos de algunos artistas de renombre en el panorama artístico, que no habían digerido bien haber quedado por detrás de mí; un desconocido hasta aquel momento que les había robado la gloria… y el importante “pellizco” económico que llevaba consigo el primer premio.

Por fin llegó el momento de la entrega de galardones. Se me hizo eterna la lista de accésits y premios menores que se otorgaron antes que el mayor; por fin llegó el momento cumbre de la entrega del primer premio. Al oír mi nombre me dirigí entre aplausos a la tarima en la que se exhibía mi obra para recibir el galardón. Me esperaba en la mano de la persona que iba a entregarlo: un diploma que me acreditaba como ganador del concurso, pero ni rastro del cheque que llevaba implícito. Según me explicó el mismo miembro de la fundación que me entregó el certificado, debería pasar en los próximos días por las oficinas de la fundación para recibirlo y firmar los documentos de cesión de la obra y sus derechos de imagen.

Cabreado con los organizadores del evento, con el maldito anillo e incluso conmigo mismo, me desperté.

En mis manos tenía un certificado que no valía para nada; lo arrugué y eché al suelo mientras en mi mente crecían el odio y la impotencia al sospechar que el anillo se burlaba de mí, sin ninguna consideración ni miramiento.

 

Mientras tomaba el desayuno del que había imaginado sería el último día de trabajo, pensé que debería meditar más detenidamente en cómo conseguir dinero, para evitar decepciones como las del concurso de pintura.

Después de sopesar varias posibilidades, decidí intentarlo de nuevo convirtiéndome en miembro de un equipo de seguridad, de los que trasladan dinero en furgones blindados desde las centrales a las oficinas bancarias o viceversa y recogen la recaudación diaria de los ingresos en efectivo de almacenes y grandes tiendas. Si sucedía como con el trofeo de golf y me despertaba en el momento de llevar las bolsas, despertaría con un buen puñado de euros.

Estuve excitado, nervioso, ansioso e irritable; ni siquiera el fumar un cigarrillo tras otro calmó mis nervios ni aplacó las ansias; tanto que, la jornada se me hizo interminable y tuve varios enfrentamientos con gente que trabajaba en la obra y con la que nunca había tenido el menor problema. Todo lo que quería era conseguir mucho dinero, obtener poder, disfrutar del sexo… y todo ello sin limitaciones ni límites morales; no permitiría que nada ni nadie se interpusiera en el camino para la consecución de mis deseos. No me cabía ninguna duda de que el anillo era el causante de mi transformación; como si fuera una droga a la que hubiera sucumbido y de la que cada vez necesitara más y más. Alarmado por las ansias y necesidades que sentía crecer en mi mente, intenté de nuevo quitarme el anillo y de nuevo comprobé que era inútil.

 

Por fin terminé la jornada laboral; antes de regresar a casa pasé por el cajero automático de mi banco para sacar dinero (billetes de 10, 20 y 50 euros) para poderlos cotejar con los que esperaba conseguir con mi sueño.

Al llegar a casa lo primero que hice fue servirme una generosa copa de brandy, con la esperanza de mitigar la excitación y el desasosiego que me habían abrumado durante todo el día.

No sé si por el efecto del licor o por la influencia del anillo, el caso es que me invadió un sopor que me dejó adormilado en poco tiempo.

De pronto empecé a sentir una leve vibración en el sofá; abrí los ojos para descubrir con sorpresa que ya no me encontraba en la sala de estar de la casa; mi confortable salón se había convertido en un pequeño y escasamente iluminado habitáculo que, además se movía.

 

Cuando mis ojos se acostumbraron a la semi penumbra, me percaté de la presencia frente a mí de un individuo que me miraba con expresión entre adusta y aburrida, vestido con el uniforme de una conocida empresa de seguridad; estaba sentado y de su cinturón colgaban dos cartucheras; en una llevaba un walkie talkie y en la otra un revólver. Me miré a mí mismo y se confirmaron mis suposiciones; yo también llevaba el mismo uniforme e idénticos complementos.

 

-- ¿Falta mucho para llegar?

--Menos de cinco minutos

-- ¿Dónde vamos?

--Joder Jaime, ¿ya te has olvidado?; ¡suerte que no conduces tú!

 

No llegué a oír el final de la respuesta, si es que la hubo. Me planteé a mí mismo dentro del sueño, que no tenía sentido recorrer el trayecto que aún faltaba para llegar a nuestro destino ni pasar por todos los trámites de la recogida de las bolsas de dinero y el traslado hasta la furgoneta; decidí no perder tiempo y adelantar los acontecimientos, imaginando sencillamente que ya lo habíamos recogido.

Miré a un lado y de la misma manera que en la sabana africana habían aparecido de la nada una cantimplora de agua fresca al lado del asiento del conductor y un sombrero Stetson en mi cabeza, en el suelo aparecieron un par de abultadas bolsas de dinero precintadas.

Para no dejar nada al azar, decidí que la cantidad de dinero que figuraba en el precinto de cada una de las dos bolsas fuera de un millón quinientos mil euros. Dada la tenue luz del interior del furgón blindado, no hubiera podido asegurarlo, pero creí observar un leve abultamiento en las bolsas.

Entre el movimiento del vehículo y la estrechez y semi oscuridad del habitáculo, no me encontraba cómodo en absoluto, así que decidí no perder más el tiempo, cogí las dos bolsas del suelo ante la cara de sorpresa de mi “compañero” y decidí despertarme.

 

Aún no había oscurecido del todo; a través de la ventana de mi casa pude ver el cielo, de un azul que se iba oscureciendo, manchado de rojizas nubes que señalaban que el día estaba a punto de terminar; la distracción duró solo un momento, el peso de las dos bolsas en mis manos hizo que inclinara la vista hacia ellas.

Las deposité en el suelo y me dirigí a la cocina con la intención de buscar un cuchillo y unas tijeras para poder cortar el precinto o la bolsa (lo que fuera más fácil). No me costó demasiado conseguirlo; abrí la bolsa e introduje mi mano dentro; presa de una gran excitación saqué un par de fajos de billetes de cincuenta euros precintados; el aspecto era excelente, como también lo era el del resto de los paquetes, los de cien, los de veinte y los de diez; y no solamente tenían un aspecto excelente; no pude detectar ninguna diferencia con los billetes que había sacado del cajero de mi banco y aunque no pude comprobar los de cien, porque de estos no me había dado el cajero, estaba convencido de que también serían buenos.

 

Ya no tenía la menor duda de que no me haría falta volver a trabajar en la vida; lo único de lo que debería preocuparme, era de ir con cuidado para no despertar las sospechas de Hacienda.

Como al día siguiente ya no debía ir a trabajar, decidí darme un pequeño homenaje y bebí algo más de la cuenta durante la cena.

Ya que no tenía que levantarme temprano, decidí ver en televisión la película de Cleopatra, interpretada por Elizabeth Taylor. Entre que es un poco larga, las interrupciones por los anuncios y la excitación y el ajetreo del día, a mitad de la proyección me quedé dormido y de nuevo volví a soñar.

 

CAPÍTULO 6.- CLEOPATRA

 

Me encontraba cerca de la ciudad de Alejandría, en las orillas del majestuoso río Nilo, rodeado de la exuberante vegetación del delta y un intenso olor a loto flotando en el aire. La luna apenas era un delgado arco luminoso, cuya escasa luz permitía la visión maravillosa de un extraordinario cielo estrellado, en el que destacaba nítidamente el multitudinario racimo de estrellas de la vía láctea. Ignoro cuánto rato estuve enfrascado y totalmente absorto en su contemplación.

Cuando por fin pude apartar los ojos de la fabulosa visión, frente a mí descubrí un lujoso barco que flotaba tranquilamente sobre las aguas del río a punto de partir, con sus velas blancas ondeando suavemente con la brisa nocturna. Sabía, sin saber de dónde provenía esta certeza, que me esperaba a mí. Sin dudarlo, accedí por la pasarela a la cubierta de la suntuosa embarcación, cálidamente iluminada por una multitud de antorchas que, además de la acogedora luz desprendían un dulce y embriagador aroma.

Recorrí con la mirada la cubierta de proa a popa hasta que la posé en la figura que parecía esperarme delante de la puerta de la cabina principal. Mi sorpresa fue mayúscula al descubrir a la mismísima Cleopatra, la reina de Egipto, que parecía estar esperando impaciente.

La fabulosa reina, radiante y con el aspecto de Elizabeth Taylor en todo su esplendor, me recibió con una atractiva sonrisa. Sus ojos brillaban con una chispa de intriga y emoción mientras me acercaba a ella.

 

--Bienvenido, mi amor. Los próximos días seremos los reyes del Nilo y exploraremos sus maravillas juntos.

 

Sin más preámbulos, el barco empezó a deslizarse suavemente y a contra corriente por las tranquilas aguas del río.

Ella cogió mi mano y la seguí hasta un diván dispuesto en la cubierta al aire libre frente a una mesa baja repleta de exquisitos manjares y frutas. Se tumbó en él mientras sus labios me seguían obsequiando con aquella seductora sonrisa cargada de mudas promesas, y su enjoyada mano me señalaba el diván del otro lado de la mesa.

Cleopatra/Elizabeth tomó una copa de oro ornamentada con joyas y enseguida, una hermosa y joven doncella semi desnuda que estaba detrás de ella, procedió a llenársela. Imité su gesto y otra joven belleza surgió de mis espaldas para llenar la mía. Por un momento aparté la mirada de los ojos azul violáceos de Elizabeth y la posé en los tersos y firmes senos de la muchacha que me servía.

No sé cómo, pero cuando terminó de llenarla pude desviar la mirada de los turgentes pechos a sus ojos y darle las gracias.

Cuando volví a mirar a Cleopatra, estaba llevándose a los labios un sicomoro. La sensualidad con la que se lo puso en la boca, su mirada fascinante fija en mí, amén de su embriagador perfume y la visión de su curvilíneo y seductor cuerpo, apreciable bajo el semitransparente vestido que llevaba, provocaron una erección que me fue imposible disimular, a pesar del ajetreo de la tripulación que faenaba no muy lejos del diván y a las hermosas doncellas semi desnudas que estaban cerca, pendientes de las más pequeñas indicaciones que pudiéramos hacerles su reina y yo.

 

--Contén de momento las ansias de tu desbocado corcel; ya tendremos tiempo más tarde y las noches venideras, para dejarlo galopar libremente; saborea ahora este vino y los manjares que he dispuesto para ti.

--No es mi estómago el que está hambriento, majestad.

--Esto es verificablemente cierto. Por Isis, que no hace falta que lo jures.

 

Se levantó con una sonrisa que empalidecía la magnífica belleza del estrellado cielo; me tomó de la mano y me llevó a su camarote.

 

A la mañana siguiente, al salir de los aposentos de la reina, el sol ya estaba tan alto como para calentar la cubierta de la nave en la que, bajo un parasol y frente a una mesa surtida de apetecibles viandas, estaba sentada, con actitud laxa y satisfecha, Cleopatra.

Estaba desayunando; al verme esbozó una de sus radiantes sonrisas y me hizo un gesto para que acudiera a su lado.

 

--Come, mi dulce Montu, necesitarás reponer tus fuerzas después del fabuloso dispendio que hiciste de ellas la pasada noche… Aunque me dejaste completamente extenuada, es más que probable que quiera más sexo, también la próxima.

--Tu atractivo es suficiente fuente de energía para mi corazón, pero mi estómago aceptará de buen grado este apetecible sustento.

 

Me sentí sumamente halagado por el nombre con el que me había bautizado la reina; Montu era el dios egipcio de la guerra; se distinguía por su increíble fuerza y fiereza en el combate.

El barco, al navegar contra corriente, avanzaba lentamente hacia el sur. Para aprovechar la brisa que en aquellos momentos era favorable, Cleopatra decidió no detenerlo para visitar las pirámides y la esfinge; ya lo haríamos a la vuelta. Así que, desde la cubierta me deleité en la contemplación del liso recubrimiento pulido de caliza blanca y de los piramidiones de oro, que coronaban y reflejaban los rayos de sol en las tres pirámides de Guiza; también de los vivos colores con que estaba pintada la esfinge, que, en aquel tiempo aún conservaba la nariz.

Lamentablemente, con el paso de los siglos los terremotos harían caer de las pirámides gran parte de las piedras calizas que las recubrían y que, con posterioridad, serían utilizadas para la construcción de edificios en El Cairo; los piramidiones, al ser de oro, fueron robados y la esfinge perdería sus colores por las inclemencias climáticas, y la nariz por el fanatismo religioso (un sufí musulmán en 1378, descubrió que los campesinos locales hacían ofrendas a la esfinge con la esperanza de aumentar sus cosechas y le destrozó la nariz en un acto de iconoclasia). 

También y para aprovechar la brisa dejamos atrás Memphis, apenas sobrepasado el delta y cuando el majestuoso Nilo ya fluía por un solo cauce. La ciudad fue la primera capital del país desde la dinastía I a la VIII, resurgiendo durante el reinado de Ramsés II y Merenptah.

Cuando otras ciudades como Tebas, Pi-Ramsés, Tanis o Sais ostentaron la capitalidad, seguía siendo denominada Balanza de las Dos Tierras, el más importante centro del país. Desde el barco pude apreciar la magnificencia de los muros del templo de Ptah.

Continuamos navegando hacia el sur. Durante el día, nos deteníamos para visitar los numerosos templos que jalonaban el Nilo, en los que éramos recibidos y agasajados por los sacerdotes responsables de sus diferentes cultos y el mantenimiento. En todos ellos pude observar el respeto que sentían por Cleopatra.

Desde que Alejandro Magno conquistara Egipto y fundó Alejandría, todos sus faraones desde el primer Ptolomeo hablaban únicamente griego… hasta que llegó Cleopatra que fue la primera y única en hablar también egipcio y ser respetuosa con sus creencias.

Por las noches, habitualmente cesaba la brisa y el barco, al no poder avanzar, fondeaba cerca de la orilla.

Horas antes, los ocasos nos brindaban magníficas puestas de sol repletas de fabulosas sinfonías de colores, que eran preludios de la espectacularidad del cielo estrellado sobre el Nilo.

En dos ocasiones la reina de Egipto mostró sus grandes conocimientos de astronomía, señalándome y recitando el nombre de un incontable número de estrellas y constelaciones que Nutt (la diosa de la noche) nos mostraba orgullosa. Bajo su cúpula, todas y cada una de las noches que duró el viaje, Cleopatra/Elizabeth y este soñador gozamos hasta la extenuación de portentosas sesiones de sexo. La reina tenía el apetito sexual propio de sus diecinueve años, era extraordinariamente hábil y desinhibida para su corta edad. Supuse que se debía a que era curiosa, inteligente y había tenido todos los libros del mundo antiguo a su disposición en las estanterías de la biblioteca de Alejandría; además, dada su ambición y las intrigas palaciegas de la corte de los Ptolomeos en la que había vivido mientras crecía, no tenía el menor reparo en hacer uso de todos sus atributos para conseguir sus objetivos. 

Disfrutábamos de nuestro romance en el Nilo, ajenos a las sombras de la conspiración que se cernían sobre la reina. Acabábamos de llegar a Edfú con la intención de visitar el imponente templo de Horus. Una multitud se agolpaba en el muelle para ver con sus propios ojos a una diosa viviente; Isis reencarnada en Cleopatra. Entre el gentío creí ver una figura fantasmagórica; una sombra en cuyo rostro no podía ver ningún rasgo a excepción de un par de ojos refulgentes que estaban fijos en mí. Una inquietud me embargó; sin saber porque, me sentí amenazado por aquel espectro y un nombre brotó en mi mente: Sandman.

Se armó un pequeño revuelo entre la comitiva que esperaba a la reina, provocado por la impetuosa llegada de un emisario a caballo; a juzgar por las apariencias, tanto el jinete como su cabalgadura estaban al borde del agotamiento y supuse que traerían malas noticias. Intenté volver a localizar a la sombra, pero había desaparecido, dejándome sumido en la inquietud.

Apenas colocada la rampa de acceso del puerto a la nave, el emisario subió por ella y se dirigió a su reina, con un rollo de papiro en la mano. Se lo entregó, después de ejecutar la protocolaria inclinación ante ella. El mensaje traía malas noticias de Alejandría; su hermano/marido y corregente del reino, Ptolomeo XIII, de tan solo once años, había tramado (obviamente influido por sus asesores) una conspiración para derrocarla del trono y tomar el poder para sí mismo. La acusaba de ser la causante de la sequía que asolaba a Egipto. La situación en la capital era dramática para los intereses de Cleopatra. Aquellos que le eran fieles tenían que esconderse, estaban presos e incluso alguno, había sido asesinado.

La reina no dio muestras de sorpresa ni inquietud. Ordenó que se atendiera adecuadamente al mensajero, que estaba extenuado por el largo y duro viaje que había hecho para traerle el mensaje a la mayor brevedad posible. A continuación, bajó de la nave para saludar a la multitud que se agolpaba para verla y comunicar a los sacerdotes, que lamentaba tener que suspender la visita al templo, pero debía preparar de inmediato el regreso a Alejandría, a causa de una grave crisis que se había originado en la ciudad. Volvió a subir a bordo y con la misma serenidad y aplomo con la que había encajado la terrible noticia de la revuelta, nos convocó a mí, a cuatro de sus oficiales de confianza y a tres de sus sirvientas en su camarote, para darnos instrucciones.

Dos de ellos partirían de inmediato hacia Alejandría en una pequeña y rápida embarcación. Su misión era encontrar a los dignatarios que le eran fieles y que aún no hubieran sido descubiertos, apresados o ejecutados por los conspiradores, para decirles que se reunieran con ella en Memphis en una fecha determinada, con todas las riquezas que pudieran llevar consigo. Los otros dos, dos de las sirvientas, ella misma y yo, partiríamos aquella misma noche en otra embarcación algo mayor, en la que llevaríamos una pequeña parte de su equipaje y todas las joyas que llevaba a bordo.

Los cuatro oficiales salieron a preparar la partida de las dos naves; dos de las sirvientas a preparar el equipaje que iba a llevarse su reina y la tercera, por orden de Cleopatra salió del camarote para convocar al mismo al capitán/piloto de la majestuosa embarcación que nos había trasladado por el río hasta ahora.

 

--Mi amado Montu, parece que nuestro viaje de placer llega a su fin; los ambiciosos asesores de mi hermano se han salido con la suya y le han convencido para que les permitiera dar un golpe de estado. Sin mí, podrán manipularlo a su antojo y gobernar ellos mi hermoso país. ¿Querrás venir conmigo al exilio en Judea?

--Te acompañaré hasta que estés a salvo; aunque pienso que Judea está demasiado cerca de Egipto. En mi opinión estarás más segura en Siria. Y no vuelvas hasta que sepas que Julio César vaya a ir a Alejandría para poner paz entre tú y tu hermano.

-- ¿Qué interés podria tener Roma en que haya paz entre mi hermano y yo?; bastantes problemas tienen allí entre ellos.

--Roma necesita el grano de Egipto y su ayuda económica para las campañas en Asia. Una guerra civil en tu país impediría que cultivarais y recolectarais lo suficiente para seguir enviándolo. Es por eso por lo que estoy seguro de que enviará a su mejor hombre para intentar la paz entre vosotros.

--Me sorprendes, mi amado Montu; además de ser un amante fogoso, también te adorna la sabiduría de Thot. Te haré caso e iré hasta Siria; aunque para engañar a los posibles espías de mi hermano seguiré diciendo que voy a Judea.

 

La conversación terminó con la llegada del capitán y la sirvienta que había ido a buscarlo. Cleopatra notificó al oficial sus órdenes. Debería partir al alba del siguiente día sin prisas hacia Memphis (al principio del delta). Cuando pasaran por las ciudades que bordeaban el Nilo, su sirvienta se dejaría ver en cubierta haciéndose pasar por la reina de Egipto, para engañar a los secuaces de su hermano que, seguramente la estarían espiando. Si la situación lo permitía, en Memphis ella les estaría esperando para volver de nuevo al barco y huir hacia Judea. Si ella no estuviera en el puerto, les daba libertad de hacer lo que consideraran oportuno. Por ningún motivo, la nave atracaría en ningún otro puerto hasta llegar a la que fuera en su día, la primera capital del antiguo Egipto. 

El azul del cielo daba paso a la sinfonía de rojos que anunciaban el ocaso cuando la primera y pequeña barca se alejó velozmente en dirección norte, gracias a que navegaba a favor de la corriente y a la habilidad del piloto para aprovechar la brisa con su vela latina.

Mientras tanto ya se estaba trasladando parte del equipaje de la reina y cuanto pudiéramos necesitar para el trayecto a la nave, algo mayor, que nos esperaba para partir en cuanto oscureciera, y en la gran nave que nos había albergado hasta ahora se estaba haciendo acopio de comida y los preparativos necesarios para una larga travesía.

Ya era bien entrada la noche cuando nuestra pequeña comitiva se trasladó en silencio a la embarcación que nos llevaría de regreso a Memphis. Soltamos amarras y dejamos que la corriente nos impulsara rio abajo. No necesitábamos ir deprisa porque debíamos dar tiempo a los emisarios que habían partido antes que nosotros para hacer su trabajo. Yo sabía que me quedaban dos noches a lo sumo para disfrutar del sexo con Cleopatra/Elisabeth… y pensaba aprovecharlas.

Una duda me asaltó: ¿Había sido mi subconsciente que me había fallado?, o ¿había sido una jugarreta del malvado anillo quién había truncado el largo viaje de placer que estaba disfrutando?

Por un momento me pareció oír las carcajadas de Morfeo; pero me propuse aprovechar al máximo el tiempo que aún me quedaba.

Al cabo de dos días de navegación, en el que tuvimos sexo como si se fuera a acabar el mundo, llegamos a nuestro destino. Las primeras luces del alba anunciaban que pronto el dios Ra, haría su aparición por oriente. La reina dormía plácidamente, desnuda a mi lado; me deleité por última vez con la magnífica visión de su sedosa piel y curvilínea figura.

Desperté tremendamente agotado y triste por la finalización del magnífico sueño. Por suerte, ya no me esperaba una tediosa jornada laboral; tenía todo el tiempo del mundo para soñar… aunque un escalofrío me recorrió la espalda al recordar la misteriosa sombra de ojos refulgentes del puerto de Edfú y la sensación de sentirme amenazado por ella; también volvió a mi memoria el nombre: Sandman. Descarté mis miedos; al fin y al cabo era un sueño… ¿Qué daño podía hacerme un sueño? Por un momento recordé los arañazos en la espalda de Ava y la resaca después del concierto con los Beatles; pero rechacé mi angustia. Mi única ocupación consistía en buscar un nuevo y excitante sueño que vivir… aunque eso sería después de preparar y comerme un nutritivo desayuno para recuperar fuerzas.

Dediqué la mañana a reponerme del agotamiento producido por el último sueño y me tumbé en el sofá.

El único ejercicio que hice fue el de pulsar el mando del televisor para encenderlo y cambiar de canal; aunque no pude concentrarme en lo que estaba viendo porque no podía dejar de pensar en Cleopatra y darle vueltas a la duda del causante de la interrupción de tan fabuloso sueño. ¿Había sido mi propio subconsciente o el anillo?

De improviso, nuevas pregunta se añadieron a la anterior ¿de dónde había surgido la sombra? ¿era una amenaza? ¿qué significado tenía Sandman?

 
CAPÍTULO 7.- DUELO EN EL CIELO

 

Debido al agotamiento, no me apetecía siquiera prepararme una comida rápida, por lo que decidí ir a comer a un restaurante económico cercano a mi domicilio. A la vuelta, apenas tuve tiempo de desplomarme en el sofá y encender el televisor antes de quedarme dormido… y volver a soñar.

 

Me encontraba en un barracón militar frente a un espejo. La imagen que se reflejaba en él era, según había visto en alguna película, la de un piloto de avión de la primera guerra mundial; la chaqueta de cuero estaba forrada de lana, la cabeza estaba cubierta por un gorro con orejeras, también de cuero y lana; además estaba rematada por unas gafas que impedían la entrada del viento en los ojos y en lugar de varillas, llevaba una goma elástica que las ajustaban a la cabeza.

Aunque no me disgustaba la idea, no tenía consciencia de haber elegido este sueño y reaparecieron mis recelos… ¿había sido mi subconsciente o el anillo, el que lo había escogido?

Salí del barracón y descubrí que me hallaba en un aeródromo francés. “Sabía” que era un experimentado y hábil piloto, que había derribado numerosos aviones alemanes en el transcurso de la gran guerra sin haber sufrido ningún percance ni herida. Era admirado por el resto de los pilotos y del personal de tierra, que me agasajaban y mostraban su entusiasmo siempre que pasaba cerca de ellos y en las celebraciones en la cantina de la base. Entre saludos, vítores y peticiones de que les diera caña a los “malditos boches” me dirigí a mi avión, frente al cual estaba mi mecánico, que ya había terminado la inspección.

 

--Todo listo mi teniente; he calentado el motor, que ronronea como un gatito, y llenado tanto el depósito de combustible como el de la munición. También lleva dos bombas a cada lado del asiento, por si encuentra algún objetivo apetecible.

El avión era un biplano equipado con un moderno y potente motor; había ordenado pintarlo como una cebra, emulando de alguna manera el deseo de destacarme del resto, al igual que había hecho el Barón Rojo al pintar su triplano del color que le había dado el apodo. Le di las gracias a mi asistente mientras ascendía a la cabina del aparato, a la que me siguió para sujetarme el cinturón y echarles un último vistazo a los indicadores del sencillo tablero de mandos. Cuando estuvo satisfecho, me dejó solo y se alejó. Puse en marcha el motor y dirigí el avión al principio de la pista de despegue. Aferré con manos firmes los mandos e inicié la aceleración para el despegue, mientras sentía el vértigo de la adrenalina inundando mis venas. A una sencilla maniobra el avión respondió dócilmente, el morro se elevó y me encontré volando hacia las línea enemigas, en un cielo azul y parcialmente nublado del frente occidental en Francia.

Mi misión principal consistía en averiguar si había movimientos de tropas en la retaguardia enemiga; pero yo deseaba encontrar y entablar combate con algún avión alemán… a ser posible con el triplano rojo del barón Manfred von Richthofen.

Mientras me dirigía hacia el frente de combate disfruté del vuelo entre las nubes, del viento en la cara y la sensación de estar por encima de todo, no sólo físicamente sino también psíquicamente.

Las líneas de trincheras de ambos bandos eran apreciables desde mi privilegiada posición en las alturas; estaban separadas por una enmarañada red de alambradas y rodeadas por un incontable número de pequeños cráteres causados por las explosiones de los obuses disparados por la artillería. La proximidad del enemigo hizo que elevara la altura de vuelo para no ser un blanco fácil de sus armas ligeras. Llevaba diez minutos observando su retaguardia cuando divisé un biplano acercándose a mi posición. Comprobé mi ametralladora y me preparé para el combate.

Después de algunas maniobras en las que cada uno intentó colocarse en una situación ventajosa sobre el otro, fui yo quien consiguió tenerlo a tiro y disparé tres ráfagas no excesivamente largas (no era bueno sobrecalentar el arma y había que reservar munición para lo que pudiera surgir más adelante).

Sabía que le había dado pero por unos breves segundos el avión continuó volando sin variar su trayectoria. De pronto, el morro se inclinó hacia el suelo y el biplano inició un picado descontrolado girando en barrena, hasta que se destrozó contra el suelo.

Imaginé que el piloto habría muerto o quedado gravemente herido a causa de mis disparos. Por un momento lamenté su muerte; prefería abatir a mis enemigos, pero que pudieran aterrizar sus biplanos y salvar sus vidas. Aunque después supuse que, dada la habilidad que había mostrado en las maniobras del combate, me había enfrentado a un piloto experto que probablemente hubiera segado la vida de algunos de mis compañeros.

Estaba a punto de darme la vuelta para volver a la base, cuando divisé en la lejanía la silueta inconfundible de un triplano que se acercaba. El corazón se me disparó al comprobar el color del avión. Iba a tener la oportunidad de enfrentarme al temible Barón Rojo. El célebre piloto se había convertido en una leyenda alemana por sus habilidades y astucia para el combate aéreo, así como por el elevado número de victorias conseguidas sobre nuestros pilotos. Se había ganado el respeto de sus camaradas a causa del gran número de aviones abatidos, y el nuestro (el de sus enemigos), por su caballerosidad. Cuando un aeroplano perdía la capacidad de defenderse, el barón permitía que se retirara del combate y regresara (si podía) a la base o realizara un aterrizaje de emergencia.

La distancia que nos separaba disminuyó rápidamente porque nos dirigimos directamente el uno al otro. Nos enfrentamos en un duelo épico en el cielo, maniobrando hábilmente nuestros aviones, esquivando las escasas ráfagas que pudimos dispararnos. En ocasiones era él quien desaparecía cuando creía que lo tenía a tiro y en otras era yo quien escapaba de sus intentos de derribarme. Durante un buen rato estuvimos jugando al gato y al ratón, alternando el papel de cazador y presa.

Finalmente pude colocarme en una buena posición y disparar una ráfaga que le alcanzó en el motor y le provocó una densa humareda. La inmensa alegría del momento se desvaneció enseguida, al temer por la vida de mi rival; aminoré la velocidad para perseguirlo mientras Von Richthofen iniciaba un precipitado descenso, dejando tras de sí una espesa estela de humo. Su triplano hizo un brusco aterrizaje en un solitario campo de cultivo, rompiendo las tres alas de la izquierda en la maniobra, mientras un pequeño incendio empezaba a extenderse desde el motor.

Di un par de vueltas a baja altura y pude ver como mi respetado contrincante se alejaba rápidamente del avión para ponerse a salvo. Mientras le sobrevolaba nuestras miradas se cruzaron, me saludó marcialmente y yo respondí a su saludo.

Estuve tentado de aterrizar y conversar un rato con él, pero ya no iba muy sobrado de combustible y aterrizar en aquel campo podría acarrear sufrir algún accidente en el tren de aterrizaje o cualquier otra avería; además, estaba en zona enemiga.

Me estaba lamentando por no disponer de suficiente combustible ni encontrar un buen lugar para aterrizar y confraternizar con tan respetable rival. Había ganado altura y encaraba la dirección para volver a la base, cuando una ráfaga atravesó el fuselaje y una de las balas me dio en el brazo, desgarrando la chaqueta y provocándome una dolorosa herida. Por suerte, la herida no me inutilizó la extremidad ni el avión sufrió daños, aparte de tres agujeros en el fuselaje. El atacante que me había sorprendido era un biplaza; el piloto iba situado en la parte delantera, mientras en la trasera y de espaldas se situaba el artillero. Me maldije a mí mismo por estar distraído y maldije el trasnochado sentido del honor que me había hecho empatizar con el Barón Rojo.

 

--Estás en guerra, maldito idiota. Y en la guerra, nos matamos con el enemigo, no lo abrazamos ni le mandamos flores; y has de permanecer alerta en todo momento, sobre todo si vuelas sobre su territorio.

Inmediatamente, completamente excitado y furioso, me dispuse a entablar un duelo con el peligroso rival. La mayor movilidad de mi avión quedaba compensada sobradamente por la ametralladora trasera de mi antagonista; mientras yo solamente podía dispararle de frente, él, además de igualarme en este aspecto, disponía del arma del artillero que viajaba detrás y tenía un amplio campo de acción de 180 grados hacia los lados, amén de poder disparar también hacia arriba y hacia abajo. Debería maniobrar con cautela y con toda la habilidad de la que fuera capaz para poder superar con éxito la batalla en la que había sido sorprendido inicialmente como un novato.

Los dos biplanos empezamos una agitada danza en la que cada uno intentaba evitar ponerse a tiro del otro, amén de colocarse en una buena posición para abrir fuego y abatir al adversario. El mayor peligro para mí lo encarnaba el artillero trasero y mi primer objetivo era no ponerme a tiro de él, después intentar neutralizarlo, dado que las maniobras del piloto iban encaminadas en primer lugar, a dejarle en disposición de dispararme.

Al fijarme en el artillero un escalofrío recorrió mi espalda; allí estaba de nuevo la sombra de refulgentes ojos que había visto en Egipto… y de nuevo la palabra Sandman surgió en mi mente junto a la certeza de que representaba una peligrosa amenaza.

Intenté serenarme mientras esquivaba a duras penas un par de ráfagas que la sombra me disparó. Por fin, después de ejecutar un par de arriesgadas maniobras en las que sus balas pasaron peligrosamente cerca, pude tenerlos a tiro y dispararles una andanada que les impactó con varios proyectiles en la parte delantera del avión. Me pareció ver que el piloto se inclinaba sobre los mandos unos momentos antes de que el biplano iniciara un picado del que estaba seguro que no saldría, porque mis disparos habían sido letalmente certeros.

Mientras el avión caía pude distinguir claramente cómo la sombra se desvanecía en el aire.

La alegría experimentada por el derribo de mi contrincante se vio atenuada por la inquietud que me causó la nueva aparición del espectro. ¿Quién era? ¿por qué aparecía en mis sueños como una amenaza? Quería volver a la base para celebrar por todo lo alto con mis compañeros el derribo de tres aeroplanos en una sola misión, pero debido a la desazón que me había provocado el fantasma preferí despertar.

 

Desperté de la siesta y después de un buen rato en el que me dediqué a limpiar y curar la herida del brazo, me senté delante del ordenador; busqué Sandman en el Google. Al principio aparecieron referencias a la canción Mr. Sandman que, interpretada por The Chordettes a finales de 1954 consiguió un gran éxito musical. Encontré llamativo que la composición hablara de sueños y seguí buscando.

Finalmente hallé algo significativo que podría justificar de algún modo la aparición en mis sueños del espectro de ojos refulgentes.

Sandman (Sand – arena, Man – hombre) (el arenero) es un personaje de la cultura anglosajona y sobre todo la celta, que visita cada noche el dormitorio de la gente mientras duerme para esparcirle arena mágica en los ojos y así, los durmientes tendrán sus sueños; por eso la legaña adquiere el nombre de arena, arena mágica o arena del sueño.

 

Morfeo y Sandman son distintos nombres para un mismo personaje, el señor del mundo de los sueños… o tal vez dos personajes que luchan por la hegemonía en dicho mundo… y tal vez yo me había metido en medio al ponerme el anillo.

No podía creer lo que me dictaba mi raciocinio; ambos eran personajes mitológicos, no reales… pero cómo ignorar los arañazos de Ava, la resaca del concierto, el trofeo y el dinero conseguidos, y ahora la herida. 

¿Podría tratarse de un efecto psicosomático de los sueños en mi cuerpo? Eso era mucho más probable y menos fantasioso que pensar que existían dos seres perversos, que se odiaban a muerte y luchaban encarnizadamente por hacerse con el poder total en el mundo de los sueños, y que el anillo me había colocado en el centro de su conflicto.

Al menos, parecía que despierto y en el mundo real estaba a salvo. Aunque eso podría ser sólo una ilusión; al fin y al cabo, seguía sin poder quitarme el anillo.

Pude cenar tranquilo y sin más sobresaltos que las terribles noticias que desgraciadamente, se habían vuelto cuotidianas de los telediarios. Al terminar, decidí distraerme buscando una película entretenida entre los múltiples canales de la programación televisiva.

 
CAPÍTULO 8.- MIEMBRO DEL RAT PACK

 

Encontré una pequeña joya sin apenas pretensiones entre las películas del oeste americano: el filme “Los tres sargentos” en el que, entre otros, aparecían Frank Sinatra, Dean Martin, Sammy Davis Jr., Peter Lawford y Joey Bishop.

En la época del rodaje del film, Frank Sinatra estaba en buenas relaciones con la mafia, Peter Lawford formaba parte del clan Kennedy y todos ellos eran miembros del denominado “Rat Pack” o Grupo de Ratas en una traducción acertadamente descriptiva.

En la película, Sinatra, Martin, Davis Jr., y Lawford interpretan a cuatro sargentos del ejército de Estados Unidos que son enviados a un puesto fronterizo en el Oeste. Su misión será mantener la paz y enfrentarse a una banda de forajidos que está causando estragos en la región. Sin embargo, en lugar de luchar contra los bandidos, los sargentos se ven envueltos en situaciones cómicas y absurdas mientras intentan cumplir con su deber. El argumento es una parodia de las películas del oeste tradicionales, con un toque de comedia y el estilo característico del grupo mencionado. A lo largo del film los sargentos enfrentan diversos obstáculos y desafíos, pero su ingenio y camaradería los llevan a superar las adversidades de una manera divertida y entretenida.

 

Entre las actividades de sus componentes (las que eran de dominio público), además de la filmación de películas que no pasarán a la historia del cine por su calidad aunque sean entretenidas, hacían muchas actuaciones en vivo en las Vegas, donde, en los casinos recién creados y dirigidos mayoritariamente por la mafia, era habitual que los que no actuaban hicieran cameos. Lo que apenas se hacía público, aunque mucha gente conocía, eran las orgias de sexo, alcohol y drogas, con abundancia de candidatas a estrellas de Hollywood, dispuestas a hacer lo que hiciera falta por conseguir algún papel que las catapultara a la fama.

En la misma época, con la mediación de Frank Sinatra, Marilyn Monroe se había convertido en la amante del presidente de los EE. UU. John F. Kennedy.

La película no pasará a la posteridad como una obra maestra del cine, pero cuando me acosté aún pensaba en lo bien que se lo pasaban los miembros del grupo mientras rodaban, y además, obtenían buenos salarios por ello.

Tan pronto como me quedé dormido, me encontré soñando que formaba parte del clan y que estaba en una de sus fiestas. Se había cerrado toda una planta del hotel en el que actuaba uno de los componentes y se había desatado una monumental orgía sexual, donde el whisky corría como el agua en los rápidos del gran cañón y había tanta cocaína como harina en un horno de pan, o azúcar en una pastelería.

A pesar de lo bien que pintaba todo, cuando llevaba un par de horas saciándome de sexo, alcohol y drogas, mi olvidado sentido común me llamó la atención y empecé a preocuparme; recordé las consecuencias de los excesos al despertar de sueños anteriores… y aquél se estaba llevando la palma. En una de las esnifadas, en la que un par de rayas de coca estaban sobre una reluciente bandeja, me alarmó la demacrada visión de mi cara que me devolvió la brillante superficie. Rápidamente rechacé la señal de alerta y volví a sumergirme en la vorágine. Decidí que no tomaría más coca sobre superficies pulidas ni alcohol en copas que pudieran reflejar mi imagen; a partir de ahí las rayas las esnifaba entre los pechos de cualquiera de las muchas bellezas que deambulaban desnudas por allí y el alcohol lo bebía después de haberlo depositado, cuidadosamente o no, en sus ombligos.

Me sobresaltó suponer que Sandman pudiera aparecer de nuevo entre los participantes de la orgía y tuviera su mirada fija en mí.

Pese a las señales de alarma que me daba lo que quiera que quedara de mi consciencia, me daba igual; hubiera podido morir a causa de los excesos que cometí, pero no estaba dispuesto a renunciar a aquel torbellino de placeres… y al parecer el anillo tampoco.

Finalmente y con un gran esfuerzo de voluntad, me propuse despertar y desaparecieron las drogas, el alcohol y las mujeres. Al abrir los ojos quedé sorprendido por la agradable sensación de que la resaca y el malestar general no fueran tan fuertes como me temía; la ilusión de que tal vez estaba desarrollando resistencia a los excesos me animó… sin embargo, no estaba en mi casa y aquella no era mi cama.

Una vocecita de alarma me decía que aún no estaba despierto y pese a querer despertar, no lo lograba. Oí una voz procedente del exterior de la habitación.

 

--Jaime, ¡maldito bastardo! Baja con tu revólver; uno de los dos no verá la puesta de sol.

 

Sabía que era a mí a quien se dirigía la voz, pese a no saber quién era el que me tenía en tan poca estima, ni el motivo por el que deseaba matarme. Al pasear la vista por la habitación, me di cuenta de que era el típico dormitorio de hotel que había visto en muchas de las películas del oeste americano; incluso descubrí en la cama que una bella muchacha también estaba despertando sobresaltada de un plácido sueño.

 

 

CAPÍTULO 9.- EL DUELO

 

--Dios mío; es Johnny, mi novio.

 

Me acerqué al balcón, haciendo esfuerzos por despertarme de aquel amenazador sueño y aparecer en la seguridad de mi casa, sin ningún resultado; sabía que estaba en un sueño y por primera vez tuve miedo de no poder despertar. ¿Qué pasaría con mi cuerpo si mi mente se quedaba en el mundo de los sueños? ¿moriría por desnutrición?

Aún en el caso de que la Sra. Margarita me encontrara y me pusiera en manos de médicos ¿quedaría en coma? ¿Cuánto tiempo me tendrían enchufado, antes de desconectar la máquina y dejarme morir?

Desde detrás de las mugrientas cortinas pude ver al iracundo Johnny berreando la misma amenaza una y otra vez.

 

--Baja de una vez maldito bastardo y prepárate para morir.

 

Por suerte, en la cabecera de la cama estaba mi cinturón con una cartuchera en la que descansaba un hermoso colt 45. Después de vestirme sin prisa ante la expectante mirada de mi acompañante, a la que sólo tapaba la sábana que, pudorosamente sujetaba sobre su torso, comprobé que el revólver estaba cargado y que salía y entraba con suavidad de la cartuchera. De los pies de la cama retiré un sombrero de ala ancha y me lo encasqueté en la cabeza antes de salir de la habitación, sin ni siquiera despedirme de la que, sin tener yo la más remota idea ni recordar el porqué, podría ser la causante indirecta de mi muerte.

Al llegar a la cantina, situada en la planta baja del hotel, encontré a varios parroquianos que parecían estar esperando en silencio mi llegada y al barman detrás de la barra, igualmente mudo y al que no recordaba de nada. Todos me miraban en silencio, esperando poder contemplar el espectáculo de un buen duelo. Uno de ellos rompió el absoluto silencio que había provocado mi presencia al bajar por las 

escaleras, para preguntarme si podría quedarse con mis botas en el caso de que mi rival obtuviera su venganza. Sin contestarle avancé hasta la puerta de batientes, seguido de cerca por el nutrido grupo de clientes y del barman, que abandonó su lugar tras la barra.

Salí del edificio y bajé los tres escalones que separaban el piso de la cantina, del polvoriento y árido suelo de la calle.

Una leve brisa hizo rodar un estepicursor (podéis llamarle cardo ruso o planta rodadora, entre un montón de nombres más); son estas plantas que aparecen en los momentos tensos de muchas películas del oeste; cruzó la calle rodando lentamente, reclamando su momento de gloria. A unos treinta metros y bajo un sol de justicia, pese a que faltaba aún mucho rato para el mediodía, esperaba Johnny, el supuesto novio de la muchacha, que había salido al balcón de la habitación en ropa interior; dicha aparición provocó que la expectación del público se desplazara a su bonita figura. También fue la responsable de que, al verla, su novio se alterara aún más y empezara de nuevo a gritar sus amenazas, ahora también contra ella, aunque en su caso, según vociferó se conformaría con darle una paliza.

 

--Vamos Johnny; no tiene sentido que ninguno de los dos muera por esta zorrita. No recuerdo que haya pasado nada esta noche y, aun así, estoy dispuesto a darte unos buenos dólares para que te sea más llevadero el asunto.

 

Mis sinceras palabras, que sólo pretendían calmar al irascible novio de la muchacha, tuvieron el efecto contrario al deseado. Johnny se enfureció de nuevo y con nuevos bríos volvió a la carga con más insultos y amenazas.

Era inútil; sabía que estaba en un sueño; quería despertar, pero el maldito anillo (y de esto estaba seguro) no me dejaba. Notaba las gotas de sudor resbalando por las sienes, la espalda, el pecho y casi todo el cuerpo; el miedo me producía un temblor perceptible a cierta distancia; necesitaba calmarme para tener alguna probabilidad de salir vivo del duelo. Pensé que tenía alguna posibilidad, al fin y al cabo aquel era mi sueño; no deseado pero mío.

Empezamos casi al unísono a andar el uno en dirección al otro, acortando la distancia que nos separaba sin desenfundar.

Al llegar a unos veinte pasos, sin detenernos, los dos sacamos el arma casi a la vez y disparamos; su bala se incrustó en el suelo muy cerca de mi pie derecho; ignoro donde fue a parar la mía pero tampoco dio en el blanco. Sin dejar de movernos para no presentar un blanco fácil, disparamos otras tres balas cada uno que tampoco alcanzaron su objetivo.

Antes de efectuar mi cuarto disparo me detuve y apunté bien; Johnny se quedó sorprendido y se detuvo a su vez; momento que aproveché para disparar mi quinta bala que le dio en el estómago.

Cayó de rodillas al suelo y di por hecho que todo había acabado.

Me equivocaba; en un movimiento inesperado y rápido levantó el brazo, disparó y un dolor terrible me sacudió la pierna cuando la bala alcanzó el muslo izquierdo. Tambaleándome, apunte a su pecho; él estaba de rodillas y quieto; su brazo temblaba a causa del dolor; disparó su última bala y falló.

No sé cómo, pero logré hacer que el pulso me dejara de temblar y disparé. Mi rival cayó hacia atrás sin vida. Al momento y como si fuera un espíritu abandonando el cuerpo que acababa de fallecer, la sombra de ojos refulgentes (Sandman) salió del cadáver para desvanecerse en el aire. El grito desgarrado de la novia del ahora cadáver hizo que todos los espectadores se pusieran en movimiento y rodearan la escena. Caí al suelo gritando una orden.

 

-- ¡Llamad al doctor Pech!

 

Aún no había acabado de gritarla, cuando me di cuenta de lo absurdo de la misma… El doctor Joaquim Pech era un compañero del grupo del golf; era inconcebible que estuviera en una locura de sueño como el que yo estaba sufriendo. Sin embargo apareció al poco; al vernos, nuestros rostros manifestaron una similar sorpresa.

 

--Ayúdame Joaquim, me han disparado; cúrame.

-- ¿Cómo?; no tengo instrumental ni medicinas.

-- ¡Maldita sea! Esto es un sueño, o una pesadilla, pero puedes hacer aparecer todo lo que necesites. Llévame a una habitación y cúrame.

 

Fui trasladado con poco cuidado a la misma habitación de la que había salido para el duelo, entre terribles dolores en la pierna, después de que mi amigo me hiciera un torniquete para evitar que me desangrara durante el desplazamiento. Entre grito y grito logré hacerle entender que “todo” lo que necesitara aparecería por arte de magia.

Observé con alegría que de pronto, en su mano apareció una jeringa con algún calmante que enseguida me inyectó. Antes de desmayarme aún le insistí que aparecería cualquier cosa que necesitara y pidiera; desde bisturís o pinzas, hasta medicamentos, sangre y tubos para transfusiones, hilo o grapas para coser heridas e incluso gasas o trapos desinfectados.

De pronto todo se volvió oscuro para mí.

CAPITULO 10.- EL DOCTOR JOAQUIM PECH
 

Me desperté por culpa del teléfono móvil que descansaba en la mesita de noche y sonaba como si quisiera perforarme los tímpanos.

 

-- ¡Dígame!

--Buenos días; ¿el Sr. Jaime Martí?

--Si, soy yo.

--Soy la enfermera del doctor Joaquim Pech. Le paso con él; un momento por favor.

-- ¿Jaime?

--Hola Joaquim; ¿cómo te va?

--Bien. Te llamo porque esta noche he tenido un sueño extrañamente vivo y muy raro… resulta que te he curado un balazo en la pierna, después de que tú has resultado herido en un duelo a pistola en el oeste americano. No tenía con qué curarte y tú mismo me has dicho que sólo tenía que desear lo que necesitara y aparecería. Gracias a eso he podido reparar la herida; ja, ja, ja.

--Te estoy muy agradecido; debes haber hecho un buen trabajo ya que la zona del balazo apenas me duele, aunque estoy agotado y no puedo levantarme de la cama, ni siquiera para ver si ha dejado de sangrar.

-- ¿Qué dices? ¿Estás de broma?; te acabo de contar lo que he soñado.

--Es una historia un poco larga que te contaré si vienes a verme, porque yo no estoy en condiciones de venir a verte a ti. Pero fuiste tú quien apareció en mi sueño y fue porque yo te llamé después de cargarme a aquel cornudo hijo de… que me hirió. Todo empezó el pasado fin de semana, cuando me encontré un anillo que tiene poderes mágicos. ¡Ah!, Cuando vengas trae material para hacer alguna cura; mientras estoy despierto no funciona lo de hacer aparecer cosas y no me atrevo a dormirme; creo que el maldito anillo quiere matarme.

-- ¡Por Dios! Esto es de locos. ¿Qué me estás diciendo? Voy a cambiar alguna visita para poder venir a verte y tú prepárate para contarme con pelos y señales todo lo que te está pasando y eso del anillo.

Mientras esperaba que llegara mi amigo hice un esfuerzo y me levanté de la cama; el vendaje que cubría la herida se veía limpio y sin ninguna mancha de sangre, lo que debía indicar que el doctor había hecho una buena sutura. Decidí no forzar la situación y antes de ir a la cocina para prepararme el desayuno pasé por el cuarto de baño. La imagen que me devolvió el espejo me asustó en grado sumo; estaba demacrado, ojeroso y tenía la piel amarillenta. No sé por qué, pero en aquel momento tuve la certeza de que el cerezo no se había secado por falta de agua, sino porque el anillo le había succionado la vida.

Mientras me preparaba el café con leche tomé la decisión de pedirle a mi amigo que me amputara el dedo para poder librarme del talismán y los efectos de su innegable influencia. Aproximadamente una hora después, un excitado doctor Pech se presentaba en la puerta de mi casa; apenas se la abrí examinó visualmente el vendaje de la pierna y empezó una retahíla de preguntas sin esperar la respuesta a la primera.

 

--Para Joaquim; tranquilízate un poco. Voy a explicarte toda la historia; es breve pero intensa. Antes de empezar ¿quieres beber un café u otra cosa, o prefieres comer algo?

 

Aceptó un cortado; me preparé otro para mí y me dispuse a contarle la historia del talismán, desde que lo encontré arrancando los restos del cerezo.

No me dejé nada en el tintero; le conté todos los sueños que había tenido desde que me colocara el anillo, las nítidas sensaciones y las consecuencias de éstos al despertar, la imposibilidad de quitármelo, la degradación moral, la violación de Lourdes, y cómo pasé de un estado de euforia y exultación al miedo más absoluto, al darme cuenta de que el anillo había tomado el control de mis sueños y me absorbía la vida con una rapidez vertiginosa. También le mencioné los encuentros dentro de mis sueños con Sandman y mis sospechas de que su guerra con Morfeo pudiera ser la causa de la herida.

Pese a que él había “vivido” el último de mis sueños, me pareció observar cierto escepticismo en el doctor. Cuando terminé la historia mi amigo desató la venda de mi pierna y observó la herida que él mismo había suturado. Por primera vez una sonrisa iluminó su cara.

 

--Es curioso, pero recuerdo exactamente como puse los puntos y que pensé que habías tenido mucha suerte de que la bala no afectara a ninguna arteria, hueso ni órgano vital. Parece imposible que esto lo hiciera en un sueño.

--Pues necesito que me hagas otro favor… otra operación; has de amputarme el dedo para poder sacarme el anillo.

 

Antes de aceptar quiso comprobar por sí mismo que el anillo “encogía” al menor intento de sacarlo del dedo; finalmente se rindió a la evidencia y ante mi insistencia de hacerlo antes de que volviera a dormirme, acordamos que aquella misma tarde acudiría a la clínica en la que ejercía para librarme del anillo, amputándome el dedo; él ya se habría ocupado de los trámites previos a la operación, la justificaría por una gangrena. Juraría que durante el trayecto a la clínica, el anillo intentó provocar un accidente de tráfico, aunque esto podrían ser imaginaciones mías, e indicar que me estaba volviendo paranoico.

Como que el doctor Pech estaba al tanto de mis miedos y también de las capacidades del anillo (aunque de esto último no estaba tan convencido ni seguro como yo), decidió que la operación la llevaría a cabo bajo anestesia raquídea para evitar que yo me quedara dormido y el anillo me impidiera despertar. La operación tuvo una corta duración y fue un éxito. Al terminar, mi amigo me preguntó si quería guardar el anillo.

 

--Ocúpate tú mismo de tirarlo en un agujero donde nadie pueda hallarlo; tal vez el fondo del mar sea el mejor lugar.

--Antes de cortarte el dedo he intentado cortar el aro con la sierra más dura que tenemos; he destrozado la sierra pero el anillo no ha sufrido ni un rasguño; sería interesante ver de qué material está hecho.

-- ¡Noooo! Ni se te ocurra. Tíralo donde nadie pueda encontrarlo.

 

Aquella noche la pasé en la clínica y por primera vez en varios días pude conciliar un sueño tranquilo y sin pesadillas. A la mañana siguiente, después de practicarme unos análisis de sangre y orina que corroboraron la franca mejoría que presentaba mi aspecto físico, el doctor Pech me dio el alta y me dijo que vendría a visitarme al día siguiente a mi casa para comprobar la evolución de las operaciones (la que hizo en sueños y la amputación en el mundo real). Insistió en que fuera prudente en el desplazamiento en coche hasta mi casa y que guardara reposo unos cuantos días.

Aquella tarde, después de una reparadora siesta sin sueños ni sobresaltos, pensé que más tarde o más temprano, debería pedir perdón a Lourdes; aunque ahora, ya sin la influencia del anillo, me veía incapaz de mirarla a los ojos y me avergonzaba sólo de pensar en encontrarla en la calle. Algún día tal vez, encontraría el valor suficiente para ser capaz de hacerlo.

Fiel a su palabra, Joaquim vino a verme a casa al día siguiente.

Después de mirar mis cicatrices y que me diera el visto bueno a la evolución de las heridas, estuvimos un buen rato charlando del anillo; le hice hincapié e insistí en los peligros de sus poderes y lo fácil que fue para mí, caer en sus redes. Cuando le pregunté si ya se había deshecho del él, me respondió con un escueto y a mi modo de ver culpable “aún no”. Después de lo que Joaquim había hecho por mí, no quise reprocharle nada, pero le recordé que en apenas cinco días de llevarlo puesto, el maldito aro había estado a punto de matarme. Le insistí varias veces en mi convencimiento de que el anillo intentaría por todos los medios que se lo pusiera e intenté hacerle ver las desgracias que le sucederían si lo hacía.

 

--Es peor que una droga. Los sueños son maravillosos, pero…

--No te preocupes, me desharé de él… y tú ven a verme a la clínica en una semana. Empieza a pasear un poco y a hacer algo de ejercicio; suave al principio y cada día un poco más.

 

La recuperación fue total y casi instantánea. A la semana siguiente, el día antes de mi visita a la clínica, recibí la llamada de la enfermera del doctor Pech avisándome de que, por problemas de agenda, posponía la visita hasta una fecha indeterminada; me llamaría de nuevo para concertar la nueva cita, cuando el doctor estuviera disponible. No voy a negar que me preocupé; enseguida pensé en la posibilidad de que mi amigo hubiera quedado atrapado, víctima del poder del anillo. Intenté si éxito contactar telefónicamente con él, llamándole varias veces a su número privado. Después de cinco o seis llamadas, la comunicación se cortaba y una maldita grabación me comunicaba que el teléfono al que llamaba se encontraba fuera de servicio. Al cabo de un par de días llamé al campo de golf en el que jugábamos habitualmente para preguntar por él. La respuesta (esta vez de la atenta secretaria), fue que llevaba cinco días sin aparecer por allí. Volví a ponerme en contacto telefónico con su enfermera y la presioné para que me dijera la verdad: ¿Qué le había pasado y donde estaba mi amigo Joaquim Pech?

La pobre chica rompió a llorar y con palabras entrecortadas por el llanto, me confesó que el doctor había desaparecido y ya se había informado del hecho a las autoridades; que la policía lo estaba buscando, pero nadie había dado aún con su paradero y se temían lo peor.

Lamentablemente, pocos días más tarde mis temores se vieron tristemente confirmados.

Uno de los miembros del grupo del golf me llamó para darme la terrible noticia: nuestro amigo Joaquim había fallecido a causa de una voraz y rápida enfermedad, que se lo había llevado por delante en apenas una semana, sin que nadie tuviera la menor idea de cuál era la susodicha dolencia. Comentó también que le estaban practicando una autopsia y al parecer se sospechaba que había sido víctima de alguna nueva droga extraordinariamente adictiva y que una sobredosis le había causado el fatal desenlace.

¿Una nueva droga?... estuve a punto de explicarle la causa real del fallecimiento de nuestro amigo, pero no tenía ganas de iniciar una penosa conversación que ya no serviría para devolverle la vida a nuestro compañero y que probablemente, tampoco creería.

Al día siguiente acudí al tanatorio de Les Corts, a despedirme de mi amigo y dar el pésame a su familia. Pese a los esfuerzos de los maquilladores, que se habían esforzado en su trabajo para disimularlo, me sobresaltó la demacrada cara del doctor; aunque las escasas dudas que pudiera tener quedaron desveladas, al descubrir en el dedo anular de su mano derecha el perverso talismán, el anillo de Morfeo.

Tuve que salir corriendo de la habitación; apenas lo descubrí, en mi cabeza empezaron a retumbar los gritos desesperados del execrable aro, que me llamaba y ordenaba que levantara la urna de cristal en la que estaba depositado el ataúd sin tapar de mi difunto amigo y lo rescatara de su dedo. Me prometía riquezas y placeres sin fin, me juraba que se sometería a mí, que yo estaría al mando de mis sueños y que juntos, derrotaríamos a Sandman.

Me extrañó que nadie se lo hubiera quitado; imaginé que los familiares desdeñaron el aspecto gris del aro y no se atrevieron tocar al difunto, al no tener clara la enfermedad o causa de muerte; en el caso de los empleados de la funeraria, pudiera ser por honradez o porque tenían la misma cautela que la familia. Tentado estuve de volver, e intentar extraerlo de su dedo, a pesar de conocer las espeluznantes consecuencias. Fue tremendamente difícil resistir la atracción, incluso sabiendo el terrible desenlace que me esperaba, pero lo logré; aunque durante los días siguientes, no podía pensar en otra cosa que en aquella maldita llamada que, más que una petición de auxilio era una orden, y por las noches me resultaba extraordinariamente difícil conciliar el sueño. Llevaba dos semanas soportando sus cantos de sirena y a diario aumentaba el ansia por ir a profanar la tumba de mi amigo, para recuperar y volver a colocarme el maldito anillo. Cada día que pasaba sentía incrementarse la fuerza y exigencia del mandato y notaba disminuir la determinación de mi resistencia. Finalmente claudiqué, al darme cuenta de que cualquier oposición sería inútil y continuar resistiéndome a la petición del talismán me llevaría al desquiciamiento o a la locura.

CAPÍTULO 11.- DE VUELTA A LAS ANDADAS

 

Veinte interminables días habían transcurrido desde el entierro de mi amigo, cuando imposibilitado de resistir más, mis pasos me llevaron al cementerio de Montjuich.

Un impulso más enérgico que el deseo me arrastraba; el poco juicio que me quedaba se revelaba contra esa ansia que me dirigía a un sepulcro que, pese a no saber dónde estaba, tenía la absoluta certeza de que iba a localizar; sólo tenía que dejarme conducir por la llamada; aquel mandato que día tras día y noche tras noche, me torturaba sin descanso para que hiciera aquello que, pese a no querer hacer, tenía la certeza de que acabaría perpetrando irremediablemente: extraer el anillo del dedo del cadáver del que fuera mi infortunado amigo, el doctor Joaquim Pech, aunque para ello tuviera que profanar su tumba y su cadáver. Ningún código ético o moral impediría que realizara una fechoría que me parecía denigrante, pero había llegado al límite de mi resistencia y claudiqué ante el poder y la tenaz insistencia del maldito talismán. Ignoraba hacia donde iba, no tenía ningún control sobre mis pasos, pero me llevaron sin vacilar frente a la tumba en la que reposaban los restos del difunto. Por suerte no era sepultura única; su nicho estaba en el segundo piso, lo cual me facilitaría la tarea de romper la lápida con su nombre y sacar el ataúd; confiaba en que el talismán me permitiría sacarlo fácilmente de su dedo, dada la vehemencia de su llamada. Por si acaso, decidí que también llevaría una pequeña sierra.

No podía hacerlo a plena luz del día; opté por hacerlo bajo el amparo de la oscuridad de la noche. Esperaría si no tardaba mucho, a que fuera una noche lluviosa; confiaba que en este caso, los probables guardianes del cementerio se pondrían a cobijo en alguna dependencia que tuvieran para tales eventualidades. Pensaba saltar la valla con la ayuda de una manejable escalera telescópica de aluminio de la que ya disponía, al ser un elemento imprescindible entre los accesorios que maneja un fontanero. Para amortiguar el ruido de los golpes del martillo, cubriría la cabeza de la escarpa con un trapo. Tampoco debería olvidar, además de una linterna, varias mascarillas para evitar que el olor de los restos me provocara tal indisposición que me impidiera realizar la execrable “proeza” de profanar un cadáver. 

Después de localizar el lugar exacto en el que reposaban los restos del doctor Pech, circulé despacio por la calle de la Mare de Déu del Port a lo largo del muro que rodea el cementerio, para encontrar el lugar más propicio para saltarlo y que no estuviera demasiado lejos del nicho en el que estaba enterrado mi antiguo compañero. Una vez determinado el punto por el que escalaría la pared, volví a casa con un montón de dudas fraguándose en mi mente. ¿Podría controlar el poder del anillo? ¿era el anillo el causante de mis problemas en los sueños, o era la guerra entre Sandman y Morfeo?

Lo que tenía claro era que colocarme el anillo me proporcionaría unos placeres extraordinarios, que anhelaba; pero llevaba implícito un deterioro moral y físico no menos excepcional y por si fuera poco, una sentencia de muerte a corto plazo. 

Me preguntaba si, antes de ponérmelo de nuevo en el dedo, podría negociar con Morfeo; y si, en el caso de que llegáramos a un acuerdo, lo cumpliría; al fin y al cabo, los dioses acostumbran a considerar a los humanos como seres inferiores de los que pueden servirse a su antojo.

Aún en el caso de que Morfeo cumpliera con el pacto; ¿quién podría evitar que al final Sandman se saliera con la suya y me enviara al infierno? 

Lo que tenía claro era que, para resolver todas mis dudas, lo primero que debía hacer era conseguir el anillo, aunque me había jurado a mí mismo no colocármelo hasta haber disipado mis temores; tampoco estaba seguro de que pudiera mantener mi juramento. Los riesgos eran grandes, pero las recompensas los compensaban… si lograba mantenerme con vida.

Pocos días después, la climatología vino en mi ayuda, o en la del anillo.

Densos nubarrones empezaron a formarse sobre Barcelona a primera hora de la tarde y al caer la noche empezó a llover débilmente. Mientras me dirigía hacia Montjuich, las precipitaciones aumentaron considerablemente, lo que elevaba las posibilidades de éxito de mi mezquina empresa. Aparqué la furgoneta frente al muro del cementerio, junto a una esquina donde la pared era más baja y además quedaba resguardada de las miradas de algún poco probable transeúnte que pudiera pasar cerca. Comprobé que llevaba todo lo que me haría falta: escarpa, martillo, linterna, mascarillas, sierra, (que imploraba no tener que usar) y una cadena de cuello para colocar en ella el anillo (no pensaba ponérmelo en el dedo hasta que hubiera negociado con él). Coloqué la escalera en el exterior del muro, trepé a lo alto y comprobé que estuviera despejado y no hubiera ningún vigilante haciendo la ronda. Recogí la escalera del exterior de la valla y la ubiqué para bajar por el interior. Desde allí hasta el nicho tenía un largo paseo de unos cuatrocientos metros; lo único que transitaba por allí eran los regueros de agua que se formaban debido a la pertinaz lluvia i la leve pendiente del camino.

Al llegar frente al sepulcro de mi amigo, sentí telepáticamente la alegría del talismán. Eché un vistazo a mi alrededor para comprobar de nuevo la ausencia de vigilantes y me dispuse a arrancar la lápida de mármol. Era una suerte que estuviera en el segundo piso, ya que no iba a necesitar la escalera. Fue fácil romper la masilla que aguantaba la losa; pensé que no necesitaban hacerla muy resistente: los de dentro no podían salir y los de fuera no queríamos entrar. ¿Quién iba a pensar que algún depravado tuviera motivos para profanar un cadáver?

Tampoco me costó apenas esfuerzos extraer el ataúd, dejarlo apoyado entre el suelo y su propio agujero, y forzar la tapa. 

Estoy seguro de que tú, amable lector, agradecerás que te ahorre la descripción de la visión que se presentó ante mis ojos y la repulsión que sentí después de retirar la tapa del féretro.

Bajo la tenue luz de la linterna extraje fácilmente el anillo del frío dedo del cadáver; me quité la cadena del cuello, la pasé por el aro y volví a colocármela, ahora con el talismán colgando sobre mi pecho.

Consumada la fechoría, cerré la tapa e introduje de nuevo el ataúd en el nicho. Me pareció que lo mínimo que debía hacer por mi amigo era evitar que la lluvia empapara sus “huesos” (este pensamiento, aparte de sarcástico, me pareció de mal gusto e incluso cruel, pero había sido involuntario y falto de maldad).

Satisfecho y exultante por el éxito de la misión, regresé a toda prisa hasta el lugar de la valla donde me esperaba la escalera, sin que nadie se hubiera percatado de mi presencia en el fúnebre lugar. Volví a cruzar el muro y deposité las herramientas en la furgoneta; puse el motor en marcha y tomé la autopista del litoral para regresar a casa. 

El anillo me “pedía” que lo sacara de la cadena y me lo pusiera en el dedo; me prometía placeres mayores de los que nunca hubiera experimentado y que jamás podría ni siquiera imaginar.

Decidí que la comunicación debería fluir en ambos sentidos, por lo que telepáticamente le dije que primero debería resolver las dudas que yo tenía que plantearle y establecer una serie de normas; pero que de ello no hablaríamos hasta que hubiera llegado a casa. El anillo guardó “silencio”, pude centrarme en la conducción y llegar a mi domicilio sin contratiempo.

 

Me di una ducha con agua caliente y me puse el pijama; preparé un cortado y un croissant con chocolate, sin que el aro, que estuvo todo el tiempo colgando de la cadena de mi cuello, volviera a manifestarse.

Me acomodé en el sofá, dispuesto a entablar una “conversación” con el talismán.

CAPÍTULO 12.- LA NEGOCIACIÓN

 

--Hola, ya estoy preparado, ahora podemos “hablar”

--Ya te he dicho que en la cadena no puedo hacer nada por ti, debes colocarme en un dedo para disfrutar de mis dones.

--No tan deprisa “amigo”; tus dones son impresionantes y no voy a negar que me gustaría gozar de ellos de nuevo, pero estuvieron a punto de costarme la vida… y la prueba es que se la costó a mi infortunado amigo, el doctor Pech ¿lo recuerdas?

--Aquello no fue culpa mía. A tu amigo lo mató Sandman.

-- ¿Tú eres Morfeo?

--No; soy su anillo.

--Entonces quiero hablar con él.

--Esto no puede ser. Mi señor sólo tiene tratos con dioses y, de entre los humanos, únicamente con reyes. Tal vez podría conseguirte una entrevista con uno de sus hermanos, los Oniros.

-- ¡Escúchame bien, maldito aro! Esto es innegociable; por muchos placeres y riquezas que puedas proporcionarme, de nada me servirán si muero. Así que, o tu amo viene a verme, o te enterraré donde nadie pueda encontrarte. No tenemos nada más que hablar.

 

El comedor quedó sumido en un silencio sepulcral; supuse que, si Morfeo aceptaba venir a verme lo haría mientras durmiera. Como además estaba agotado por la tensión vivida en las últimas horas, decidí acostarme a la espera de que el dios de los sueños se dignara a visitarme.

No fue él quien vino a verme; aparecí en su morada, una caverna de alto techo ubicada en el Hades, cerca de los prados Asfódelos, al lado del arroyo del agua del olvido.

Estaba sentado en su trono; era alto, delgado, de tez blanca y sus ropas eran de color negro. Cerca de él y a sus pies estaban dos de sus hermanos: Icelo, que hacía que los sueños parecieran reales y al que llamaban Fobétor (el que espanta), era el que proporcionaba los sueños aterradores; y Fantaso, creador de sueños fantásticos y surrealistas, que podían hacer perder la razón al soñador. El resto de los mil hermanos Oniros estaban desperdigados por su morada. Todos ellos (incluido Morfeo) tenían enormes alas de murciélago… y aspecto amenazador.

 

--Humano ¿Cómo te atreves a exigir una entrevista conmigo? No eres un rey, ni siquiera un héroe.

--Soy el que encontró vuestro anillo… majestad.

-- ¿Y supones que eso te da derecho a solicitar mi presencia?

--Veréis, mi señor: vuestro anillo ha estado a punto de volverme loco, suplicándome durante tres semanas que lo liberara de la tumba en la que estaba encerrado.

--Conozco perfectamente todo lo acontecido desde que encontraste mi talismán en la raíz de un cerezo muerto. ¿No has disfrutado acaso de riqueza y placeres excepcionales para un mortal desde que te lo pusiste en el dedo? ¿Por qué no te lo vuelves a poner y dejas de molestarme?

--Tuve que cortarme el dedo para quitármelo porque mi vida corría peligro y mi amigo murió por ponérselo.

-- ¿Temes a la muerte? ¿eres un cobarde?

--Tú eres eterno pero yo tengo un tiempo de vida limitado, que puede acortarse si cometo imprudencias. No soy un cobarde, pero antes de afrontar un peligro, quiero saber a qué me enfrento.

-- ¡Vaya!; un mortal sensato que no se deja encandilar por placeres ni riquezas. Empiezas a caerme bien. ¿Qué quieres saber?

--Quisiera saber ¿por qué no lleváis vos el anillo, si es vuestro?

--Está bien humano, si has de ayudarme es justo que sepas la historia.

El anillo lo fraguó Hefesto, el dios del fuego y la metalurgia porque yo se lo pedí; al metal candente le agregó tres gotas de mi sangre. Mi intención era aumentar mi poder para desbancar a mi padre (Hipnos) como dios del sueño. Para no despertar las sospechas de los dioses, el talismán, debería llevarlo un humano; además, sin los pensamientos de los humanos los dioses desapareceríamos. Fue gracias a la fuerza que me proporciona el anillo que, en la época que vosotros denomináis la edad media, pasé a ser para vosotros y también para los dioses, el todopoderoso señor de los sueños.

-- ¿Por qué Sandman quiere matarme; matar al portador del anillo?

--Es debido a las disputas y luchas que mantenemos entre dioses; es una cuestión de orgullo, prestigio y poder. Sandman pretendía igualarse a mí; era mi “equivalente” para los insignificantes e incultos miembros humanos de las tribus celtas y anglosajonas (poco más que un don nadie); para demostrarle quién era el auténtico señor de los sueños, le quité y escondí su ridícula bolsa de arena. Por orden de los dioses tuve que devolvérsela al cabo de cien de vuestros años. Coincidiendo con la devolución de su saco, los celtas y los anglosajones se hicieron poderosos en Europa y expandieron por el mundo; por ello, el poder y la influencia de Sandman se acrecentaron, a la par que su orgullo y ansias de venganza. Siglos después él logró apoderarse de mi anillo matando al mortal que lo llevaba y lo escondió. Debería habérmelo devuelto al cabo del mismo tiempo, pero tú lo encontraste veinte años antes de expirar el plazo. Mientras el anillo estaba escondido, me debilité; los humanos perdisteis la fe en los dioses y buscasteis soñar con la ayuda de drogas.

-- ¿Porqué Sandman no le quitó el anillo a mi amigo, el doctor Pech?

--Porque tu amigo logró despertar poco antes de morir y en vuestro mundo no puede actuar.

-- ¿Por qué Sandman no apareció en mis primeros sueños?

--Tus primeros sueños fueron de corta duración y no tuvo tiempo de encontrarte. El de Cleopatra transcurrió en varios días y pudo por fin localizarte. A partir de ahí te encontrará por breves que sean.

Ya me estoy cansando de tantas preguntas. Tu tiempo se acaba.

--Sólo dos más ¿Cómo puedo evitar que Sandman me mate?

--El Arenero solo podrá matarte si tus ganas de vivir se debilitan. ¿Cuál es tu última pregunta?

-- ¿Cómo podré quitarme el anillo?

--Contactando con la punta de los dedos, con otro mortal que haya aceptado llevarlo sin condiciones. El anillo se deslizará solo. Ahora vete y vuelve a ponértelo.

-Gracias y adiós… por cierto, ¿sería un abuso pediros que me hicierais crecer de nuevo el dedo?; lo echo de menos y ya que me volveré a poner vuestro anillo…

Lo último que vi en el sueño fue la cara de sorpresa de Morfeo; no sé si hubo respuesta a mi petición; una densa oscuridad me invadió y desperté en mi cama al alba de un nuevo día. Al observar mi mano izquierda, descubrí con tristeza, que seguía faltando el dedo anular.

Varias dudas surgieron en mi mente: ¿Morfeo había rechazado mi petición? ¿Tenía poder para reponer un miembro amputado? ¿Su poder sólo afectaba al mundo de los sueños? En mi próximo sueño tendría oportunidad de comprobarlo.

CAPÍTULO 13.- DE CHARLA CON AL ANILLO

 

Estuve un largo rato sin levantarme de la cama, meditando sobre mi entrevista con Morfeo. ¿Podía fiarme de lo que me había dicho el dios de los sueños? ¿de todo? ¿de parte? ¿de nada?

Todo lo que había dicho era “razonable” y en lo relativo al Arenero, coincidía con mis propias experiencias; me había herido, aunque sólo levemente. Me costaba creer la facilidad con la que podría deshacerme del talismán. Según los escasos conocimientos que poseía de las biografías de los dioses, éstos no habían demostrado nunca ser demasiado honorables en lo referente a su moralidad, ni corteses en el trato que nos daban a los humanos; aunque no pude recordar ningún episodio en el que faltaran a sus promesas… tal vez porque tampoco sabía de ninguno en el que las hubieran hecho.

Decidí esperar un poco, antes de ponerme el anillo… y me asaltó una duda: ¿estaría el anillo “oyendo” mis pensamientos? o ¿sólo podría oír y hablarme cuando lo llamara, como si fuera un teléfono telepático?

 

--Anillo, ¿estás ahí?

--Sí; aunque inútil e incapacitado por no estar en tu dedo.

-- ¿Qué opinas de lo que estaba pensando?

--Nada puedo opinar porque no lo sé. Solamente puedo hablar contigo en sueños o cuando me lo pides; y por lo que he descubierto, desde que me pusiste en tu dedo, también mandarte llamadas de auxilio.

-- ¿Llamadas de auxilio?; fuiste un auténtico suplicio para mí.

--Lo lamento; pero ¿puedes imaginarte lo que es pasar ochenta años enterrado, cuando fui creado para vivir en el dedo de un mortal?

Temía que, esta vez pasaría cien; y el único al que podía llamar era a ti.

-- ¿Por qué nunca me hablaste en mis sueños?

--Jamás quisiste tú hablar conmigo, mientras estabas en ellos. Te limitabas a disfrutarlos.

--Vaya, parece que tienes un corazoncito sensible dentro de tu duro cuerpo.

--Soy lo que soy; sufro si no puedo ejecutar el trabajo para el que fui creado… y no me hacen gracia tus sarcasmos.

--Perdona, pero entenderás que yo también esté molesto contigo por haberte colado en mi vida sin “mi” permiso… por mucho que me hayas concedido riquezas y unos sueños fantásticos.

¿Sabes algo de mi entrevista con Morfeo?

--Sí, lo sé todo; aunque mínimamente, soy parte de él, y estabas en un sueño; aunque el sueño no lo hubiera provocado yo, estaba allí; aunque no podía intervenir porque no me llevabas en el dedo.

-- ¿Es verdad lo que me dijo Morfeo?

--Morfeo dijo muchas cosas; de hecho me sorprendió el buen trato que te dio y que dedicara tanto tiempo a responder a tus preguntas. Me dio la impresión de que le caíste bien.

-- ¿Es verdad que Sandman no puede matarme mientras yo tenga los suficientes deseos de vivir?

--Supongo que sí. El único mortal al que mató ya era viejo, estaba solo porque su familia y amigos habían muerto años atrás y no tenía tanta imaginación para vivir sueños como tú. Creo que no se resistió a la llegada de la Parca… Puede que para él fuera incluso, una liberación.

-- ¿Significa eso que el hecho de llevarte me alargará la vida?

--Si no abusas en exceso del alcohol y las drogas, sí.

-- ¡Vaya! Esto es una buena noticia. Sólo una pregunta más; cuando me haya cansado de vivir sueños y acumular riquezas ¿Podré traspasarte a otro humano, tal como dijo Morfeo?

--Sí; pero para que acepte ponerme en su dedo, sólo podrás hablarle de mi capacidad para proporcionar sueños tan fantásticos como él o ella pueda imaginar. El resto, es secreto y deberá descubrirlo por sí mismo.

-- ¿Te caigo bien a ti?

-- ¿No acabas de decirme que sólo una pregunta más? Esta ya es la segunda… pero sí, me caes bien; tienes inteligencia e imaginación. ¿Vas a ponerme en tu dedo de una vez?

--Antes de hacerlo voy a decirte algo: tú también me caes bien a mí. Si en algún momento, mientras estoy despierto, estás aburrido y quieres hablar conmigo, puedes llamarme.

--Gracias, Jaime.

 

Introduje el dedo anular de mi mano derecha en el talismán. Acto seguido intenté sacarlo; y como siempre, el anillo encogió.

 

-- ¿Ya estás satisfecho? Por cierto ¿tienes nombre?

--Estoy satisfecho; y no tengo nombre, puedes llamarme simplemente “Anillo”; no me gusta lo de “maldito aro”.

-- ¡Vaya! También eres quisquilloso; está bien, no volveré a llamarte de esa manera.

--Y tú Jaime, eres un mortal bastante crédulo por confiar en un dios.

-- ¿Qué? ¿Me habéis engañado?

--No; ha sido una inofensiva venganza por tu sarcasmo anterior; el del corazoncito sensible.

--Creo que nos lo pasaremos bien juntos.

--Estoy seguro de ello.

--Vamos a pensar en qué podemos soñar. Habré de ir con cuidado con las drogas y el alcohol; quiero vivir muchos años.

--Esto es muy sensato por tu parte.

-- Siempre he deseado visitar Las Vegas y disfrutar de sus casinos… ganando una buena fortuna.

--Tú eres el soñador; puedes ir donde desees y hacer lo que quieras.

 

Di por finalizada la conversación y mis pasos me dirigieron a la cocina, donde mientras desayunaba, empecé a hacer planes para mis futuros sueños. Estaba satisfecho con el resultado de las entrevistas que acababa de mantener; entre la del dios de los sueños y la del anillo, había resuelto las principales dudas y ahora podía enfrentarme a Sandman sin temor; si bien decidí no confiarme en exceso y actuar con cautela cuando nos volviéramos a enfrentar.

¿Estaba satisfecho? Probablemente sería más correcto utilizar otra expresión ¿me había venido arriba? Pensé que sería bueno dejar enfriar un poco los ánimos porque al fin y al cabo, la euforia que experimentaba se basaba en la suposición de que les había caído bien, tanto al anillo como a Morfeo, y que ahora gozaba de su camaradería.

CAPÍTULO 14.- LAS VEGAS

 

Me impuse la obligación de no olvidar en ningún momento, que no dejaba de ser un mortal más; que para ellos valía lo mismo que una herramienta necesaria para la consecución de sus objetivos; necesaria pero sustituible.

Decidí en mi próximo sueño viajar a Las Vegas (la ciudad del pecado); allí, además de hacerme con una buena cantidad de dinero en las mesas de black Jack i en las ruletas, podría disfrutar de estupendos espectáculos, saborear comidas, cócteles y licores exquisitos, y gozar del saber hacer de las más espectaculares meretrices. Dediqué la mañana a seleccionar, con la ayuda de Google, el hotel-casino de las Vegas destinatario de mi sueño. He de confesar que no fue fácil inclinarme por uno; hay tantos y con tan buena pinta en la zona del Strip… Finalmente opté por lanzar una moneda al aire para decidir entre el Venetian y el Bellagio. Ganó este último (el de las famosas fuentes).

Descubrí también que la prostitución está prohibida en la ciudad, aunque, en muchos casos se halla encubierta bajo la capa legal de los servicios de escorts (acompañantes).

Al no estar familiarizado con el dólar, me informé de que los billetes en circulación eran los de 1, 2, 5, 10, 20, 50, 100 y, aunque ya no se emiten, aún circulan y son legales, los de 500, 1000, 5000 y 10000 $.

Consideré suficiente este bagaje de conocimientos; así que, después de una frugal comida y de haberle comunicado al anillo mi destino, me tumbé en mi sofá para hacer la siesta y emprender el viaje.

 

Aparecí una soleada y calurosa mañana, en una suite del Bellagio. El aire acondicionado de la habitación impedía que sintiera el calor del exterior, pero así era como yo quería que fuese, porque pretendía gozar de alguna de sus piscinas. Después de solazarme con una placentera ducha, desayuné ligeramente en uno de sus bien surtidos comedores. Al terminar, me encaminé al mostrador de recepción y al llegar, me dirigí al que me pareció el mandamás de la zona.

Me presenté con mi nombre y le di el número de mi suite. Le pregunté si habría algún problema, para que en mi habitación entrara una acompañante, y (como era nuevo en la ciudad), si él podría ayudarme en la tarea de conseguirla. Mientras le hacía la consulta, había sacado del bolsillo del pantalón un billete de 500$, que había deseado que apareciera allí, y ahora estaba sobre el mostrador, asomando en parte por debajo de mi mano. Tomó el billete con disimulo y se acercó a mi bajando la voz:

 

--Debo advertirle que la prostitución es ilegal en Las Vegas, y se castiga tanto a quien la ejerce, como a quien solicita los servicios. No obstante, las escorts están permitidas, y no habrá ningún inconveniente en que utilicen las instalaciones del hotel, siempre y cuando sus actividades no supongan molestias o motivo de escándalo para los demás clientes.

¿Tiene alguna preferencia en cuanto a su acompañante?

--Me gustaría que fuese guapa, rubia, algo más baja que yo, joven y con curvas suaves, y a ser posible, culta y simpática… Pretendo pasar el día y la noche con ella, aunque no todo el tiempo dentro de la habitación. En lo relativo al sexo, sólo espero y deseo cosas normales; no me van las extravagancias. ¿Cree que será difícil encontrar algo así?

--En absoluto señor Jaime. Calculo que en una hora a lo sumo, estará aquí. ¿le aviso a su móvil?

--Si, por favor; llámeme al móvil porque no sé si estaré en la piscina o en la habitación.

 

Me dirigí a la piscina, para echarle un vistazo y familiarizarme con el hotel; no me di ningún baño, pero me tomé un mojito mientras, sin prisas pero sin pausa, el sol hacía subir la temperatura del ambiente. Me deleité con la contemplación de algunas atractivas bañistas y me di cuenta de que la temperatura ambiental no era lo único que subía. La excitación que por momentos se adueñaba de mí, hizo que decidiera esperar a mi acompañante en la habitación. Si en algún momento había pasado por mi imaginación, empezar la relación con una charla, ahora lo desechaba y sólo ansiaba satisfacer el deseo sexual que hervía en mi interior. Faltaban diez minutos para cumplirse el plazo dado por mi intendente, cuando sonó el móvil.

 

- ¿Señor Jaime?; soy Albert de recepción. Aquí hay una señorita que pregunta por usted.

- ¿Puede indicarle el número de mi habitación? Estoy en ella.

- Desde luego. Ahora sube.

 

Logré moderar mi excitación, mientras la muchacha subía por el ascensor y recorría el tramo de pasillo que la dejó frente a la puerta de mi habitación. Después de escuchar el timbre, tuve que hacer un esfuerzo y esperar unos segundos, antes de abrir la puerta. Estaba impaciente por conocer a mi escort y ver si encajaba con las expectativas que me había formado. No las cumplía… las superaba ampliamente. La chica no tenía nada que envidiar, en cuanto a atractivo físico, a la mismísima Scarlett Johanson.

 

--Hola, soy Thelma; me han dicho que mis servicios serán necesarios desde ahora hasta mañana por la mañana. El precio estipulado de los mismos es de tres mil dólares; todos los gastos, incluidas las comidas, corren a cuenta de usted; ¿Está de acuerdo?   

--Sí; me parece bien.

 

Una sonrisa fingida se dibujó en los labios y ojos de Thelma, mientras su mano se levantaba con la palma hacia arriba. Sólo necesité una fracción de segundo, para darme cuenta de que aquel gesto significaba que esperaba el cobro por adelantado de sus servicios. Metí la mano en el bolsillo y saqué seis billetes de quinientos dólares, que tendí hacia ella. Los cogió y una vez analizados los guardó en una billetera que sacó y volvió a meter en el voluminoso bolso que llevaba y que, precisamente por su tamaño, había llamado mi atención. Al verlo abierto, comprobé la necesidad del tamaño de éste: además de la billetera y un teléfono móvil, llevaba un neceser y varias prendas de ropa.

 

-- ¿Puedo usar una parte del armario para mi ropa?

--Desde luego ¿traes mucha?

--No; lo que llevo puesto, otro de recambio, un vestido de noche y varias prendas de ropa interior.

-- ¿Has traído traje de baño?

-- ¡Vaya! Lo siento; no he traído. Puedo ir a buscarlo a mi apartamento y vuelvo en media hora.

--No te preocupes, compraremos uno en alguna de las tiendas del hotel. Había pensado que podríamos conocernos un poco, hablando mientras nos dábamos un baño y tomábamos un refresco… antes de entrar en faena. No obstante, tu atractivo me ha excitado de tal manera, que no quiero esperar más. Ya tendremos tiempo de conocernos después.

--El que paga, manda. Sólo dos cosas: El preservativo es innegociable y no admito besos en la boca. No es nada personal; son precauciones sanitarias.

-- ¡Qué se le va a hacer! Todo sea por la seguridad.

 

Mi excitación subió de grado, mientras Thelma se quitaba la ropa y su espléndido y joven cuerpo se mostraba exuberante y soberbio a mis ojos. El suave tacto de su piel y la firmeza de sus músculos incrementó el deseo de poseerla sin miramientos.

Me sentí mal; yo nunca había sido así. Siempre había empatizado con las mujeres con las que había copulado; incluso con aquellas a las que había pagado por hacerlo. Aunque pueda parecer extraño, jamás había practicado el sexo sin que un cierto grado de romanticismo estuviera incluido, tanto si era producto de una seducción, como de un pago. Probablemente influyera el hecho de que siempre había elegido para tener sexo, a mujeres atractivas. En este caso, y pese a la innegable belleza de Thelma, en ningún momento me preocupé por proporcionarle placer a ella… copulé con ella casi violentamente e incluso apreté sus nalgas y pechos con excesiva fuerza.

Con los últimos estremecimientos del orgasmo, mi conciencia volvió, recriminó mi proceder y me sentí mal por ello.

 

--Lo siento; lamento mi comportamiento. No sé qué me ha pasado; si quieres irte, puedes hacerlo; aunque te ruego que me perdones y me permitas demostrarte que no soy el malnacido que te habré parecido.

--Aunque el tuyo no es el peor trato que he recibido desde que ejerzo la prostitución, sí que me has sorprendido, porque no me lo esperaba; no te había imaginado con esa rabia… ¿alguna mujer te ha hecho daño últimamente?

--No; más bien he sido yo quien se lo ha causado a ella. Perdona que no te explique de donde supongo que sale mi mala actitud; tal vez me tomarías por loco. ¿Qué te parece si te compro un bañador en una de las tiendas del hotel y luego nos damos un baño mientras tomamos un refresco o un coctel? Yo tengo unas ganas enormes de tomarme un “Margarita” … o dos.

 

Entramos en la primera tienda que nos encontramos de camino a la piscina; Thelma eligió un bonito y bastante caro bañador y me consultó si estaba dispuesto a pagarlo. Al decirle que sí, con los ojos y una enorme sonrisa me expresó su gratitud. Por pudor, no entré con ella al probador; por su expresión, deduje que apreció el detalle. Al poco rato abrió la puerta y su maravilloso cuerpo, adornado con el espléndido traje de baño, volvió a disparar mi lívido.

 

-- ¿Me queda bien?

--Tanto que estoy tentado de volver a llevarte a la habitación… pero será mejor que vayamos a estrenarlo y a tomar algún refresco.

 

La tomé de la mano y después de pasear por el jardín botánico, llegamos a una de las piscinas del hotel. En el bar de la piscina Thelma pidió un San Francisco y yo un mojito. Nos los trajo una simpática y preciosa camarera a las tumbonas en las que nos habíamos acostado.

Todo el tiempo que estuvimos en la piscina, lo pasamos contándonos parte de nuestras vidas. Ella estaba acabando la carrera de Abogacía;

El trabajo de escort, que ejercía de forma esporádica, le permitía pagar los estudios; su padre se había ido de casa con una de sus amantes y su madre no podía pagarle los estudios. Cuando acabara los estudios, pensaba trasladarse al este; Washington y Nueva York ofrecían más oportunidades, aunque personalmente prefería Miami por el clima. Lo de buscar trabajo en el este, era para dejar atrás la vida de escort y que no la pudieran reconocer cuando ejerciera de abogado. Aunque tal vez, por no alejarse de su madre, se quedara en Los Ángeles.

Descubrí en Thelma, una muchacha decidida, inteligente, cariñosa, alegre… y yo me estaba enamorando de ella. Después del baño fuimos a comer a uno de los restaurantes del mismo hotel, donde mi bella acompañante continuó contándome su vida y seduciéndome con su belleza y personalidad. Al terminar la comida, subimos a la habitación; le había ponderado las virtudes de una siesta; y sí que la hicimos, pero después de tener una maravillosa y larga sesión de sexo, durante la que me esforcé por ser cariñoso, entre otros motivos, para hacerme perdonar mi inexcusable comportamiento anterior e intentar que ella también disfrutara del acto. Quiero pensar que no fingió y que los gemidos de placer fueron reales.

A media tarde bajamos al casino del hotel. Entre la mesa de Black Jack y la ruleta gané una pequeña fortuna, ante la asombrada mirada de Thelma, que estaba maravillada por mi buena suerte y no comprendió mis palabras cuando le dije que aquel era mi sueño y por lo tanto, la bola caía en la casilla que yo quería y aparecían las cartas que me interesaban. También le di algo de dinero a ella para que lo apostara, y con mi ayuda logró sacar un buen pellizco en una máquina tragaperras.

Con la ayuda de mi amigo Albert, el de la recepción, ingresé las ganancias del casino en mi cuenta corriente; a él le entregué otros quinientos dólares por sus servicios. Thelma y yo decidimos, antes de ir a cenar, dar un paseo y respirar el aire lleno de promesas que flotaba en el Strip. Contemplamos las famosas fuentes del Bellagio; ella estaba radiante con las ganancias económicas y caminaba feliz abrazada a mí

Durante la cena, me sentí cada vez más cautivado por su encanto y su personalidad. Me confesó que, gracias a su suerte con la tragaperras y lo poco que le faltaba para terminar la carrera, tenía el convencimiento de que no iba a necesitar hacer ningún trabajo más como escort; en el supuesto de que no tardara mucho en conseguir un trabajo al terminar los estudios.

Después de cenar, fuimos a ver un concierto de Tom Jones. Por un momento estuve tentado de ir a ver uno de Frank Sinatra; pero me dije que el bueno de Frank, mi ídolo musical, había muerto hacía unos años y por mucho que aquel fuera mi sueño, no debía forzar la situación y hacerlo aparecer veinte años después de su muerte para darnos una serenata. De todas formas, el tigre de Gales estuvo magnífico durante toda su larga actuación. Thelma no conocía casi ninguno de los grandes éxitos de la carrera del cantante, pero al terminar la actuación se había convertido en fan suya y no paraba de preguntarme cosas sobre él.

Al término del espectáculo de Tom Jones, nos fuimos a otro casino, donde disfrutamos de más juegos de azar, risas compartidas y la ganancia de otra pequeña fortuna. A medida que la noche llegaba a su fin, me di cuenta de que había encontrado algo especial en Thelma, algo que trascendía la superficialidad de Las Vegas.

Mientras caminábamos abrazados por el Strip, el sol comenzaba a salir en el horizonte y me percaté de que sentía algo más que deseo; había encontrado una conexión genuina y pensé en un posible futuro juntos.

De pronto una idea descabellada se forjó en mi mente: ¿Y si tomara a Thelma de la mano y me despertaba? Según las anteriores experiencias, ella aparecería conmigo en mi cama.

 

-- ¿Qué te parecería venirte conmigo a vivir a España?

--Jaime, eres un amor; me lo he pasado maravillosamente bien contigo, pero estoy terminando mi carrera; apenas te conozco y… ¿qué iba a hacer yo en tu país?

 

Podría haber añadido además, que había una diferencia de edad entre los dos, nada desdeñable; de hecho se la doblaba. Supongo que tuvo la deferencia de no mencionarlo, para no lastimar mi amor propio.

No estábamos muy lejos del hotel, cuando un par de individuos de los que no me había percatado, se plantaron delante nuestro con sendas navajas en sus manos.

 

--Hola tortolitos; os agradeceríamos que nos entregarais todo el dinero que lleváis, para no vernos obligados a haceros daño.

 

Levantando los brazos, en actitud sumisa, me coloqué delante de Thelma y le dije al que había hablado, que iba a darle todo lo que llevaba. Pareció satisfacerles mi respuesta, mientras me llevaba la mano al bolsillo interior de la americana. La sorpresa y al miedo aparecieron en los rostros de los atracadores, cuando vieron que en lugar de la cartera, lo que sacaba de mi bolsillo era un espectacular revólver magnum modelo Taurus 44.

 

--Tenéis cinco segundos para salir de aquí a toda leche; cuatro, tres.

 

Uno de los asaltantes salió corriendo, como si lo persiguiera el diablo; el otro, pensando que la huida de su compañero me había distraído, se abalanzó sobre mí con la intención de clavarme el cuchillo. Yo fui más rápido. Un disparo lo frenó en seco y lo hizo caer hacia atrás. Se llevó la mano al costado, intentando sin éxito frenar la salida de sangre.

Le pedí a Thelma que llamara a la policía e informara que había un herido de bala en el suelo.

Había empezado a marcar los números en su teléfono móvil, cuando una figura oscura y borrosa brotó del cuerpo herido y se desvaneció en el aire. No tuve ninguna duda: Sandman había intentado matarme de nuevo. Al menos, los hechos le daban la razón a Morfeo; no podía matarme porque yo aún tenía ganas de vivir. Le dije a Thelma que se apartara un poco del herido y dejé el arma en el suelo a su lado.

 

--Si se mueve, cógela y dispárale; si no se mueve no la toques. En ella están mis huellas dactilares, que demostraran que tú no has efectuado el disparo. Yo voy a desaparecer ahora. Siempre te llevaré en mi corazón.

 

Le entregué diez mil dólares en efectivo de los conseguidos en el último casino visitado; el resto lo tomé en las manos y desperté.       

Conservaba un buen fajo de billetes de dólares en las manos, que no debían suponerme problemas para cambiarlos a euros. Pero eché de menos la presencia de Thelma en mi cama ¿Cómo podía ser tan ingenuo? ¿Cómo es posible que me enamorara de un producto de mi propio sueño?

 

--Anillo, ¿estás aquí? ¿me oyes?

--Si a las dos preguntas.

-- ¿Tienes algo que ver con mi cambio de actitud durante el sueño? ¿sabes por qué me porte bruscamente con ella al principio?

-- Sí que tuve que ver. Lamento no haberme dado cuenta antes de que tu conciencia te recrimina lo que consideras malas acciones y aunque tus instintos te impulsen a cometerlas, tu razón se niega a realizarlas. Esto te diferencia de los dioses y de muchos mortales. A partir de ahora procuraré adaptarme a tus normas éticas.

--Gracias

 

La siesta había sido un poco larga y ya era media tarde cuando desperté.

Decidí dedicar el resto de la tarde a pintar la copia del cuadro de Napoleón. Como iba a disponer de mucho tiempo, decidí que también dedicaría más tiempo a jugar al golf; y como era rico y no necesitaba trabajar, pensé que haría algún curso por correspondencia para aprender… más adelante decidiría qué. La próxima decisión que iba a tomar sería el siguiente destino de mi sueño.

 

--Oye anillo: Acepto sugerencias ¿A qué lugar o fecha te gustaría viajar? ¿Te gustaría visitar a alguien en particular?

--No tengo preferencias; tus elecciones me parecen interesantes y muy entretenidas.

--Pues después del sueño del Barón Rojo, me apetece volver a volar. Esta noche lo haremos en un caza de la segunda guerra mundial.

CAPÍTULO 15.- BATALLA EN EL CIELO

 

Al acostarme ya había elegido el destino del sueño de aquella noche. La fecha sería a primeros de septiembre de 1940.

Me encontré volando en un cielo escasamente poblado de nubes, sobre el este de Inglaterra, de sur a norte, en un Spitfire recientemente fabricado, con pocas horas de vuelo, cargado de munición hasta los topes y en perfecto estado de revista. Acababa de dejar atrás Dover y estaba llegando a Margate; desde allí me dirigiría a Ipswich, sobrevolando el mar, para continuar por encima de la costa hasta Great Yarmouth, donde daría la vuelta haciendo el viaje a la inversa, para volver a la base. Estaba en misión de vigilancia de un probable ataque aéreo alemán. Hacía poco tiempo que la Luftwaffe había iniciado una intensísima ofensiva aérea sobre la isla, en especial sobre Londres, con bombardeos constantes, para destruir las defensas, las fábricas y la moral de los ciudadanos de la Gran Bretaña; la que se conocería como la batalla de Inglaterra. Estaba atento al este, de donde con toda probabilidad llegarían, desde el otro lado del canal, las escuadrillas de bombarderos, acompañados por cazas de protección.

No obstante, me permití desviar mi atención unos instantes hacia el oeste, para admirar la belleza de la espectacular puesta de sol que, aquel día me ofrecía la naturaleza. Las nubes se tiñeron de todas las tonalidades de rojo, desde el naranja hasta el púrpura, antes de oscurecerse por la falta de luz. Ya había anochecido cuando me di la vuelta sobre Great Yarmouth para recorrer a la inversa el trayecto realizado. Las abundantes nubes, que durante el día habían provocado intensas lluvias en la isla, estaban cruzando el canal de la Mancha, en dirección este y ahora se dirigían al continente, dificultando la posibilidad de avistar las posibles escuadras de bombarderos Heinkel y de sus cazas Messerschmitt de escolta que pudieran dirigirse a Londres, amparados en el camuflaje natural que les brindaban.

Fue más la intuición que la visión; me pareció descubrir un extraño y casi imperceptible movimiento entre las oscuras y lejanas nubes.

Al observarlo con los binoculares, confirmé la sospecha; del manto de nubes estaba emergiendo un nutrido grupo de cazas alemanes… detrás del cual vendrían los bombarderos a los que daban protección.

Comuniqué por radio la noticia a la base, especificando la posición y me dispuse a entrar en combate, pese a las órdenes recibidas de que esperara a las escuadrillas de Spitfires que ya estaban preparadas para despegar.

Me dirigí hacia el flanco izquierdo de las fuerzas invasoras, ganando altura, ocultándome a su visión gracias a un grupo de nubes rezagadas.

Al cabo de dos minutos, consideré que ya debía estar en posición y viré hacia mi izquierda con un ligero descenso. Súbitamente los cúmulos desaparecieron y tuve que maniobrar para no chocar con un Heinkel. Pasé tan cerca del bombardero que pude observar la cara de sorpresa del artillero de la torreta superior. No tuve tiempo de saludarlo porque estaba dirigiéndome a otro avión que me ofrecía todo su flaco izquierdo. Disparé un par de ráfagas largas y gracias a las balas trazadoras, pude comprobar que daban en el blanco. Sin esperar a ver los resultados me dirigí al siguiente objetivo. La escuadrilla atacante aún no había reaccionado, cuando le disparaba otro par de ráfagas a mi segundo objetivo; también impactaron en el fuselaje y el motor de babor, que empezó a arder. Fue entonces cuando el resto de las aeronaves rompió la formación.

Mi tercer objetivo estaba ganando altura y yo hice lo mismo, apenas a cincuenta metros de su cola. La sorpresa y rapidez del ataque debió coger despistado al artillero de la torreta inferior, porque no me disparó. Aproveché la oportunidad para abrir fuego; esta vez fueron tres las ráfagas que efectué, antes de que una densa humareda y el inicio del picado que efectuó el He 111, me confirmara que aquel aparato no descargaría sus bombas sobre Londres.

La bandada se estaba dispersando y había acabado el factor sorpresa;

además, enseguida aparecerían los cazas. Sin embargo, algo más abajo de mi posición divisé otro bombardero, que se convirtió en mi siguiente objetivo. Incliné el morro y tan pronto lo tuve a tiro empecé a disparar; esta vez el artillero de la torreta superior respondió al fuego. Su ráfaga no alcanzó mi avión; yo en cambio sí debí alcanzarle a él, porque pese a que el Heinkel continuó volando, no volvió a disparar. Aproveché para dispararle de nuevo, hasta que observé que una pequeña explosión destrozaba su ala derecha y el avión iniciaba su caída al mar. Me sentía pletórico e invencible; cuatro aviones derribados en un abrir y cerrar de ojos… y sin sufrir un solo arañazo.

El impacto de varias balas en la carcasa de mi Spitfire me devolvió a la realidad. Inicié una maniobra evasiva, aunque no sabía dónde estaba el pájaro que me estaba disparando. Por suerte, la ráfaga no parecía haber afectado la maniobrabilidad del aparato. Al no descubrir a mi adversario, efectué un looping para, al menos, dificultarle la posibilidad de que volviera a dispararme; al finalizar la maniobra descubrí a unos seiscientos pies a las 2 y unos ciento cincuenta pies por debajo, un caza que volaba en línea recta; aún estábamos sobre el mar, pero la línea de la costa se acercaba velozmente. Me disponía a atacarlo, cuando una nueva ráfaga agujereó el fuselaje; por suerte ningún proyectil me había dado a mí, pero el motor comenzó a fallar, a la par que una densa humareda empezó a salir del mismo. Durante unos instantes pensé en llegar a la cercana tierra firme y efectuar un aterrizaje de emergencia en cualquier explanada que pudiera encontrar; desestimé la idea al escuchar las irregularidades crecientes del ruido del motor y observar cómo las llamas entraban por la cabina que además se llenó de humo en un momento. Decidí que tampoco era buena idea saltar en paracaídas. Algún artillero cabreado por la suerte de sus compañeros derribados podría dispararme y pensé que un paracaidista sería un blanco demasiado fácil.

Tal vez Sandman estuviera relamiéndose en alguno de los aviones invasores esperando su oportunidad para enviarme al infierno. Además, ya no tenía sentido seguir; suponiendo que no cayera al mar, me encontraría en medio de la noche en un terreno desconocido y probablemente vacío. Decidí despertar, al tiempo que notaba una quemadura en la pierna, producida por las llamas que crecían en la cabina.

 

Desperté de madrugada en el sosiego de mi cama; atrás quedaba el acaloramiento del fragor de la batalla y la exultante excitación que me había producido el haber derribado cuatro bombarderos… pero aún mantenía el dolor en la pierna que me habían provocado las llamas.

Encendí la luz de la mesita de noche y descubrí una fea quemadura cerca de la rodilla; dado mi antiguo oficio, tenía experiencia en curar quemaduras causadas accidentalmente con el soplete, y en el botiquín disponía de un tubo de pomada para estas eventualidades. Me dirigí al aseo y estuve un par de minutos aplicándome agua fría en la zona afectada; a continuación la sequé con una toalla limpia y después de aplicarme una buena porción de pomada, la cubrí con una gasa esterilizada. El alivio fue casi instantáneo y me volví a la cama con la intención de descansar.

 

--Anillo: quiero descansar; esta vez sin sueños.

--Yo estoy a tu disposición; tú mandas; buenas noches.

--Buenas noches.

 

Me desperté completamente repuesto, aunque una leve molestia en la pierna me recordaba la quemadura y que lo que sucedía en los sueños tenía consecuencias al despertar. Mientras desayunaba mi sempiterno café con leche acompañado del par de cruasanes habitual, se me ocurrió el destino del siguiente viaje. Aquella mañana, mientras hacía la compra para reponer la despensa e incluso durante el rato que le dediqué a preparar la comida no pude dejar de pensar en mi siguiente destino y cada vez me seducía más la idea.

Mientras comía decidí consultarlo con mi “agente de sueños”

CAPÍTULO 16.- CON LOS DIOSES EN EL OLIMPO

 

--Dime anillo; ¿te gustaría volver al Olimpo?

-- ¿Al Olimpo? No ¿Por qué? ¿Qué quieres hacer allí?

--Contemplar la belleza del paisaje y de sus diosas; satisfacer mi curiosidad por conocer la morada de las divinidades…

--No te lo recomiendo; los dioses no sienten especial simpatía por los humanos; para ellos representáis poco más de lo que los simios representan para vosotros: unos seres exóticos, primitivos y obtusos, que solamente en el caso de alcanzar un alto grado de belleza, os convertís en el objeto del deseo de sus instintos. Tampoco les gusta ver humanos paseándose como turistas por su inmaculado reino.

--Bueno, entonces será interesante ver sus caras.

--No te lo tomes a broma; los dioses nunca se han distinguido por su sentido del humor, y la libertad y los derechos humanos significan menos para ellos, que para la mayoría de vuestros dirigentes políticos y económicos; a las todopoderosas divinidades, ni siquiera les hace falta aparentar que les importan.

--De todas maneras, necesito encontrar nuevos alicientes para mis sueños; conseguir dinero, obtener placeres de la bebida, de las drogas o de hermosas mujeres, ya no resulta tan entretenido y empieza a ser menos satisfactorio que al principio. Tal vez la adrenalina del riesgo me proporcione el deleite que anhelo.

--Mi consejo es que no vayas, pero si finalmente decides ir, procura pasar desapercibido y no llamar la atención.

 

Decidí echarme una siesta y el sueño me llevó a un enorme, cuidado y espléndido jardín de una espectacular mansión.

Había decidido presentarme en la mismísima residencia de Afrodita… y allí estaba la diosa, bañándose desnuda en su piscina. La bellísima divinidad, que según las antiguas crónicas de la mitología, había nacido de la espuma que habían ido dejando en su trayecto marino, los cortados órganos genitales de Urano, ya doncella y de inigualable belleza no se dio cuenta de mi presencia y pude estar un buen rato deleitándome con la magnífica visión, gracias a que permanecía oculto tras un hermoso y gran matojo de flores “ave del paraíso”.

Salió del agua acreditando con la perfección de su contorneado cuerpo y la tersura de su piel porqué era la diosa de la belleza y el deseo; cubrió su cuerpo con una fina túnica y me descubrió.

 

-- ¿Quién eres tú y qué haces en mi casa?

--Soy un humano curioso, al que un sueño ha traído a la morada de la diosa de la belleza y del amor; mi mayor deseo.

-- ¿Un humano? Hace siglos que dejasteis de creer en los dioses del Olimpo, para adorar a otros dioses. Sólo nos recordáis por las obras de los antiguos griegos y ahora con algunas películas infames sobre nosotros. ¿Cómo has llegado aquí?

-- Encontré un anillo que pertenece a Morfeo y concede mis deseos en los sueños.

-- ¿Cuál es tu mayor deseo? Porque no creo que sea estar en mi morada. ¿Por qué no declaras abiertamente que tu mayor anhelo es tener sexo conmigo?

--Porque soy tímido y romántico; además mi deseo no es sólo tener sexo contigo; aspiro con toda mi alma a hacerte el amor, que es mucho más que sexo, pero es una aspiración que me parece inalcanzable.

--Para hacerme el amor tendrías que estar enamorado de mí. ¿Lo estás?

-- ¿Cómo no iba a enamorarme de la diosa de la belleza? Nada más verte, la flecha de Eros me atravesó el corazón.

-- No veo a este bribón por aquí cerca, pero me halaga lo que dices. Hace mucho tiempo que ningún mortal había tenido la osadía de solicitar mis favores. Voy a hacer realidad tu sueño.

 

Y vaya si lo hizo… nunca el placer había alcanzado cotas tan altas, jamás había experimentado tanto deseo, ni ninguna pareja me había hecho sentir como ella, que era un amante insuperable e insaciable. Por si fuera poco, Afrodita dio en todo momento la impresión de estar gozando tanto como yo y exhibió una amplia gama de sus habilidades sexuales.

Después de recuperar el aliento tumbados en el impoluto césped, nos dimos un baño mientras seguíamos prodigándonos besos y caricias.

De pronto, se puso tensa y miró al cielo.

 

-- ¿Qué sucede?

-- Helios nos ha visto; seguro que va a contárselo a Hefesto. ¡Sígueme!

 

La acompañé fuera de la mansión, hasta un hermoso prado en el que estaba paseando indolente, Pegaso, el caballo alado de Zeus.

Afrodita lo llamó y le habló al oído.

 

--Pegaso te llevará hasta la cueva de los Oniros. Está en el inframundo y allí no te buscarán. Espera fuera hasta el crepúsculo; los mil hermanos saldrán para llevar los sueños a los mortales y pasa la noche allí. Deberás irte antes de que vuelvan, con la aurora. No bebas agua del arroyo que hay al lado de la caverna; es el agua del olvido; y ten cuidado con las plantas que crecen a la entrada; son adormideras y otras plantas alucinógenas.

 

Antes de partir me comunicó que Pegaso volvería a buscarme poco antes de que Eos (la aurora) abriera las puertas del cielo para que saliera Helios e iniciara el día. El alado corcel me llevó en un magnífico y rápido viaje; volamos hasta las oscuras playas del extremo occidental del Océano, entramos en el Tártaro, y divisamos la cueva, cerca de los tristes campos de asfódelos, donde las almas de los héroes vagaban sin propósito entre multitudes de muertos menos distinguidos. Me dejó oculto en un pequeño bosque cercano a la cueva, que tenía dos puertas, desde donde podría observar su partida cuando llegara el ocaso. Los sueños auténticos surgían de la puerta hecha de cuerno, mientras que los sueños falsos lo hacían desde la puerta hecha de marfil.

Al estar en el inframundo no pude contemplar el cielo, pero cuando los últimos rayos de sol lo tiñen de rojo, es el momento en que empiezan a salir los Oniros, impulsados por sus enormes alas de murciélago. Recordé los documentales de naturaleza en el que estos mamíferos alados salen en tropel de sus cuevas, para alimentarse durante la noche; aunque la misión de estos mil hermanos fuera la de llevar los sueños a los humanos.

Me infundía temor pasar la noche solo en la cueva, y eso que ya había estado en ella, cuando tuve la entrevista con Morfeo; además tenía miedo de quedarme dormido, que me sorprendieran a su vuelta y no poder acudir a mi cita con Pegaso para sacarme del inframundo. Decidí quedarme en el bosquecillo.

La noche no se hizo interminable porque rememoré y disfruté una y otra vez, mi encuentro con Afrodita.

Aún reinaba la oscuridad, cuando un batir de alas y el ruido de los cascos al tomar tierra cerca de mí, alejó mis temores de quedar prisionero para el resto de mi vida en el Tártaro. Pegaso había regresado, fiel a la palabra de la diosa, de que volvería a recogerme.

Antes de montar en él, le pedí que me llevara a ver la salida de Helios de su palacio al borde del Océano que rodeaba el mundo. Mi intención era contemplar la aurora (la diosa Eos, “la de dedos rosados”), que abría las puertas del cielo y con su carro precedía y anunciaba al dios solar. El alado caballo me llevó, aún de noche, hasta las cerradas puertas del cielo y allí me dejó. No tardaron mucho en abrirse e hizo su aparición una mujer joven, sobrenaturalmente hermosa, radiante, con cabello suave, brazos y dedos rosados, coronada con una tiara y ataviada con una túnica azafrán, bordada y tejida con flores.

Una vez abiertas las puertas, montó en su carro, del que tiraban dos resplandecientes corceles y al descubrirme, se dirigió hacia mí.

Me hizo subir a su carro y emprendió una veloz carrera… pero no para preceder a Helios, sino para dirigirnos a un espléndido jardín.  

Apenas detenidos los caballos, me habló, con seductora voz

-- Dime humano, ¿qué hacías en las puertas del cielo?

--Deseaba ver el maravilloso amanecer del Olimpo.

-- ¿Sólo verlo? Yo soy Eos, la diosa del amanecer ¿No deseas hacerme el amor? ¿Cómo te llamas?

--Me llamo Jaime, y puedes estar segura de que desearía con toda mi alma hacerte el amor, pero no creo que estés al alcance de mi humilde persona; una diosa tan joven y hermosa como tú, debe tener muchos pretendientes entre los dioses y semidioses del Olimpo, que seguro te complacerán gustosos y de los que puedes enamorarte.

--Ya lo hago con los dioses y semidioses que mencionas cuando me apetece; si deseo hacerlo contigo y ahora, es porque Afrodita me maldijo y no puedo evitar enamorarme y sentir un anhelo insaciable por los mortales que encuentro; se enojó conmigo porque en una ocasión seduje y me acosté con su amante, Ares.

 

No pude ni quise negarme a satisfacer los deseos de la bellísima diosa. El suave césped del espléndido jardín fue el lecho donde dimos rienda suelta a nuestra pasión, hasta quedar completamente extenuados.

Al recuperar el resuello, Eos me pidió que huyera tan rápido como pudiera y volviera a mi mundo, porque la mayoría de sus amantes humanos tuvieron finales trágicos a causa de sus atenciones; no quería que a mí me sucediera lo mismo. Además, Helios estaría enojado por no haber cumplido ella su obligación de anunciarle, precediéndole por el cielo.

Nos despedíamos entre besos, abrazos y juramentos de amor eterno, cuando nos vimos rodeados por un grupo de furiosos centauros y coléricos faunos, que me capturaron sin miramientos ni hacer caso al llanto y las súplicas de Eos para que me dejaran huir.

Fui encadenado y encerrado en una mazmorra, en una prisión cercana a las residencias de los dioses, custodiado por un hecatónquiro, (un gigante de cincuenta cabezas y cien brazos). Ignoro si el monstruoso guardián era el causante del apestoso hedor que inundaba la pequeña celda, apenas iluminada por un estrecho haz de luz que, procedente de una minúscula apertura en el techo, conseguía impedir que la oscuridad fuera absoluta. El monstruo también parecía estar sordo, puesto que ignoró mis lastimosas súplicas de que me trajera un poco de agua (la noche en el Tártaro y el encuentro sexual con Eos me habían provocado una sed extraordinaria). Intenté evadirme del sueño aun estando cargado de cadenas, a pesar de que no sabía cómo podría liberarme de las mismas una vez estuviera en el mundo real; pero me fue imposible despertar.

Al cabo de unas horas, mi monstruoso carcelero me anunció que las diosas Afrodita y Eos habían venido a verme y que al finalizar la visita me trasladaría al tribunal de Temis (la diosa de la justicia) para ser juzgado por mis crímenes. Se abrieron las puertas de la mazmorra e hicieron sus aparición las dos bellísimas diosas. Sin decir nada, Eos me extendió un pequeño odre de agua, cuyo contenido me bebí de un largo e ininterrumpido trago, antes incluso de darle las gracias.

 

--Os agradezco vuestra visita y el agua, sublimes diosas; es un excelso honor que os hayáis dignado visitar a este humilde admirador vuestro.

 

Afrodita tomó la palabra:

 

--Además de buen amante, también eres zalamero y adulador; aunque te advierto que estas virtudes no te servirán ante Temis. Intentaremos ayudarte, pero antes queremos que nos digas a cuál de las dos consideras más bella, y con cuál de las dos gozaste más.

--Ante todo os agradezco vuestra preocupación por mí y vuestra ayuda en el juicio; pero ¿Cómo podría un humano como yo, rendido ante vuestra belleza y seducido por la calidez de vuestros corazones, decidir cuál de las dos es la más bella?  Cada una de vosotras posee, según el punto de vista de este mortal, una belleza sublime e insuperable.

Afrodita: desde siempre has sido la diosa de la belleza, del amor y del deseo; a las mujeres más hermosas de la tierra se les ha dado tu nombre como calificativo, aunque ninguna pueda compararse a ti.

Eos (Aurora); aunque diferente a Afrodita, no debes envidiarla; tu belleza se manifiesta cada mañana, cuando abres las puertas del cielo. Eres la Aurora; la melodía cromática de cada amanecer; todos los días diferente y todos los días bellísima. Permitid que este pobre mortal, seducido por vuestros afectuosos corazones y fascinantes cuerpos, se abstenga de emitir un juicio para el que no está capacitado y os suplique que olvidéis vuestras rencillas.

-- ¡Caramba!; al parecer los mortales habéis mejorado mucho en elocuencia y sagacidad, durante estos siglos que os hemos dejado a vuestro libre albedrío. ¿O acaso tú eres entre ellos un caso excepcional, como los antiguos héroes o semi dioses? Será un placer ayudarte en el juicio, aunque es posible que no necesites nuestra ayuda, si exhibes la misma elocuencia y atrevimiento que ante nosotras. También voy a deshacer la maldición que impuse a Eos. Ya ha pasado mucho tiempo desde su ofensa y la verdad es que ni me acordaba de que la había castigado.

 

Las dos hermosísimas diosas salieron de la mazmorra, debatiendo la mejor manera de ayudarme. Afrodita era la más poderosa y mostraba a las claras su enojo por los celos de Hefesto. ¿Cómo podía esperar el deforme y poco agraciado dios, que ella, la diosa de la belleza y el deseo, le fuera fiel, cuando ningún mortal ni dios podía evitar caer seducido por sus encantos?; además, ella misma era la personificación del apetito sexual y casi todos los dioses y la mayoría de los hombres del mundo eran más hermosos que el tullido marido que Zeus la había obligado a tomar.

No había transcurrido mucho tiempo desde que las dos diosas habían abandonado la celda, cuando el monstruoso hecatónquiro que me custodiaba abrió de nuevo la puerta, me puso una cadena al cuello y me llevó a la sala donde sería juzgado, bajo la severa mirada de la mayoría de las deidades del lugar. Casi todos los dioses del Olimpo estaban allí reunidos; tal expectación provocada por un juicio a un simple mortal, me hizo suponer que la monotonía debía haberse adueñado de la morada de los dioses, y el pleito era una de las escasas distracciones que iban a tener lugar aquel día. Después de que el apestoso monstruo de cien brazos y cincuenta cabezas me dejara en el centro de la sala y me hubiera quitado las cadenas, la diosa Temis tomó la palabra:

 

--Nos reunimos hoy aquí, en mi sagrada corte de justicia, para juzgar a éste mortal, acusado por Zeus de haber entrado ilegalmente en el Olimpo, sin la autorización de ningún dios; acusado por Hefesto de haber seducido a su mujer Afrodita con malas artes; acusado por Helios de haber embaucado a Eos, impidiéndole cumplir con su sagrado deber de precederle y anunciar su llegada para alumbrar el día; y por último, acusado por Hipnos de haber ayudado a Morfeo a usurparle la divinidad del mundo de los sueños.

Por todos estos crímenes, piden que al mortal se le condene a servir el resto de su vida en el reino de Hades; y que a su muerte sea juzgado, para que los jueces decidan el lugar al que se destinan su alma, para toda la eternidad. Es absolutamente cierto y está probado, que los hechos de los que se le acusan han sucedido. Escuchemos ahora de los labios de este mortal acusado, los argumentos y motivos que pudieran justificar tan irreverentes y execrables actos, antes de dictar sentencia.

 

--Distinguida y honorable diosa Temis: Soy un mortal, un humano insignificante para vosotros los dioses; cuyo nombre ni siquiera os habéis molestado en saber. Si tan poca cosa soy para vosotros, ¿cómo pueden mis actos molestaros tanto?

Reconozco haber entrado en el Olimpo; es obvio, estoy aquí. Pero no hubiera podido hacerlo sin el anillo que encontré, fabricado por el propio Hefesto a petición de Morfeo. Desde que me lo puse en el dedo, ya no me fue posible extraerlo. Es cierto que me proporcionó sueños maravillosos, pero me convirtió en un esclavo de sus apetitos y nubló mi juicio y sentido moral. Sólo me lo pude quitar gracias a que un buen amigo me libró de su esclavitud amputándome el dedo. Desgraciadamente, mi amigo cayó presa de su poder y murió por su causa. Estando mi querido compañero muerto y enterrado con el anillo en el dedo, fui atormentado durante días y noches por la llamada de auxilio del talismán, hasta que cedí a sus exigencias y profané su tumba y su cadáver para recuperarlo.

Fueron las intrigas de los dioses, las que alteraron mi vida mortal, sin que yo lo hubiera querido ni pedido; ellos me hicieron desear estar en el Olimpo. ¿Cómo podéis ahora, condenarme por ello?

Respecto a la acusación de Hipnos (el primigenio dios de los sueños), de haber ayudado a Morfeo a usurparle la corona, no voy a argumentar nada. Bastará con decir que mi vida empezó hace menos de cuatro décadas; y que la humanidad hace ya más de seiscientos años que consideraba (al parecer erróneamente) a Morfeo, el dios del sueño. ¿Qué culpa puedo tener yo de hechos sucedidos siglos antes de que yo naciera?

El anillo me compensó haciéndome vivir intensamente mis sueños y la curiosidad me llevó a venir al Olimpo. ¿Cómo podéis castigarme por ello? ¿Dónde está el crimen en satisfacer la curiosidad por aprender, con la que nacemos? ¿Cómo no va a encandilar a un simple humano la posibilidad de conocer el mundo de los dioses? ¿Cómo podéis acusarme de caer seducido ante la belleza y la dulzura de estas dos diosas? ¿Qué crimen es éste? Y respecto a la acusación de haberlas seducido con malas artes… me declaro culpable de ser un romántico, de haberme enamorado nada más verlas, de admirar su belleza, de haberles entregado mi corazón y de habérselo dicho con todo el romanticismo del que soy capaz, buscando la más bellas palabras.

¿Con malas artes decís? ¿Qué las engañé? Los acusadores deberíais ser condenados por insultar la inteligencia de las dos maravillosas diosas.

Mi vida es limitada, pero como vosotros, pienso y amo, tengo sueños, esperanzas e ilusiones. Rectifico; como vosotros no, mucho más que vosotros, porque mi vida es breve, así que la vivo procurando saborear todos los momentos sin desperdiciar ninguno. Como vosotros, en mi ADN están los genes de mis deseos y pasiones; pero siempre he procurado gozarlos sin hacer daño a nadie, mientras que a vosotros no os han importado casi nunca, las consecuencias de vuestros actos. ¿Habéis contado alguna vez, cuantas vidas costó la guerra de Troya? ¿Habéis medido el sufrimiento de las madres, viudas e hijos de los muertos? ¿Cómo calcular las penurias de los ancianos, mujeres y niños que anduvieron errantes durante años, expulsados de sus hogares?... ¿y todo por qué? Porque resulta que alguien cometió el terrible crimen de no invitar a la boda de Peleo a la diosa Eris (la de la discordia y el conflicto); la cual, ofendida y movida por la ira, decidió dejar entre los manjares, una manzana dorada para “la más bella”. Tres de las diosas presentes en la boda y también hoy aquí, Hera, Atenea y Afrodita se pelearon por la manzana y a Zeus no se le ocurrió nada mejor que escoger como juez para dirimir la disputa a un joven e inexperto príncipe de Troya, llamado Paris. Las tres diosas intentaron sobornarlo ofreciéndole distintos dones, pero al final eligió a Afrodita, que le había prometido el amor de la mujer más bella del mundo. Esta mujer resultó ser la esposa del rey Menelao, Helena que, por la promesa de Afrodita, se enamoró perdidamente de Paris, quien la raptó y se la llevó a Troya, provocando la venganza del ofendido monarca, que desencadenó la terrible y sangrienta guerra.

¿Habéis sentido alguna vez el más mínimo remordimiento por ello? ¿Tenéis conciencia de la mezquindad de vuestros crímenes? ¿Cómo sois capaces de permanecer pomposamente sentados en vuestros tronos juzgando naderías, en lugar de estar purgando y reparando vuestras execrables fechorías?

Si decidís darme muerte la aceptaré gustosamente porque, haber amado a estas maravillosas diosas y haberme sentido correspondido por ellas, bien valen los años que puedan quedarme de vida.

Tened presente no obstante que, aunque tengáis el poder de quitarme la vida, no tenéis ningún derecho a hacerlo porque a lo largo de los siglos, la mayoría de vosotros habéis cometido más mezquindades y mucho más graves que aquellas de las que me acusáis; vuestras maldades superan ampliamente vuestras bondades, incluso contra miembros de vuestras propias familias. Si algún día vuestras almas fueran juzgadas por dioses nobles y justos, no me cabe ninguna duda de que muchos de vosotros pasaríais la eternidad en lo más profundo y oscuro del Tártaro.

Acepto que estéis enojados con la humanidad, por haber dejado de creer en vosotros y haberse entregado a la adoración de nuevos dioses y creencias antinaturales, que restringen los nobles instintos vitales con prohibiciones estúpidas, considerando pecados la mayoría de los placeres de la vida. Pero yo siempre he intentado vivir y gozar según los impulsos dictados por mis genes y las leyes de la naturaleza; sin forzar la voluntad de nadie… y en el único caso que recuerdo haberlo hecho, fue estando bajo la ineludible influencia del anillo de Morfeo, un talismán creado por vosotros.

¿Con qué derecho, os atribuís la autoridad moral de condenarme? Acepto de buen grado el veredicto del juicio que disponga la diosa Temis (la justicia) porque hace honor a su divinidad; pero que Zeus pida mi muerte por el crimen de haberme paseado por “su” Olimpo o quiera que me quiten la vida por haber sido favorecido con el amor de dos diosas sumamente seductoras, me parece demencial; precisamente él, que nunca ha sido fiel a su esposa, que ha practicado sexo con cientos de mujeres, de hombres, de dioses y diosas… y lo ha hecho incluso, con el cuerpo de algún animal.

 

Una enorme algarabía se desató en el enorme salón en el que se desarrollaba el juicio. La mayoría de los dioses, enfurecidos por la ofensa que este mortal había infligido a su “padre” Zeus, exigía que se me cortara la lengua y fuera encerrado en el tártaro sin más dilación.

Yo sólo esperaba que con mi alegato defensivo, no hubiera ofendido a mis dos adoradas protectoras; después de todo, Afrodita también había sido amante de Zeus... y de muchísimos más. La diosa Temis consiguió que al cabo de un rato se calmara el alboroto y griterío provocados por mi ataque a su todopoderoso dios.

 

--Dioses del Olimpo, permaneced en silencio. Os guste o no lo que diga el acusado, tiene derecho a defenderse como mejor le parezca; aunque voy a hacerle saber, que su insolencia y la falta de respeto que ha demostrado por los dioses (a los que no se juzga) puede arruinar la brillante argumentación que había expuesto en su defensa hasta este momento. Admiro su valor y elocuencia, acepto la vehemencia y la pasión; incluso estoy dispuesta a creer en la autoproclamada bondad de su corazón; pero no estará de más que a partir de ahora, haga también gala de respeto y prudencia, ante las posibles nefastas consecuencias de sus palabras.

 

Fue la benevolente sonrisa con la que la diosa de la justicia me había recriminado el poco respetuoso discurso y las acusaciones contra Zeus, la que hizo que decidiera excusarme; más por complacerla a ella, que por las posibles consecuencias perjudiciales para mí.

 

--Perdóname, Temis, diosa y encarnación de la justicia, si la vehemencia de mis palabras ha ofendido tu sagrado tribunal… pero es que no puedo entender la animadversión de los dioses por este insignificante mortal. Por cierto, me llamo Jaime. Tanto si se me absuelve como si se me condena, merezco la dignidad de que sepáis mi nombre, que es parte de mi esencia.

Siempre he admirado las historias, heroicidades, hechos y anécdotas sucedidas durante los siglos de vuestra existencia, narradas por los más grandes oradores de la antigüedad y originadas por vuestros instintos, anhelos y pasiones; aunque en muchos casos andan escasos de nobles razones y sobrados de envidias, celos y bajas pasiones. Los humanos también somos como somos; tenemos las mismas virtudes y los mismos defectos que los dioses; nos mueven los mismos deseos, anhelos y vehemencia que os mueven a vosotros. Sois el espejo en el que nos miramos los mortales y probablemente por ello, somos incapaces de construir un mundo más amable y benévolo.

Por todo esto, me cuesta entender que consideréis graves mis acciones.

Y tened en cuenta, antes de dictar sentencia, que necesitáis de los mortales, en especial de los que aún creemos en vosotros y os amamos a pesar de vuestros defectos. Espero que seáis conscientes de que, el día que el último de nosotros exhale su último suspiro… también todos vosotros volveréis sin remedio al Caos primigenio.

 

Un denso murmullo se extendió por la sala del juicio, cuando acabé de argumentar mi defensa. La diosa Temis meditó unos instantes y exigió silencio. Cuando empezó a hablar, se hubiera podido oír el aleteo de un pajarillo, si es que alguno hubiera osado volar por la inmensa sala.

 

--Una vez escuchados los argumentos de la defensa, yo Temis diosa de la justicia, declaro que el mortal llamado Jaime, no cometió ningún crimen al venir al Olimpo, ya que algunos dioses habían provocado su curiosidad y le habían proporcionado los medios y los motivos para venir, al haberse inmiscuido anteriormente en su vida.

Respecto a las acusaciones de Hipnos… hacer una acusación tan absurda y que falta a la verdad enoja a este tribunal; que opina, tiene bien merecido haber perdido el título de señor de los sueños.

Voy a aconsejar a Hefesto y Afrodita que se separen; las infidelidades de la diosa ya han sido causa de suficientes litigios en este tribunal, además de chismes y cotilleos por el Olimpo. No aceptaré ningún juicio más. Aquellos que se sientan engañados por sus cónyuges infieles, pueden quejarse a la diosa Hera, (la esposa de Zeus) que de buen seguro ayudará a los ofendidos a vengarse de sus infieles parejas.

Por lo que respecta a la queja de Helios; todos sabemos que Afrodita embrujó a Eos (la aurora) a enamorarse de cualquier humano que viera, por haberse acostado con su amante, el dios Ares. Así que tampoco puedo condenar por ello al humano llamado Jaime. De todas maneras, un humano no debe vivir en el Olimpo ni interferir en la vida de los dioses. Condeno a Morfeo a retirar el anillo del dedo del humano, sin dañarlo, y que después proceda a destruir el anillo… y condeno al humano llamado Jaime a que sea devuelto al mundo de los mortales, después de que haberle hecho beber el agua del rio Lete, para que se le borre cualquier recuerdo relacionado con el anillo y con nosotros, los dioses del Olimpo.

EPÍLOGO

 

Desperté de la siesta una cálida tarde del mes de junio, sintiendo una especie de vacío importante en mi cabeza; la sensación era algo parecido a experimentar la percepción de que en el libro de mi vida, faltaran algunas de las últimas páginas. De las últimas semanas sólo recordaba la violación de Lourdes y que había abandonado mi trabajo.

Alarmado, me fui al ordenador para comprobar el estado de mi cuenta bancaria y sentí alivio al verificar que no necesitaría trabajar en una larguísima temporada, o no tendría necesidad de volver a trabajar más a no ser que la inflación se disparara como en los años 70 del siglo pasado; aunque me inquietó no saber cómo había podido obtener tanto dinero. También me sobresaltó el descubrir que faltaba el dedo anular de mi mano izquierda ¿Qué me había pasado? ¿Cómo es que había muerto mi amigo, el doctor J. Pech? Desconocía que estuviera enfermo, ni que hubiera tenido un accidente. 

A pesar de las incógnitas que se amontonaban en mi cabeza, decidí ir a la cocina y prepararme la cena, antes de continuar investigando la extraña sensación de falta de memoria. ¿Estaría experimentando los primeros síntomas del Alzheimer? Quise pensar que, con poco más de cuarenta y cinco años, aún era demasiado joven para desarrollar la enfermedad.

 

Junto a la cafetera encontré una extraordinaria copa de oro, adornada con joyas, debajo de la cual, había una nota firmada por Afrodita y Eos. El escrito decía que la copa contenía agua del río Mnemosine, y que cuando la bebiera, al contrario de lo que había ocurrido con el agua del Lete, lo recordaría todo.

No entendía lo que significaba; ¿qué tenía que recordar? ¿Afrodita y Eos? ¿Las diosas de la mitología griega?

Tal vez tuviera que ver con esa sensación de haber olvidado casi todo lo que había hecho en los últimos días. Tomé entre las dos manos, la pesada, bellísima y carísima copa de oro y piedras preciosas, mientras me preguntaba de dónde habría salido y cómo podía ser que poseyera una joya del valor y la antigüedad que parecía tener ésta.

Me bebí toda el agua contenida en el cáliz y en su fondo descubrí un anillo gris plateado, en el que había tenuemente dibujadas un par de alas y cinco flores de tulipán… y de pronto el vacío mental que había experimentado, se llenó con los recuerdos de las últimas semanas.

No quise correr riesgos; así que, para evitar que algún malévolo dios me hiciera olvidar de nuevo los hechos, me dirigí raudo a mi ordenador y me puse a escribir esta historia.

 

Ya han pasado siete días desde que terminé el relato y me vuelvo a sentar frente al teclado para notificar que no; aún no me he vuelto a colocar el anillo en el dedo; lo llevo en una cadena colgado del cuello y ya he empezado a hablar con él de nuevo… a ratos se pone un poco pesado, pero no me cuesta demasiado negarme a sus deseos.

 

De momento disfruto de algunos pequeños placeres de la vida, sin necesidad de sueños extravagantes ni encuentros con los dioses… aunque cada mañana sin falta, pongo el despertador media hora antes de la salida del sol, para disfrutar mientras saboreo el primer café del día, del espectáculo de la bellísima Eos, abriendo las puertas del cielo y precediendo la aparición de Helios.

¿Cuánto tiempo hace amable lector, que no has contemplado la indescriptible belleza de una Aurora? ¿Cuánto hace que no has visto un cielo nocturno, transformarse paulatinamente en un soleado día? Es probable que esté equivocado (soy un soñador empedernido), pero juraría que Eos se engalana especialmente para mí cada amanecer y desde las alturas, lo primero que hace una vez abiertas las puertas del cielo, es… dedicarme la más cálida de sus sonrisas.

 

FIN

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