LAS MARIPOSAS DE BETELGEUSE C 53
Más allá de nuestra Vía Láctea; aún más allá de Andrómeda; en uno de los brazos de la galaxia M 33; en un planeta de un sol, cuyos nombres no voy a citar para no abrumaros con datos irrelevantes, escuché la historia que voy a contaros.
La oí de la boca del mismísimo Gran Juglar del Grupo Local de Galaxias; aunque cuando me la contó, más bien parecía un pedigüeño miserable, y no la gran estrella del espectáculo que había sido: el único autor de canciones, capaz de llenar el gigantesco teatro galáctico del planeta Ergaón, cuyas historias musicadas eran conocidas y tarareadas por miles de millones de seres de todos los mundos habitados que hubiesen desarrollado el sentido del oído, y tuvieran algo parecido a la sensibilidad.
Los ergaonitas debían su éxito en la profesión de juglares, a que tenían la propiedad de emitir sonidos musicales mientras hablaban, gracias a la extraordinaria configuración de los cuatro tríos de cuerdas vocales de que disponían; cada trío en una laringe procedente de un saco pulmonar que podían accionar independientemente; y a la no menos importante cualidad de transmitir sentimientos telepáticamente, lo cual permitía a todas las razas comprender las historias que cantaban.
Mientras me “cantaba” la historia, un inmenso dolor embargaba a aquella piltrafa, que lloraba con lágrimas verdaderas; y pese a su aspecto, no había perdido un ápice de su arte.
Me contó que el Gran Alquimista, cansado de obrar milagros para un sinfín de especies inteligentes, decidió descansar y creó un mundo alejado de todos, para instalar su hogar. Lo llamó Betelgeuse C 53. Creó dos soles que lo iluminaban permanentemente, de tal manera, que cuando uno de ellos comenzaba su ocaso, el otro iniciaba su aurora. En ambos polos creó magnificas montañas con cumbres cubiertas de nieves perpetuas, que no podían verse desde el suelo, por estar envueltas en nubes permanentes. De sus laderas, brotaban innumerables fuentes de aguas cristalinas, que iban uniéndose en cantarines torrentes, y se transformaban en serenos e inmaculados ríos, que entre suaves valles, se dirigían al ecuador del planeta, donde convergían en dos grandes océanos de aguas dulces.
El resto de Betelgeuse C 53 eran inmensas praderas con delicadas ondulaciones cubiertas de hermosos y gigantescos árboles de perennes hojas, bellísimas y olorosas flores, y una hierba que no crecía más allá que un césped bien cuidado.
Los únicos animales que puso en aquel paraíso fueron pájaros; tan hermosos y de tan bello canto, como su imaginación fue capaz de concebir. Y puedo certificar que la imaginación del Gran Alquimista era una de sus cualidades más admiradas, en todas aquellas galaxias que habían gozado del beneficio de sus dones. Jamás el viento soplaba en el planeta, sólo una suave brisa inundaba permanentemente el aire, del olor de las flores y la música de los alados. Para culminar su obra, dotó de alma a los árboles, las flores, y los pájaros; y les concedió el don de no enfermar ni envejecer. Los árboles eran felices procurando el hogar y alimento de los pájaros; éstos a su vez eran felices cantándoles canciones y pintando de colores el inmaculado azul del cielo del planeta; y las flores se sentían satisfechas de perfumar y embellecer el ambiente.
En este paraíso surgió una historia de amor entre un pajarillo y una flor. Ella se enamoró del canto y la gracia de su vuelo, y él se pasaba los días cantándole y dibujando piruetas en el aire. Él quedó prendado de su belleza y aroma, y ella se esforzaba en abrir más y más sus pétalos e inundarle de perfume. Cuando no volaba para ella, se pasaba el tiempo en una rama baja que el árbol más cercano había inclinado hasta casi tocar el suelo, para que los dos enamorados estuviesen lo más cerca posible el uno del otro.
Pero incluso en el Paraíso, la felicidad completa es imposible. El amor hizo que los amantes necesitaran más, el uno del otro. La flor dobló su tallo para que su amado pudiera posarse y así poder tocarse. El alado aceptó encantado la proposición y con sumo cuidado se acercó a su amada. El Creador no había previsto que tal suceso pudiese ocurrir, y tan pronto como el pájaro se posó en la flor, el talle de ella se quebró y empezó a morir. Apenas se dio cuenta, de que acababa de provocar la muerte de su amada, el corazón del amante se rompió de dolor y cayó fulminado sobre ella.
Un gran estremecimiento sacudió el alma de todos los seres de Betelgeuse C-53. El Gran Alquimista sintió telepáticamente el drama, y acudió al instante al lugar en que se había producido el terrible suceso. Recogió, con lágrimas en los ojos, los despojos de la desdichada pareja, y los llevó a su laboratorio.
Todos los seres del planeta lloraban aterrados. Acababan de descubrir la muerte, que había golpeado duramente, puesto que el romance del pájaro y la flor era conocido por todas las almas; y en aquel mundo que no conocía la envidia ni ninguna otra maldad, todos sentían un cariño especial por los enamorados.
Nadie midió el tiempo que duró el llanto, por lo tanto, nadie pudo decir cuanto tiempo estuvo trabajando el Gran Alquimista, con los cuerpos y las almas de la pareja. El llanto cesó de golpe cuando todos sintieron por telepatía la alegría de su Señor; y quedaron expectantes.
Se abrieron de par en par las puertas de la morada del Creador, y la luz del arco iris inundó el planeta. La luz emanaba de las dos mariposas más bellas que jamás nadie haya podido imaginar, ni siquiera en el más alucinante de los sueños. Las almas de las mariposas eran las de los amantes, que de esa maravillosa manera volvían a la vida, devolviendo a su vez la alegría y felicidad a todos los moradores de Betelgeuse C-53.
En aquel momento de la narración, interrumpí al Gran Juglar, y le pregunté intrigado, cual era el motivo de su pena, si la historia era hermosa y tenía un final feliz.
No seas impaciente viajero, y escucha lo que aún tengo que contarte; a no ser que tengas prisa, en cuyo caso no te haré perder tu tiempo, ni yo perderé el mío. Pero voy a exigirte si quieres que siga, que al terminar mi historia, me cuentes tú una a mí, como pago.
Me encontraba en el puerto espacial de un mundo de tránsito, y disponía de tiempo suficiente; además conocía algunas historias que había escuchado en distantes Galaxias para poder pagarle, ya que no aceptó de ninguna manera el dinero intergaláctico que le ofrecí, ni ninguna otra forma de pago. Así que, picado por la curiosidad, por descubrir como había llegado a tan lamentable estado, aquella otrora famosa estrella del espectáculo, acepté el trato.
Continúo la narración, explicándome que en una de sus giras, el sistema de navegación de su nave sufrió una avería que los desvió de su ruta, y los dejó perdidos en el espacio relativamente cerca de Betelgeuse c-53. El planeta estaba, y sigue estando, alejado de todas las rutas de navegación, y no figura en ningún mapa espacial. A sus llamadas de socorro, solamente contestó el Gran Alquimista, que pese a no desear visitas en su idílico mundo, estaba obligado por un antiguo deber moral, a socorrer a los viajeros que tuvieran dificultades; (al parecer esta extraña costumbre la habíamos extendido por todo el universo los seres humanos, y si no estoy equivocado se trataba de una antigua costumbre de los tiempos en que aún no habíamos aprendido a volar, y existían naves que surcaban los mares deslizándose por su superficie). El puerto espacial era una estación, en órbita alrededor del planeta; y mientras la tripulación se dedicaba a reparar la avería, el Gran Juglar fue aceptado en la mansión del Gran Alquimista; tal vez por cortesía, o quizás porque éste, después de mucho tiempo de voluntario aislamiento, empezaba a añorar la compañía de algún semejante.
Después de una suculenta comida, ofrecida por el anfitrión, el viajero obsequió al Alquimista con la interpretación de un par de hermosas canciones de su extenso repertorio, y el anfitrión complacido, le contó la historia de sus mariposas, autorizándole a convertirla en una de sus historias musicadas, suponiendo que tan romántica historia, cantada por un juglar tan notable, sin duda alcanzaría el mayor de los éxitos imaginables.
La curiosidad hizo que el juglar solicitara ver a las mariposas. El Gran Alquimista se negó al principio, temeroso de que un espíritu tan sensible como el del Juglar, fuese cautivado por la belleza de las mismas, e intentara comprárselas o arrebatárselas, bien por la fuerza o por medio de alguna mala arte. Sin embargo, después de un par de nuevas canciones, y ante la insistencia de su invitado, no supo negarse a permitirle ver las espléndidas bellezas. Y tal como había supuesto el anfitrión, el pobre huésped quedó hechizado.
Inútilmente intentó comprárselas; fue en vano su ofrecimiento como esclavo para mantenerse cerca de las bellas. Tan pronto su nave estuvo reparada fue expulsado del planeta. Aunque no se fue con las manos vacías del todo. Consiguió que el Gran Alquimista le permitiera ver durante una hora a las hechiceras, cada vez que quisiera volver, previo pago de... cantarle CIEN nuevas historias.
Cientos de veces, el desdichado juglar regresó a Betelgeuse C 53, y después de pagar su precio, gozó de la visión de las involuntarias causantes de su desgracia por el breve espacio de una hora. Una hora de éxtasis supremo, a cambio de cientos de sufrimiento y desesperación.
En su afán por conseguir nuevas historias, empezó cancelando algún que otro concierto, hasta lograr que nadie quisiera contratarle por su falta de formalidad; y acabó arruinado por pagar fortunas a gentuza sin escrúpulos, que se aprovechaba de su obsesión. Cuando hubo agotado su otrora enorme riqueza, tubo que dedicarse a recorrer las Galaxias personalmente, en busca de nuevas historias.
Apenado, empecé a contarle una historia, y el pobre desgraciado se puso a llorar, pues ya la sabía. Conmovido por su desesperación probé con otra, con igual resultado. Al cabo de diez o doce intentos, pude encontrar una historia que él desconocía. Mientras se la contaba, me di cuenta que aquel infeliz disfrutaba de unos minutos de paz. Me suplicó que le contara más, y de buena gana lo hubiera hecho, pero ya se aproximaba la hora de mi partida, y debía coger una nave, que iba a llevarme a unos cuantos parsecs de allí. Al subir a bordo de la nave espacial, antes de la partida, le advertí al piloto, y lo mismo te digo a ti, amable lector, que si alguna vez en algún viaje pasas cerca de Betelgeuse C 53, y eres algo sensible a la belleza, no se te ocurra hacerle una visita al Gran Alquimista... aunque la suerte para mí fue que este planeta no se encuentra en ninguna carta estelar, y que me redujeron entre varios miembros de la tripulación, al poco de haber despegado, cuando intentaba secuestrar y hacer volver la nave, para buscar al Juglar, y obligarle como fuera, a decirme donde se halla el maldito planeta. Ahora estoy en tratamiento psicológico por su culpa, y eso que nunca las he visto; así que comprendo perfectamente, la desesperación del desdichado recolector de historias.
Aunque envidio con todo mi ser, y desde lo más profundo de mi alma, que de vez en cuando él tenga la fortuna de disfrutar de la visión de las, sin duda alguna, más hermosas criaturas del universo.