PRÓLOGO
Cada uno de nosotros es el resultado final de un inimaginable número de casualidades que se han sucedido a lo largo de millones de años de evolución del universo.
Cada pequeñísima alteración de los sucesos del pasado provocaría cambios en el presente, tanto más importantes, cuanto más se retroceda en el tiempo.
Así que, suponiendo que pudiera viajarse al pasado, ¿podría cambiarse algo de lo ya sucedido?; y si alguien viajó al pasado y cambió algo ¿significa eso que, de no haber viajado, hoy las cosas serían diferentes?
MANIPULADORES DEL TIEMPO
CAPÍTULO 1.- CASUALIDADES Y CONSECUENCIAS
Mi nombre es Manuel Soler Martí; nací en un pueblo de Lérida en 1963. Desde 1993, año en que nos divorciamos mi mujer y yo, vivía solo en un pueblo de la comarca del Baix Llobregat; en una casa de una urbanización cuyo jardín mira al macizo del Garraf. Al repartir el patrimonio familiar, ella se quedó con el piso de Barcelona y yo con la casa en la que, mientras duró nuestro matrimonio, pasábamos los fines de semana. Teníamos una hija a la que habíamos puesto el nombre de Marta, cuya custodia le había sido concedida a mi ex-mujer.
Trabajaba de comercial en una importante empresa de colas y pegamentos; me mantenía en forma gracias a que efectuaba regularmente largos recorridos en bicicleta y había heredado de mi padre, la sana costumbre de hacer cada día diez minutos de gimnasia, al levantarme de la cama.
Antes de narrar los acontecimientos realmente importantes que voy a relatar en este libro, permitidme que os cuente una breve anécdota; debería tener poca o ninguna trascendencia, pero me quedó muy grabada; y de creer en el destino, diría que hubiera sido una premonición, tal vez un aviso, o quizás simplemente, una broma de los "hados".
Una tarde de finales de verano de 1996, volvía de un viaje de trabajo por la provincia de Alicante, de vuelta a Barcelona. Tenía previsto dormir en un hotel de Almusafes; no había reservado habitación, porque nunca antes había tenido problemas para encontrar alojamiento. Al llegar a la recepción, el conserje que me conocía de anteriores ocasiones, me indicó que no había ninguna habitación disponible y que con toda seguridad no la encontraría en los alrededores, ya que la empresa automovilística Ford estaba preparando la salida al mercado de su último modelo de coche, el KA y había invitado a la presentación del mismo, a una gran cantidad de periodistas y distribuidores, tanto nacionales como extranjeros. Me aconsejó que buscara alojamiento en Alzira, dado que los invitados de la Ford llenaban los hoteles de Valencia capital y pueblos cercanos. Así que, volviendo a desandar parte del camino, me fui hasta Alzira, donde al llegar al primer hotel que encontré, recibí otra vez la desagradable noticia de que tampoco había habitaciones disponibles; y que probablemente no las encontraría en la población, porque además de la presentación del coche, en aquellas fechas tenía lugar la feria del mueble de Valencia, que congregaba a muchos visitantes y expositores de fuera de la provincia, e incluso del país. Este otro conserje me recomendó retroceder hasta Gandía. Siguiendo su consejo fui hasta allí y por fin pude encontrar alojamiento y dormir.
A la mañana siguiente volvía a recorrer el trayecto hasta Valencia, que ya había andado y desandado el día anterior por la autopista. Circulaba a 140 Kms. por hora, cuando un gorrión chocó contra el parabrisas del coche, sin que pudiera hacer nada para evitarlo. No era la primera vez que atropellaba un pajarillo. Desgraciadamente, cuando se recorren muchos kilómetros por autopistas y carreteras no es extraño sufrir este tipo de accidentes. Normalmente, después del susto inicial y un breve tiempo de pena, se olvida uno del asunto y no le da más vueltas. Pero en este caso fue diferente. Yo no debería haber estado allí. Empecé a pensar que para que el pobre pájaro muriera, se tuvieron que dar un sinfín de circunstancias que acabaron cruzando nuestros caminos.
A continuación, me puse a pensar en la infinidad de casualidades que han tenido que darse desde el principio de los tiempos, para que cada uno de los seres vivos estemos aquí y en cómo podrían haber cambiado las cosas con alguna leve alteración de los acontecimientos en el pasado.
¿Qué habría sucedido, por ejemplo, si en lugar de resultar herido, Hitler hubiera muerto en la primera guerra mundial? Probablemente el mundo no habría sido igual. Mucha gente que murió en la segunda gran guerra, no habría muerto. Y mucha que nació gracias a las circunstancias que se dieron, tampoco habría nacido. Aunque tal vez otro loco hubiera encabezado el partido nazi y quizás las cosas hubieran sido aún peores.
Incluso en un plano mucho más cercano ¿Qué cantidad de circunstancias, tuvieron que darse para que mi padre, nacido en un pueblo de Córdoba y mi madre nacida en uno de Lérida, se conocieran en otro pueblo de Lérida y decidieran casarse?; nos tuvieran a mí y a mi hermana mayor, se fueran a vivir a Barcelona, matricularan a mi hermana en un colegio de religiosas, donde estaba estudiando la que, posteriormente y merced a otro cúmulo de casualidades, sería mi mujer, gracias a lo que posteriormente nacería mi hija.
Siguiendo con el ejemplo, parece ser que, a mi abuelo paterno, que era guardia civil, lo enviaron desde su Córdoba natal a Lérida, como castigo por su carácter indisciplinado, poco antes de empezar la guerra civil. Y allí se trasladó con mi abuela y sus seis hijos. ¿Cuántas insignificantes alteraciones que hubieran afectado a las decisiones de mis padres, abuelos, o cualquiera de mis antepasados, habría supuesto que yo no hubiera nacido?
Todas estas cavilaciones, me tuvieron entretenido el resto del viaje. Aún hoy, pese a mi escepticismo, me cuesta aceptar que fuera una casualidad. Es posible que el destino me estuviera preparando para los acontecimientos que tuvieron lugar cuatro años más tarde.
CAPÍTULO 2.- LOS ENCUENTROS
Un fin de semana de la primavera del año 2000, estaba pasando el motocultor por el huerto situado en la parte posterior de mi casa, cuando fui sorprendido por una especie de zumbido, que estalló sobre una de las dos higueras que en él había plantadas, cubriéndola de humo, apenas a veinte metros del lugar donde yo me hallaba. La humareda se disipó rápidamente, pero la higuera había desaparecido. En su lugar apareció una esfera metálica de unos cinco metros de diámetro, en cuya parte inferior había tres patas de diferente longitud que compensaban la inclinación del terreno sobre el que descansaba, e impedían que cayera rodando por la pendiente. Estaba paralizado con los ojos fijos en la esfera, cuando de pronto, se abrió una puerta que no había podido observar en su lisa superficie y por ella apareció un hombre. Su vestimenta era una túnica rústica sin mangas, que le cubría hasta las rodillas y unas sandalias. Salió de la nave con gran dificultad; a continuación, cerró la puerta, que se esfumó sin dejar apenas señal de su existencia. Al lado de donde había estado la puerta, apareció lo que me pareció una pequeña ventanilla. El hombre cayó al suelo y quedó tendido boca arriba.
Sólo entonces me atreví a acercarme. Al llegar a su lado quedó inmóvil y tuve la certeza de que había muerto. Descubrí horrorizado, que la punta de una lanza asomaba por su pecho, entre una inmensa mancha de sangre. Después de comprobar que su corazón había dejado de latir, mi primer impulso fue avisar a la policía; pero la curiosidad pudo más que la razón y no lo hice. En lugar de eso, me puse a examinar la extraña esfera.
De cerca se podía ver el perfecto ajuste de la puerta; apenas una finísima línea la dibujaba. Comprobé que lo que me había parecido una ventana, era en realidad un panel con los diez números (del 1 al 0) y una pequeña pantalla de cuarzo líquido. Supuse que, dado que la puerta no tenía cerradura ni maneta, debía ser un sistema de apertura codificado. Intenté abrir la puerta marcando ceros. Al marcar el quinto cero, apareció en la pantalla de cuarzo líquido el mensaje "CODIGO INVALIDO"; por lo que deduje que el código era de cuatro cifras. Ese descubrimiento me alegró, pues supuse que a lo sumo necesitaría 9999 intentos más.
Me equivocaba; al llegar al tercer intento nulo, la ventana se cerró. A su lado se abrió una nueva ventana, dividida en dos partes; en la primera había la silueta de una mano, con cuatro tacos pequeños en la parte inferior de los dedos. Deduje enseguida que debía tratarse de un sistema alternativo de apertura, para el caso de que el ¿piloto? de aquel extraño artefacto, olvidara la clave de apertura. La otra parte de la ventana me dejó helado... en letras intermitentes y rojas aparecía el siguiente mensaje:
AUTODESTRUCCION 59 SEGUNDOS.
Los números menguaban a medida que transcurrían los segundos. Por un momento estuve a punto de ponerme a correr con todas mis fuerzas; pero un impulso incalificable hizo que me abalanzara sobre el difunto, lo cargara a mis espaldas y con no poco esfuerzo, pusiera su yerta mano sobre la silueta dibujada en el panel. El miedo dio paso a la alegría, cuando el fatídico mensaje se borró; se cerró la ventana y se abrió la puerta. Dejé el cadáver en el suelo; titubeante, eché un vistazo al interior. Había dos asientos, pero ni rastro de un segundo viajero.
Mi cabeza funcionaba como una olla exprés. Había demasiadas cosas a las que prestar atención y me estaba excitando hasta temblarme las manos. No sabía que paso debía dar a continuación; así que decidí parar y plantearme la situación. Estaba solo en el huerto de mi casa; a salvo de miradas indiscretas gracias al vallado de la parcela y a la configuración del terreno; con un cadáver atravesado por una lanza y una misteriosa nave, al parecer intacta, venida (quizás debería emplear el término "aparecida”) de quién sabe dónde. Una vocecita interior me empujaba al teléfono para avisar a la policía municipal; pero por una vez en mi vida decidí hacerle caso a mi escaso espíritu aventurero y correr un riesgo de imprevisibles consecuencias.
El fiambre era sin lugar a dudas, el piloto de la misteriosa nave. Por su aspecto y dado que los mensajes del visor estaban en inglés, deduje que debía ser americano. Pero, ¿Qué hacía un yanqui, con una rústica túnica por todo uniforme, atravesado por una lanza, en una esfera que aparece de pronto de la nada? Me negaba a creerlo; pero por más que intentara apartar la idea de mi mente, me era imposible encontrar otra alternativa... ¿lógica?
La esfera era una máquina para viajar por el tiempo; y en un viaje al pasado (a la época del Imperio Romano, a juzgar por la túnica, las sandalias y la lanza), el "viajero" había tenido un desafortunado encuentro con el, o los causantes de su muerte, de los que había podido escapar por poco; pero dado su estado, no encontró el camino correcto de regreso… y me encontró a mí.
Después de comprobar otra vez que el aparecido no tenía pulso, lo envolví en plástico y lo dejé en un arcón congelador que tenía en el sótano de la casa. No lo utilizaba desde que mi mujer y mi hija se habían ido de la vivienda familiar. Lo enchufé y puse en marcha; limpié el reguero de sangre que había dejado el cadáver y me dirigí de nuevo al vehículo para estudiarlo más detenidamente.
Al entrar descubrí otra enorme mancha de sangre en el respaldo del asiento. Después de limpiarla meticulosamente, me senté e inspeccioné el interior. El habitáculo era muy reducido; una esfera de tres metros de diámetro con la base plana, la altura máxima era de dos metros. La base no era perfectamente plana. Veinte discos sobresalían ligeramente del suelo; todos disponían de un asa abatible; dos de ellos tenían una luz roja; en el resto, la luz era de color verde. (Más tarde descubriría que los citados discos eran en realidad cilindros y constituían el "combustible" de la nave y que las luces rojas indicaban que estaban agotados). Del centro de la base salía un eje vertical, sobre el que giraban los dos asientos, espalda contra espalda. Frente a cada uno de ellos había una pantalla y un cuadro de mandos muy similar a un teclado de ordenador. La mitad de las paredes de la esfera, parecían un inmenso panal; estaba formado por celdillas hexagonales; cada una de las cuales tenía una inscripción en el centro, indicando su contenido. (Farmacia, Herramientas, Armas, Biblioteca, Intendencia, Agua, Equipo de filmación, Protección y Microondas). Abrí la puerta de las armas y aparecieron ante mí, dos chalecos anti-balas y dos cascos. Al retirarlos descubrí un arsenal compuesto por un par de pistolas con silenciadores y dos fusiles de asalto extraordinariamente ligeros y manejables y quedé convencido que no eran de diseño moderno, sino que aún no habían sido diseñados. Además, había en el armario una buena cantidad de cargadores llenos de munición que era la misma para las pistolas y los fusiles; y unas cuantas granadas para ser disparadas desde los fusiles; y en sus fundas dos cuchillos “de comando” muy parecidos a los que había visto en “Rambo”. Volví a cerrar la puerta del arsenal y decidí centrar mi atención en el ordenador.
Intenté ponerlo en marcha, pero no respondía. No me desanimé por ello; deduje que quizás debería estar cerrada la puerta, para poder encenderlo. Antes de cerrar, cogí y encendí una linterna del armario de herramientas, aunque estaba convencido de que no iba a hacerme falta. Tal como había supuesto, en el mismo momento de cerrar la puerta, se hizo la luz en el interior de la nave; y automáticamente se encendió el ordenador. A los tres segundos de cargar el programa, apareció un menú con las opciones:
1-CHEQUEO NAVE
2-ANALISIS MEDICO PILOTO
3-VISION EXTERIOR
4-DESPLAZAMIENTO ESPACIAL
5-DESPLAZAMIENTO TEMPORAL
6-CONSULTA BIBLIOTECA
7-AUTORIZACION ACCESO
8-CONEXIÓN A REDES
9-COMUNICACIONES
0-CERRAR SISTEMA
Pulsé el 7 y el ordenador me dio la opción de anular una autorización existente, o autorizar un nuevo usuario. Pulsé la última opción. De nuevo me planteó dos alternativas: total o parcial; elegí total. Introduzca su nombre: Manuel Soler. Introduzca clave de acceso: 1234. Sitúe la mano derecha sobre la pantalla de registro. Puse la mano sobre lo que supuse era la pantalla de registro. Apenas tres segundos después, apareció brevemente el mensaje "Acceso total autorizado a Manuel Soler"; a continuación, volvió al menú. Pulsé el "1", que correspondía al chequeo de la nave. Apenas 15 segundos después, apareció el mensaje:
VERIFICACION EFECTUADA, PREPARADA PARA DESPLAZAMIENTO, COMBUSTIBLE: 90%.
Pulsé "escape" y de nuevo apareció el menú. A continuación, pulsé el "2"; que correspondía al análisis médico. Del apoya brazo izquierdo del asiento surgió una extraña pulsera, que se cerró con suavidad sobre mi muñeca y sentí un ligerísimo pinchazo. Apenas 20 segundos después apareció el siguiente mensaje:
RITMO CARDIACO ALTO. TENSION ARTERIAL ELEVADA. ANALISIS SANGUÍNEO CORRECTO. NIVEL DE COLESTEROL DENTRO DE LOS PARAMETROS CORRECTOS, AUNQUE LIGERAMENTE ALTO.
Cerré el sistema, salí de la nave y entré en casa. Una vez dentro, hice unas profundas respiraciones, para calmarme y recuperar el ritmo cardiaco y la tensión arterial normales; preparé un gin-tonic y empecé a planear mi futuro.
Lo primero que debería hacer era comprar plástico suficiente para cubrir la nave y librarla así de una posible vista aérea. (Tengo entendido que algunos ayuntamientos que tienen tantas urbanizaciones como el mío, utilizan fotografías aéreas para detectar nuevas construcciones sin permiso de obras, e incluso modificaciones en las existentes). También decidí que pediría la cuenta a la empresa en la que trabajaba, pues supuse que con semejante nave me sería fácil hacer dinero. Empecé a imaginar donde podría conseguirlo.
Se me ocurrió de pronto que, en la noche triste, los conquistadores españoles sufrieron una tremenda derrota cuando intentaban abandonar Tenochtitlán cargados de tesoros aztecas. Supuse que, si yo estaba allí, podría con discreción agenciarme una buena parte del cargamento y más teniendo en cuenta que disponía de armas y equipo de protección modernísimos.
Me disponía a buscar en Google información sobre la fecha en la que sucedieron los hechos y las coordenadas de la capital azteca, así como de los hechos relevantes que sucedieron antes y después de la denominada noche triste que me pudieran ser de utilidad, cuando se me ocurrió que tal vez sería más rentable el viaje si, en lugar de a México, fuera a Sudáfrica a principios del siglo XX, a sustraerles unas cuantas bolsas de diamantes. Pero enseguida me asaltó una duda: por lo que yo sabía los diamantes se pulían en Holanda; así que ¿dónde debía ir? Esto me supondría una importante labor de búsqueda de datos.
Decidí dedicar un tiempo en pensar a qué lugares y fechas podría ser más fácil y rentable hacer el viaje. Estuve un rato tentado por el antiguo Egipto y las extraordinarias riquezas de sus faraones. Pensé en Grecia y Roma, pero no me venía a la cabeza ningún tesoro. Tal vez una nave española que volviera de las Indias con oro y plata. Quizás la auténtica India, o la China de Marco Polo, o el Japón medieval.
Estaba dudando entre cuál de los destinos posibles sería el menos peligroso y qué productos serían más fáciles de transformar en dinero, cuando de pronto se me ocurrió que no necesitaba de ninguna heroicidad ni correr riesgos.
Me visitaría a mí mismo en el futuro, en una fecha señalada, (el día de mi nacimiento dentro de seis o siete años) donde mi yo del futuro me daría la combinación ganadora en solitario de un sorteo de la lotería primitiva, que él ya sabría que había ganado. También me podría informar de que inversiones serían las más rentables, para invertir un dinero legalmente ganado y sin asumir ningún riesgo.
Cuanto más vueltas le daba a la idea, mejor me parecía. No era un desplazamiento muy largo; supuse que si un viaje desde el futuro hasta la época de los romanos y vuelta hasta mi tiempo, sólo había consumido un 10% de combustible, lo que yo planeaba debería consumir mucho menos; en cualquier caso, me daría oportunidad de averiguarlo y tal vez utilizar el vehículo para viajes de vacaciones a lejanos tiempos y lugares.
No obstante, me preocupaba la idea de que los constructores del vehículo lo estuvieran buscando con todos los medios y la tecnología que debían poseer; así que de ninguna manera debería alterar ni un ápice los acontecimientos ya pasados. Y aun así temía que pudieran seguir el rastro que hipotéticamente debía dejar el vehículo en sus viajes temporales; aunque de ser así, ya deberían estar aquí y ahora para recuperarla. Decidí pues, darme prisa en viajar al futuro.
Me subí al vehículo, cerré la puerta tras de mí, me senté en uno de los asientos y puse en marcha el ordenador.
Elegí DESPLAZAMIENTO TEMPORAL. En la pantalla apareció:
FECHA ACTUAL 2000/04/08 (sábado)
COORDENADAS ACTUALES
LATITUD 41/23/24.0082
LONGITUD 01/58/04.1808
ESTABLEZCA FECHA DESTINO (AA/MM/DD)
Escribí 2008/02/07
ELIJA AC/DC
Escribí DC
ESTABLEZCA TIEMPO DE DESTINO (HORA, MINUTO, SEGUNDO)
Decidí aparecer a las 10 de la mañana para no hacerme madrugar, así que escribí 10, 00, 00
ESTABLEZCA COORDENADAS.
Repetí los números que aparecían en coordenadas actuales, para entrar en mi propia parcela. No sé si fue mi imaginación, o realmente sentí un levísimo zumbido, cuando se encendió el motor y en la pantalla del ordenador apareció:
DESPEGUE EN 30 SEGUNDOS
Aunque parezca extraño no me puse nervioso a medida que disminuían los segundos que faltaban para iniciar el viaje. Al llegar a cero sí que se produjo un perceptible zumbido; empecé a sentirme ingrávido, la vista se me nubló y sentí unas leves nauseas. Por suerte solo duraron unos breves segundos y luego todo acabó.
Me fijé en la pantalla del ordenador. Parpadeando sobre el fondo negro aparecía la fecha y la hora programada como destino, solo el marcador de los segundos iba aumentando a medida que iban transcurriendo. Iba a abrir la puerta cuando la pantalla me mostró la imagen de un espléndido y cuidado jardín que no reconocí y una casa mucho más lujosa que la que había dejado atrás. ¿Me habría equivocado al introducir las coordenadas? o habría algo que no había tenido en cuenta y que me hubiera llevado a otro lugar.
Empezaba a preocuparme cuando, en la pantalla vi que se abría una puerta de la casa y apareció una figura que me resultaba extrañamente familiar, hasta que pasados dos o tres segundos me reconocí a mí mismo haciéndome expresivas señas para que me acercara. Abrí la puerta de la nave y me dirigí hacia donde él/yo estaba, acelerando el paso, dadas las prisas que me daba. Entramos en casa y mientras yo intentaba asumir la situación de encontrarme frente a mí mismo, él me mostró un papel enrollado que planchó y me introdujo en el dobladillo de la pierna derecha de mis pantalones por un descosido, que yo no sabía que estaba allí. A continuación, me informó a toda prisa que contenía la información necesaria para hacerme rico. Yo quería preguntarle (preguntarme) un montón de cosas que se agolpaban en mi cerebro: ¿Cómo estaba de salud? Aunque me veía muy bien, incluso algo más musculado y se notaban poco los ocho años de diferencia. ¿Qué iba a hacer con la máquina del tiempo?, etc., etc. Pero me interrumpió, como si adivinara lo que estaba pensando (claro que en realidad debía recordarlo).
-Tranquilízate, todo va bien, estupendamente. No quiero decirte nada porque ya lo vivirás y es preferible que la vida te sorprenda; además, apenas tenemos tiempo, antes de que ellos lleguen.
Las prisas que me daba contrastaban con la tranquilidad que él tenía. A continuación, me explicó que estaban a punto de llegar los fabricantes del vehículo y que me registrarían para que no me llevara nada, pero que me devolverían a mi tiempo, una hora más tarde de la partida. Me comunicarían que no habían podido localizar el rastro del vehículo hasta que yo había realizado el viaje y que, dado que sus normas les impiden modificar el pasado y en estos momentos yo ya estaba en el 2008, no modificarían nada de lo que hubiera hecho antes. Así que me dejarían en casa, me tocarían dos premios de la lotería primitiva en solitario. También me dejaba el nombre de tres individuos yanquis que vivirían en el Silicon valley de San Francisco, para que contactara con ellos entre septiembre y primeros de octubre del 2004, les diera una idea y algo de dinero para la creación de lo que iba a ser un negocio colosal en pocos meses, una especie de portal de Internet que se llamaría YouTube a cambio de una cuarta parte de las acciones, pero que me mantuviera en la sombra. Debería comprar casas y pisos por la zona y venderlos antes de final de 2005, fecha en la que el mercado inmobiliario sufriría una recesión importante, que en aquellos momentos empezaba a provocar una crisis económica mundial; pero yo ya dispondría de una fortuna de varios cientos de millones de Euros, que me permitirían vivir holgadísimamente el resto de mi vida; a pesar de que me había gastado una pequeña fortuna en cambiar el huerto por el magnífico jardín que me había sorprendido y derribar la antigua casa y construir la mansión en la que ahora me encontraba. Además, había arreglado económicamente la vida a mi ex mujer y mi hija.
Había cientos de preguntas que quería hacer, pero no llegué a formular, porque en aquel momento un nuevo estruendo, aunque esta vez amortiguado por la insonorización de la mansión nos interrumpió y ante sus indicaciones salimos al exterior. Un nuevo vehículo, gemelo del que yo había utilizado, estaba a escasos quince metros del “mío” y a la vez que se abría la puerta y bajaban a toda prisa dos individuos con uniforme militar armados con sendos fusiles que me eran familiares, mi otro yo levantaba los brazos con serenidad y me invitaba a hacer lo propio. Le hice caso mientras los recién llegados se acercaban en actitud inquieta y amenazante.
Tranquilícense, dijo mi yo futuro, tomando con serenidad las riendas de la situación; él (señalándome a mi) soy yo mismo, hace ocho años y es quien ha hecho el viaje cuyo rastro han seguido y les ha traído hasta aquí. Podrán comprobar que no ha infringido ninguna de sus leyes, ni es responsable del desdichado accidente que sufrió su compañero, el viajero original que apareció supongo que por error en este mismo jardín ahora hace casi ocho años. Si son tan amables de bajar las armas podemos darles las explicaciones que consideren necesarias y podrán comprobar en el vehículo que lo que digo es cierto. Y si necesitan más información se la dará mi otro yo, que como es lógico tiene los acontecimientos mucho más frescos, puesto que, para él han ocurrido apenas hace unas horas.
Parecieron relajarse un poco, pero no bajaron las armas. El que parecía de mayor rango, le dijo a su compañero que comprobara en el ordenador de mi vehículo, los viajes efectuados, para verificar la historia que acaba de oír. Mientras el otro se dirigía a cumplir sus órdenes, nos hizo entrar en casa. Una vez dentro me pidió que le contara como me había hecho con el vehículo y me preguntó qué sabía de sus dos compañeros que en él viajaban. Yo le expliqué los hechos y le aseguré que sólo había un viajero en la nave que había fallecido nada más encontrarme. Me abstuve de explicarle las intenciones que tenía para la nave, aunque de todas formas se estaban esfumando desde el mismo momento en que habían aparecido sus legítimos propietarios.
Cuando hube acabado de explicar los hechos acaecidos, para mí unas horas antes, mi otro yo volvió a tomar la palabra.
-Permítame que le diga lo que van a hacer; no porque se lo mande, sino porque a mí ya me pasó cuando era él. Ustedes no pueden cambiar el pasado ni siquiera para evitar su propia muerte; (éste es un riesgo que corren al igual que los soldados en la guerra). Lo que menos altera los hechos sucedidos hasta ahora y que usted decidirá hacer, es devolver a mi otro yo a su tiempo una hora después del despegue, recogerá el cuerpo de su desdichado compañero, que está en un congelador de la casa, aún con la punta de la lanza que lo mató, que debe ser del tiempo de los romanos, pero esto, lo debe saber usted mejor que yo y se volverán a su tiempo. ¡Insisto, que esto es lo que va a hacer porque yo soy éste que ve aquí y ya he vivido esta situación… Ah!, en cinco segundos entrará su compañero.
Al cabo de cinco segundos, como había profetizado, apareció por la puerta aún abierta el segundo viajero y le confirmó lo que yo le había contado. Se apartaron un poco de nosotros y estuvieron hablando por lo bajo unos breves minutos, sin dejar de vigilarnos. La serenidad de mi yo futuro me tranquilizó a mí también. Al cabo de unos minutos, terminaron la conversación y se dirigieron hacia nosotros.
Muy bien, dijo el que llevaba la voz cantante, haremos lo siguiente: yo me iré contigo a tu época, recogeré el cuerpo de mi compañero y me volveré a la mía. Espero que no intentes ninguna treta para quedarte con la nave, porque si veo el más mínimo movimiento sospechoso por tu parte, te liquido.
-No te preocupes; no va a hacer ninguna tontería y tú no vas a tener que matar a nadie; lo sé porque aún estoy vivo ocho años después de que me devuelvas a mi tiempo; ¡ah! sobre todo, pon el seguro al arma antes de bajar de la nave por favor.
Sin contestarle, me indicó con su arma la dirección de la puerta y yo le obedecí a la vez que me despedía de mí mismo. Atravesé el cuidado jardín y me dirigí hacia la nave en la que había venido, seguido de los dos viajeros. El menos hablador se dirigió a la suya y entró decidido cerrando la puerta tras de sí. Yo entré en la “mía” seguido del “jefe” que nada más entrar me puso unas esposas. Lo siento dijo, pero no puedo correr riesgos; a continuación, cerró la puerta y puso en marcha el vehículo. Me confirmó que volveríamos a mi tiempo una hora después de mi partida. Y en pocos segundos, de nuevo un leve zumbido, otra vez la sensación de ingravidez, volvió a nublarse la vista y aparecieron las náuseas, para terminar todo enseguida.
No pude dejar de maravillarme ante tanta sencillez. Pensé que andaban más acertados los primeros escritores de ciencia-ficción con sus sencillos vehículos para viajar por el tiempo, que los de mi época, en los que se necesitaban unas extraordinarias instalaciones y un enorme derroche de energía para lograrlo. Mi compañero de viaje estaba perplejo mirando el monitor y viendo un paisaje diferente del que acabábamos de abandonar.
-Tranquilo; el jardín y la casa cambiarán algo en los próximos años, pero es el sitio del que partí y donde me encontrasteis.
Me indicó que bajara, aún con las esposas puestas y así lo hice; me separé un par de metros de la puerta; él salió a continuación y al cruzar la puerta tropezó y cayó sobre mí, dándome un golpe con la punta del cañón de su arma, que por suerte no se disparó. Aunque por su mirada pude entender que le había hecho caso a mi yo del futuro y le había puesto el seguro; por eso no se había disparado, ya que había apretado el gatillo accidentalmente.
-Supongo que quieres llevarte al piloto de la nave.
Lo dije mientras le mostraba las manos para que me sacara las esposas. Me las quitó sin volver a quitar el seguro del arma; le llevé hasta el sótano y abrí el congelador donde “reposaba” el cadáver. Apartó el plástico e inspeccionó brevemente la cara y el pecho, por el que asomaba la punta de la lanza entre un charco de sangre que ya estaba seca.
- ¿Qué pudo pasarle a su otro compañero? porque supongo que van de dos en dos, ¿volverán a buscarlo?
Me contestó que no lo sabía; pero suponía que, si éste había vuelto solo y malherido, probablemente su compañero estaría muerto. Volvió a tapar el cadáver y entre los dos lo llevamos a la nave. Antes de subir, me pidió que guardara el secreto de los viajes temporales.
-No se preocupe ¿Quién iba a creerme, si lo hiciera?, me tomarían por loco y además voy a ser inmensamente rico gracias a este afortunado encuentro, así que para qué me voy a complicar la vida contando esta historia.
Mientras subía y cerraba la puerta me dijo que no me quedara muy cerca y me separé rápidamente. Desde la puerta de mi casa pude ver como la nave fluctuaba levemente antes de desaparecer con una pequeña detonación.
Apenas hubo desaparecido la nave, eché mano al dobladillo de mi pantalón y saqué la nota que yo mismo me acababa de entregar en el futuro. En la misma estaban anotadas dos combinaciones ganadoras de la lotería primitiva; una la del 17 de junio del 2000 (sólo faltaban 2 meses) con los números 11, 20, 27, 42, 44, 46 y 47. Al lado de la combinación ponía 1.500 millones de pesetas. La otra, con fecha 01 de marzo de 2001, estaba compuesta por los números 3, 17, 28, 30, 34, 37,48. Al lado la cifra era de 6,29 millones… pero ya estaba en euros. También estaban los nombres de 3 individuos americanos que trabajaban en PayPal en Silycon Valley y con los que debería contactar en octubre o noviembre de 2004. Especificaba que ellos deberían crear, usando el HTML, un portal en Internet que se llamaría YouTube para que cualquier usuario de internet pudiera subir y compartir videos. Yo debía aportar 100.000 dólares para poner en marcha el negocio y hacerme con una cuarta parte del mismo.
CAPÍTULO 3.- MI PRIMER VIAJE A CUBA
El lunes siguiente, lo primero que hice al empezar mi jornada laboral, fue dirigirme al despacho del jefe de personal para solicitarle la baja de la empresa. Al principio se preocupó, porque acostumbraba a darse el caso de buenos comerciales que habían cambiado a empresas de la competencia llevándose consigo muchos clientes. Le tranquilicé asegurándole que no era mi caso y ofreciéndome a llevar conmigo a quien designaran para sustituirme, durante el preceptivo mes que debía darles de plazo, antes de hacer efectivo mi cese en la empresa.
Como no es relevante para la historia, no voy a relatar los viajes de trabajo ni nada de lo sucedido en el citado mes. Solamente que estuve añorando la pérdida de la máquina durante todas las horas que me mantenía despierto… y en algún que otro sueño, en los que mi fantasía me llevaba ora a los brazos de Cleopatra, ora a una lucha a brazo partido sobre la cubierta de un barco pirata, (con la ventaja del armamento moderno), o en mil y una fantasía que me deleitaban las noches.
La fiesta de despedida que me ofrecieron mis compañeros fue fantástica; me hicieron varios regalos, me hicieron sentir apreciado, algunas compañeras incluso derramaron alguna lagrimita mientras se despedían diciéndome cuánto me iban a echar de menos… y como fin de fiesta acabé llevándome a la cama, a la guapísima secretaria del gerente, a la que llevaba algún tiempo tirándole los tejos infructuosamente.
Como aún faltaba más de un mes para convertirme en millonario y disponía de algunos ahorrillos decidí compensar la pérdida de la máquina del tiempo con unas vacaciones en Cuba. Después de indagar en internet, decidí coger un pack que incluía tres días en La Habana, en el hotel Sevilla, tres días en Santiago en el Casa Granda y otros tres en Varadero. El viaje prometía ser largo y pesado porque además de la distancia que separa España de Cuba, al salir de Barcelona, tenía que hacer escala en Madrid. Iba a pasar unas dieciocho horas entre los aeropuertos y los aviones. Cuando el avión se elevaba en Madrid ya llevaba más de cuatro horas de espera entre el Prat y Barajas. Al poco rato de vuelo se confirmaban mis presentimientos respecto a la pesadez del viaje, debido sobre todo a la estrechez de los asientos y me prometí que cuando fuera rico viajaría siempre en primera clase. Decidí entretenerme imaginando las historias de mis compañeros de viaje. Había parejas de recién casados en viaje de luna de miel, fáciles de descubrir porque eran jóvenes e iban tan juntos que, pese a la estrechez de los asientos, aun les sobraba espacio; confirmaba la impresión el brillo de las alianzas que delataba la novedad de las mismas. Parejas de más edad que no se arrullaban y varios grupos reducidos de hombres y alguno de mujeres que, supuse acudían a la isla atraídos por el turismo sexual. No negaré que, si no exclusivamente, dicha atracción pesó mucho en mi decisión de elegir Cuba como mi propio destino. La excusa era que una de mis bisabuelas había nacido en la Habana. El avión aterrizó a las nueve de la noche hora local; las tres de la madrugada en España y en mi reloj biológico. Un chófer con una furgoneta nos esperaba a mí y a otras dos parejas en el hall del aeropuerto José Martí para llevarnos al hotel Sevilla, situado en el casco antiguo de la ciudad, comúnmente denominado “la Habana vieja”. El conductor colocó a las dos parejas detrás y a mí me indicó que me sentara a su lado. Durante el trayecto me llamó la atención la escasa circulación de vehículos, el mal estado de las carreteras y la débil iluminación de las mismas y de la propia ciudad. La escasa luz me hizo recordar mis años de infancia en el pueblo, donde la corriente era de 125 Voltios. Cuando aún faltaba un poco para llegar al hotel, Rafael (así se llamaba nuestro chófer) me propuso enviarme “la mejor compañía que podría encontrar en toda Cuba”, una mulatita de dieciocho años y de nombre Yulena. Le agradecí la proposición y la rechacé amablemente argumentando lo largo y pesado del viaje; realmente estaba cansado y quería estar en plena forma para disfrutar la experiencia. Sin darse por vencido me dijo que si mis preferencias eran “distintas” podía proporcionarme la compañía apropiada… fuera del sexo que fuera. Le contesté que no era homosexual y que realmente deseaba descansar, aunque debo reconocer que tenía cierta aprensión a practicar sexo con una mulata que tuviera un color de piel demasiado oscuro.
Mientras subía los escalones de la entrada, que separaban la calle de la recepción del hotel, hubiera dicho que estaba en Andalucía por el estilo del acogedor lobby y los alicatados de todas las paredes. Los que no encajaban con mi idea de un edificio andaluz eran (al menos en el año dos mil) la cantidad de empleados de color. Una vez cumplimentados los trámites de ingreso, me indicaron que al día siguiente a las diez de la mañana vendría el representante de la agencia de viajes para recomendarme los lugares que no debía dejar de visitar y aconsejarme como desenvolverme durante mi estancia en Cuba. Seguí al empleado que cogió la llave de la habitación y mi maleta, por la hermosa sala que estaba semi desierta pese a no ser entrada la noche. Mientras esperaba en la puerta del ascensor me fijé en un panel acristalado lleno de antiguas fotografías y recortes de periódicos de los años cincuenta, que hacían referencia a antiguos huéspedes del hotel Sevilla. Aparecían en ellos el mafioso Al Capone, Joe Louis el boxeador, la vedette Josefine Baker, Enrico Caruso el cantante de ópera entre un montón de personajes famosos que se habían hospedado en el hotel desde su inauguración a principios de siglo hasta 1959, en el que triunfó la revolución cubana y desaparecieron de sus habitaciones, el glamour y los famosos. Al entrar en la habitación me sorprendió la enorme altura de la misma, que calculé no sería inferior a cinco metros. Deshice el equipaje y me di una ducha. Volví a vestirme y bajé al bar del hotel. No tenía hambre porque había cenado en el avión, pero antes de acostarme decidí tomar mi primer mojito en Cuba. El mismo estilo de azulejos y aire andaluz del lobby, podía apreciarse en el patio habilitado como bar. Una de las parejas que había venido en el mismo avión estaba ya sentada delante de un par de mojitos y les saludé con una pequeña broma respecto a su rapidez en aclimatarse; estaban en viaje de luna de miel. Me pareció inapropiado imponerles mi compañía y me senté en una mesa vacía. Solo había otra mesa ocupada cerca de la mía, en la que dos chicas que ya habían terminado sus consumiciones, estaban charlando aburridamente. Eran dos mulatas, una de ellas de piel clara, casi blanca, más bien delgada y bastante bonita, la otra algo más oscura, con unas curvas de vértigo y una belleza impresionante; tanto, que nada más verla se esfumó mi aprensión a las mujeres de color.
CAPÍTULO 4. – ALEXIA
Nuestras miradas se cruzaron y quedé prisionero de aquellos inmensos ojos oscuros que prometían el cielo, en los que y por los que, un hombre podría perderse y no arrepentirse jamás de haber naufragado en ellos. El camarero se acercó, le pedí un mojito y le pregunté si sería incorrecto que invitara a las dos chicas. Me dedicó una sonrisa en exceso socarrona y me dijo que seguro que no. Recorrió los apenas cinco metros que separaban las dos mesas y les trasladó mi invitación a las chicas. Ellas hicieron su pedido; mientras el camarero se alejaba y casi al unísono, me dieron las gracias. Se hizo un silencio tenso; dirigí la mirada a la mesa de mis compañeros de viaje; me pareció observar un mudo reproche en los ojos de ella y una cierta envidia en los de él. Volví a mirar a la belleza de ébano; llevaba un vestido de tirantes azul celeste, ajustado al cuerpo como un guante y maravillosamente corto; su compañera seguía allí, pero yo ya no la veía; no podía apartar los ojos de aquella espectacular mujer que sin moverse de su asiento me preguntó algo que me sorprendió, pero que pocos días después me habían preguntado varias veces durante mi estancia en la isla: ¿Madrid o Barcelona? Barcelona, contesté intentando aparentar indiferencia, mientras mis oídos se derretían con el melodioso tono y encantador acento de su voz.
- Me llamo Alexia y ella es mi amiga Celia.
- Mucho gusto; me llamo Manuel.
Se lo dije sin poder apartar la mirada de ella, intentando aparentar indiferencia, o que al menos no se notara que me estaba muriendo de ganas de echarme encima como un animal, desnudarla y poseerla hasta la extenuación.
- ¿Es la primera vez que viene a Cuba, Manuel?
Permítame amable lector que no me extienda en cómo me instalé en su mesa, la conversación ni el juego de insinuaciones que mantuvimos mientras dábamos cuenta de las consumiciones. Finalmente me atreví a preguntarle cuanto me costarían sus servicios; a lo que ella me contestó con aire ofendido, que no era una “jinetera”; que cuando se acostaba con un hombre era porque estaba enamorada. Inmediatamente, fingiendo avergonzarme, le rogué que me perdonara, alegando que me había seducido su belleza y que nada me gustaría más que intentar conquistar su corazón, pero que lamentablemente, estaba cansado y algo atontado, después del largo viaje y que en realidad debería haberme ido a dormir; pero no había podido resistir la tentación de tomar un auténtico mojito cubano. Alexia aceptó mis excusas y al poco rato, después de un poco más de charla intrascendente, aboné la cuenta al camarero y les deseé buenas noches a las dos muchachas. Iba a marcharme cuando Alexia me pidió si tenía alguna aspirina, algún analgésico para el estómago, antibióticos o cualquier medicamento que pudiera darle, ya que en Cuba era muy difícil conseguir productos farmacéuticos. Pensé que probablemente su reticencia era fingida y que, con suerte, podría gozar del cuerpo de aquella beldad esa noche. Le contesté que había traído y que, si quería subir a mi habitación, con gusto le daría una parte del contenido de mi farmacia de viaje. Galantemente le cedí el paso tanto al entrar en el ascensor como en la puerta de la habitación y de paso pude observar a gusto el contoneo de su trasero y su hermoso pelo negro rematado en una cola que le llegaba a la mitad de la espalda. Pude ver el ganchito y la cremallera que abrochaba por detrás el vestido hasta el principio de las nalgas. Cogí el botiquín, separé la mitad de todos los productos que llevaba y se los entregué. Los guardó en su bolso y me dio las gracias.
- ¿No crees que me he ganado un beso? Le dije mientras la cogía de la muñeca y me acercaba hasta casi rozarla. Se quedó indecisa, quizás sorprendida por mi petición y aproveché para besarla en la boca, mientras la cogía por la cintura y la apretaba contra mí. No se resistió, pero tampoco puso nada de su parte y la solté con una disculpa.
- Perdóname, pero eres tan hermosa que no he podido resistir la tentación.
Me dirigí hacia la puerta y se la abrí. Se acercó titubeante y se detuvo al llegar a mi lado.
- No me acuesto con nadie que acabo de conocer, lo siento porque tú me gustas Manuel, pero…
- Yo también lo siento, no voy a mentirte y decirte que estoy enamorado, pero siento algo más que atracción sexual por ti. Que eres muy hermosa salta a la vista, por lo poco que hemos conversado sé que eres inteligente y tienes temperamento, aunque estoy seguro de que eres dulce como la miel. No sabes cómo me gustaría disponer de tiempo para intentar conquistar tu corazón, pero no lo tengo; dentro de tres días salgo para Santiago, luego tres días más en Varadero y vuelvo a casa… así que te pido perdón de nuevo y te deseo lo mejor Alexia, de todo corazón… buenas noches.
Volví a cogerla de la muñeca, pero esta vez el beso lo deposité en el dorso de su mano. Algo cambió en la expresión de sus ojos, se acercó a mí y fue su boca la que buscó la mía. Sus brazos rodearon mi cuello mientras nuestras lenguas se saboreaban con avidez; una de mis manos empezó a acariciar sus nalgas por encima del vestido, mientras la otra, después de cerrar la puerta, se desplazó a su espalda para apretar sus pechos contra mi pecho. Al poco mientras seguíamos comiéndonos la boca abrí el ganchito y bajé completamente la cremallera. Mis manos recorrieron, ávida pero suavemente, la suave piel desnuda de su espalda, hasta llegar a sus braguitas. Me di cuenta de que no llevaba sujetador. En este punto se completó mi erección, mis dedos se colaron por debajo de la prenda inferior y apretaron sus nalgas. Ahora era su pubis el que apretaba mi enardecido pene. Sin dejar de comernos a besos volví a subir las manos para correr los tirantes por sus brazos y dejar que el vestido cayera al suelo. Ella me sacó la camisa de los pantalones y me la subió hasta la cabeza, yo mismo acabé de sacármela y la tiré sin mirar dónde. Solo tenía ojos para aquellos dos altivos y maravillosos pechos. Me incliné para besarlos y chuparlos con avidez; mientras una mano sobaba el pecho que dejaba libre mi boca, la otra bajaba por su vello púbico y le acariciaba el clítoris, los labios y el principio de la vagina. Ella desabrochó hábilmente el cinturón y la cremallera del pantalón, para a continuación meter su mano por debajo de mis calzoncillos y cogerme el pene, que empezó a acariciar suavemente. Al poco le hice soltar el miembro, pues notaba que me estaba excitando excesivamente rápido, me agaché aún más, le bajé las bragas y los zapatos y la tumbé sobre la cama. Yo me quité apresuradamente los zapatos y calcetines primero y los pantalones y calzoncillos después, ante su (así me lo pareció a mí) aprobadora y ardiente mirada.
Permíteme un inciso amable lector, para darte un consejo que leí no recuerdo dónde… “Jamás te quedes delante de una mujer en calcetines o zapatos, quítatelos antes que los pantalones y calzoncillos”.
Iba a subirme a la cama cuando me pidió que me pusiera un preservativo. Dudé un momento si ponérmelo inmediatamente o más tarde, pero decidí que quizás con el engorro del condón retrasaría la eyaculación, así que me lo puse y volví a la cama dispuesto a disfrutar de aquella beldad.
Estuvimos besándonos y acariciándonos, abrazados sobre la cama un rato; ella me masajeaba el miembro con deleite y yo le acariciaba su sexo con fruición, hasta que no pude aguantar más; nos pusimos en la postura del misionero, e introduje mi miembro en su vagina. Suavemente al principio, para después pasar a un ritmo frenético. Ella empezó a gemir suavemente, sus gemidos me provocaron una eyaculación más rápida de lo que hubiera deseado, pero seguí haciéndole el amor hasta que noté que ella también alcanzaba el orgasmo. Después doblé una de las rodillas y descargué en esta pierna el peso para seguir el contacto, pero no oprimirla demasiado. Y continué besando sus labios y saboreando su lengua, aunque ahora con delicadeza, mientras nuestras pieles levemente sudadas, seguían en contacto y mi miembro permanecía dentro de ella, negándose a deshincharse.
- Manuel, eres tierno y delicado. Me has hecho sentir amada y me has proporcionado un orgasmo fantástico. Me estás enamorando.
- Tú eres una mujer maravillosa. Lamento no haber aguantado más, pero es que eres excitante en grado superlativo y pese a haberlo intentado, no he podido retrasar la eyaculación.
Y volvimos a besarnos y acariciarnos.
Al poco rato, le propuse darnos una ducha y enjabonarle la espalda. Ella aceptó y después de desacoplarnos nos dirigimos al cuarto de baño. Alexia abrió la ducha mientras yo me libraba del preservativo y lo echaba en el cubo de los desperdicios. Ahora mi pene colgaba flácidamente, pero yo tenía más ganas de disfrutar de aquel maravilloso cuerpo que se colocaba bajo el chorro de agua tibia, dándome la espalda. Me embadurné de gel, las manos y el pecho, empecé cogiéndola por la cintura; mientras mi pecho se pegaba a su espalda y le traspasaba parte del jabón mis manos se desplazaban hacia su vientre primero y después una subía hasta sus pechos y la otra bajaba hasta abarcar su pubis. Mientras Alexia extasiada, se dejaba hacer, mi “amiguito” volvía a endurecerse y lo coloqué entre sus redondeadas nalgas. El agua nos iba quitando el jabón, yo le mordisqueaba el cuello mientras masajeaba los senos y el clítoris e introduje dos dedos en su vagina. Intentó darse la vuelta, pero no la dejé y seguí con la actividad hasta que sus temblores y grititos me indicaron que había tenido otro orgasmo. Aflojé el abrazo y le di la vuelta, mientras ella aún jadeaba. Volví a besar su boca y nuestras lenguas se saborearon con deleite mientras ella me cogía el pene y empezaba a acariciarlo. Iba a apagar la ducha para secarnos, con la intención de llevarla a la cama de nuevo, pero me detuvo; a continuación, se puso de rodillas frente a mí. Mi pene estaba en todo su esplendor, lo cogió cuidadosamente entre sus manos, besó el prepucio y empezó a lamerlo; al poco abrió los labios, se lo tragó y empezó a succionar mientras movía la cabeza atrás y adelante. Sus manos me cogían las nalgas; una de las mías la cogía por la cabeza y acompañaba su movimiento, mientras la otra apretaba uno de sus senos. Y ella continuaba succionando y lamiendo, como si quisiera aspirarme entero. Cuando noté que se acercaba el orgasmo, apreté la base del pene para alargar aquellos momentos maravillosos. Alexia de vez en cuando, sin dejar de chupar con fruición, levantaba los ojos y su mirada sumisa me excitaba aún más si cabe. Por fin no pude aguantar más y se produjo la explosión. Ella al notarlo intentó echarse atrás, pero le sujeté la cabeza y no la dejé. No hizo ningún esfuerzo por evitarlo y toda la eyaculación acabó en su boca, para a continuación bajar por su barbilla y deslizarse cuello abajo. Creí que todo había acabado, pero mientras se echaba hacia atrás para sacársela de la boca, me la iba apretando con las manos y al final me dio un suave mordisco en el prepucio que me provocó un nuevo estallido de placer.
La ayudé a levantarse y mientras el agua se llevaba los restos de mi eyaculación de su cuerpo, la abracé y volví a besarla con ternura. Salimos de la ducha, cogí una toalla y procedí a secarla, mientras seguía besando su húmeda piel. Se dejó hacer, disfrutando de los besos y caricias que le prodigaba durante la operación. Por su parte me halagaba los oídos, diciéndome lo maravilloso y sensible que era, el extraordinario placer que le había proporcionado, alababa mi destreza sexual y el tamaño y la hermosura de mi amiguito, que ahora colgaba flácido.
Cuando estuvo seca, cogió una toalla y procedió a secarme lentamente, acompañando la operación con besos y caricias por todo el cuerpo. Ya me había secado por delante; cuando estaba haciendo lo mismo con la espalda, noté que el miembro volvía a endurecerse. Su sorpresa fue aún mayor que la mía, cuando al terminar de secarme descubrió mi excitación.
La cogí en brazos y la deposité suavemente de espaldas en la cama. Empecé por besarle y mordisquearle el cuello, continué deslizándome hacia sus senos en los que me entretuve un ratito, mientras mis dedos jugueteaban con su sexo, caliente y húmedo. Ella por su parte acariciaba mi cabeza y espalda. Seguí bajando y al llegar al ombligo, empezó a gemir de placer. Los gemidos se hicieron más intensos cuando le abrí por completo las piernas y empecé a besar, lamer y mordisquear su coño. Me incorporé, ella estaba con las piernas abiertas y en alto; intenté penetrarla por la vía anal, pero me rogó que no lo hiciera, que la hacía sentir mal; no quise presionarla y accedí a su deseo.
Le propuse un sesenta y nueve y accedió. Me tumbé a su lado, mirando al techo; Alexia se colocó sobre mí, con mi cabeza entre sus rodillas y sin preámbulos se puso a la tarea de masajear y succionar. Por mi parte agarré con fuerza sus nalgas con ambas manos y volví a besar, lamer y mordisquear su sexo y sus muslos. Desplacé mi mano derecha a sobar sus pechos; mientras mi izquierda apretaba sus nalgas, introduje la punta del pulgar en su ano. Empezó a gemir de nuevo, pese a tener llena la boca; al poco empezó a estremecerse y enseguida sus muslos se tensionaron comprimiendo mi cara, su boca liberó mi pene y entre sacudidas de su cuerpo y gemidos de placer, llegó el orgasmo.
Entre la satisfacción que me proporcionaba el orgasmo de ella y el ahínco con el que retomó la succión de mi miembro, enseguida llegué también yo al orgasmo. Esta vez no intentó retirar la cabeza al notar la eyaculación; siguió chupando hasta que le pedí que se detuviera.
Durante unos minutos quedamos exhaustos, sin cambiar de posición. Finalmente, Alexia me descabalgó y con paso titubeante se dirigió a la ducha. Cuando oí que cerraba el grifo logré levantarme con gran esfuerzo y desplazarme también al cuarto de baño. Me di una ducha rápida mientras ella se secaba y vestía. Me puse el albornoz y salí del baño. Ella estaba de pie junto a la mesita de noche.
- ¿Puedo? me dijo, señalando el paquete de tabaco.
- Faltaría más.
Yo también encendí un cigarrillo y saqué cincuenta dólares de mi cartera. Se los ofrecí al tiempo que le preguntaba si estaba bien.
- Te dije que no soy una jinetera. Busco un buen hombre al que amar y que se enamore de mí.
- Perdóname, no lo tomes como un pago. Me gustaría hacerte un regalo, pero a estas horas las tiendas deben estar cerradas, no sabría qué regalarte y seguro que tú aciertas; además seguro que tú le sacarás más rendimiento a este dinero que yo. Acéptalo, por favor. ¿Te apetece cenar conmigo mañana?
Era muy fácil dejarse llevar y perder la cabeza por una mujer como Alexia, pero no estaba dispuesto a permitir que me sedujera. Había oído historias de compatriotas que habían encontrado el amor en Cuba y apenas habían salido de la isla, el amor se había esfumado.
Con cierta reticencia cogió el dinero. Quedamos que vendría al hotel a las ocho de la tarde y me llevaría a un “paladar” cercano. No dejó de insistir en que se estaba enamorando de mí, por lo dulce, maravilloso y gran amante que era. Incluso tuve que jurarle que no había tomado Viagra, ni cualquier otro tipo de afrodisíaco. Finalmente, después de varios cálidos y prolongados besos y muchos “te amo” le abrí la puerta y salió contoneando las caderas provocativamente. Seguro que notaba mi lasciva mirada clavada en su maravilloso culo.
Tan pronto salió de la habitación, con las escasas fuerzas que me quedaban, logré poner el despertador para levantarme a la mañana siguiente, antes de dejarme caer en la cama y quedarme profundamente dormido.
Me desperté con el sabor de su piel en los labios, su imagen en la cabeza, y el deseo de volver a estar con ella en todo el cuerpo. Me permitió apartarla de mi pensamiento, el fuerte olor a gasóleo que entró por la ventana, cuando la abrí para aspirar el aroma de mi primer amanecer en Cuba; (más tarde me explicarían que el olor lo producía la central térmica que daba electricidad a la ciudad). Una larga y cálida ducha hizo que me repusiera milagrosamente del agotamiento del día anterior; mientras me secaba, una punzada en el estómago me hizo darme cuenta de que estaba hambriento. Subí a la última planta del hotel, donde desayuné en un bufet libre digno, pero desprovisto de la abundancia y el lujo que se puede disfrutar en los “paraísos capitalistas”; aunque la sencillez de la comida quedaba absolutamente compensada por el trato amable de los empleados y las magníficas vistas del capitolio y parte de la Habana vieja, que podían apreciarse a través de los amplísimos ventanales abiertos del enorme salón; por donde además, entraban y salían un buen número de pájaros, que con sus piruetas me distrajeron durante buena parte del tiempo que estuve desayunando.
Faltaban cinco minutos para las diez cuando me dirigí al hall del hotel, a encontrarme con Carlos, que así se llamaba el representante de la compañía de viajes. Llegó puntual y me proporcionó indicaciones para desenvolverme, mientras estuviera en Cuba.
-Tome siempre agua embotellada, no porque el agua del grifo no sea sana, sino porque no lleva los mismos microorganismos que en Europa y podría provocarle alguna indigestión. Haga el cambio de moneda en los establecimientos oficiales y no se fie si alguien le propone cambios más ventajosos. En la actualidad las cosas ya no están tan duras como hace cuatro o cinco años, donde cualquier cubano podía ir a la cárcel por tantos años como dólares le pillaran encima. En Cuba no hay delincuencia. Se protege con especial cuidado a los turistas, pero si de noche se pasea por sitios no céntricos o poco transitados, podría ser víctima de algún ratero. Lo mejor de la isla son las mujeres, pero utilice siempre condones.
Me propuso y acepté un paseo en autobús aquella misma tarde por los sitios más emblemáticos de la Habana, con breves paradas para hacer fotos; y una excursión para el día siguiente al valle de Viñales, con visita a los mogotes, el mural de la prehistoria, la cueva del indio y Pinar del Rio. Me reservó plaza para ir al Tropicana (El mejor cabaret bajo las estrellas del mundo) a la vuelta de la excursión, después de la cena. Me proporcionó un plano y me recomendó un paseo a pie por los alrededores y acompañarme hasta el Floridita, donde según dicen, Hemingway tomaba los daiquirís. Aunque él mismo me dijo que, había oído a algún antiguo compañero de correrías del escritor que éste, jamás había dicho lo de “mi daiquirí en el Floridita, mi mojito en la Bodeguita del medio”. Que Hemingway sólo tomaba ron a palo seco y de vez en cuando le ponía hielo.
Salimos del hotel Sevilla por las galerías comerciales que iban a parar al paseo del Prado. El único comercio abarrotado de género y que merecía ser visitado era la tienda de tabaco. El resto de tiendas, exhibía con más pena que gloria una pequeña cantidad de artículos, que hubieran pasado inadvertidos en los mercadillos para “guiris” que proliferan en los pueblos del litoral español.
Puse el pié en el paseo del Prado de la Habana… y volví a vivir la sensación de haber viajado en el tiempo o a un universo alternativo. Los edificios recordaban los de Madrid o Barcelona en los años cincuenta, o incluso más, poco después de la guerra, cuando todavía conservaban las huellas de los combates de la guerra civil, aunque en la Habana la causa fuera la falta de mantenimiento. La circulación no era caótica por la escasa cantidad de vehículos; pero la variedad era alucinante. Compartían la calzada, bicicletas, coches, carros de caballos, motocicletas (alguna de ellas con cuatro ocupantes), automóviles americanos de los años cincuenta, furgonetas y camiones cargados de gente, vagones de ferrocarril arrastrados por tractoras de camión que funcionaban como autobuses a los que según me dijo Carlos, llamaban la película del viernes, porque en ellos se podía encontrar drogas, sexo y violencia, junto a coches “actuales” de fabricación rusa y coreana. Nos dirigimos al parque central y de allí al Floridita. Nos cruzamos con gente de lo más variopinto; un viejo combatiente, que nos ofreció el Granma (el periódico del partido), mulatas con descomunales traseros embutidos en pantalones ajustados de colores chillones, un joven negro que, después de la inevitable pregunta de ¿Madrid o Barcelona? al responderle Barcelona, me enseñó su documento de identidad para demostrarme que se apellidaba Pons; para a continuación, pedirme tabaco, bolígrafos… o lo que pudiera darle. El calor del aire, la calidez de los colores y el colorido y amabilidad de sus gentes hizo que me enamorara inmediatamente de Cuba. (No negaré que la experiencia que me había proporcionado Alexia tuvo mucho que ver). En la puerta del Floridita se despidió Carlos, no sin recordarme antes, los horarios de las excursiones que había contratado. El interior estaba casi abarrotado de turistas; me abrí paso como pude hasta la barra y pedí un daiquirí. Mientras lo saboreaba observé como casi todos se hacían fotos con la estatua de Hemingway que hay en el rincón más extremo de la barra. Estaba distraído con el ambiente, cuando de pronto un cuarteto de músicos empezó a tocar boleros. Al tercero, ya me había prometido a mí mismo volver a la Habana, siempre que pudiera; incluso estaba meditando como quedarme a vivir allí permanentemente. Cuando dejaron de tocar, salí y empecé a andar por la calle Obispo en dirección al paseo del puerto. Para no ser atosigado por los innumerables pedigüeños, intenté disimular la avidez de mis ojos por fijar cada imagen y caminar sin prisa, pero sin pausa entre la multitud que iba y venía, deleitándome con fragmentos de conversación que, gracias al exquisito acento cubano, me sonaban a música celestial. La calle Obispo desemboca en la plaza de armas, donde se encuentra el palacio de los capitanes generales. El pavimento que da a la fachada principal del edificio, está compuesto por adoquines de madera de palmera real; se hizo así para amortiguar el ruido que la circulación de carros causaba y permitir dormir la siesta a sus distinguidos ocupantes. Al otro lado de la plaza se encuentra el Templete. El primer templo edificado por los colonizadores. A mano izquierda según me acercaba al canal que lleva del mar al puerto, pude ver el precioso castillo de la real fuerza; rematado con una giraldilla, al igual que el original de Sevilla. Al llegar al paseo del puerto desapareció la multitud y me libré por fin de solicitudes de ayuda económica, proposiciones sexuales y ofertas de venta de cigarros puros auténticos. Caminando junto al canal, en dirección al castillo de la punta pude disfrutar de la calma y el pausado ritmo de vida de la ciudad. Antes de llegar al castillo, giré a mano izquierda por la calle Agramonte, en la que pude ver los restos de la muralla de la ciudad antigua, el museo de la revolución y el memorial Granma, (el yate en el que Fidel y sus compañeros revolucionarios, regresaron de México) para dar inicio a le revolución. Finalmente regresé al hotel Sevilla, donde comí.
Cinco minutos antes de la hora señalada por Carlos, bajé al hall del hotel, donde algunos compañeros de viaje ya esperaban también al autocar, que nos llevaría a dar una vuelta turística por la Habana. Como todos formábamos parte del grupo que habíamos llegado la noche anterior, enseguida reinó la camaradería y nos pusimos a comentar nuestras primeras impresiones de la ciudad, la calidez de su gente y también el agobio con el que atosigaban a los foráneos. A la hora acordada llegó el autocar; el animado grupo que formábamos unas cuantas parejas de recién casados, una pareja de chicas y yo, subimos alegremente al vehículo. Me senté cerca de las dos chicas y de la pareja de recién casados con la que había hablado la noche anterior, antes de mi encuentro con Alexia. El primer sitio al que nos dirigimos fue al castillo del morro; antes de llegar ya me había dado cuenta que las dos chicas también eran pareja. Durante el trayecto atravesamos un túnel construido por debajo del agua a la entrada de la bahía del puerto. El guía nos explicó que cada noche a las ocho, se celebraba una ceremonia que conmemoraba el cierre del puerto en la época colonial; cuando un barco colocaba una cadena entre los dos castillos que, aun hoy custodian la entrada de la bahía, para evitar el ataque de piratas y corsarios; previamente se disparaba un cañonazo para avisar a los lugareños. La citada ceremonia consistía en el disparo de una salva de cañón, por parte de una tropa con trajes de época. Nos concedieron veinte minutos para tomar fotos y disfrutar de la hermosa vista que desde el castillo ofrecían la ciudad, el malecón y el mar. El castillo se conservaba en muy buen estado. Entre los tenderetes de productos artesanales para turistas descubrí uno, donde entre un par de rodillos movidos manualmente, exprimían el jugo a las cañas de azúcar. Es muy empalagoso, pero mejora notablemente, al mezclarlo con ron. Invité a guarapo (así se llama la bebida) a Mayte y Sergio, el matrimonio con el que empezaba a congeniar.
Ya de nuevo en el autocar, mientras circulábamos por el malecón en dirección al hotel Nacional, entre bromas, Sergio me propuso tirarle los tejos a alguna de las dos chicas que iban solas. Se sorprendió cuando le contesté que su mujer tendría más posibilidades que yo y se molestó levemente con ella, cuando ésta se rió de su falta de agudeza. Llegamos al paseo ajardinado que constituye la entrada al Nacional y sólo tuvimos diez minutos para ver el precioso hall y tomar algunas fotos, junto a algunos de los coches yanquis de los años cincuenta, que los cubanos conservan primorosamente. Después del hotel, el conductor nos llevó a través del Vedado; barrio denominado así porque durante la época de la piratería se prohibió edificar asentamientos y construir caminos allí, para dificultar los ataques contra la ciudad. El barrio estaba plagado de casas de estilo colonial; rodeadas de muretes, jardines y pórticos con columnas. Llegamos a la plaza de la revolución. Bajamos del autocar y nos dieron veinte minutos para pasear y hacer fotos. En la citada plaza se encuentra el monumento que celebra el centenario del nacimiento del héroe cubano José Martí y el ministerio del interior, en cuyo exterior puede apreciarse un gigantesco dibujo del Che. También se celebran en ella, gracias a su enorme extensión, las multitudinarias manifestaciones, que de vez en cuando organizan los cubanos. Desde allí nos llevó a la plaza de la catedral, donde nos concedieron cuarenta y cinco minutos para que, además del edificio que da nombre a la plaza, pudiéramos ver y fotografiar los diferentes palacios que la rodean y tomarnos un mojito en la bodeguita del medio, que está muy cerca. Allí, cerca de la entrada de la catedral, había una santera; una enorme negra vestida con un vestido caribeño de un blanco inmaculado, que fumaba un cigarro descomunal. Estaba sentada bajo una sombrilla, detrás de una mesa atiborrada de figuras de santos y cartas; su trabajo consistía en dar la buenaventura, predecir el futuro y proporcionar remedios contra todos los males imaginables. Mientras tomábamos el imprescindible mojito, Sergio y Mayte ya habían intimado lo suficiente conmigo, como para atreverse a preguntarme cómo me había ido con “aquella mulata de anoche”. Les contesté que habíamos quedado para ir a cenar y les invité a venir; podrían acompañarnos y sumergirse algo más en la Cuba real. Al principio se mostraron reticentes, porque suponían que eso les supondría acostarse muy tarde y como todos los recién casados, tenían planes para la noche; pero aceptaron cuando, con una sonrisa pícara, les comenté que nosotros también pretendíamos retirarnos temprano a la habitación, para “descansar”. Después del mojito volvimos al autocar, que nos devolvería al hotel Sevilla. El guía nos aconsejó que no dejáramos de visitar el capitolio, que estaba cerca y que, según dijo, era un metro más alto, un metro más ancho y un metro más largo que el de Washington.
Al llegar al hotel, pasé por el bar donde había conocido a Alexia, para comprobar que aún no había llegado; subí a la habitación para darme una ducha y cambiarme de ropa. Mientras me duchaba, tuve una erección pensando en ella, imaginando la velada que me esperaba; cerré el grifo del agua caliente y abrí el de la fría para apaciguar a mi inquieto amiguito. Bajé de nuevo al bar; mi maravillosa cubana aún no había llegado; me senté en la mesa en la que ya estaban sentados Mayte y Sergio. Estábamos cambiando impresiones, cuando los ojos de él se dirigieron hacia la entrada y se abrieron como platos; los de ella siguieron la dirección que indicaban los ojos de su pareja y una expresión que a mí me pareció de celos, se hizo patente en su cara. Me deleité un momento en sus expresiones, antes de girarme para averiguar el motivo. Allí estaba Alexia… y cómo estaba. Ni la diosa Venus con todo su arsenal de seducción desplegado la podía superar; venía hacia mí contoneando las caderas, con un vestido blanco reluciente, ceñido a sus curvas; con un escote de vértigo, por donde parecía que de un momento a otro iban a escapársele los senos y una longitud de falda que apenas alcanzaba a taparle las nalgas y dejaba a la vista un par de torneadas piernas en toda su extensión. Llevaba un bolso colgando de su hombro por una larga tira, con un enorme pañuelo azul turquesa, anudado en él. Ni una sola cabeza del bar dejó de girarse hacia ella. Me levanté entre acomplejado y orgulloso, justo en el momento en que ella llegaba y me saludaba con un caluroso abrazo y un beso en la boca. Hice las presentaciones oportunas y pedí un mojito para Alexia. Mientras dábamos cuenta de las consumiciones tuvimos una intranscendente charla sobre el restaurante (paladar) al que nos iba a llevar. Temía una mala aceptación por parte de Mayte, pero enseguida se esfumaron mis temores y las dos chicas confraternizaron rápidamente. Como aún era temprano, decidimos ir paseando hasta el paladar Los Nardos, que estaba frente al Capitolio, no lejos del hotel y de paso echar un vistazo al magnífico edificio. Antes de salir del hotel, Alexia desanudó el pañuelo que llevaba en el bolso y se lo colocó a modo de falda, ante la aprobadora mirada de Mayte y el alivio de Sergio que tenía que hacer grandes esfuerzos para que sus ojos no se le fueran a la parte baja del vestido de la excitante cubana. En lo alto de las escaleras del capitolio, junto a las estatuas de un hombre y una mujer que flanquean la entrada, nos hicimos fotografías. No llegamos a entrar, pero desde el exterior pudimos maravillarnos ante la visión de la gigantesca estatua de la república que está en su interior, de casi quince metros de alto.
Comimos abundantemente en el paladar; cada pareja nos repartimos un plato de ajiaco criollo y otro de ropa vieja, que mis compañeros de viaje y yo encontramos exquisitos. La velada transcurrió alegremente y Alexia nos explicó un sinfín de anécdotas de la vida en cuba y cómo los cubanos superan con alegría e ingenio, la escasez y dificultades que sufren, sobre todo desde la desintegración de la antigua Unión Soviética.
Al terminar la cena volvimos paseando al Hotel. Alexia intentó hacer planes para el día siguiente, pero la interrumpí, diciéndole que tenía reservada una excursión a Viñales todo el día y el Tropicana por la noche. Casualmente mis compañeros de viaje habían reservado también el mismo plan. Vi la desilusión reflejarse en sus, hasta ahora alegres ojos. Alexia comprendió que esta noche era la última que pasaríamos juntos y su desilusión se debía a que no había logrado seducirme hasta el punto de lograr un compromiso por mi parte de intentar llevármela a España (o eso imaginé yo).
- Vamos, (dije mientras la abrazaba y le besaba en la frente), aún nos queda mucha noche por delante.
Apenas había acabado de decirlo, sentí que había metido la pata; que ella me abandonaría en aquel mismo instante. Por suerte no fue así y ella continuó caminando abrazada a mí, mientras luchaba por evitar que unas lágrimas que asomaban por sus ojos se desbordaran. Al llegar al hotel, parecía haber recuperado ya su alegría, aunque sus ojos desmentían esa ilusión. Sergio y Mayte se despidieron de nosotros, alegando cansancio y se fueron a su habitación.
- ¿Quieres beber algo?, ¿subimos a la habitación?, o ¿prefieres irte?
Tras unos breves segundos sin respuesta, que se me hicieron eternos, sugerí otra alternativa.
- ¿Charlamos mientras bebemos algo?
Aceptó sin dudar la última propuesta y nos dirigimos al bar donde la había conocido la noche anterior.
- Alexia, no voy a mentirte ni a darte falsas esperanzas. Me gustas mucho, pero no estoy enamorado de ti… aún. Estoy divorciado, tengo una hija y no quiero empezar una relación seria si no estoy absolutamente seguro. Ahora mismo tengo intención de volver a Cuba en un plazo no muy largo; así que, si vuelvo y te parece bien, te buscaré, así tendremos tiempo para conocernos mejor. Ni siquiera sé en qué trabajas, o si estudias, ni qué edad tienes. Pero no voy a prometerte que volveré, porque no es seguro que vaya a hacerlo.
- Te agradezco la sinceridad Manuel, pero yo si me estoy enamorando de ti y por eso me duele que sólo me quieras para pasar un buen rato. Soy enfermera y tengo veintitrés años. Y quiero irme de Cuba, sí, pero no con cualquiera, ni a cualquier precio. Te lo creas o no, tú has sido el primero con el que me he acostado la primera noche. No me dedico a la prostitución.
- Te creo Alexia; y si decido volver y nos enamoramos, no me importará que haya habido otros hombres en tu vida. Hay muchos hombres que le dan importancia a ser los primeros en la vida de una mujer; pero los que no somos estúpidos sabemos que lo realmente importante, es ser el último.
Finalmente subió a la habitación; esta noche el abundante y maravilloso sexo estuvo acompañado de amor, ternura, e incluso un poco de tristeza. Se durmió en mis brazos; y en mis brazos seguía cuando nos despertamos por la mañana. Se levantó de la cama para ir al trabajo; me había dicho que no aceptaría dinero, pero mientras se daba una ducha envolví cien dólares en un papel del hotel y lo escondí dentro de su bolso.
Salió de la ducha, con unas minúsculas braguitas como única prenda; mientras se secaba el pelo con la toalla. Al ver mi expresión, me rogó por favor que la dejara ir, porque ya llegaba tarde. Se vistió, volviendo a cubrir sus muslos anudando el pañuelo a su cintura, anotó su dirección y número de teléfono en un papel “por si vuelves y quieres buscarme” y después de un largo y apasionado beso salió de la habitación. Todo mi cuerpo me pedía que impidiera que se fuera; aunque tuviera que jurarle amor eterno y comprometerme con ella para toda la eternidad; pero un diablillo en mi cerebro me susurró todo lo que tenía por delante y las mujeres que podría conseguir siendo rico y libre… así que callé y la vi alejarse por el pasillo, con aquel cadencioso movimiento de caderas, capaz de excitar a un muerto. En ningún momento volvió la vista atrás, entró en el ascensor y yo volví a mi habitación, para darme una ducha y vestirme para la excursión del día. Cuando llegué al comedor para desayunar, encontré a Mayte y Sergio; por señas me invitaron a sentarme con ellos. No supe ni quise negarme; el tema de conversación fue Alexia. También los había conquistado a ellos; no cesaron de reprocharme que hubiera tratado tan mal y me hubiera sacado de encima de manera tan poco elegante, a una chica tan maja y a la que se veía sin lugar a dudas, realmente enamorada de mí. Acepté sus reproches, como penitencia por mi maldad; finalmente logré convencerlos de que tenía asuntos importantes en España en los próximos meses, pero que volvería a buscarla en cuanto me fuera posible.
Un autocar, que ya traía algunos turistas de otros hoteles, recogió en la puerta del Sevilla a los pocos que habíamos contratado la excursión; hizo parada en dos hoteles más para recoger más excursionistas y enfiló la autopista nacional (la A4) en dirección a Pinar del Rio. Lo primero que me sorprendió de la citada autopista fue que por su arcén circulaban bicicletas, carros tirados por bueyes y todo tipo de vehículos lentos que no se ven en las autopistas de los países “modernos”. Durante muchos tramos enmarcaban el asfalto, interminables hileras de palmeras reales. El guía nos hizo notar la cantidad de larguísimos tramos rectos, que según nos dijo se habían construido para ser utilizados como pistas de aterrizaje de aviones en caso de conflicto con los “yanquis”. Atravesamos extensas plantaciones de caña de azúcar y de tabaco e hicimos parada en un bar de carretera, en el cual además de aliviar la vejiga, repuse vitaminas con una exquisita piña colada. Desde allí fuimos trasladados al mirador de los jazmines, en el valle de Viñales, donde pudimos observar y fotografiar los mogotes; una hermosa curiosidad geológica que además de en Cuba, sólo se da en China y Malasia. Después nos condujeron al mural de la prehistoria, una gigantesca pintura hecha en una ladera vertical de uno de los mogotes. La siguiente parada de nuestra excursión fue la cueva del indio. Antes de entrar, nos encontramos un chiringuito donde se ofrecía guarapos a los visitantes. Después de beberme un guarapo (con ron por supuesto) subimos un corto trecho con el resto del grupo por una ladera y entramos en la cueva; una vez dentro descendimos por un estrecho camino entre rocas hasta llegar a un embarcadero donde nos esperaban barcas para darnos un paseo por el rio subterráneo, hasta la salida de la cueva. De nuevo en tierra firme, nos dirigimos a un restaurante cercano donde degustamos un exquisita y típica comida cubana. Al terminar de comer nos llevaron a Pinar del Rio, a visitar una fábrica de cigarros, donde pudimos observar cómo se elaboraban los famosos puros y hacer acopio de ellos a buen precio. No solamente los fumadores, sino también algunos no fumadores, que los compraron para obsequiar a familiares o amigos. Posteriormente visitamos una fábrica donde se envasaba ron de guayaba de forma artesanal y donde también la mayoría de los viajeros compramos alguna botella. Desde allí emprendimos el camino de regreso a La Habana, donde después de un reparador baño y una ligera cena nos esperaba una velada en el Tropicana (el mejor cabaret bajo las estrellas del mundo) según la propaganda. La verdad es que no he visto muchos cabarets al aire libre, (por no decir ninguno), pero después de ver el espectáculo, estoy más que dispuesto a creerlo.
CAPÍTULO 5. – LUDMILA
Al acabar la función, una multitud de bailarines y bailarinas se mezclaron entre el público, para sacar a bailar a muchos de los espectadores; yo me resistí al principio porque no me apetecía bailar, debido a la pereza que me proporcionaba la cantidad de ron que había bebido durante el día; pero la insistencia y belleza de la muchacha hicieron que me replanteara la decisión y me puse a bailar con ella. Mientras bailábamos, me disculpé por mi resistencia inicial, alegando que era muy torpe; ella protestó con una sonrisa seductora diciendo que le parecía un buen bailarín… y un hombre muy atractivo. Yo mismo me considero atractivo, mido un metro setenta y siete centímetros, de complexión tirando a atlético y mis facciones son al menos agradables, pero nunca me había encontrado una mujer que me lo dijera a las primeras de cambio; así que lo primero que se me ocurrió fue preguntarle si me permitiría invitarla a tomar un mojito conmigo al acabar la función. Me dijo que tardaría media hora y que la esperara en la puerta con un taxi.
- ¿Qué me costará pasar la noche contigo?
- Cien dólares
- Lo siento, pero esto es demasiado para mí. No digo que no te los merezcas, pero yo no soy rico. Soy un trabajador de vacaciones. Mejor te buscas a otro con más “plata”.
En aquellas fechas, el sueldo de un trabajador en Cuba era de unos treinta dólares al mes. Me estaba dando la vuelta para sentarme de nuevo cuando me cogió de la mano.
- Bueno, a un hombre guapo como tú puedo hacerle un descuento. ¿Te parece bien cincuenta?
- De acuerdo. Me llamo Manuel, ¿y tú?
- Ludmila
- ¿Eres rusa?
- No. Soy cubana, Pero cuando nací y durante muchos años era bastante común ponerles nombres rusos a los niños.
Se acabó el baile y Ludmila se alejó contoneando excitantemente las caderas. Me dirigí a la salida y avisé al conductor de mi autocar que volvería al hotel por mi cuenta. A continuación, me dirigí a la parada de taxis donde se alineaban muchos coches americanos de los años cincuenta. Cuando acabaron de salir los turistas que utilizaban sus servicios y no habían venido en autocares, me acerqué a un Chevrolet que se había quedado sin clientes y lo contraté. Éramos tres, los turistas que esperábamos a nuestras nuevas “amigas”; mantuvimos una breve charla informal, sobre lo bien conservados que estaban los coches americanos de los años cincuenta y la amabilidad y calidez de los cubanos. Uno de mis compañeros sentenció que las citadas virtudes eran falsas y por interés para sacarnos la “pasta” a los “guiris”. Lamenté el escepticismo del individuo y le comenté que se perdería lo mejor de Cuba si no se quitaba la coraza y la vivía con el corazón. No le convencí, del mismo modo que él no podía convencerme a mí. Por fin salieron nuestras parejas; me llevé una sorpresa cuando aparecieron Ludmila, otra bailarina y un bailarín; pero cada uno tiene las inclinaciones sexuales que la naturaleza le ha dado. El escéptico se fue con el bailarín y yo con Ludmila.
La chica era una preciosidad, tenía un cuerpo atlético, elástico y se movía con la gracia y soltura que le proporcionaba su entrenamiento de bailarina; además se esmeró a lo largo de la noche en ganarse su dinero. Aunque fueron muy placenteras nuestras “relaciones”, no pude dejar de pensar en Alexia en varias ocasiones. De madrugada le pagué los cincuenta dólares acordados y salió de la habitación.
Por la mañana, después de desayunar, hice el equipaje y lo dejé en la consigna porque a última hora de la tarde, tenía el vuelo a Santiago. Para aprovechar el tiempo, visité el museo de la revolución y el memorial Granma, que se encuentran cerca del hotel Sevilla. Después, continué andando hasta la catedral y decidí comer en la Bodeguita del Medio, donde además escribí mi nombre en uno de los pocos espacios que quedaban en las paredes. Volví al hotel, donde debía recogerme un autobús para llevarme al aeropuerto, deleitándome y entristeciéndome a la vez, con la visión de un montón de magníficos edificios en estado ruinoso, debido a la falta de mantenimiento. A la hora convenida, un autobús nos recogió a algunos huéspedes del Sevilla. Ya llevaba varios turistas y aún pasamos por otro hotel para recoger a otro pequeño grupo, antes de dirigirse al aeropuerto. Dejé La Habana con nostalgia. Me prometí a mí mismo que volvería… y buscaría a Alexia.
No me preocupé al apreciar los años y las horas de vuelo que debía tener el avión (los cubanos son unos genios para mantener en funcionamiento máquinas antiguas), pero al iniciar el despegue, el olor a neumáticos quemados y una considerable humareda llenó el habitáculo. No voy a negar que me alarmé; pero me calmé al ver que la azafata que estaba al final del pasillo y varios pasajeros nativos, estaban tan tranquilos y sin el menor síntoma de alarma; por lo que deduje que la humareda y el olor debía ser algo habitual en los despegues; la verdad es que al poco de haber alzado el vuelo, tanto el humo como el olor desaparecieron sin dejar rastro. En menos de dos horas llegamos a Santiago, en cuyo aeropuerto me recogió una furgoneta que me trasladó al hotel Casa Granda, situado en el mismísimo centro histórico de la ciudad. Alrededor del parque Céspedes, además del hotel, se encuentran el antiguo ayuntamiento, la catedral y la casa de Diego Velázquez (el primer gobernador de la isla; no el pintor).
CAPÍTULO 6. – MAGALYS
Apenas hube dejado la maleta en la habitación, bajé a tomar un mojito en la terraza del hotel, que está situada encima de los jardines del parque Céspedes, privilegiado observatorio desde donde me entretuve contemplando el ir y venir de la gente y me expuse ante las muchachas que buscan dólares a cambio de “amor”. Aún no había consumido la mitad de la bebida cuando se me acercó una chiquilla, que no era muy agraciada, pero sí muy joven y me preguntó si podía invitarla. Me repugna la idea del sexo con menores, pero a la chiquilla sólo le expliqué que me parecía demasiado joven para beber alcohol y le di cinco dólares; rogándole que se fuera porque estaba esperando compañía. Insistió un poco, pero no tardó en darse cuenta de que mi decisión era firme y se alejó. Al poco rato mis ojos se posaron en los ojos de una hermosa mujer que me miraba fijamente desde la calle. Ya era de noche y la débil luz de las farolas me impedía distinguir si era una blanca que estaba morena o una mulata de tez pálida. Levanté mi mojito a modo de invitación, dudó unos instantes, pero finalmente vino hasta mi mesa. Magalys (así se llamaba) me comentó que era viuda desde hacía tres años y tenía un hijo de cuatro. Ella tenía veinticinco años y era profesora de educación infantil. Apenas hechas las presentaciones me dejó muy claro que no era una de “esas” mujeres que se dedicaban a buscar turistas; que si había aceptado la invitación era porque acababa de cortar con su novio que la había engañado con una amiga y hacía mucho tiempo que sentía la curiosidad de hablar con un turista de la “madre patria”. La oportunidad, no la había aprovechado hasta ahora, entre otros motivos, por no dar lugar a malos entendidos ni habladurías; también se ofreció a marcharse para que yo pudiera encontrar a alguna mujer dispuesta a ofrecerme algo más que compañía y conversación. Le rogué que se quedara, le pregunté de cuánto tiempo disponía y con quien estaba su hijo. Me contestó que su hijo estaba al cuidado de los abuelos en su casa y que no tenía ninguna prisa por volver. La invité a cenar, me llevó a un “paladar” que ella conocía y estaba cerca del hotel. Durante la cena y el largo paseo que dimos después, estuvimos hablando largamente de la vida en nuestros respectivos países y de nosotros mismos. Magalys, además de muy hermosa, era culta, inteligente y dulce; aunque me pareció que su dulzura escondía un temperamento y carácter bastante fuerte. Ya habíamos dejado atrás la medianoche y estábamos regresando al hotel; pasábamos por delante de la catedral cuando la cogí de la mano; se sorprendió, pero no se resistió; la atraje hacia mí, la abracé y la besé en los labios; me respondió con pasión y mantuvimos el beso un largo rato. Al separarnos me dijo que tenía que irse; yo le pedí que subiera a mi habitación. Pude observar la duda en sus ojos, pero insistió en marcharse. De nuevo nos besamos con la misma intensidad, pero esta vez el beso no fue tan prolongado. Insistí, para que subiera a mi habitación, alegando que no tendríamos otra noche como aquella, que los besos que no nos diéramos hoy se perderían para siempre.
No sé si fue por despecho a la traición de su antiguo novio; tal vez porque conquisté su corazón o vete a saber por qué inescrutables razonamientos, el caso es que tres horas más tarde, después de una maravillosa sesión de sexo, salió de mi cama, se dio una ducha y se fue a su casa.
Por la mañana, Modesto (el guía de la agencia de viajes) vino a buscarme para llevarme a hacer la visita guiada por Santiago que iba incluida en el viaje. No puso ninguna objeción cuando le pedí llevar a Magalys y su hijo Javier y me propuso cambiar el plan, ya que suponía que ellos debían conocer los lugares de la ciudad a los que me iba a llevar y probablemente tuvieran más dificultad en ir al castillo de San Pedro de la Roca, a la entrada de la bahía pese a que está a pocos kilómetros del centro.
A Magalys le pareció estupenda la idea, dado que Javier no había estado nunca en el castillo y habían pasado bastantes años desde que ella misma lo había visitado por última vez.
En un Lada ruso, que ya empezaba a tener sus años y carecía del encanto de los viejos coches yanquis, Modesto nos llevó hasta el recinto de entrada del Castillo del morro. Su verborrea contrastaba con el silencio tímido de Javier y el silencio (creo yo) avergonzado de Magalys. Dijo que volvería a recogernos en tres horas, para llevarnos de vuelta al hotel. Tan pronto se alejó el coche, ella se relajó y me atreví a cogerla de la mano. La timidez y el silencio de su hijo desaparecieron antes de entrar al castillo, en la primera tienda de refrescos y golosinas. Durante las siguientes dos horas, recorrimos el castillo haciéndonos fotos entre las antiguas piedras y cada vez que el pequeño se perdía tras una esquina, su madre y yo nos besábamos apasionadamente. Allí, en lo alto de las murallas y frente al mar caí en la cuenta que estaba observando el Caribe. Evidentemente las aguas que vi en la Habana también lo eran, pero no fue hasta ahora que tomé conciencia de ello; por unos momentos me imaginé un barco pirata entrando en la bahía.
Al cabo de dos horas ya habíamos recorrido todo el castillo y decidimos esperar al chófer sentados en el bar acordado del recinto de entrada, tomándonos un refresco.
No tardó mucho en aparecer Modesto; nos devolvió al hotel y se despidió recordándome la hora en que al cabo de dos días me pasaría a recoger un coche para llevarme al aeropuerto. Quizás fue mi imaginación, pero me pareció observar una sombra de tristeza en los hermosos ojos de Magalys.
Le propuse que comiéramos en algún paladar cercano, pero ella se empeñó en que fuéramos a comer a su casa. Según me comentó, su madre nos había preparado comida y a su padre le gustaría hablar con alguien de la madre patria. A continuación, me pidió perdón por el atrevimiento de organizar mi tiempo y me dijo que entendería que no quisiera ir. Le contesté que para mí sería un honor comer con su familia, pero que no podía ir con las manos vacías. Compré (pagando en dólares) una buena provisión de café, una caja de puros y dos botellas de ron mientras Magalys protestaba por el exceso de gasto que estaba haciendo.
La casa era sencilla pero muy pulcra, la comida preparada por su madre fue excelente y sus padres, además de muy amables, eran personas muy cultas. Los dos eran profesores en la universidad; su padre en particular se mostró muy interesado en que le contara detalles y saber mi opinión sobre cómo se desarrolló la transición democrática acaecida en España a la muerte de Franco. Él era partidario de la revolución, pero creía que el gobierno debía evolucionar para dar entrada paulatinamente a la oposición y conseguir una democracia más amplia. Yo también le expresé mi simpatía por la revolución cubana y el socialismo. Le manifesté mi temor a la pérdida de derechos de la clase obrera, sobre todo ahora que había desaparecido el bloque comunista y la oligarquía capitalista no tenía ya rival que refrenara su voracidad. Discrepamos amistosamente al opinar sobre Felipe González; para él era un gran político de izquierdas y en cambio para mí era el que había descafeinado el partido socialista y había hecho una política muy similar a la que hubiera hecho cualquier partido de derechas europeo. Le expliqué que, para mí, la diferencia entre los partidos de derechas europeos y el partido popular español era que, entre sus dirigentes, había demasiados nostálgicos del franquismo que, aunque a regañadientes, no habían tenido más remedio que aceptar la democracia. La tarde transcurrió rápidamente por la agradable charla, entre cafés y algunas copas de ron.
Finalmente, algo achispado, Magalys y yo nos fuimos a ver la actuación que había en la casa de la trova, a escasos metros del hotel Casa Granda. Quedé maravillado por la música cubana y su ritmo; por ver cómo eran capaces de sacar rendimiento a algunos instrumentos, como una guitarra que estaba reparada con un parche, hecho con la tapa de una caja de puros. Magalys me invitó a bailar salsa con ella; al principio me negué alegando mi ignorancia, pero ella insistió y me convenció, sobre todo al plantarse delante de mí insistiendo con un excitante movimiento de caderas. Respondí al desafío lo mejor que pude y al poco aproveché para pegarme a ella como una lapa, lo cual me provocó una erección que le provocó una sonrisa y decidió sacarme discretamente de la “pista” de baile. Cuando mi “amiguito” se calmó decidimos ir a cenar.
Le propuse hacerlo en el mismo hotel y aprovechar antes para darnos una ducha. La mirada de ella me indicó que aceptaba unos momentos antes que su boca. Encargamos una mesa para al cabo de una hora y subimos a la habitación. Apenas cerrada la puerta nos abrazamos apasionadamente, nos quitamos la ropa desesperadamente, e hicimos el amor como si no existiera el mañana. Acabamos exhaustos y sudorosos sobre la cama. Cuando por fin recuperamos el aliento, nos levantamos y fuimos hasta el cuarto de baño… y volvimos a hacer el amor mientras nos dábamos una ducha, aunque esta vez controlamos la pasión para que no nos impidiera saborear plenamente cada beso, para disfrutar de cada caricia y del contacto de nuestra piel.
Frescos y relajados bajamos a cenar con un poco de retraso
-Quiero darte las gracias porque has sido muy amable con mi hijo y mis padres; gracias.
-Me lo he pasado muy bien con ellos; sois una familia encantadora… y tú la mujer más maravillosa que he conocido en mi vida. Has hecho que lamente tener que volver a España.
-Gracias de nuevo, eres muy galante; pero seguro que al día siguiente de llegar a Varadero ya te habrás consolado con otra y cuando llegues a España ya no te acordarás de mí.
-Magalys, tú no has sido una aventura; desde el primer momento conquistaste mi corazón. Lamento de verás no poder quedarme; espero que más adelante pueda demostrártelo… cuando vuelva a buscarte.
Me asombré a mí mismo al expresar estos sentimientos; recordé de pronto que a Alexia le había dicho más o menos lo mismo. La verdad es que estaba enamorado por igual de las dos y no sentía que les mintiera. Estaba realmente seducido por ambas mujeres.
Al terminar la cena continuamos la velada charlando en el mismo restaurante; estaba ya bien pasada la medianoche cuando la acompañé a su casa dando un paseo. Aunque apenas se veía un alma por la calle, al llegar cerca ella se soltó de mi mano. Entendí que no quisiera que nos vieran sus vecinos. Quedamos en vernos aquel lunes por la tarde y volver a la casa de la trova, en el que iba a ser mi último día en Santiago, ya que el martes tenía el vuelo que me alejaría de ella a primera hora de la mañana.
Por la mañana después de desayunar, tomé un taxi, un Chevrolet Impala del 59, con el que recorrí los lugares más emblemáticos de la ciudad. En el parque de San Juan contemplé el árbol de los deseos y el tronco que queda del árbol de la capitulación, en el monumento conmemorativo de la independencia de España. Fui al cementerio en el que se halla la tumba de José Martí, héroe cubano de la independencia; al cuartel de Moncada, que Fidel Castro intentó infructuosamente tomar, seis años antes del triunfo de la revolución. Acabé el tour en el museo Bacardí y de allí volví paseando al hotel Casa Granda. Comí y decidí darme una siesta para descansar del calor y del ajetreo sexual que llevaba desde que había llegado a la isla. A pesar de ello, ardía en deseos de volver a encontrarme con Magalys y hacerle el amor de nuevo.
Estaba tomándome un mojito en la terraza del hotel, cuando la vi llegar. Pidió un café con hielo y cuando se lo hubo tomado subimos a la habitación. Volvimos a hacer el amor; volvimos a ir a la casa de la trova, donde volvimos a bailar; volvimos a cenar juntos y a cada momento me enamoraba más de ella. Al despedirnos delante de su casa, le dije que me había devanado los sesos pensando qué podría regalarle, que le gustara y le hiciera falta a ella o a su familia, sin resultado. Así que le pedí que aceptara un obsequio en dólares y le entregué doscientos. Se mostró reacia a aceptarlos, pero finalmente logré convencerla y nos despedimos después de prometerle que volvería.
Al día siguiente por la mañana, tomé un avión para la Habana. Desde allí un mini-bus nos trasladó a mí y otros turistas a Varadero. Para quienes no hayáis estado allí, os diré que Varadero no tiene nada que ver con el resto de Cuba; o al menos era así en el año 2000. Era una gran lengua de tierra que se adentra en el Caribe convertida en un inmenso complejo hotelero, donde los cubanos de las escasas poblaciones cercanas, trabajaban como empleados, para satisfacer las necesidades de ocio de la legión de turistas que lo visitaban en cualquier época del año, gracias a la calidez de su clima. Y como no.… una multitud de mujeres jóvenes que se ofrecían a cambio de unos dólares, confirmando así lamentablemente la fama de la isla como objetivo del turismo sexual.
Durante tres días disfruté de una estupenda playa caribeña, la piscina del hotel, con sus espectáculos, bastantes mojitos, e incluso tuve una experiencia sexual con dos mujeres a la vez, que a decir verdad no fue tan placentera como esperaba. Es cierto que satisfice la curiosidad, pero decidí no repetir la experiencia, ya que me resulta mucho más satisfactorio y estimulante, la emoción de la conquista y si no hay amor, al menos necesito sentir un cierto afecto. El día de la partida, un taxi me recogió y me llevó al aeropuerto internacional de la Habana donde cogí el vuelo que me llevó de regreso a España.
Era a finales de mayo del 2000; como no iba a ser rico hasta el 17 de junio, me dediqué a hacer proyectos para modificar mi casa y el jardín en que iba a convertir la parcela. Una vez satisfecho con el resultado pedí un par de presupuestos. Estaba esperando la respuesta cuando llegó el día en que me convertí en millonario merced a una primitiva múltiple que me reportó unos beneficios de más de 1500 millones de pesetas libres de impuestos (en aquellos años el estado no se quedaba ningún porcentaje de los premios de las loterías y apuestas oficiales).
CAPÍTULO 7.- INMENSAMENTE RICO Y REGRESO A CUBA
Invertí parte del dinero en adquirir una pequeña inmobiliaria; me rodeé del adecuado grupo de buenos profesionales y me dediqué a la construcción y compra-venta de pisos y casas cerca de Barcelona. También le di un buen “pellizco” a mi ex mujer para que viviera holgadamente y pudiera darle una buena educación a mi hija.
Cuando llegó el primero de marzo de 2001, en que por segunda vez acerté una primitiva multimillonaria, la inmobiliaria había crecido y me daba importantes beneficios; los precios de los inmuebles subían a diario, todo se vendía con facilidad y el dinero invertido en construir se multiplicaba a la hora de vender.
En abril me tomé unas vacaciones y volví a Cuba. En la Habana regresé al Hotel Sevilla; no busqué ni me encontré con Alexia, pero si otras “distracciones” satisfactorias. Las mujeres cubanas además de cariñosas, tienen la maravillosa facultad de hacerte sentir el mejor amante del mundo; es extremadamente fácil “enamorarse” de ellas. En lugar de las excursiones y visitas guiadas de la primera vez, me dediqué a desplazarme andando o en taxi a los lugares de interés; a conversar con la gente interesante que me encontraba. Por suerte para mí, casi todo el mundo tenía tiempo y ganas de hablar; enseguida soltaban la lengua ante un visitante de la “madre patria”. Se podrían escribir un montón de novelas con la cantidad de vivencias que me contaron… y tal vez lo haga algún día. Estaba ansioso por volver a ver a Magalys. En el aeropuerto de Santiago me esperaba un coche de alquiler que había contratado por internet, porque tenía previsto recorrer la isla antes de finalizar mi estancia en Varadero. Una vez dejadas las maletas en el hotel Casa Granda me fui dando un paseo a su casa. Ella misma abrió la puerta, su sorpresa fue mayúscula, pero su recibimiento no fue tan cálido como yo esperaba. De pié en la misma puerta de su casa me contó que tenía novio desde hacía cuatro meses, un compañero de magisterio con el que tenían previsto casarse en menos de un año. Se me cayó el alma a los pies, se me partió el corazón. Ella se dio cuenta de mi tristeza y unas lágrimas se escaparon de sus hermosos ojos. Por unos momentos estuve tentado de decirle que lo abandonara, que yo me casaría con ella y seríamos felices para siempre. Algo en mi interior me aseguraba que, si se lo pedía ella aceptaría… pero mi conciencia me impidió decírselo. Probablemente debido al fracaso de mi primer matrimonio, se me hacía muy difícil hacerme a la idea de comprometerme de nuevo, así que saqué del bolsillo una pulsera de oro que le había comprado antes de emprender el viaje y le rogué que la aceptara. Nada más verla me dijo que no podía, que era un regalo muy caro, pero ante mi insistencia y después de asegurarle que me iban muy bien los negocios, aceptó que se la pusiera en la muñeca y a continuación me despedí de ella con un beso en la mejilla… y lágrimas en los ojos. Aún no llevaba andados cinco pasos cuando me llamó para invitarme a pasar a tomar un mojito.
Mientras los preparaba, le pregunté por su hijo y sus padres. Me dijo que estaban bien, que hacía pocos minutos habían salido a hacer una visita a los padres de su difunto marido… y que tardarían bastante en volver. Esto último me lo dijo levantando la vista de los mojitos y mirándome a los ojos. Mis intenciones de “portarme bien” se esfumaron ante aquella mirada. La cogí por la cintura, la atraje hacia mí y la besé apasionadamente en los labios. Nuestras lenguas se encontraron y mis manos ya recorrían con avidez su cuerpo buscando sus pechos y sus nalgas mientras sus brazos rodeaban mi cuello. Al poco recorrimos el corto trayecto de la cocina hasta su dormitorio desnudándonos mutuamente. Refrené mis ansias para poder tener una relación suficientemente larga y satisfactoria para ambos, porque sabía que iba a ser la última vez que haría el amor con ella. Al finalizar nos quedamos tumbados de lado, yo la abrazaba con mi pecho contra su espalda, mientras mis manos seguían recorriendo lentamente sus pechos, vientre, muslos y de vez en cuando mis dedos jugueteaban con su vagina. Ella se dejaba hacer en silencio.
Mientras hacíamos el amor, me había dado cuenta de que se había tatuado una M con sombra en la espalda, o quizás eran dos, una encima de otra. No había querido interrumpir el momento, pero ahora la curiosidad me obligó a preguntarle si era una o dos emes.
-A todos les digo que es la M de Magalys, pero mi intención verdadera es que fueran dos; la otra es por ti, Manuel. No logro entender cómo me enamoré de ti en tan poco tiempo, pero así fue… y aún ahora si me pidieras que me fuera contigo al fin del mundo, te seguiría dejándolo todo atrás.
Con lágrimas en los ojos le besé el tatuaje.
-Sabes que estoy divorciado y que tengo una hija. La única mujer que había conocido hasta que me divorcié fue la madre de mi hija, con la que empezamos a salir siendo muy jóvenes. Todavía no he saciado mis ansias de libertad. No me he hecho a la idea de volver a comprometerme, aunque tú haces que se tambalee mi decisión. Quizás has llegado demasiado pronto a mi vida y probablemente me arrepienta de no convertirte en mi mujer… pero ahora no puedo.
Le di un beso en el cuello, me levanté y salí de su casa y de su vida; probablemente para siempre.
Aquella tarde en la casa de la trova las canciones de amor me atacaban al corazón; tomé algún mojito de más, rechacé varias proposiciones sexuales y finalmente me fui a dormir con la esperanza de que el sueño aliviara mi pena.
Al día siguiente me dirigí con el coche alquilado a la gran roca, aproveché para recoger a gente que “hacía botella”, que es como denominan en Cuba a “hacer auto-stop”. La gente que recogí se mostró muy agradecida porque al parecer los pocos privilegiados que tenían vehículo estaban perdiendo la costumbre de recogerles y la mayoría se pasaban muchas horas esperando en la carretera.
La gran roca es una formación geológica espectacular desde donde se divisan unas vistas maravillosas de la sierra Maestra e incluso la ciudad de Santiago, cuando la niebla casi siempre presente no lo impide. Para llegar a la cima hay que ascender 452 escalones, rodeado por una exuberante vegetación que alberga una fauna exótica… y yo seguía sin sacarme a Magalys de la cabeza y el corazón. Al bajar de la gran roca decidí quedarme a comer en el restaurante que hay en su base.
Al terminar la comida me dirigí hacia la basílica de la virgen de la caridad del cobre, patrona de Cuba; situada al lado de una antigua mina del material que le da el nombre. Como está situada al oeste de Santiago volví a desandar el camino, recogiendo gente que hacían botella, entreteniéndome con sus anécdotas. El edificio, de estilo colonial, es precioso y las creencias de sus feligreses son una mezcla entre el catolicismo y la santería. Después de la visita volví a Santiago; la primera persona que recogí haciendo botella fue una preciosa mulata que se llamaba Laura, a la que me propuse seducir. No recogí a nadie más y mantuvimos una entretenida charla durante el trayecto. La chica no era muy culta, pero tenía una bonita cara y un cuerpo escultural. Me contó que, cuando surgía la oportunidad, actuaba como bailarina y cantante en alguno de los grupos de salsa que pululan por Santiago. Le pregunté si iba a actuar aquella tarde-noche en la casa de la trova; me contestó que no, que sólo iba a ver si le salía algún trabajo. Decidí que aquella preciosidad podría apagar la tristeza provocada por la pérdida de Magalys; soy de la opinión que un clavo saca otro clavo. No fue difícil convencerla de que aceptara asistir conmigo a las actuaciones; que me permitiera invitarla a un par de mojitos, a cenar… y que acabara durmiendo en mi cama después de una estupenda y prolongada sesión de sexo, cuyo precio habíamos previamente acordado en cincuenta dólares. A la mañana siguiente después de desayunar, volvimos a hacer uso de la cama y también por la tarde después de comer. Antes de salir del hotel para ir por última vez a la casa de la trova le entregué otros cien dólares. Laura estaba radiante y agradecida cuando salimos del hotel; caminábamos cogidos por la cintura y bastante acaramelados, cuando de pronto vi venir a Magalys. Iba cogida de la mano del que supongo sería su novio. La expresión de su rostro pasó en pocos instantes, de la sorpresa inicial al enfado y por fin a la tristeza. Nos cruzamos sin decirnos nada, como desconocidos y pensé que tal vez este encuentro sirviera para que me olvidara más fácilmente. Esta esperanza hizo que me alegrara por ella. Aunque no pude evitar sentir celos, siempre he creído en lo que dice una canción… “agua que no has de beber, déjala correr”.
Los componentes de uno de los grupos que actuaba, conocían a Laura y la invitaron a cantar con ellos; tenía una agradable voz, cantaba bien y se movía con desenvoltura y gracia por el escenario. Le ofrecieron unas actuaciones y grabar un disco con ellos. Me despedí de ella allí mismo; cené solo y me acosté temprano porque no quería salir tarde al día siguiente.
Tenía reservado un hotel en Camagüey, así que salí de Santiago en dirección a Bayamo donde hice mi primera escala; efectué una pequeña visita a pié por el centro de la ciudad, que me pareció muy bonita. Salí de allí y me dirigí a Holguín, donde comí; pero no supe encontrarle el encanto a la ciudad. A primera hora de la tarde salí hacia Camagüey, donde llegué antes del anochecer. El viaje no se me hizo pesado porque, desde la salida de Santiago y durante todo el trayecto estuve recogiendo gente que hacía botella, que con su charla me tuvieron entretenido. Me estaban esperando en el hotel Colón, un precioso edificio de estilo colonial en cuyo centro había un amplio patio repleto de exuberantes plantas. Después de dejar mis maletas en la habitación, fui a dar una vuelta, para cenar y disfrutar de la maravillosa cordialidad de los cubanos; que es mayor si cabe en las poblaciones no tan habituadas a los turistas, como la Habana o Santiago; además no sufres el agobio de los pedigüeños, habituales en estas dos ciudades. Tampoco hay las mismas facilidades para encontrar “compañía” femenina, así que por segunda noche consecutiva dormí sólo. Al día siguiente, después de un buen desayuno, me dirigí hacia Trinidad, pasando por Ciego de Ávila y Sancti Spíritus. No me detuve en ninguna de las dos poblaciones. Llegué a Trinidad a primera hora de la tarde y me detuve en la primera casa en la que vi un hombre en el pórtico, para preguntarle por el hotel Ancón, donde tenía hecha la reserva para tres noches; el personaje se llamaba Juan Carlos Acosta; resultó ser un submarinista que se había tenido que retirar por problemas en los oídos, con lo cual cobraba una pensión del estado, pese a su juventud. Aún podía bucear, aunque a poca profundidad y se dedicaba a pescar tortugas, disecarlas y vendérselas a guiris poco escrupulosos con el tema de la conservación; en vista de que no era mi caso, me ofreció también una comida a base de langosta (que él mismo pescaría) para el día siguiente; le pedí su teléfono y le dije que aquella misma tarde le llamaría para confirmárselo, en cuanto me hubiera organizado la estancia; finalmente me dio las indicaciones necesarias para llegar al hotel, que está situado al sur de Trinidad y junto a la costa. Después de registrarme y dejar la maleta en la habitación, bajé a la playa a darme un baño; allí conocí a una pareja de compatriotas; ella era una belleza morena de ojos azules, un poco entradita en carnes y pese a que ya estaba a punto de alcanzar los cincuenta, era una auténtica tentación; también se presentó una nativa escultural de unos veinticinco años, con la excusa de pedirnos un cigarrillo y se agregó al grupo con la excusa de servirnos de guía. Al final de la tarde empezamos a recorrer bares, tomando mojitos y saboreando la música con que nos deleitaban los diferentes grupos de músicos ambulantes que iban apareciendo allí donde parábamos a “refrescarnos”. Yo me iba conteniendo, pero mi paisano, estaba bebiendo como un cosaco. Después de la cena tuvimos que acostarlo, porque ya no se tenía en pié. Como todavía era temprano invité a las damas a un último trago; pensaba que mi paisana se quedaría con su marido, pero aceptó… y acabamos montando un “menage a trois” que acabó a las tres de la madrugada y me dejó hecho polvo en mi habitación; a la cubana le pagué cincuenta euros por sus servicios.
No me desperté hasta las once de la mañana; fui a dar una vuelta por Trinidad. La población era preciosa, la plaza colonial una hermosura; paseando por sus calles pasé por un mercado ambulante en el que se vendía artesanía, con precios más económicos que en La Habana. Comí en un paladar y volví al hotel a darme una siesta. Cuando me levanté, bajé a la playa y allí me encontré de nuevo con la pareja de compatriotas y mi amiga cubana; volvimos a recorrer los bares, pero esta vez Antonio, que así se llamaba mi paisano, se moderó con la bebida y acabé la noche con la única compañía de Lucía (la cubanita); eché de menos a Clara (mi paisana), pero ya me había dado su teléfono, para llamarla cuando volviera a casa.
A la mañana siguiente, fuimos en mi coche con Antonio y Clara a recorrer el espléndido parque natural de los Topes de Collantes, situado al noroeste, no lejos de Trinidad; aparcamos junto al mirador y allí Antonio propuso hacer una caminata (al parecer era muy aficionado a ellas); su mujer y yo intentamos convencerle de que era mejor hacer el recorrido en coche. Él me rogó que llevara a su mujer en el coche y volviera a recogerlo allí mismo al cabo de tres horas. No hubo manera de convencerle, así que Antonio se fue andando y Clara y yo nos fuimos en el coche. No disfruté mucho de las bellezas naturales del parque, pero pasé dos horas disfrutando del torneado cuerpo de ella como un poseso. Antes de volver al mirador, nos dimos un baño en uno de los estanques naturales del rio Caburní. Me contó que era la primera vez que le era infiel a su marido; que no se lo había planteado siquiera, pero que el ambiente de Cuba la había excitado; me consideraba un amante excepcional porque jamás había disfrutado tanto del sexo. Yo le contesté diciendo que el mérito no era mío sino de su excepcional belleza y atractivo. Ella me dijo que esperaría impaciente mi llamada cuando hubiéramos regresado a España.
Regresamos al mirador justo a las tres horas de la partida; Antonio llegó sudoroso y jadeante diez minutos más tarde. Antes de volver al hotel comimos juntos en un Paladar de Trinidad. Tenía previsto marcharme a primera hora de la mañana siguiente y antes de hacer la siesta me despedí de ellos. Aquella tarde volví a dar un paseo por la ciudad, cené, hice el equipaje y me acosté temprano… y sólo.
Al día siguiente, después de desayunar reemprendí el viaje. Antes del mediodía ya estaba en Santa Clara, donde me detuve un rato para darme una vuelta por el mausoleo del Ché; impresionante conjunto arquitectónico con una no menos impresionante escultura del mítico dirigente revolucionario, argentino de nacimiento, cubano de corazón e icono mundial.
Continué mi viaje hasta Varadero, donde tenía reservado hotel para los tres últimos días de estancia en Cuba. En esta estrecha y larga península plagada de hoteles pasé los dos días siguientes durmiendo, tomando el sol, bañándome en la playa y la piscina, comiendo, bebiendo y asistiendo al espectáculo nocturno que a diario ofrecía el hotel. Al tercer día hice la maleta, me recogió un taxi que me llevó a la Habana y tomé el vuelo de regreso a España.
Poco después de volver de Cuba, visto que los empleados que llevaban mis negocios inmobiliarios funcionaban bien sin mí, decidí aligerar mi carga de trabajo y dedicarme sólo a supervisarlos.
CAPÍTULO 8. – UN GRAN NEGOCIO
El director del banco con el que trabajaba, me puso en contacto con un asesor financiero que me explicó diversas maneras de pagar menos impuestos, unas legales y otras no tanto. Como resultado de mis averiguaciones decidí abrir una cuenta en Andorra, a la que periódicamente fui llevando el dinero “negro” que me proporcionaba el negocio inmobiliario. Por otro lado, creé una empresa fantasma en Panamá con la que estuve operando en bolsa. Mi inversión inicial no fue una gran cantidad, pero en tres años gané bastante dinero.
Los primeros meses del año 2004 terminé de construir inmuebles, cerré la empresa de construcción indemnizando por encima de lo que marcaba la ley a los empleados, que estuvieron muy contentos porque en aquellos tiempos no iban a tener problemas para encontrar trabajo inmediatamente y sólo mantuve la agencia de compra-venta. A todos mis empleados les avisé de que debían buscarse otros horizontes profesionales, ya que al año siguiente iba a estallar una crisis en el sector inmobiliario que arrastraría a muchas entidades financieras y provocaría graves consecuencias en toda la economía mundial. Al principio se mostraron incrédulos, dado que estábamos en un momento en el que se vendía todo y los precios aumentaban día a día. Les hablé de la burbuja inmobiliaria y les expuse los argumentos que daban algunos (escasos) expertos financieros a los que nadie escuchaba. Les prometí que cuando llegara el momento de cerrar la empresa les indemnizaría espléndidamente por sus servicios.
A finales de septiembre, siguiendo las instrucciones que me había dado yo mismo en el futuro, tomé un avión para ir a San Francisco, la ciudad de los Estados Unidos de América. Mi destino final era Silicón Valley, pero antes, en la ciudad del Golden Gate, me dirigí a un bufete de abogados para que redactaran el contrato, encontraran y me pusieran en contacto con los tres individuos que trabajaban en Pay Pal. Yo aportaría cien mil dólares y ellos crearían una plataforma en internet que se llamaría You Tube. Cada uno de nosotros tendría una cuarta parte y no se vendería hasta que el precio superara los mil seiscientos millones de dólares. El bufete de abogados hizo su trabajo a la perfección, redactaron el contrato del que hicieron cuatro copias y localizaron y me concertaron una cita con mis futuros socios (una barbacoa en casa de uno de ellos). A mis futuros socios, sólo les habían comunicado que un acaudalado empresario quería proponerles un negocio. Fui el último en llegar; era evidente que había llamado su atención. Les pareció bien la aportación económica, repartir los beneficios en cuatro partes iguales y la tarea que ellos tendrían que realizar; pero alucinaron primero y se rieron después cuando les comuniqué el precio a partir del cual podrían venderla. Mi seguridad en el éxito de la empresa les dio confianza y aceptaron sin ninguna objeción. Firmamos las cuatro copias del contrato. Para salvaguardar el anonimato que yo pretendía, mi parte estaba a nombre de mi empresa de Panamá.
Para los que no recordéis la historia, Google compró You Tube en noviembre de 2006 por 1.650 millones de dólares. Esta compra no provocó despidos de personal porque todos los empleados continuaron trabajando en la empresa, incluidos mis tres socios. El único que perdió su puesto en la empresa fui yo, pero los 400 millones de dólares que me correspondieron aliviaron mi “pena”.
El año anterior había estallado la crisis a nivel mundial, provocada por la voracidad y especulación bancaria, que iba a causar el empobrecimiento de una gran parte de las clases obrera y media a la vez que, el enriquecimiento aun mayor de los ricos que la habían provocado; crisis de la que me había escapado gracias al aviso que yo mismo me había dado en el futuro 2008.
Yo también me beneficié de la crisis, puesto que pude adquirir a buen precio las dos parcelas que lindaban con la mía y realizar a bajo coste, obras de remodelación de la casa y la enorme parcela que ahora la rodeaba. Tuve cuidado en dejar bien despejada la zona donde pronto iba a “aparecer” la máquina.
Desde que me deshice de la agencia de compra venta de inmuebles a finales de 2005 había dedicado mi tiempo libre, o sea, casi todo mi tiempo, a jugar al golf, mejorar mis conocimientos de informática e inglés y a trabajar el cuerpo en un gimnasio.
Ahora, una vez finalizadas las obras, el gimnasio lo tenía en casa, además de una piscina cubierta, otra exterior, sauna y muchos de los lujos que una fortuna de unos dos mil millones de euros puede proporcionar. No obstante, procuraba no hacer alardes de mi riqueza y generalmente me desplazaba en un utilitario de fabricación nacional; aunque en el amplio garaje y para cuando la ocasión lo requiriese, disponía de un Range Rover, un Mercedes de lujo, un Ferrari y una Harley Davidson espectacular.
A finales de enero de 2008, preparé meticulosamente el papel que me entregaría a mí mismo, con los nombres de mis tres antiguos socios y los números y las fechas de las dos primitivas que ya me habían tocado y esperé nervioso los pocos días que faltaban para el encuentro con mi yo más joven.
Por fin llegó la fecha y la hora. Aquella noche apenas dormí; a las diez en punto llegó la máquina. Ya sabes lector lo que vino a continuación; puse el papel en el dobladillo del pantalón descosido, llegó la segunda máquina con los propietarios y después de una breve charla se fueron.
Me quedé sólo y con una extraña sensación de vacío. Me di cuenta de que, por primera vez en ocho años, no tenía planes para el futuro. Me preparé un cortado y empecé a pensar, en qué podría invertir mi tiempo y mis millones. No tenía ni idea de hasta cuando iba a durar la crisis que estaba hundiendo empresas y enviando al paro y la miseria a cientos de miles de trabajadores. Era mi cuarenta y cinco cumpleaños y aparte de mi ex mujer y mi hija no tenía vínculos emocionales con nadie.
CAPÍTULO 9. –MI NUEVO SOCIO
En estas cavilaciones andaba cuando de pronto, quince minutos después de haberse marchado mis visitantes del tiempo, volví a oír el característico zumbido. Salí de la casa y me sorprendí al ver de nuevo la esfera. El que me había parecido el jefe salía de la máquina, esta vez solo y sin armas. Con una sonrisa se acercó y me pidió que entráramos a hablar.
Le invité a tomar algo y me dijo que tomaría lo mismo que yo. No salía de mi asombro y no tenía ni idea de qué motivos podrían traer de vuelta al viajero, mientras le preparaba el desayuno. Por fin nos sentamos a la mesa de la cocina y fue él quien tomó la palabra.
-Mi nombre es James Brown, soy capitán de la armada de los Estados Unidos… o mejor dicho lo seré, o lo era en el año 2060.
-Yo me llamo Manuel Soler. Y no tengo ni idea de porqué está usted aquí.
-Verá Sr. Soler, más tarde le explicaré mis motivos; pero resumiendo le diré que me he llevado la máquina del tiempo y que, entre las medidas que he tomado y la situación política y social de mi país, no creo que nadie la busque.
- ¿Por qué ha venido a buscarme a mí?
- No quisiera tener la responsabilidad de ser el propietario exclusivo de la máquina, aunque si no encuentro el socio adecuado, no tendré otro remedio. Sus coordenadas estaban en el ordenador; por lo que vi en su casa me pareció que tenía usted medios económicos suficientes; además, a pesar del poco tiempo que compartimos, creo que es una persona de la que me puedo fiar.
- En principio podría empezar explicándome los motivos por los que se llevó la máquina y qué espera de mí. A continuación, yo me someteré a cuantas preguntas quiera usted hacerme.
- Me parece perfecto. Verás Manuel, la máquina del tiempo fue inventada hace dos años; perdón; en el 2058; o sea dentro de cincuenta años, por un laboratorio de la armada, que diseñaba y construía prototipos de armas, combustibles y cualquier tipo de maquinaria de guerra. Disponíamos de grandes presupuestos, una gran instalación con los mejores equipos y bastantes de los mejores científicos, informáticos e ingenieros de la época. Por otro lado, la democracia es teórica. Es verdad que los dirigentes políticos de casi todos los países del mundo son elegidos por el pueblo, pero están en manos de las grandes corporaciones económicas… y de los jefes religiosos musulmanes y cristianos. Nuestros viajes fueron secretos durante un tiempo; pero hubo una filtración y todos los líderes religiosos, tanto cristianos como musulmanes, exigieron la anulación de los viajes y el desmantelamiento de las instalaciones. Alegaban que no se podía permitir que se cambiara el pasado, cosa que inevitablemente sucedería más tarde o más temprano si seguían realizándose incursiones; aunque yo creo que más bien era el temor a que se descubrieran las desviaciones que ambas religiones habían realizado respecto a la idea original de sus fundadores. Imagínate la pérdida de poder de los líderes religiosos si lográramos traer una filmación con los hechos y las palabras reales de Jesucristo o Mahoma. Así que para asegurarse que realmente se cancelaba el proyecto, tan pronto hubieron logrado que el congreso aprobara el desmantelamiento, organizaron tumultos que acabaron con el asalto de las instalaciones por una masa de radicales de ambas religiones, con el fin de destruirlo todo. El personal de seguridad, recibió órdenes de no emplear la fuerza contra los asaltantes y todos los científicos y trabajadores de la instalación huyeron ante la turba que se les venía encima. Por suerte la base estaba alejada de las ciudades importantes y el personal tuvo tiempo de preparar la huida; y yo de cargar todo lo que creí oportuno, en una de las tres máquinas que disponíamos, suprimir el sistema que permitía rastrear su actividad y viajar a cinco días más tarde de los altercados. Las noticias que salieron, daban cuenta de que la base había sido arrasada por los asaltantes y que en el transcurso de la destrucción y a causa de la imprudencia ciega y la ignorancia de los mismos, se habían producido varias explosiones accidentales que habían causado la muerte de veintisiete manifestantes y heridas a otro centenar largo. Respecto al personal de la base, informaban que todos iban a ser redistribuidos a otras instalaciones militares, con una única excepción; la mía. Me daban por desaparecido y me suponían enterrado bajo el enorme montón de escombros en que la habían dejado convertida. Así que tenía un “juguete” fantástico, que me permitiría vivir los momentos más importantes de la historia, pasar tiempo en lugares y épocas maravillosos. Pero pensé que dados los peligros que sin duda iba a correr, sería conveniente tener una base y un compañero; después de meditarlo pensé en ti. Me pareciste sensato, atlético, rico, solitario… y de fiar.
- Gracias James; precisamente estaba pensando en que iba a hacer con el resto de mi vida y la fortuna que he conseguido en los últimos ocho años gracias al encuentro accidental con la máquina. Estoy divorciado y tengo una hija que vive con mi ex mujer a las que he arreglado la vida también; así que estoy más que dispuesto a compartir contigo mi casa y mi fortuna… y ser tu compañero de aventuras. Por cierto, ¿has dejado familia en tu tiempo?
- No. He estado casado, pero me divorcié al poco tiempo; no habíamos tenido hijos.
Le enseñé la casa y el terreno que la rodeaba, mientras hablábamos de que deberíamos conseguirle una identidad y cómo hacerlo. Por suerte, entre mis conocidos del golf había un alto responsable de la policía, demasiado aficionado a los juegos de cartas, con un sentido ético bastante flexible (por decirlo con delicadeza), que por un buen puñado de euros nos proporcionó la identidad de un fallecido reciente, que no tenía familia ni antecedentes y al que “resucitó” en la persona de mi amigo, que pasó a llamarse Pedro López García. El precio fue caro, pero el servicio excelente; no solamente proporcionó el D.N.I. y el pasaporte, sino además el permiso de conducir y el carnet de la seguridad social. La explicación que nos inventamos para justificar su deficiente conocimiento del idioma español, fue que había vivido desde pequeño en los Estados Unidos, de donde había vuelto recientemente.
Durante el tiempo en que mi “amigo” el policía estuvo ocupado en proporcionar la nueva identidad de James, éste aprovechó para adiestrarme en el manejo de las armas y de los dos trajes de protección que había traído. El traje se ajustaba al cuerpo como un guante, el tejido era térmico y antibalas, además se complementaba con unas botas y guantes del mismo material; pero lo que más me asombró fue el casco integral, un poco grande pero ligero, cuya visera proporcionaba a elección del que lo llevaba, visión nocturna y de infrarrojos, además contaba con un sistema de comunicación entre los dos cascos y un sistema de traducción del inglés al idioma (moderno o antiguo) que se eligiera. Para ello sólo había que cargarlo en el ordenador de la nave y lo que yo dijera en inglés saldría del casco en el idioma elegido y lo que me dijeran en este idioma, yo lo oiría en inglés. Entre los idiomas que podían cargarse, además de casi todos los actuales, estaban el latín, griego, hebreo, árabe y chino, aunque según me comentó mi socio, en el caso de los idiomas antiguos, me limitara a expresiones simples y cortas; porque con toda seguridad la fiabilidad del traductor era limitada por las variaciones sufridas a lo largo de los siglos y por las variaciones que los idiomas sufrían entre unas regiones y otras. Me mostró también un pequeño artilugio, compuesto de auricular, altavoz y micrófono, que sustituía al traductor del casco y podía esconderse, tapándose una oreja y el cuello. Las armas eran una maravilla; había dos pistolas aturdidoras que disparaban unos pequeños dardos sin hacer ruido y tenían un alcance de cincuenta metros, cada cargador contenía cien dardos que dejaban inconsciente una media hora. Las ametralladoras también eran una maravilla, distintas a las de esta época, sin apenas retroceso, muy poco ruidosas, ligeras, con munición pequeña, pero tremendamente destructiva y podía disparar tiro a tiro o a ráfagas. El arsenal se completaba con un centenar de granadas y un par de fusiles con balas “normales” que tenían un alcance de más de dos mil metros y una mira telescópica que ajustaba la altura automáticamente en función de la distancia del objetivo.
Además del arsenal, James, o Pedro como lo llamaré a partir de ahora, había cargado diez cilindros de combustible extra, lo que añadía unos cuantos “viajes” a los que permitían los veinte incorporados al depósito de la nave.
También tuvimos tiempo de construir un cobertizo abatible para esconderla a la vista, tanto de posibles visitas como aérea; compramos un coche con cambio automático para Pedro y charlamos largamente sobre nuestras creencias, filosofía y opiniones para conocernos.
- Mira compañero: Soy ateo, sin la más mínima duda. Creo que dios es la mayor mentira de la historia de la humanidad. Puedo entender que la gente fuera creyente mientras la ignorancia era la tónica general, pero no a partir de finales del siglo veinte, cuando la cultura, a pesar de los esfuerzos de los dirigentes, ya está al alcance de casi todos (al menos en los países industrializados). Hace siglos quedó demostrado que la tierra no es plana, ni el centro del universo; más recientemente ha quedado demostrado de forma innegable que la historia de la creación de la biblia es un cuento que no se creen ni los curas. Si piensas un poco, es inconcebible la idea de un dios creador; al menos para alguien con dos dedos de frente; aun así, una gran parte de la gente culta dice creer que hay algo… A mí me revienta, pero es evidente que hay interés en que las religiones sigan captando acólitos, porque conviene que el pueblo llano siga creyendo; en primer lugar a los que viven de los creyentes, o sea toda la jerarquía religiosa, después a los que detentan el poder económico (tú fíjate que todas las religiones mayoritarias premian la mansedumbre, la docilidad y la pobreza… pero en la otra vida) y luego están los perros guardianes de los amos del dinero… los políticos, que a cambio de un trozo de pastel engañan al pueblo que les ha colocado para dirigir el país que sea. Y no solamente eso, sino que, en todos los siglos de existencia de la humanidad, los mayores crímenes contra ella misma, las mayores aberraciones, se han cometido en nombre de dios. Estoy seguro que si dios existiera se habría cepillado sin misericordia a los que se denominan sus representantes. En segundo lugar, la excusa para cometer crímenes contra la especie humana ha sido la patria. Y en los últimos tiempos los yanquis os habéis buscado otra: la libertad y la seguridad. Pero desengáñate amigo, todas las matanzas son por el poder y el dinero, o si lo prefieres por el poder del dinero. Y que yo recuerde, hasta ahora sólo ha habido cuatro intentos loables de acabar con este deleznable sistema: la rebelión de los esclavos en Roma, si realmente sucedió; la revolución francesa, la revolución bolchevique en la Rusia de los zares y la revolución cubana. Lamentablemente es evidente que el poder corrompe y sus dirigentes han acabado traicionando los ideales de libertad, igualdad y fraternidad.
- ¿Así que eres comunista Manuel? ¿Quién lo iba a decir con lo rico que eres?
- No Pedro; no soy comunista. Creo en la economía de mercado; pienso que es lógico y natural que, quien sea más listo, tenga más inventiva, sea más trabajador, o se arriesga y monta una empresa, gane más. Pero los gobiernos y la justicia deben velar para que los ricos o poderosos no abusen de los débiles, explotándolos hasta convertirlos en casi esclavos, gracias a las condiciones socio-económicas que ellos mismos provocan, e impedir a los que manejan el dinero, que especulen y dicten las normas. No puede ser que un puñado de dinero, dé más beneficios que el trabajo de un año de un obrero. Debe haber justicia social con los débiles y disminuidos; aunque la clase obrera me ha decepcionado. Deberían haber hecho otra revolución como la francesa y pasar por la guillotina a los grandes banqueros y sus esbirros los políticos. ¡Ah! y también debemos conservar el planeta para que puedan vivir en él las futuras generaciones.
- Bueno, estoy de acuerdo contigo en la mayoría de tus creencias y opiniones; aunque no sea tan radical en lo de cortar cabezas, ni esté convencido como tú de que Dios no existe.
- ¿Han cambiado las cosas en tu época?, ¿los políticos sirven a los votantes o se siguen sirviendo de ellos?, ¿No son los grandes bancos y sociedades financieras los que dirigen el destino del mundo?
- La verdad es que no ha variado mucho, aunque en mi época los políticos tienen que lidiar con los dirigentes religiosos… que también están al servicio de la oligarquía bancaria-financiera.
CAPÍTULO 10. - TENOCHTITLAN; LA NOCHE TRISTE
Aunque aún no teníamos planeado a donde ir, sí que teníamos claro, que íbamos a necesitar dinero de la época. Pedro me dijo que, en los anteriores viajes, llevaban pequeños lingotes y varias bolsas con pepitas de oro, además de unos cuantos diamantes y piedras preciosas. Teníamos la opción de ir a comprar todo esto a alguna joyería, pero se me ocurrió que podríamos empezar viajando a la noche triste, el 30 de junio de 1520, en la que los españoles después de la muerte de Moctezuma, intentaron salir de Tenochtitlan, capital del imperio azteca, cargados con un fabuloso tesoro; fueron sorprendidos por los guerreros aztecas y no solamente perdieron el tesoro, sino que además fueron casi exterminados. Era lógico pensar que aprovechando la confusión podríamos apoderarnos de muchas piezas de oro y joyas. Teníamos a favor que sería de noche y según la historia llovía; nuestros cascos de visión nocturna y nuestras armas nos daban una gran ventaja. Los inconvenientes eran que la antigua capital azteca, situada donde hoy en día está la ciudad de México, era una isla del lago Texcoco, unida a tierra firme por varias calzadas construidas sobre barcas; esto dificultaba la localización exacta de la calzada a Tacuba, donde tuvo lugar la batalla y nos obligaría probablemente a una larga caminata y la obligación de utilizar una barca para poder trasladar una gran caja cargada de oro y joyas. Por suerte, el potentísimo ordenador de la nave tenía unos planos excelentes en los que aparecían las coordenadas, la precisión de las cuales nos permitiría dejarla en la orilla con una precisión no superior a dos metros. Decidimos que lo mejor sería comprar una lancha Zodiac negra con remos y un motor fuera borda, pese a que correríamos el riesgo de que alguna lanza o flecha la deshinchara. Estábamos ya a principios de verano del 2008; salimos un par de veces al mar para entrenarnos y comprobar el correcto funcionamiento de la lancha y el motor. Para que no tuviera que depender de mi dinero y justificar sus ingresos, aprovechamos que en el ordenador de la nave había una completa colección digitalizada de los principales periódicos mundiales desde el año 2000 hasta el 2060, lo cual nos permitió enriquecer a mi socio con algunas apuestas y a ambos invertir en acciones y empresas que en breve subirían extraordinariamente de valor. En poco tiempo Pedro dispuso de una pequeña fortuna; habíamos trabado una buena amistad, disfrutábamos haciendo gimnasia y jugando al golf; gracias a mis observaciones, él mejoró su hándicap y me correspondió entrenándome en defensa personal y el manejo de las armas. Para no gastar los proyectiles paralizantes del arsenal de la nave, nos habíamos hecho socios de un club de tiro y allí me adiestró en el manejo de pistolas. Después de practicar con las pesadas y ruidosas armas actuales, la del futuro resultó extraordinariamente ligera y manejable. Cuando mi compañero consideró que yo había completado con éxito el aprendizaje, decidimos iniciar nuestra primera misión. Partimos una lluviosa noche de otoño para que el ruido del despegue pasara inadvertido entre los truenos.
Aterrizamos al final de la tarde del 30 de junio de 1520 en plena selva; rodeados de árboles y una frondosa vegetación que ocultaba completamente la esfera de tal forma que, alguien podría pasar a diez metros de ella y no verla; a unos veinte metros de la orilla del lago, aproximadamente un kilómetro al norte del lugar donde la calzada sobre el lago a Tacuba llegaba a tierra firme. Con un machete despejamos un estrecho caminito hasta el agua. Ya había oscurecido cuando hinchamos la Zodiac y montamos el motor. Comimos unas barritas energéticas y montamos guardia con prismáticos de visión nocturna, a la espera de que los españoles salieran de la ciudad de Tenochtitlán. Empezó a llover y ya hacía un buen rato que no se veía el movimiento de ninguna canoa en el lago, ni de indígenas en la ciudad. Nos pusimos los cascos en modo visión nocturna y comprobamos que los comunicadores funcionaban perfectamente. Verificamos las pistolas que llevábamos al cinto con cinco cargadores de reserva y cinco granadas cada uno, también las ametralladoras que habíamos decidido no usar, salvo en caso de extrema necesidad y descansaban en el fondo de la barca con diez cargadores extra.
Pasada la media noche, las horas de espera inactiva empezaban a ponernos nerviosos, cuando desde detrás de un edificio empezaron a aparecer figuras por la calzada que caminaban sigilosamente en medio de la lluvia y la oscuridad. Pedro se extrañó porque parecían indígenas y no conquistadores españoles. Le comenté que debían ser indios chlaxcaltecas, aliados de los conquistadores. Al primer grupo de indios le siguió un nutrido grupo de hombres con armaduras, unos a caballo, otros a pié entremezclados con muchos más indígenas.
Echamos la Zodiac al agua, nos pusimos los cascos y lentamente a golpe de remos empezamos a dirigirnos al punto de la ciudad donde empezaba la calzada sobre el agua.
Aún estábamos a un kilómetro de distancia cuando entre la comitiva de los que huían aparecieron varios carros, que debían contener los arcones repletos del oro y las joyas que los conquistadores pretendían llevarse. Casi en el mismo momento la columna de los fugitivos pareció detenerse por un instante y mirar atrás, para a continuación apretar el paso. Empezaron a aparecer por toda la ciudad siluetas con antorchas, lanzas, arcos y machetes, que se lanzaban contra la columna que huía. Los primeros en llegar a ella fueron abatidos fácilmente, pero mientras la columna avanzaba, aparecían más y más guerreros aztecas, no solamente a pié sino también a bordo de canoas, desde las que lanzaban lluvias de flechas a los que huían por la calzada. La retaguardia de los que huían no había llegado a la mitad del camino de barcas cuando fue masacrada. Muchos de sus integrantes no murieron por el efecto de las flechas sino porque llevaban entre sus ropas piezas de oro y plata y al caer al agua se ahogaron. Nos mantuvimos al margen de la batalla gracias a la lluvia y la oscuridad reinante y llegamos al principio de la calzada cuando la batalla ya se desarrollaba en el centro, donde estaban los carros cargados de oro. La pelea era atroz, los gritos de dolor espeluznantes; la sangre y los cadáveres alfombraban la calzada. Muchos hombres y varios carros con sus caballos cayeron con su valiosísima carga al lago y fueron tragados por las aguas. Mientras la vanguardia de los que huían ya había alcanzado la tierra firme al extremo opuesto de la calzada donde estábamos nosotros y eran perseguidos por los aztecas, un pequeño grupo de éstos, capturó cuatro carros que no habían caído al lago y volvía a la ciudad con su carga.
Los tres primeros, iban tirados por los mismos caballos que pretendían sacarlos y llevaban una escolta de cinco o seis guerreros cada uno; pero el último, cuyos caballos debían haber muerto en la batalla, volvía arrastrado por cuatro guerreros con otros tres de escolta; además avanzaba mucho más despacio que los primeros.
Permanecimos agazapados en la oscuridad hasta después de que el tercer carro pasó delante nuestro sin vernos, en dirección al templo. Cuando llegó el que iba tirado por indígenas salimos de nuestro escondite disparando nuestras silenciosas pistolas de dardos, empezando por los tres de la escolta. Los cuatro que tiraban del carro, iban desarmados y salieron corriendo, dando gritos de alarma. Por suerte estaban bastante rezagados del resto. Mientras abríamos la tapa de uno de los baúles del carro para inspeccionarlo y nos deslumbraban el oro y las joyas que en él había, dos de los escoltas del carro precedente se acercaban corriendo, gritando y blandiendo sendos machetes. Pedro abatió a uno con dos disparos, yo necesité cuatro para abatir al otro. Cogimos entre los dos el baúl que pesaba unos ochenta kilos y lo llevamos a la Zodiac. Se acercaban más guerreros, unos procedentes de la calzada y otros de la ciudad; la mayoría iban con machetes, pero había algunos con arcos y otros con lanzas. Mientras yo ponía en marcha el motor de la Zodiac, Pedro lanzó un par de granadas. No llegó a darle a ningún grupo de guerreros, pero el ruido y la onda expansiva de las explosiones derribó a los que estaban más cerca y frenó en seco al resto. Cuando pudieron reaccionar ya estábamos lejos y pese a que un par de ellos dispararon dos flechas al azar, ni siquiera cayeron cerca. A continuación, mis pensamientos pasaron de los aztecas a encontrar la ruta para volver a la nave y me alarmé al pensar que podríamos tardar mucho en dar con ella a causa de la lluvia y la oscuridad. Le comuniqué mi inquietud a Pedro, que se echó a reír.
- ¿Ves ese círculo con un punto a las once en la visera? Ponlo a las doce e iremos directamente a la esfera.
No me había dado cuenta porque había estado mirando a través de la visera, pero al fijarme en ella los vi. Giré un poco hacia la derecha y el punto se desplazó a las diez, rectifiqué y giré a la izquierda hasta que el punto se colocó a las doce. Me acostumbré pronto a mirar a lo lejos y ver la marca en la visera. Reduje la velocidad cuando nos acercamos a la orilla. Ya en tierra firme trasladamos el cofre a duras penas hasta la nave, después volvimos a la Zodiac para desmontar el motor y deshincharla. Mientras hacíamos esto, íbamos observando el lago por si alguna canoa con aztecas nos seguía. Por suerte no había ninguna actividad en las cercanías y poca en la calzada, que un rato antes había sido el lugar donde había tenido lugar una sangrienta y encarnizada batalla, en la que, según los historiadores, perdieron la vida más de ochocientos conquistadores y casi la totalidad de sus aliados chlaxcaltecas.
Volvimos a casa con nuestra valiosísima carga el mismo día, quince minutos más tarde de la hora que habíamos salido, al amparo de la oscuridad y la tormenta. Trasladamos el arcón con el tesoro azteca de la nave a casa; una vez allí nos deleitamos con la visión de la riqueza y hermosura de las piezas. Había colgantes, anillos, collares, brazaletes, máscaras, vasos, animales y figuras de sus dioses, algunos de oro puro y otros con incrustaciones de plata, jade y turquesas, también unos pequeños lingotes que quizás ya habían fundido los españoles. Como había suficientes para proporcionarnos un buen puñado de billetes, decidimos no fundir las piezas que habíamos traído y eso que habíamos comprado un equipo completo para realizar la tarea: crisoles para fundir, tenazas para manipularlos, soplete oxiacetilénico y las bombonas correspondientes, moldes para dar forma a los lingotes, guantes, delantales y viseras resistentes al calor, fundente (mezcla de bórax y carbonato de sodio) para limpiar las impurezas que pudiera contener el oro, también habíamos preparado en un rincón del garaje una mesa y una esquina de la pared protegidos con ladrillos refractarios.
CAPÍTULO 11. – PREPARATIVOS DEL NUEVO VIAJE
También tomamos la decisión de comprar una finca rustica grande y apartada de los núcleos de población importantes para no alertar a nadie, con los estruendos que provocaba la aparición de nuestro vehículo temporal. Una vez adquirida, la vallamos y preparamos el hangar de la nave y la casa con un sistema de alarma dotado de elementos disuasorios que nos permitieran desde la distancia, ahuyentar a cualquiera que intentara entrar en la finca. Hicimos construir un pequeño campo de tiro para practicar con las armas que pretendíamos adquirir para posibles futuros viajes. Mientras efectuábamos estas labores, nos pusimos a planear nuestro siguiente viaje.
Debido a la nostalgia que sentía desde mis viajes a Cuba del 2000 y 2001, sugerí a Pedro volver a la isla en el mes de abril del 1956, porque los primeros combates de la revolución empezaron en enero del 57. En aquellos tiempos, la Habana era un hervidero de políticos corruptos, caciques desaprensivos, yanquis del mundo de las artes y la farándula, mafiosos y turistas que acudían a la ciudad atraídos por la diversión de todo tipo y a bajo coste que ofrecían sus casinos, cabarets y hoteles. Era notoria la calidad de su ron, tabaco, cocaína y otras drogas duras, la calidez de sus bailes y música, por no hablar de la complacencia de las señoritas de vida alegre. Suponíamos que no tendríamos ningún problema en cambiar los lingotes de oro por dólares o pesos cubanos; el problema principal estaba en conseguir dos pasaportes de los años 50. Se me ocurrió que podríamos conseguir los pasaportes y algunos dólares antiguos mediante páginas de coleccionistas de Google y así fue, aunque nos costó varias semanas conseguir los dos pasaportes. Uno de ellos tenía el visado de entrada y salida de Cuba del año 55. Con una goma de borrar hice un molde del sello.
También le propuse la posibilidad de ir a los Ángeles, una vez finalizada la segunda guerra mundial y disfrutar de las juergas que había en Hollywood.
- Recuerdo noticias de grandes juergas con artistas o aspirantes a actrices; chicas hermosas que estaban dispuestas a todo, con tal de conseguir un papel en una de las muchas películas que se rodaban en aquella época. ¿Qué te parece si le hacemos un regalo de alguna estatuilla de oro a algún director o productor para que nos invite a alguna de sus juergas?
- Verás Manuel, no me seduce la idea de viajar al pasado para corrernos una juerga sexual. Eso podemos hacerlo hoy en día aquí o yéndonos de vacaciones a cualquiera de los destinos sexuales que existen; el viaje al pasado debería aportarnos vivencias imposibles de realizar actualmente.
- Tengo que darte la razón Pedro, aunque me hubiera gustado tener un encuentro sexual con una joven aspirante a actriz llamada Norma Jean, que después se haría mundialmente famosa como Marilyn Monroe, ¿has oído hablar de ella o visto alguna película?
- Me suena el nombre, pero jamás he visto ninguna película ni reportaje de ella.
Con la ayuda de internet le mostré a mi socio fotos y fragmentos de películas de Marilyn; quedó seducido por su belleza, pero decidimos no viajar a Hollywood.
- Pedro, ¿Qué te parece viajar al antiguo Egipto y conseguir algunas antigüedades?, aunque no veo cómo podríamos mezclarnos con ellos y vivir allí una temporada sin conocer el idioma y sin correr excesivos riesgos. Ni siquiera haciéndonos pasar por mercaderes extranjeros. Tal vez sería más fácil ir allí entre 1810 y 1815, podríamos conseguir antigüedades y papiros con un poco de oro.
- Si vamos a la época de los faraones, no conseguiremos antigüedades ya que, al traerlas al presente, no habrá transcurrido el tiempo para ellas. En cambio, sí que habrá pasado si vamos en 1810; además no levantaremos sospechas ya que muchos europeos fueron allí en esa época para satisfacer la demanda de objetos que se desató al publicarse los trabajos de los científicos que acompañaron a Napoleón en su campaña militar… pero lo que siempre he deseado es ir a vivir una temporada como trampero a las montañas Rocosas, cerca del parque de Yellowstone en la época de la conquista del oeste. ¿Qué te parece si el próximo viaje es ahí?
- Verás… yo soy más de playas tropicales que de montañas nevadas, pero ¿quién no ha soñado con vivir una aventura en el salvaje oeste? Aunque supongo que llevaremos los trajes térmicos, ¿verdad? Y antes deberemos aprender a montar a caballo. Al menos yo, que no he montado nunca. ¿Y tú?
- Yo un poco, pero me irá bien practicar.
Estaban cerca las navidades de 2008 y decidimos que después de reyes haríamos prácticas intensivas en una hípica que había cerca de casa. Aproveché las comidas que en estas fechas es costumbre celebrar con la familia y antiguos compañeros de trabajo para presentarles a Pedro. Él no había vivido nunca este tipo de celebraciones y se lo pasó en grande.
También contacté con mi amigo, el alto responsable de la policía, para que me asesorara sobre qué trámites debería hacer y cómo conseguir un par de rifles AK 104 con culata plegable y mira telescópica (es una versión moderna del famoso AK47) y dos pistolas Smith & Wesson 1911 con un montón de munición. Me informó que no era posible tener rifles automáticos ni de calibre 7,62 legalmente; pero me dejó entrever que todo se podía conseguir con dinero. Le pregunté si él sabía cómo conseguir las armas y le dejé claro que estaba dispuesto a compensarle por su ayuda. Finalmente acordamos que él mismo me las conseguiría a cambio de 30.000 euros. Me pidió diez mil por adelantado y el resto a la entrega del material, que calculaba conseguir antes de finales de enero. Pedro y yo compramos en una armería, dos cuchillos Aitor Jungle King negros, unos potentes binoculares y un catalejo de visión nocturna.
CAPÍTULO 12. – LAS ROCOSAS, AÑO 1845
Por internet adquirimos dos sombreros Stetson de segunda mano, cantimploras, abrigos, guantes y mochilas que no llamaran la atención en el antiguo oeste, un par de chalecos de combate, botas y pantalones militares, dos sacos de dormir de alta montaña y una tienda de campaña de camuflaje para la máquina, ya que habíamos decidido dejarla escondida y efectuar nuestro viaje de exploración a caballo.
Cuando por fin acabaron las fiestas y durante un mes estuvimos montando a caballo a diario. Con lo que no contaba, es que tuve que darme unas sesiones de masaje, para aliviar las molestias que el aprendizaje me ocasionó. Antes de que finalizara enero recibimos las armas; eran tan nuevas que aún venían en su embalaje original. Mientras le pagaba lo acordado, mi “amigo” policía nos recomendó cuidado y discreción. Quise tranquilizarle diciéndole que las guardaríamos donde nadie pudiera encontrarlas y sólo las usaríamos para practicar en una finca rústica que teníamos en un lugar apartado de núcleos de población; además le juramos que, en el improbable caso de que nos descubrieran, jamás revelaríamos quien nos las había proporcionado.
A mitad de febrero del 2009, hicimos los últimos preparativos para el viaje; nos aprovisionamos de dos botiquines de expedición, muchas barritas energéticas, varios encendedores, dos potentes linternas y varias baterías de repuesto; aunque con la intención de usarlos sólo en caso de extrema necesidad, ya que queríamos hacer el viaje en las condiciones lo más parecidas posibles, a las que tuvieron que enfrentarse los exploradores de la época. Eso sí, nos habíamos equipado con un mapa de Wyoming y un sextante con horizonte artificial, que afortunadamente Pedro sabía manejar para establecer nuestra posición. Para hacer fuego pensábamos usar los encendedores. Cargamos las armas y los accesorios que íbamos a llevarnos en la nave, cogimos varios pequeños lingotes, algunas monedas de oro y piedras preciosas del tesoro azteca y nos desplazamos a la finca rústica; Pedro en la máquina del tiempo y yo en el todoterreno. Una vez allí hicimos prácticas de tiro con los rifles y las pistolas, hasta ajustar a la perfección las miras telescópicas, las alzas y los puntos de mira. Al final conseguimos acertar a una lata de refrescos a doscientos metros. Por la noche nos familiarizamos con el catalejo de visión nocturna, revisamos el botiquín, los accesorios con los que iban equipados los cuchillos y decidimos qué artículos íbamos a llevar en el chaleco y cuales en la mochila.
A la mañana siguiente, mientras nos enfundábamos en los trajes térmicos-antibalas que Pedro había traído del futuro, me avisó de que, aunque las flechas o balas no los perforarían, no nos librarían de que el impacto no causara algún hematoma o rotura de huesos, si era lo suficientemente fuerte. Colocamos en los chalecos las pistolas con tres cargadores suplementarios, otros tres cargadores para los rifles, así como un puñado de monedas de oro, piedras preciosas, el mapa y dos encendedores; pero decidimos no ponérnoslos hasta llegar a nuestro destino. Nos pusimos los pantalones, de cuyo cinturón colgamos los cuchillos y por último las botas militares. En las mochilas colocamos los binoculares y el catalejo de visión nocturna, las cantimploras con agua, los guantes, más monedas y algunos lingotes, así como los fusiles AK 104 con la culata plegada amén de unas cajas extras de munición; también, en una bolsa que pretendíamos usar poco, los botiquines de expedición, las linternas y las baterías. Decidimos prescindir de los sacos de dormir porque, aunque no pesaban, sí que hacían mucho bulto.
Además del equipaje descrito, cargamos en la nave la tienda de camuflaje con la que la cubriríamos, los abrigos y sombreros.
Antes de partir, registramos la hora para volver una hora más tarde de nuestra salida; llevábamos barba de una semana y emprendimos el viaje. “Viajamos” al amanecer de un día de finales de la primavera de 1845 a unos diez kilómetros al sur de lo que actualmente se conoce como Fort Bridger, en el extremo sudoeste del estado de Wyoming; en una ladera boscosa, a pocos cientos de metros del margen derecho del rio Blacks Fork. Elegimos el lugar porque allí dos años antes, Jim Bridger y su socio Luis Vásquez habían construido un puesto comercial, para satisfacer las necesidades de los buscadores de oro y pioneros que se dirigían a Oregón y California. Nuestra intención era adquirir un par de caballos y los accesorios necesarios, así como algunas provisiones. Años antes Jim Bridger, que además del inglés hablaba francés, español y varias lenguas indias, había sido explorador, trampero, guía del oeste y había fundado con otros tramperos una compañía dedicada al comercio de las pieles de castor. Fue también, uno de los primeros occidentales que vio las maravillas de Yellowstone.
Nada más salir de la nave, nos dimos cuenta de lo acertado de la elección del lugar; una espesa arboleda nos rodeaba y ocultaba nuestro vehículo; el principal inconveniente era que deberíamos andar unos diez kilómetros cargados con los chalecos y las pesadas mochilas, por terreno jamás pisado y sin caminos. Decidimos dejar las mochilas con los fusiles en la nave y volver a buscarlas una vez conseguidas las monturas, aunque representara desandar el camino, puesto que estábamos al sur del puesto comercial y nuestro objetivo final, un viaje de quinientos kilómetros hacia el norte. Cubrimos la nave con la tienda de camuflaje, nos pusimos los chalecos, los abrigos, los guantes y los sombreros, cogimos las cantimploras y armados sólo con las pistolas y cuchillos, emprendimos la marcha a pié hacia el oeste en dirección al rio. Apenas nos habíamos separado dos decenas de metros cuando nos dimos la vuelta y a duras penas pudimos distinguir entre la maleza, la tela de la tienda; así que satisfechos reemprendimos la marcha. Enseguida oímos el rumor de la corriente; el rio venía crecido, debido al deshielo primaveral de las Rocosas. En cuanto lo permitió el terreno giramos hacia el norte siguiendo su curso en dirección al puesto comercial. Aproximadamente tres horas más tarde nuestros pies ya empezaban a quejarse; subimos a una pequeña loma y divisamos un caserón y las cuadras a menos de un kilómetro.
Nos faltaban doscientos metros para llegar a la edificación, cuando un perro ladró y un hombre salió a la puerta. Al llegar junto a él nos saludamos y presentamos; nos invitó a pasar, resultó ser el mismo Jim Bridger; por su aspecto parecía tener más de cincuenta años, aunque debía tener cuarenta y uno, según los datos que había leído en Wikipedia. Nos ofreció un trago y un asiento rudimentario junto a una no menos rudimentaria mesa. Nos sentamos y a continuación nos preguntó que nos llevaba por allí. Le dijimos que veníamos de Laramie y nos dirigíamos al norte; que nuestros caballos los habíamos soltado al sufrir el ataque de una partida de una docena de pieles rojas y que, dado que estábamos a mitad de camino, habíamos decidido seguir adelante para aprovisionarnos allí, en vez de volver a Laramie. Nos preguntó de qué tribu eran, a lo que le respondimos que no éramos capaces de distinguirlos.
-Probablemente sean arapajoes o soshones, aunque también podrían ser cheyennes. Los navajos y kiowas no acostumbran a venir tan al norte, los sioux y pies negros se quedan más al este, pero podrían ser cualquiera de ellos. Los caballos son muy valiosos en estas tierras. Ha sido una buena decisión la de coger las cantimploras y ahuyentarlos para que los persiguieran a ellos. Lo malo es que los que les han atacado se pueden acostumbrar a robarlos y es posible que causen problemas. Por aquí pasan a menudo caravanas de colonos, algunos cazadores de pieles y buscadores de oro. ¿Vosotros lo sois?
Le dijimos que éramos exploradores de una empresa maderera de Missouri, que buscaba ampliar el negocio hacia el oeste y que nos dirigíamos hacia el norte.
- ¿Llevabais fusiles?
- Si hubiéramos llevado nos habríamos defendido, pero nos habían dicho que los nativos de aquí no eran belicosos. Sólo llevamos una pistola cada uno.
- Normalmente no atacan a los rostros pálidos, pero los caballos son muy valiosos y los jóvenes pueden ganar prestigio en la tribu si se presentan con algunos ejemplares.
- Hemos visto algunos en tu cuadra, ¿están a la venta?
- Todo lo que hay aquí está a la venta… si podéis pagarlo.
- Tenemos oro en monedas antiguas de los españoles y algunas piedras preciosas.
- ¿Qué necesitáis?
- Dos caballos con sus sillas y extras, un par de mantas, un par de rifles con munición y pólvora, maíz, frijoles, sal, algo de carne ahumada, grasa para cocinar, una sartén, café y una cafetera; ¿el perro está en venta?
Con cuidado de no mostrar el chaleco, sacamos unas cuantas monedas de oro; Jim las fue cogiendo y sopesando de una en una hasta doce.
-Por éstas os doy todo lo que habéis pedido, más el perro; y podréis comer la comida que mi mujer está preparando, después de que hayáis elegido los caballos; también os daré una garrafa de aguardiente.
La elección de los caballos fue rápida, Pedro quedó prendado de un Mustang negro y yo de uno pinto; el problema fue ensillarlos y montarlos; nada que ver con los dóciles jamelgos con los que hicimos nuestras prácticas. Una vez los caballos nos aceptaron, volvimos a la casa, donde una india que supuse era la mujer de Jim, estaba sirviendo una especie de cocido humeante en tres platos de aluminio. Estaba sabroso; así se lo expresamos y le dimos las gracias. Al terminar de comer, cogimos dos rifles Harpers Ferry, los víveres, las mantas y los cachivaches de cocina que habíamos comprado, los colocamos en nuestras monturas, que volvieron a demostrar que no iba a ser fácil domesticarlos y después de despedirnos de Jim y la india iniciamos el camino rumbo al norte. Yo le había dado un trozo de carne al perro, le había puesto una cuerda alrededor del cuello y lo llevaba atado a la silla de mi caballo; parecía uno de esos perros que tienen los pastores de ovejas, blanco con manchas negras o negro con manchas blancas; Jim nos había dicho que no tenía nombre, porque según sus propias palabras “no le pongas nombre a algo que quizás un día te tengas que comer”.
Habíamos recorrido un par de kilómetros hacia el norte, cuando llegamos a lo alto de las lomas que enmarcan el frondoso valle donde estaba la cabaña; delante nuestro teníamos una enorme extensión de llanuras y pequeñas lomas de terreno semi desértico. Descendimos y dando un pequeño rodeo regresamos, no sin ciertas dificultades para localizarla, al lugar donde habíamos dejado la nave. Dejamos en ella los dos rifles y su munición y en su lugar pusimos los AK 104, acomodamos las pesadas mochilas en nuestras monturas y reemprendimos el camino hacia el norte, después de abrevar los caballos, esquivando el puesto comercial de Jim Bridges. A unos cincuenta kilómetros en línea recta deberíamos encontrar el rio Hams Fork; nuestra intención era seguirlo hacia el oeste, porque donde deberíamos hallarlo discurría de este a oeste para, al cabo de pocos kilómetros girar hacia el norte, seguir por la ladera occidental del Grand Tetón, continuar más al norte hasta llegar a Yellowstone y regresar por el este de la ruta seguida en la ida siguiendo el curso del Green river. Por suerte para mí, Pedro podía averiguar nuestra situación en el mapa gracias al sextante con horizonte artificial.
Apretamos a nuestras monturas y al pobre perro, pero conseguimos llegar al rio al atardecer; calculo que al oeste de donde, en el siglo XXI está la población de Opal, porque allí el Hams Fork formaba meandros y el valle con frondosa vegetación mediría un kilómetro de ancho. Vi un ciervo bebiendo a unos cien metros, en la misma orilla en la que estábamos nosotros; avisé a Pedro de que mantuviera los caballos quietos y en silencio, mientras yo descabalgaba y cogía mi AK 104. La tarea no le resultó sencilla, ya que estaban sedientos. Un relincho de mi pinto hizo que el ciervo levantara la cabeza y se quedara quieto intentando descubrir de donde procedía el ruido. Yo le había quitado el seguro y puesto el rifle en modo semi automático; gradué la mira a cien metros, me apoyé en el tronco de un árbol, apunté a la cabeza del animal y disparé un tiro. El ciervo cayó a plomo sobre sus patas, los caballos se encabritaron y el perro se puso a ladrar nerviosamente. Al cabo de un poco pudimos calmarlos y los llevamos a beber al lado del cadáver; nosotros también bebimos y llenamos las cantimploras. Aprovechando la poca luz diurna que quedaba, recogí bastante leña mientras Pedro desensillaba y ataba los caballos dejándoles bastante cuerda para que pudieran pastar y soltaba al perro; encendí la hoguera y preparé unas varas para asar el ciervo, mientras mi socio ya lo había colgado de la rama baja de un árbol por las patas traseras; le cortó la cabeza para que se desangrara, le sacó las vísceras y el aparato reproductor, que echó al fuego y lo despellejó limpiamente. Ante mi sorpresa por su habilidad, me dijo que era gracias al entrenamiento de supervivencia en las fuerzas armadas. Al poco rato pusimos el ciervo a asar; Pedro retiró del fuego el hígado y el corazón. Me preguntó si quería algo y ante mi negativa los echó al perro, que se abalanzó sobre ellos y los engulló en un visto y no visto.
- A partir de ahora, si le seguimos dando de comer tan bien, no hará falta llevarlo atado. ¿Qué te parece si le ponemos nombre?
- Me parece bien. ¿Has pensado cuál?
- ¿Qué te parece Hungry? (hambriento)
- Muy adecuado
Al poco rato empezamos a cortar y comer las partes ya hechas del asado, echando de menos una botella de buen vino. Hungry también tuvo su ración de carne. Cuando hubimos terminado de comer, Pedro separó de la hoguera unas cuantas brasas y echó sobre ellas la piel del ciervo. Ante mi sorpresa me dijo que no se quemaría y que nos serviría para envolver la carne que no nos habíamos comido, con lo que tendríamos para unos cuantos días. Echamos más leña al fuego y nos acostamos con los rifles al lado y nos cubrimos con las mantas; Hungry vino y se acostó entre los dos. No dormí tan mal como había imaginado, pero eché de menos mi cama; cuando desperté estaba saliendo el sol, Pedro había avivado la hoguera y estaba preparando café. Corté y calenté unos trozos de carne para Pedro, para mi… y para Hungry. Eché de menos los croissants, el chocolate y sobre todo el azúcar para el café. Empezaba a hartarme del viaje, en cambio mi socio estaba exultante.
Ensillamos los caballos, cargamos en ellos el equipaje y emprendimos el camino hacia el oeste; subimos la ladera del frondoso valle y seguimos el curso del rio por el páramo semi desértico que lo rodeaba. Llevábamos cabalgando unas diez millas cuando el rio se desvió hacia el norte y nosotros hicimos lo mismo. Enseguida el terreno apenas poblado de hierbajos secos dio paso a suaves ondulaciones alfombradas de hierba verde con algunos árboles y muchos matorrales; incluso a lo lejos distinguimos una pequeña manada de bisontes. Más adelante encontramos un paso por donde pudimos cruzar el rio; ahora cabalgábamos por la orilla este en dirección al norte; grandes praderas se abrían ante nosotros, pero al norte y al este ya podíamos ver las montañas todavía de poca altura que anunciaban las grandes moles de las Rocosas. Atravesamos varios arroyos que llevaban sus aguas al Hams Fork. Cada dos o tres horas, nos deteníamos para permitir pastar a los caballos. Habíamos hecho unas treinta millas de trayecto y decidimos acampar cerca de lo que hoy es el lago Viva Naughton. Aquella noche no tuvimos ningún incidente, salvo el aullido de los lobos y algún coyote en la distancia.
A la mañana siguiente, después del desayuno rematado con el café amargo, volvimos a emprender la marcha hacia el norte. Al cabo de unos veinte kilómetros, hicimos un alto para permitir pastar a los caballos; estábamos en lo alto de una pequeña loma y divisamos una manada de bisontes de unos treinta ejemplares, que pastaban tranquilamente. Estábamos a punto de reemprender la marcha, cuando la manada de bisontes se puso en marcha de repente en nuestra dirección… y al galope. Decidimos sacar los fusiles y si no se desviaban, disparar a los dos primeros. No lo hicieron y cuando estaban a unos cien metros abrimos fuego; yo necesité cuatro disparos para abatir el mío y Pedro sólo tres para hacer lo mismo con el suyo. El resto de la manada cambió de dirección y se dirigió hacia el rio; empezábamos a celebrar nuestra victoria, cuando unos ladridos nos hicieron mirar hacia atrás. Yendo del uno al otro caballo, el perro los estaba manteniendo a raya, abortando su intento de emprender la huida, aterrados por el ruido de los disparos. Gracias a Hungry pudimos cogerlos por las riendas y calmarlos rápidamente; le estábamos dando las gracias con caricias, cuando empezó a ladrar de nuevo; nos dimos la vuelta y descubrimos un grupo de seis pieles rojas con sus caballos, armados uno de ellos con un rifle y el resto con arcos, flechas y lanzas, junto a los dos bisontes abatidos a menos de cien metros de donde estábamos nosotros. Guardamos y ocultamos los fusiles en las fundas de los caballos, nos desabrochamos los botones superiores de los abrigos para poder acceder fácilmente a las pistolas que colgaban de los chalecos que llevábamos debajo, a las que quitamos el seguro antes de dirigirnos hacia ellos a pié, tirando de los caballos. Al llegar junto a ellos los saludamos levantando la mano, con la palma abierta, diciéndoles “jau”; El único de ellos que llevaba un viejo fusil, nos devolvió el saludo y a continuación pronunció unas palabras ininteligibles para nosotros. Pedro y yo nos miramos.
- ¿Entiendes algo?
- Ni una palabra, supongo que querrá saber si nosotros nos hemos cargado a los búfalos. Será cuestión de intentarlo por señas.
Levanté los hombros y puse cara de extrañeza, mientras le decía en castellano que no lo entendía. El piel roja señaló a los dos búfalos y luego a nosotros dos, por lo que supuse que nos preguntaba si los habíamos abatido nosotros. Asentí con la cabeza. Al cabo de un momento se puso la mano en el pecho, me enseñó el fusil e hizo un gesto buscando el mío; debía estar intrigado por la cadencia de los disparos. Su viejo fusil necesitaba al menos veinte segundos para volver a cargar y disparar; eso suponiendo que el tirador fuera hábil y tuviera práctica. Pedro y yo habíamos efectuado siete disparos en menos de cinco segundos. Le enseñé brevemente la culata y la punta del rifle que asomaban por los extremos de la funda colgada de mi caballo. Se quedó intrigado, pero no quise enseñarle más. A continuación, algo tenso, señaló a uno de los bisontes y después a mi socio y a mí; señaló al otro animal y posteriormente a sus amigos y a él mismo. Nos imaginamos que quería llevarse uno de los búfalos. Le hice la señal de “no” con la cabeza y todos se pusieron tensos. Señalé los dos animales y a continuación a ellos. Pude ver asomar una sonrisa de incredulidad en su rostro y repitió el gesto lentamente, como una pregunta. Al hacerles la señal de “si” con la cabeza, todos al unísono gritaron de alegría. El que había “hablado” bajó de su caballo, se acercó a mí y me tendió la mano. Se la estreché y soltó una parrafada que no entendí, pero le contesté diciéndole nuestros nombres y que también nos alegraba conocerlo; pero que debíamos emprender la marcha. Íbamos a montar en nuestros caballos cuando dijo algo; sonó como una orden y me giré un poco tenso y preparado para coger la pistola; no había motivo, estaba cogiendo una piel de oso curtida y nos la obsequió; agradecimos el obsequio bajando repetidamente la cabeza, montamos en nuestros mustangs y reemprendimos la marcha hacia el norte, mientras los seis pieles rojas se ponían a la tarea de despellejar a los bisontes.
- Puede que éste sea Washakie, jefe de los shoshone windriver desde hace cinco años, tiene cuarenta y uno y vivirá otros cincuenta y cinco, lo cual son muchos años para esta época y en sus circunstancias.
- Pedro ¿para qué necesito Wikipedia teniéndote a ti? También Hungry me ha impresionado. ¿Has visto cómo ha mantenido a raya a los caballos?
- Ha sido realmente impresionante. Este chucho vale todo el oro que pagamos por él… y mucho más. Pero debemos ir con más cuidado, al disparar cerca de los caballos.
Continuamos cabalgando hacia el norte, cruzando varios arroyos; el terreno se fue volviendo más montañoso y poblado de árboles. A lo lejos por el norte, ya se veían altas cumbres todavía nevadas.
Aún faltaba un poco para el atardecer; le propuse a mi socio que intentáramos pescar algo, para variar la dieta de carne. Le pareció una buena idea; enseguida encontramos un sitio ideal para acampar y probar suerte con la pesca. Utilizamos el kit de pesca que llevaba incorporado el cuchillo. Yo capturé una trucha pequeñita, pero por suerte Pedro consiguió una de gran tamaño. Además de la leña para la hoguera corté unas cuantas ramas con hojas verdes para que nos sirvieran de colchón. Después de dar buena cuenta de los peces y darle un buen trozo de carne al perro, tomamos un trago del aguardiente que nos había suministrado Jim Bridger (no sabía mal, pero al cabo de un rato aún me quemaba en las entrañas); comprobamos que los caballos no se hubieran enredado en la larga cuerda con la que los habíamos atado para que pudieran pastar y nos acostamos arrullados por los aullidos de los lobos; no tan lejanos como nos hubiera gustado y de nuevo Hungry entre los dos. Yo, que era a quien más le afectaba el frio, me cubrí con la piel del oso. A partir de aquel día decidí dormir durante todo el viaje sobre un lecho de ramas y bajo la piel; también hacíamos trechos más cortos debido a lo abrupto del terreno. Uno de los días que amenazaba tormenta, encontramos una pequeña cueva con unas vistas magníficas cerca de un riachuelo y espacio suficiente incluso para los caballos. Había restos de una hoguera de hacía bastante tiempo. Decidimos quedarnos allí dos o tres días y entre otras cosas, verificar nuestra posición. Nos dimos una buena ducha fría con la lluvia, lavamos nuestra ropa, pescamos varias truchas y cazamos un hermoso ejemplar de ciervo. Lo que no nos comimos, lo ahumamos para guardarlo, los caballos se fueron acostumbrando al ruido de los disparos y Hungry además de pastor se reveló como un perfecto vigilante. Un atardecer se levantó de un salto, dio un ladrido y se quedó quieto con la mirada fija en un punto de la ladera que teníamos frente a la cueva a unos trescientos metros. Con la ayuda de los prismáticos, Pedro descubrió un enorme oso pardo que paulatinamente iba acercándose a nosotros. Le pregunté si le gustaría una piel como la mía (yo me había apropiado la que nos habían regalado los shoshones). Me contestó que sí, que empezaba a tener envidia de la mía; y era debido a que, por las noches, pese a estar en primavera, las temperaturas bajaban de los cero grados; pero me dijo que podía cazarlo él mismo. Le pedí que me dejara hacerlo a mí, que estaba cogiéndole el gusto a disparar y que él, por su carrera militar, debía haberlo hecho muchas veces. Aceptó, con la condición de que, si fallaba y el oso huía, él se quedaría con la de los indios. Coloqué la mira telescópica al AK 104 y efectué un disparo a unos ciento cincuenta metros apuntando a la cabeza del oso; el oso se quedó quieto un momento y luego se desplomó; quedó en el suelo entre estertores, un segundo tiro en la cabeza también, acabó con su agonía. Calmamos a los caballos y premiamos a Hungry con caricias y un trozo de carne. Fuimos a donde estaba el oso armados sólo con las pistolas y los cuchillos; fue un trabajo duro y bastante repugnante, pero siguiendo las instrucciones de Pedro pudimos sacarle la piel al majestuoso animal. La carne la dejamos para que los lobos, coyotes y el resto de carroñeros dieran buena cuenta de ella. Pusimos un rato la piel sobre ascuas para quemar los restos de carne adheridos a ella y curtirla.
El día que decidimos reemprender nuestro viaje; con la ayuda de la brújula, antes del mediodía, trazamos una línea recta en el suelo en dirección norte-sur; en el extremo sur de la línea pusimos una plomada; cuando la sombra de la plomada coincidió con la línea del suelo, significó el mediodía solar. Mi socio, utilizando el sextante y el horizonte artificial, hizo sus cálculos y nos situó según el mapa a unos cuarenta kilómetros al norte y un poco al oeste del monte Mc Dougal. El riachuelo en que nos encontrábamos desembocaba algo más adelante en un gran rio que debía ser el Snake y a unos setenta kilómetros al norte veíamos la cumbre de lo que debía ser el Grand Tetón; así que la medición de Pedro era muy aproximada, a no ser que nos confundiéramos de rio y montañas, cosa poco probable.
Emprendimos la marcha y al poco nos encontramos el río Snake, seguimos su curso por su lado este, como siempre en dirección norte. Faltaba un par de horas para la puesta del sol, cuando el rio dejó de transcurrir por un paisaje abrupto y fluía ahora por una extensa llanura rodeada de montañas, formaba meandros, se bifurcaba y volvía a juntar. Nos detuvimos unos minutos para admirar la belleza del paisaje. Buscamos un lugar para pasar la noche y lo encontramos, por donde hoy en día está el campo de golf del Snake River. Montamos el campamento, cenamos, tomamos un trago del aguardiente de Jim, charlamos y nos acostamos; como siempre Hungry lo hizo entre los dos.
Aún faltaba un buen rato para que amaneciera, cuando nos despertó un gruñido del perro, que empezó a ladrar al tiempo que los caballos empezaban a dar muestras de nerviosismo. Nos levantamos; nos pusimos los chalecos, cogimos nuestros rifles y les quitamos el seguro. Acercamos los caballos a los restos de la hoguera y los atamos corto; Hungry seguía ladrando a la oscuridad y mientras yo reavivaba la hoguera, Pedro cogió el catalejo de visión nocturna y se puso a observar hacia el oscuro bosque; teníamos las espaldas cubiertas por la montaña; llegué junto a él unos metros por delante de la hoguera y los caballos. Me dijo que a unos cincuenta metros en semi círculo había una manada de diez o doce lobos; pusimos los rifles en automático y efectuamos al unísono tres ráfagas cada uno en abanico. Se acabó la munición y cambiamos los cargadores; habíamos hecho un montón de ruido y un buen destrozo en el bosque. Después de mirar de nuevo con el catalejo, mi socio confirmo que los lobos estaban huyendo a la carrera. Calmamos a los caballos y como seguramente no íbamos a dormir de nuevo, recargamos de balas los cargadores vacíos; preparamos el desayuno y el café. Volvimos a felicitarnos por la idea de comprar el perro y decidimos que nos lo llevaríamos al futuro, cuando volviéramos; también comentamos que deberíamos buscar otra estrategia con los lobos, si nos veíamos rodeados de nuevo, para no quedarnos sin munición; nos quedaban aún unas trescientas balas, pero habíamos gastado sesenta esta noche.
Apenas salió el sol nos pusimos en marcha de nuevo. Tardamos dos días en llegar al lago Jackson, porque parábamos con frecuencia para contemplar el extraordinario paisaje que estábamos atravesando y la abundante fauna que lo habitaba; hacíamos muchos tramos a pié para no cansar a los caballos; además el tiempo no tenía importancia para nosotros; tanto si estábamos dos como tres meses, la vuelta sería al día y la hora que decidiéramos. Las pieles de oso no solamente nos abrigaban en la noche, también nos protegían de la lluvia, no tan infrecuente como nos habría gustado. El lago que encontramos era más pequeño que en la actualidad, porque en 1911 se construyó una presa que elevó su nivel diez metros; y por el contrario eran mayores las llanuras y el terreno con suaves ondulaciones donde pastaban manadas de bisontes y alces. El agua estaba muy fría debido a que el lago se forma a partir del agua del deshielo de un glaciar. Lo bordeamos por su lado este, siempre hacia el norte. Estuvimos un día pescando para rellenar la despensa; un enorme oso nos observó un buen rato desde una distancia prudencial; la fortuna nos sonrió y pescamos dos truchas y tres salmones que ahumamos para conservarlos; nuestra provisión de carne aún no necesitaba reponerse. Llevábamos unos veinte días de viaje y nos pusimos en marcha de nuevo siguiendo el Snake, siempre hacia el norte. A unos veinte kilómetros, el rio recibe las aguas del rio Lewis y gira hacia el este; a partir de ahora íbamos a seguir al Lewis que viene del norte, del lago del mismo nombre. Llegamos al lago al cabo de unos veinte kilómetros; antes habíamos cruzado al margen este del rio y contemplado las cataratas bautizadas también Lewis, en honor al comandante de la expedición (Meriwether Lewis) que entre 1804 y 1806, exploró y cartografió la Luisiana, territorio que el gobierno americano había comprado a los franceses en 1803, para encontrar una ruta segura hacia el oeste y poblarlo con norteamericanos, antes que cualquier país europeo pudiera reclamarlo. El terreno por el que andábamos ahora era llano, con leves ondulaciones y muy boscoso. Nos acompañaban en nuestro viaje los aullidos de los lobos; los caballos se habían vuelto más dóciles y estaban fuertes… y Hungry era un guardián excelente.
Llegamos al lago Yellowstone y acampamos cerca del West Thumb Geyser Basin; una manada de lobos se acercó a nuestro campamento. En esta ocasión no hicimos una descarga; dos tiros y dos lobos muertos hicieron huir al resto.
Continuamos viaje bordeando el lago por su parte norte y este, hasta llegar al rio Yellowstone que se dirige hacia el sur. A partir de ahí emprendíamos el camino de regreso a la nave, ahora siempre hacia el sur. Pasamos la noche siguiente a apenas cinco kilómetros del lago, en el margen este del rio; estábamos desayunando cuando Hungry empezó a ladrar; miramos en la dirección que señalaba y vimos acercarse seis indios a caballo. Cubrimos los fusiles que estaban a la vista en nuestros lechos, echamos un vistazo para no dejar a la vista ningún objeto inconveniente y nos preparamos para recibir a los visitantes, desabrochando los cierres de las pistolas que llevábamos en los chalecos, bajo los abrigos. Aunque en aquellos tiempos los nativos no eran habitualmente hostiles con los rostros pálidos, dos caballos, fusiles, pistolas y pieles de oso podían ser una tentación y no estaba de más ser precavido.
Resultaron ser shoshones windriver; uno de ellos chapurreaba algo de inglés porque había servido como guía a una expedición y resultaron ser amistosos. Les ofrecimos algo de carne y aceptaron comer con nosotros; nos comentaron que tenían su poblado a media jornada al sur, en el margen oeste del rio; decidimos hacer juntos el camino hasta que tuvieran que atravesar el rio, así que recogimos el campamento procurando no mostrar los rifles y emprendimos la marcha. Al cabo de dos horas divisamos a lo lejos una pequeña manada de bisontes; los shoshones empezaron a hablar entre ellos, supusimos que querían cazar alguno, aunque solo iban equipados con arcos, flechas y una lanza cada uno. Nos ofrecimos para cazarles dos ejemplares con nuestros rifles, con la condición de que debían quedarse atrás mientras nosotros dábamos cuenta de los bisontes. Aceptaron y cuando llegamos a unos quinientos metros, se quedaron en una pequeña loma desde donde se divisaba perfectamente la manada; Pedro y yo seguimos avanzando protegidos por la vegetación, con la fortuna de tener el viento en contra. Al llegar a unos doscientos metros desmontamos y coloqué la mira telescópica en mi AK104; Pedro se quedó con el perro y los caballos; yo me acerqué hasta el final de la zona arbolada a unos ciento cincuenta metros de los ejemplares más cercanos; apunté apoyándome en el tronco del árbol a un enorme ejemplar en el ojo. El disparo fue certero y el hermoso animal dobló las piernas y cayó a plomo. El ruido hizo que todos los bisontes levantaran la cabeza, pero ninguno se movió y eso me permitió apuntar de nuevo. Necesité dos disparos para abatir el segundo animal. Ahora sí la manada emprendió la huida hacia el norte. Pedro llegó junto a mí con los caballos y Hungry; guardé el fusil después de quitarle la mira, mientras mi socio alababa mi puntería. Al poco aparecieron los indios en medio de una gran algarabía. Como no estaban lejos de su campamento, decidieron ir a buscar a las mujeres para que ellas se encargaran de despellejar y trocear los bisontes. Cuatro de ellos se quedaron protegiendo los cuerpos para que no se los quitaran los carroñeros y preparando unas parihuelas; los otros dos vinieron con nosotros, cruzamos el rio para seguir por su margen oeste hasta llegar al poblado. Allí nos despedimos, no sin que antes nos obsequiaran dos hermosos tomahawks.
Continuamos descendiendo hacia el sur siguiendo el rio Yellowstone. El paisaje era maravilloso, una explosión de flores surgía con la calidez de principios del verano; las aguas del rio bajaban bravas y tumultuosas debido al deshielo de las cumbres. Vimos retoños de alces, osos e incluso zorros. Cuando el rio se desvió decididamente hacia el este, lo abandonamos para seguir hacia el sur. Los caballos estaban en plena forma; no los forzábamos y de vez en cuando los poníamos al trote para obligarles a hacer ejercicio; en estas ocasiones notábamos su potencia; Hungry no se quedaba atrás y siempre nos alertaba de la presencia de lobos u osos mucho antes de que pudiéramos verlos.
Los dos días siguientes a nuestro encuentro con los indios fueron plácidos y lo único digno de mención fueron los maravillosos parajes montañosos que atravesamos. El frío era intenso por las noches, pero gracias a los trajes térmicos y las mantas de oso no lo sufríamos; los caballos estaban habituados y a Hungry lo tapábamos también. Sólo echábamos de menos un estupendo y prolongado baño caliente, como el que nos habíamos dado seis días antes en un arroyo de agua caliente entre los géiseres de Yellowstone.
Nos encontramos con el que supusimos era el Green River; seguimos su curso hacia el sur y levemente al oeste. Cuando el rio torció suavemente al este, recibió las aguas del que supusimos era el arroyo Fontenelle; allí mi socio volvió a verificar nuestra posición con ayuda del sextante con horizonte artificial. Satisfechos, seguimos el curso del rio que ahora avanzaba en dirección sureste, a través de un terreno semi desértico. Al cabo de unos setenta kilómetros, abandonamos el rio y nos dirigimos hacia el suroeste; si nuestros cálculos eran buenos, en menos de diez kilómetros nos encontraríamos de nuevo con el rio Hams Fork. Todo salió bien y seguimos su curso hacia el oeste. Al cabo de veinte kilómetros, el rio recibía las aguas del Blacks Fork, en cuya orilla y a casi ochenta kilómetros, debía estar esperándonos nuestro “vehículo”. El tiempo ya era más cálido, debíamos estar a principios de verano; distinguimos una manada de bisontes que pastaba tranquilamente; decidimos no matar un animal tan grande para los dos días que nos quedaban, así que nos conformamos con un par de conejos. Seguimos el curso del Blacks Fork y dimos un pequeño rodeo al llegar cerca del puesto comercial de Jim Bridger. No nos fue difícil encontrar el vehículo, aunque seguía cubierto con la tienda de camuflaje. Cargamos en la nave las armas y artilugios modernos que habíamos llevado, así como las dos sillas de montar, los tomahawks y la piel de oso curtida que nos habían regalado los indios; la piel del oso que habíamos cazado la dejamos porque nuestro método de curtido chamuscado y ahumado no era bueno a largo plazo. Dejamos libres los caballos que tan buen servicio nos habían dado y subimos los dos… y Hungry.
El viaje de regreso sólo se vio afectado por los quejidos del perro al verse encerrado en el minúsculo espacio de la nave. Regresamos a la finca dos horas después de nuestra partida. Escondimos la nave en su hangar, los AK 104 y las pistolas en el agujero camuflado que teníamos preparado para tal fin. Nos dimos un baño, nos afeitamos, comimos acompañando la comida con vino y tomamos un café fantástico bajo la atenta mirada de Hungry, que parecía comprender que estaba en su casa y tomaba posesión de ella; salía, daba una vuelta por la casa y el hangar y volvía a entrar, olisqueándolo todo. Dejamos allí la piel de oso, pero cargamos los tomahawks y fusiles antiguos en el todo terreno y volvimos a casa con el perro que durante todo el trayecto parecía estar alucinando. Aquella noche hablamos sobre el fantástico viaje y caímos en la cuenta que no habíamos hecho fotografías ni película, porque no habíamos llevado cámaras.
- ¿Qué pasaría si ahora regresáramos al principio del viaje y nos hiciéramos entrega de una cámara?
- Es evidente que no hemos hecho tal cosa, ni la haremos, porque ahora tendríamos fotos o película y no las tenemos.
- De acuerdo, pero el próximo viaje incluiremos la cámara en el equipaje.
Al día siguiente fuimos a jugar a golf, dejando a Hungry la custodia de la casa. A la vuelta empezamos a planificar nuestro siguiente viaje.
CAPÍTULO 13. – CUBA 1956 (ANTES DE LA REVOLUCIÓN)
Acordamos ir a Cuba en abril de 1956, casi un año antes de que tuvieran lugar los primeros combates de la revolución. Ya teníamos los pasaportes y algunos dólares de la fecha, adquiridos en internet a coleccionistas. Nos haríamos pasar por empresarios de la construcción españoles de vacaciones, que aprovechaban para buscar oportunidades de negocio. Decidimos llevar lingotes de oro y monedas, para cambiarlos allí por dinero; también ropa de época, pero sobre todo deberíamos escoger cuidadosamente el lugar donde aparcar nuestro vehículo. Decidimos no “aterrizar” en la zona de la Habana, por no haber montañas boscosas donde esconder la nave cerca y hacerlo a unos seis kilómetros al este de Santiago, apenas a dos kilómetros al norte del Poblado de Sevilla, una zona montañosa y boscosa. No llevaríamos armas encima, aunque sí un pequeño arsenal que quedaría dentro de la nave por si acaso.
Nos hicimos confeccionar unos trajes de época y en los días que el sastre empleó en ellos, nos pusimos al corriente de la situación en el mundo, en nuestra época. También nos entretuvimos buscando información de la situación en Cuba en 1956.
A primeros de marzo de 2009 emprendimos un nuevo viaje temporal.
Llegamos al lugar escogido sin novedad, el martes 10 de abril de 1956, a las diez de la mañana. Sacamos las dos maletas de viaje en las que habíamos colocado la ropa, los zapatos de repuesto y cuatro lingotes de oro cada uno, cubrimos la nave con la tela de camuflaje y algunos arbustos; a continuación, emprendimos la marcha. Debajo de los trajes de lino, en cuyos bolsillos llevábamos los pasaportes y unos cuantos dólares, también llevábamos sujetos a la cintura dos cinturones rellenos de monedas de oro. No tardamos en llegar a la carretera de Siboney, que debería llevarnos a Santiago en aproximadamente una hora, si no encontrábamos a alguien que nos llevara; lo cual no sería fácil por el escaso tránsito de vehículos. Me acordé, del viaje a Cuba que hice en el año 2000, donde vi a gente que hacía auto stop, mostrando algún billete; cogí dos dólares y los mostré cuando oí el ruido de un motor acercándose. Una pickup Chevrolet pasó a nuestro lado y empezó a frenar, deteniéndose a unos cuarenta metros más adelante; aceleramos el paso y me asomé a la ventanilla con los dos dólares aún en la mano, para preguntar al conductor si nos llevaba a Santiago. No llegué a formular la pregunta; me quedé en blanco al ver la más hermosa morena que había visto en mi vida; poseía unos carnosos labios pintados de un excitante rojo vivo y por si fuera poco, tenía un par de ojos verdes que brillaban más que la más reluciente de las esmeraldas. Pedro llegó a mi lado y me preguntó si nos llevaban, pero yo no me enteré; seguía cautivo de aquellos ojos y aquellos labios, que empezaban a dibujar una sonrisa, satisfechos del impacto que habían causado en mí. Mi socio también descubrió a la bella, pero se rehízo rápidamente y le hizo él la pregunta, a la vez que abría la puerta y me hacía a un lado.
- ¿Estos dos dólares son para pagar el pasaje?
Alargué la mano para dárselos y decirle que nos dirigíamos al Hotel Casa Granda.
-Les dejaré cerca del hotel; ustedes no son cubanos, ¿verdad?
A partir de ahí Pedro, que iba sentado a su lado, tomó la iniciativa, ignorándome a mi junto a la ventana. Íbamos los tres en el largo y único asiento delantero de la pickup. Le contó la historia de que éramos empresarios españoles en busca de negocios en Cuba. La chica se llamaba Cecilia, estaba estudiando medicina en la universidad y también ayudaba a su padre en la empresa azucarera que la familia poseía; su abuelo, fallecido hacía un año, había nacido en un pueblo de Barcelona llamado Monistrol, pero ella no había estado nunca en España. Al llegar a las puertas del hotel era evidente, hasta para un ciego, que Pedro y la cubana se gustaban y deseaban conocerse más a fondo; en vista de que no sabían cómo despedirse, me permití invitarla a “tomar algo” por la tarde; haciendo extensiva la invitación a sus padres o a alguna amiga. Cecilia aceptó reunirse con nosotros a las seis, en la terraza del hotel. Finalmente, los tortolitos se separaron y mi socio y yo nos registramos en la recepción.
Una vez instalados, bajamos de nuevo al hall y preguntamos por el director. Nos dijeron que estaba ocupado pero que nos recibiría en diez minutos. Los diez minutos se convirtieron en media hora. Esperamos tomando unos mojitos y al cabo, un botones nos acompañó a su despacho. Le expusimos que teníamos oro, en monedas y pequeños lingotes que necesitábamos cambiar por dólares y pesos, aunque queríamos hacerlo con “discreción” y le preguntamos si podría aconsejarnos donde hacerlo. Nos dijo que cualquier banco nos lo cambiaría oficialmente, a unos doscientos dólares la onza (siete mil dólares el kilo) pero que, si no queríamos ir por ahí corriendo riesgos innecesarios, él podía ocuparse de hacer el cambio sin preguntas, en función de la pureza a unos ciento veinticinco dólares la onza. Decidimos confiar en él; le entregamos tres lingotes que en total pesaban unos tres kilos. Nos entregó mil dólares en el acto y nos prometió que al día siguiente nos entregaría otros trece mil, si todo iba como esperaba. Para que nos hiciéramos una idea del valor del dinero, nos comentó que un obrero ganaba entre tres y cinco dólares diarios por su trabajo. Le preguntamos donde podríamos alquilar un coche, (carro en cuba) y nos recomendó que usáramos los carros con chófer que el hotel tenía a disposición de sus clientes, a un precio muy económico.
Nos despedimos del director y decidimos dar un paseo a pié hasta la hora de comer; cogimos la calle Heredia y nos dirigimos a la tienda de Virgilio Palais, que (según habíamos averiguado por internet antes de emprender el viaje) vendía tabaco galletas y cualquier cosa con la que se podía comerciar y se juntaba con músicos para pasar el tiempo cantando; la tienda acabaría convirtiéndose después del triunfo de la revolución en la casa de la trova santiaguera. Dimos con Virgilio, al que le compré unos cuantos puros y le pregunté si aquella tarde tendría sesión musical con sus amigos; me dijo que no podía asegurarlo, pero que probablemente alguno de ellos se acercaría a echar unos trinos. Desde allí nos dirigimos a las calles Aguilera y Enramadas, dos de las más comerciales de Santiago.
- ¿Vas a comprarle un anillo de compromiso a Cecilia?
- No te burles Manuel, no puedo dejar de pensar en ella. Me encanta la chica y no solamente por su belleza, aunque tal vez es un poco joven para mí. ¿Qué puede tener? ¿Veinte años?
- ¡Vaya! Si que te ha dado fuerte. Cuidado compañero, las cubanas pueden robarte el corazón y dejarte hecho polvo. Te lo digo por experiencia. No hay problema con la diferencia de edad. Diez o quince años en esta época es normal.
Nos compramos dos sombreros, unas camisas y alguna corbata; lo único que preocupaba a Pedro era si le gustarían a la chica de sus sueños.
Comimos en el hotel y subimos a echar una siesta en nuestras respectivas habitaciones, aunque si mi socio pudo dormir, seguro que soñó con su cubana.
A las cinco y media, después de una refrescante ducha y media hora antes de la acordada para la cita con Cecilia, nos encontramos en el bar del Casa Granda, situado en un porche elevado sobre la plaza de Armas, también llamada parque Céspedes. Yo me tomé un café solo, seguido de uno con hielo; esperaba que la chica viniera con alguna amiga y no con sus padres; Pedro estaba nervioso e impaciente por volver a ver a la cubanita que sin duda le había robado el corazón. Pasaban diez minutos de las seis, ante el desespero de mi socio, que empezaba a perder la fe en volver a verla, cuando el cambio en su expresión me indicó que la chica estaba llegando. Miré hacia donde él miraba y la descubrí acercándose cogida del brazo de una mulata. Nos pusimos en pie y las saludamos a distancia; antes de volver a sentarnos Cecilia nos presentó a Marina, que trabajaba en la empresa azucarera de su padre además de ser su amiga. Debía estar cerca de los treinta años y no era de una belleza extraordinaria, pero sí era culta y muy agradable. Mientras tomaban un refresco, les propusimos ir a ver si en la tienda de Virgilio Palais había serenata; las dos chicas se extrañaron de que dos españoles recién llegados a Santiago conocieran el lugar; les mentí diciéndoles que un chófer de los taxis del Casa Granda, nos lo había comentado, que algunos de los taxistas pasaban los ratos de espera allí. Ellas también conocían el lugar, pero como averiguaríamos más adelante, porque se reunían con un grupo de opositores del dictador Fulgencio Batista. Pero aquella tarde-noche no hablamos de política, Pedro y Cecilia terminaron por enamorarse perdidamente, mientras Marina y yo ejercíamos de burlones, aunque discretos carabinas. Al finalizar la velada, en sendos taxis del hotel, yo acompañé a Marina a su casa y Pedro a su amada a la suya, en el barrio de Vista Alegre. Al llegar al hotel decidí esperar a mi socio, tomando un mojito. Al cabo de media hora aún no había regresado y me fui a dormir.
A la mañana siguiente, estaba desayunando cuando llegó Pedro radiante como nunca lo había visto. Le pregunté si debía prepararme para ir de boda; no solamente no le sorprendió la pregunta, sino que me contestó que probablemente, con toda la naturalidad del mundo. El sorprendido fui yo; y de pronto me asaltaron muchas dudas; ¿qué pasaría a partir de ahora con nuestras vacaciones en el tiempo? y si la relación iba adelante, ¿qué pasaría con nuestra sociedad y la máquina del tiempo?
Hablamos durante el desayuno y decidimos que por las mañanas iríamos los dos a ver los lugares de interés cerca de Santiago en taxis del hotel, (el castillo de San Pedro del Morro, la ermita de la Virgen del Cobre, la gran piedra); por las tardes el plan de Pedro era Cecilia y yo me dedicaría a conocer Santiago por mi cuenta. Estábamos a punto de irnos, cuando se acercó a nosotros el director del hotel para decirnos que a la hora del almuerzo tendría el dinero; que tal como había previsto, serían trece mil dólares. En un Buick negro, un chófer del hotel nos llevó al castillo que guardaba la entrada de la bahía de Santiago de las incursiones piratas; al cabo de dos horas volvió a buscarnos y antes de llevarnos al hotel nos llevó a la loma de San Juan, donde en 1898 tuvo lugar una de las más sangrientas batallas de la guerra hispano-americana. Al regresar, el director nos estaba esperando con los trece mil dólares y una amplia sonrisa, (supongo que el pellizco que se adjudicó por su gestión, era lo que le ponía tan contento). Mientras comíamos propuse a Pedro coger un avión al cabo de tres días para ir a disfrutar de La Habana durante cuatro o cinco días; confiaba que con la separación de su “amol”, tal vez alguna otra cubana le hiciera pasar la fiebre que se había apoderado de mi socio.
- ¿El sábado? hombre Manuel, precisamente el sábado y domingo podré pasar todo el día con Cecilia. Podríamos ir el lunes… o mejor aún ¿Te importaría si yo no fuera a La Habana?
- De acuerdo Romeo; quédate con tu Julieta; yo me ocuparé sólo de todas las mulatas guapas de la Habana; aunque debes prometerme que, si no vuelvo en una semana, vendrás a buscarme.
Al terminar de comer, antes de ir a echarme una siesta volví a hablar con mi “amigo”, el director del hotel, para que me reservara un vuelo si era posible para la Habana el sábado 14 de abril y también una habitación en el hotel Nacional para cuatro o cinco días. También aproveché para pedirle los servicios de una “acompañante” bonita y limpia para después de la siesta. Me preguntó si la prefería blanca, negra o mulata; le dije que me era indiferente blanca o mulata, pero que no fuera ni gorda ni flaca. A las cinco llamó a mi puerta una preciosidad pelirroja, de nombre Laura, alegre y servicial, que me hizo pasar tres horas maravillosamente extenuantes, al cabo de las cuales nos dimos una ducha y nos fuimos a cenar. Entre el delicioso acento cubano y la locuacidad de la chica, pasé una noche estupenda, aunque dormí solo; pero la cité para la tarde siguiente.
El jueves por la mañana fuimos a ver la Virgen de la Caridad del Cobre en un taxi del hotel. Durante la excursión le propuse a mi socio ir a cenar con nuestras respectivas parejas, (le avisé que la mía ejercía la llamada profesión más antigua del mundo). Me dijo que se lo comentaría a Cecilia en cuanto se vieran por la tarde y que me daría su respuesta… si me podía localizar en mi habitación del hotel. Me localizó en plena faena, pero tras la breve interrupción, en la que me notificó la conformidad de su chica en cenar con la mía, volvimos a la actividad.
Nos encontramos en la tienda de Virgilio Palais (la futura casa de la trova), donde disfrutamos de unos cigarros, el ron y la maravillosa música cubana, que nos ofreció un grupo de amigos del propietario. La cena fue muy agradable; resultó que las dos chicas habían sido compañeras en la escuela primaria; se habían perdido la pista cuando Laura abandonó los estudios para ponerse a trabajar y ayudar en casa, mientras Cecilia continuaba cursando grados superiores. Allí pude darme cuenta de la implicación de la novia de mi amigo con el movimiento anti-Batista y su sensibilidad ante las injusticias sociales. Prometió a Laura conseguirle un trabajo en la empresa de su padre, si decidía abandonar su actual profesión.
A la mañana siguiente, un taxi del hotel nos llevó al parque Baconao, a unos quince kilómetros de Santiago, donde disfrutamos de la contemplación de la flora y la fauna excepcional del parque y después de ascender los cuatrocientos cincuenta y dos escalones subimos a la cima de la Gran Piedra, a más de mil doscientos metros sobre el nivel del mar; un mirador natural desde donde según nos dijo el chófer, en días claros se podía ver las costas de Jamaica y por la noche sus luces. Lamentablemente, a nosotros nos envolvieron las nubes y no pudimos disfrutar de sus vistas.
Mientras volvíamos al hotel para comer, Pedro me confesó lo que para mí era más que evidente, que se había enamorado perdidamente de Cecilia y que creía que ella le correspondía. Le pregunté si ya había hecho el amor con ella y me contestó entre indignado y avergonzado que aún no, pero que eso no importaba.
Después de la comida y la siesta Laura vino de nuevo a mi habitación; en uno de los descansos de la placentera actividad a la que nos dedicábamos intensamente, me contó que había tomado la decisión de aprovechar la oferta de Cecilia y dejar de dedicarse a la prostitución. La felicité por la decisión, le comuniqué que al día siguiente yo iba a coger un vuelo para La Habana y le di doscientos dólares. Me dio las gracias efusivamente, mientras me abrazaba y llenaba de besos. Cenamos con nuestros amigos y celebramos la nueva vida que se presentaba a Laura; también me desearon buen viaje para el día siguiente a La Habana. Cecilia me aconsejó que tuviera cuidado en la capital, por la cantidad de mafiosos estadounidenses, delincuentes de toda índole y policías corruptos, a los que daba cobijo el régimen del dictador Fulgencio Batista.
Por la mañana un taxi me llevó al aeropuerto, situado a siete kilómetros al sur de Santiago, inaugurado un año antes, donde me embarqué en un cuatrimotor Viscount, que me trasladó a la ciudad que se había llenado de hoteles, casinos y clubs para dar satisfacción sin restricciones a una legión de artistas, mafiosos y gente adinerada de los EE.UU. que compartían beneficios con cubanos adinerados, la corrupta clase dirigente y altos cargos policiales y militares de Cuba.
Me alojé en el hotel Nacional, uno de los más lujosos, elegantes y distinguidos, sino el que más, de la Habana. En él se habían alojado casi todas las personalidades del arte y la cultura que pasaban por Cuba; incluso diez años antes se había celebrado la reunión de todos los capos mafiosos de los EE.UU. para acordar líneas de actuación futuras y que supuso la entrada de algunas de las familias en el negocio de la droga. Estuve cuatro días con sus correspondientes noches en la ciudad, en compañía de personajes de casi todas las ramas del arte, gánsteres, gente de la alta sociedad cubana, de América latina y estadounidense… y la policía y los esbirros del dictador que velaban por la seguridad de sus huéspedes e intentaban controlar a la disidencia política. Visité varios casinos, en los que la fortuna me sonrió levemente y acabé con un saldo favorable a mis intereses de unos mil dólares; que fueron generosamente derrochados en bebidas, cigarros, comida, espectáculos… y serviciales mujeres (la mayoría bellas y esculturales mulatas). No dejó de sorprenderme lo baratos que salían estos servicios y el coste de la vida en 1956, en comparación con la del año del que procedía.
El miércoles dieciocho de abril, después de haberle dejado un aviso a mi socio en la recepción del Casa Granda con la hora prevista de llegada, tomé un vuelo para volver a Santiago. Aterricé a primera hora de la tarde; Pedro me estaba esperando con un taxi en el aeropuerto y una expresión entre alegre y preocupado. Me sorprendió con un efusivo abrazo porque, aunque el tiempo y las aventuras vividas habían labrado una gran amistad, complicidad y absoluta confianza entre los dos, no éramos personas muy dadas a manifestar nuestros sentimientos.
- ¿Qué pasa compañero? ¿Ya has conquistado a tu dama? ¿Vamos pronto de boda?
- No te burles Manuel. Sí, me he acostado con ella y le he pedido que se case conmigo
Me quedé estupefacto y sin saber que decir. Mi primera intención fue hacerle ver que era un error; que las cubanas eran maravillosas y capaces de seducir a cualquiera, pero que debía resistir la tentación para no verse privado de la maravillosa libertad que disfrutaba. Pero lo vi tan ilusionado que no fui capaz de contrariarlo.
- Y ella, ¿ha aceptado?
- Si
- ¿Ya habéis pensado en que época vivir?, ¿le has hablado de la máquina del tiempo?
- No Manuel; voy a quedarme aquí. Sólo te pediré que me ayudes a traer mi parte del oro y joyas que tenemos en el futuro. No solamente me voy a casar con ella, también me uniré a su movimiento revolucionario.
- ¿Has pensado los riesgos que vais a correr? Os vais a meter en una revolución. ¿Y si mueres en ella? ¿y si muere ella? ¿no te arrepentirás?
- Lo que sé es que he encontrado la mujer de mi vida; que me ama y que quiero vivir lo que me quede de vida con ella. Además, éste es un gran país y ésta es una hermosa época… y en los próximos cincuenta años va a seguir habiendo música, ron, cigarros, calor y gente llena de vida y alegría. Por si fuera poco, Cecilia conoce y ha ayudado a Fidel que le está agradecido. Así que lo único que tendremos que hacer es mantenernos apartados de las luchas de poder dentro del régimen revolucionario, cuando acabe la revolución.
- Bueno compañero, cuenta con mi ayuda, aunque con una condición… espero que me hagas padrino de boda.
- No podría ser otro.
Aquella tarde salí con la feliz pareja; nos encontramos en la terraza del hotel; ellos ya estaban allí y se palpaba en el aire, el amor y la ilusión de los tortolitos. Ya les habían comunicado la noticia a los padres de su “amol” y nos habían invitado a cenar en su casa.
Pedro convirtió la cena en una especie de petición de mano; a tal efecto le había comprado a su amada un hermoso y caro anillo de prometida. Yo llevé a la cena un par de botellas de champagne y unos cigarros. La velada fue maravillosa; los padres de ella eran encantadores y ofrecieron a Pedro incorporarse a la empresa familiar. Les agradeció la oferta y decidieron estudiarlo con tranquilidad más adelante, porque mi socio tenía bastante dinero y podían ampliar el negocio, diversificarlo o incluso invertir en otros sectores.
Acordaron esperar a celebrar la boda, a que Cecilia acabara el curso y con la promesa de que, aunque se casara, acabaría la carrera de medicina.
A la mañana siguiente, durante el desayuno, Pedro y yo hicimos los planes para volver a nuestro tiempo, recoger su oro y regresar a Santiago. Como yo ya estaba satisfecho de mi estancia en Cuba, le ofrecí hacerlo de inmediato. Podíamos salir en cualquier momento, estar en el futuro el tiempo que hiciera falta y regresar a Santiago una hora más tarde de nuestra salida. Decidimos efectuar el viaje al día siguiente, que era viernes aprovechando que Cecilia debía acudir a la universidad por la mañana. También recomendé a mi socio, no invertir su dinero en la empresa azucarera de su suegro, por el bloqueo que iba a sufrir el país después de la revolución. Él también estuvo de acuerdo que lo mejor sería diversificar, e invertir en otros sectores, aprovechando los conocimientos y contactos de su “suegro”.
Después de desayunar, dando cumplimiento a la invitación que nos había hecho el padre de Cecilia la noche anterior, fuimos a visitar la fábrica. Pedro aprovechó para comentar a don Jaime (así se llamaba), que la fábrica le parecía que estaba muy bien, así que tal vez sería bueno invertir en otros sectores. Por mi parte, me encontré a Laura y aproveché para invitarla a tomar un mojito y escuchar música en la tienda de Virgilio Paláis; pareció dudar y le prometí que iríamos como amigos, que no esperaba que volviera a la vida que acababa de dejar atrás; finalmente aceptó y Pedro se apuntó al plan.
Por la tarde, después de la correspondiente siesta, salimos los cuatro; estuvimos charlando, tomando mojitos y cantando; por la noche fuimos a cenar. Después de la cena Pedro y Cecilia se despidieron de Laura y de mí, diciéndonos que la acompañaría a su casa dando un paseo; me ofrecí a llevar a Laura a la suya en un taxi del hotel y nos separamos. Mientras caminábamos hacia el Casa Granda, la cogí por la cintura y ella rodeó mi cuello con sus brazos; antes de llegar ya nos habíamos besado varias veces; cuando llegamos junto a los taxis, la invité a subir a mi habitación; aceptó, aunque me avisó que no podría estar mucho rato, porque al día siguiente tenía que trabajar. El final de la velada fue corto pero estupendo… y con final divertido; al pasar frente a la puerta de la habitación de mi socio, que estaba contigua a la mía, se abrió la puerta y aparecieron los tortolitos; la expresión entre sorprendida y avergonzada de las dos chicas y de Pedro, dio paso a unas francas risas, cuando yo, para romper la tensión del momento dije: C’est l’amour.
Finalmente llevamos en sendos taxis a las chicas a sus casas y volvimos al hotel.
A la mañana siguiente, después de desayunar, cogimos un taxi que nos llevó al Poblado de Sevilla, donde dimos instrucciones al taxista que viniera a recogernos al cabo de tres horas. Recorrimos a pie los aproximadamente dos kilómetros a los que habíamos dejado la máquina y la encontramos sin problemas. Subimos y volvimos a marzo de 2009, una hora más tarde de nuestra partida.
En tres días Pedro firmó unos poderes notariales a mi favor, que me permitían disponer de todas sus acciones y cuentas sin límite. Yo le di toda mi parte del oro y las joyas aztecas, salvo una pequeña estatuilla del dios Xochipilli (príncipe de las flores), que me quedé como recuerdo. Distribuimos los aproximadamente sesenta kilos de oro y joyas en dos mochilas y volvimos a Cuba al mismo lugar, una hora más tarde de la partida.
Al lado de la nave, cavamos un poco y enterramos una de las mochilas, que Pedro pensaba mantener en reserva, por si iban mal las cosas; pusimos tres piedras encima para marcar el lugar; más adelante ya buscaría otro escondite más cercano a su futuro hogar.
Tanto nosotros como el taxi llegamos puntuales a la cita acordada tres días antes para nosotros y tan solo tres horas para el taxista, que nos llevó de vuelta al hotel.
Lo más relevante de aquel fin de semana, fue la comida familiar que ofrecieron los futuros suegros, para presentar al prometido de Cecilia a sus familiares y amigos. Allí pude comprobar las diferentes tendencias políticas de la familia. Mientras la novia y sus padres defendían la democracia y la justicia social, la mayoría de sus tíos y primos eran partidarios del dictador Fulgencio Batista; o como mínimo, no estaban en su contra. Todos ellos eran relevantes hombres de negocios, que se mostraron dispuestos a aconsejar y ayudar a Pedro a invertir su dinero en empresas rentables. También dimos la noticia de que el lunes siguiente yo me volvía a España.
Don Jaime ofreció dejarle a Pedro su Chevrolet para que me acompañara al aeropuerto; le agradecí su ofrecimiento, pero le hice ver que, dado que estaba a siete kilómetros, era mejor coger un taxi y no molestarle a él ni a Pedro.
CAPÍTULO 14. – CUBA EN EL PERÍODO REVOLUCIONARIO
Me despedí de mi socio el lunes durante el desayuno, terminado el cual, cogí la maleta, me subí a un taxi y me dirigí de nuevo hacia el Poblado de Sevilla. Volví a caminar los aproximadamente dos kilómetros que me separaban de la nave. Al llegar, eché un vistazo a las tres piedras bajo las que habíamos enterrado la mochila con el oro y tuve un mal presentimiento. La intención era volver a casa a mediados de marzo de 2009, pero decidí pasar antes por marzo de 1959 por el mismo lugar en que me hallaba, una vez terminada la revolución y comprobar que Pedro y Cecilia estaban bien. Fue un alivio comprobar que las armas y los trajes que habíamos traído en el primer viaje, seguían allí.
Di un pequeño salto de casi tres años al mismo sitio donde estaba y salí de la nave; volví a cubrirla con la tela de camuflaje. Comprobé que la mochila con el oro y las joyas, seguía bajo las tres piedras y desandé el camino hasta el Poblado de Sevilla; allí un camión me recogió y llevó hasta Santiago. Me dirigí a casa de don Jaime y llamé a la puerta. Me abrió el mismo; estaba más envejecido de lo normal y no me reconoció. Después de presentarme, le pregunté por su hija y mi amigo. Abatido me invitó a pasar y me ofreció un vaso de ron, mientras él se servía otro. Después de entregármelo y echarse un trago del suyo me dijo, mientras unas lágrimas empezaban a asomar por sus ojos
- Murieron
- ¿Cómo? ¿Cuándo?
- Hace unos cuatro meses, en la batalla de Guisa; una de las últimas de la revolución. A finales de noviembre, un grupo de revolucionarios, liderados por Fidel, tomaron la ciudad y se apoderaron del armamento que había en ella. Pero ellos desaparecieron. Supongo que los esbirros de Batista los capturaron torturaron y mataron; los debieron enterrar en el bosque, para no tener que rendir cuentas. La última vez que los vieron con vida fue el 29 de noviembre. Al día siguiente, los camaradas se apoderaban del pueblo.
En aquel momento llegó la madre de Cecilia; tras un breve momento de titubeo, ella sí que me reconoció, me abrazó y se puso a llorar.
Mientras la buena mujer lloraba sobre mis hombros, tomé la decisión de salvarles y llevarlos al futuro; también decidí contarles lo que iba a hacer a sus padres, para aliviar su dolor.
Les expliqué que Pedro y yo veníamos del futuro en una máquina del tiempo; que Pedro se había enamorado de su hija y había decidido quedarse con ella en su época y que yo iba a retroceder para salvarlos, pero para no crear una paradoja temporal, nos iríamos a nuestra época. Les aseguré que éste era el motivo por el que no habían encontrado sus cuerpos.
La desdichada pareja quería creerme, pero por sus caras era evidente que pensaban que aquel “gallego” les estaba contando una fantasía increíble, para aliviar su dolor.
Les pedí que me acompañaran en su coche al Poblado de Sevilla, para llevarles junto a la nave y que pudieran verla con sus propios ojos. La esperanza pudo más que su temor a seguir a este “loco” hasta el lugar donde estaba la máquina.
Cuando retiré la cubierta de camuflaje, sus temores desaparecieron y el poder creer en mi historia hizo asomar en sus ojos lágrimas de felicidad. A continuación, retiré las tres piedras y le di la mochila a don Jaime. Les recomendé que mantuvieran el secreto de la nave del tiempo; que no hicieran ostentación de su riqueza, porque en los próximos tiempos se produciría la expropiación de muchas empresas y el régimen de Fidel daría un giro a la izquierda; que la isla sufriría el bloqueo por parte de los EE.UU. pero que con la ayuda de la U.R.S.S vivirían un extraordinario desarrollo en cultura, medicina y avances sociales durante treinta y cinco años; que sólo debían cuidarse de no ser considerados disidentes políticos.
Los dos se abrazaron a mí y me llenaron de besos; entre lágrimas de alegría, me pidieron que cuidara de sus hijos, que les dijera que, aunque no pudieran volver a verles, la felicidad había vuelto a sus vidas al saber que seguirían vivos. Por fin nos separamos y subí a la nave; dejé que observaran mientras buscaba las coordenadas de un lugar apropiado, lo más cerca posible de la población de Guisa; les sugerí que se apartaran unos cincuenta metros y que enseguida la verían desaparecer. Les vi alejarse abrazados y esperanzados, cerré la puerta y puse en marcha la nave.
Me desplacé al 29 de noviembre de 1958 a las nueve de la mañana, a un terreno boscoso y montañoso situado a unos cuatro kilómetros al sur de la población de Guisa, en plena sierra Maestra. Antes de salir de la nave, me puse debajo de la ropa el traje anti-balas, cogí el rifle Ak104, una mochila con seis cargadores y diez granadas; también cogí unos prismáticos y la brújula que además de indicar el norte, señalaba la situación de la nave. Cerré la puerta, cubrí la nave con la tela de camuflaje y empecé a andar hacia el norte con la esperanza de encontrar fuerzas rebeldes y no el ejército del dictador. Llevaba una hora andando por terreno boscoso, cuando avisté un camino; me quedé agazapado en una pequeña loma cerca del mismo, con la esperanza de ver llegar alguna patrulla o tropa revolucionaria. Al cabo de media hora de espera, vi acercarse un camión; con los prismáticos pude ver en la caja siete soldados que, por sus uniformes, deduje eran revolucionarios. Bajé de mi puesto de observación al camino con el rifle y la mochila colgados en la espalda y les hice señas para que se detuvieran. El camión se detuvo a diez metros de mí, mientras tres soldados me apuntaban con sus fusiles por encima de la cabina y yo mantenía los brazos en alto.
-Soy español; simpatizo con vuestra causa; estoy buscando a un paisano que lucha con vosotros; se llama Pedro; y a su mujer, que es cubana y se llama Cecilia.
Un sargento con muy malas formas y mirando a todos lados, bajó de la cabina; me dijo que no conocía a ningún Pedro y que yo tenía pinta de ser agente de Batista. Por suerte, uno de los que me apuntaban le dijo que me debía referir al “gallego” y a su mujer “Selia”. Su expresión se volvió amable y me dijo que subiera a la caja, que ellos se dirigían al campamento, donde seguramente los encontraría.
Al llegar al campamento, me ordenó que lo siguiera y se dirigió a una de las tiendas; allí gritó: ¡gallego!, aquí hay otro gallego que te busca.
Mi alegría al verle aparecer, fue tan grande como su sorpresa. Después del primer momento de duda, nos fundimos en un abrazo bajo la atenta mirada del sargento, que quedó satisfecho y con un leve saludo se despidió. A continuación, salió de la tienda Cecilia que también me abrazó efusivamente.
- ¡Qué alegría verte Manuel! Pero ¿Qué haces aquí?
- Necesito un rato para contároslo, ¿podemos hablar en un sitio discreto?
Entramos en la tienda, que ocupaban ellos dos solos; les conté como había tenido un presentimiento y había viajado al mes de marzo del año 59. Por la cara que puso Cecilia deduje que Pedro no le había contado nada de la máquina del tiempo.
- ¿No le has hablado de nuestro vehículo?
Pedro negó con la cabeza, entre inquieto y avergonzado. A continuación, le expliqué a Cecilia que no éramos empresarios, sino viajeros del tiempo; y que él, al haberse enamorado de ella, había decidido dejar de viajar, quedarse en Cuba y compartir su vida con ella.
Una vez se hubo repuesto de la sorpresa, aunque algo incrédula, continué el interrumpido relato. Les expliqué como había ido a casa de sus padres; que habían recibido la noticia de su “muerte” durante la batalla de Guisa; de que sus cuerpos no se encontraron, por lo que suponían que los habrían capturado, asesinado y enterrado sus restos, donde nadie pudiera encontrarlos. Continúe contándoles que les había desvelado a sus padres el secreto de la máquina del tiempo y les había prometido que vendría a sacarlos de aquí y llevarlos a nuestro tiempo. Que no podía ser al suyo para no crear una paradoja temporal. Les hablé de su incredulidad inicial, por lo que les había llevado a ver la nave, les había avisado de los principales acontecimientos que tendrían lugar en Cuba en los próximos años y les había hecho entrega de la mochila llena de oro y joyas que les aseguraría una vejez acomodada. Para finalizar, le expliqué a Cecilia que sus padres, cuando les encontré estaban destrozados por el dolor de su pérdida, pero la felicidad había vuelto, al convencerse que era cierto lo de los viajes en el tiempo.
Mientras ella asimilaba la historia que acababa de explicarle, le mostré el traje anti-balas que llevaba bajo la ropa y el fusil Ak104, que era una versión aun no desarrollada del Ak47, que ella conocía.
Pedro, que había estado en silencio, habló
-Pero no podemos abandonar a nuestros compañeros, sería una deserción; sabíamos antes de empezar la lucha, que esto podría pasar. No vamos a huir.
Cecilia se le abrazó y reafirmó el comentario de su marido.
-No vais a huir; la batalla terminará mañana con la victoria de los revolucionarios. En la nave tenemos otro traje, los cascos, otro Ak104 y más granadas. Esta noche podemos efectuar una incursión para allanarles el camino y desaparecer después.
Mi idea les pareció aceptable y Pedro me dijo que se lo propondría al comandante en jefe, con el que tenía prevista una reunión en quince minutos, para coordinar el ataque previsto para el día siguiente.
- ¡Hombre, Pedro; preséntame a Fidel!
-Está bien, pero antes déjame pensar en el plan que voy a proponerle.
A los diez minutos, flanqueado por mis dos amigos, salimos de la tienda y fuimos a ver al mismísimo Fidel Castro. Después de las presentaciones, Pedro le propuso que nosotros tres diéramos por la noche un golpe de mano al acuartelamiento enemigo, para intentar inutilizar alguna de las dos o tres tanquetas que suponían, había en Guisa; aunque el objetivo principal era destruir la emisora con la que pedían los refuerzos de aviación.
A Fidel le pareció bien el plan, pero puso dos condiciones; la primera, que yo me cambiara el traje por el uniforme revolucionario y la segunda, que lleváramos también a un compañero que, según él, tenía una visión excelente por la noche.
Como era la hora del rancho, comimos con toda la tropa disponible, al lado del comandante, que hizo gala de la locuacidad que más tarde sería una de sus señas de identidad. Medio en broma, nos pidió que no destruyéramos el arsenal porque la revolución necesitaba las armas que en él había.
A media tarde partimos los cuatro, entre vítores de ánimo y deseos de suerte del resto de la tropa. Un jeep nos acercó hasta unos cinco kilómetros de Guisa. Con la excusa de dar un rodeo y alejarnos del camino, nos dirigimos hacia donde estaba la nave con la ayuda de la brújula. Cuando distinguí la tela del camuflaje, nos detuvimos; se la enseñé a Pedro y con la excusa de hacer una necesidad, se separó del grupo, para ir a ponerse al traje anti-balas coger su fusil, la munición, varias granadas más y los cascos que nos proporcionarían protección, visión nocturna y la posibilidad de comunicarnos. Raúl, (el camarada impuesto por Fidel) empezaba a ponerse nervioso, cuando apareció mi socio, ya preparado, excusándose de la tardanza arguyendo que andaba algo estreñido. Continuamos la marcha hacía la población, en la parte sur de la cual, cerca de la carretera a Cobrero, habían instalado su campamento las tropas del dictador. Nos apostamos a apenas quinientos metros; llegamos cuando ya empezaba a declinar la tarde. Pedro y Cecilia irían juntos y se encargarían de un centinela, Raúl y yo nos encargaríamos del otro que habíamos avistado; estaban separados unos doscientos metros y vigilaban un improbable ataque por la selva.
Cuando oscureció nos pusimos en marcha. Nos acercamos al guardián que nos había tocado en suerte; estaba fumando y decidió echar una meada cuando Raúl se preparaba para atacarle; le dio la espalda y mi compañero aprovechó la ocasión para segar su vida con un machete. Nos acercamos al campamento y enseguida divisamos la caseta de comunicaciones, gracias a la antena que sobresalía de ella; amparados por la oscuridad nos acercamos a cincuenta metros; a su lado había una tanqueta T17 y un centinela. Propuse a mi compañero que se cargara al centinela, colocara los explosivos en la caseta y se llevara la tanqueta, él solo al campamento revolucionario. Yo le cubriría, desde atrás y junto con Pedro y Cecilia impediríamos que saliera nadie en su persecución. Ya nos las apañaríamos para regresar por la carretera de Cobrero; donde esperaríamos a la columna que atacaría Guisa al día siguiente. Apenas se alejó me puse el casco y comuniqué con Pedro, que lo llevaba puesto hacía rato. Me dijo que me estaba viendo y que estaban a cien metros a mi izquierda; nos acercamos al campamento; pude ver como Raúl degollaba al infeliz vigía para, a continuación, colocar las cargas explosivas alrededor de la caseta. Estaba subiendo a la tanqueta cuando vi aparecer a dos soldados que estaban haciendo la ronda. Puse el rifle en automático y les apunté; en el momento en que puso en marcha el motor, dieron la voz de alarma; disparé dos ráfagas y cayeron fulminados. Mientras la tanqueta se alejaba hacia la carretera, empezaron a aparecer soldados de las tiendas de campaña, barracones y edificaciones de la población; disparé varias ráfagas cortas, hasta vaciar el cargador causando algunas bajas, aunque delatando mi posición. Me agaché y cambié el cargador; oí los disparos del enemigo y las balas que impactaban en la arboleda que me rodeaba; al momento, Pedro y Cecilia abrieron fuego desde mi izquierda, lo que provocó que los que me disparaban, buscaran refugio. Aproveché para lanzar un par de granadas y avisar a Pedro que podíamos retirarnos. En aquel momento una enorme explosión hizo saltar por los aires la caseta de la radio y su antena. Mis compañeros también lanzaron cuatro granadas; dos de ellas a considerable distancia y emprendimos la retirada. Gracias al caos organizado en el campamento pudimos poner una buena distancia entre nosotros y las fuerzas de Batista. Nos encontramos fácilmente gracias a los cascos de visión nocturna y el intercomunicador. Después de comprobar que ninguno estaba herido, miramos hacia atrás, donde a unos quinientos metros, el enemigo se estaba agrupando en el linde del campamento, al que estaba llegando otra tanqueta, supusimos que planteándose si perseguirnos o no. Saqué la brújula que señalaba la posición de la nave y nos colgamos las armas a la espalda.
¿Cómo haces para lanzar las granadas tan lejos?
No soy yo; ha sido Cecilia con una especie de honda.
Empezamos a correr entre la maleza, en dirección a la nave. Íbamos juntos, con Cecilia entre los dos, convencidos de que, gracias a nuestros cascos les sacaríamos mucha ventaja a nuestros perseguidores, en el caso de que decidieran venir a por nosotros; cosa nada recomendable a causa de la maleza y la oscuridad.
Sin ningún incidente, llegamos hasta la nave en poco más de media hora. Quitamos la tela de camuflaje ante la atónita mirada de Cecilia y Pedro abrió la puerta.
-Mi amor, ha llegado el momento de despedirte de tu tierra y tu tiempo; enseguida estaremos en España en el 2009
Cecilia se dio la vuelta; echó un vistazo a la oscuridad que nos envolvía, al suelo y al cielo. A continuación dijo en voz alta: “Queridos viejos, os llevo en el corazón. Hasta la victoria siempre. Viva Cuba”; se dio la vuelta y subió a la nave con los ojos bañados en lágrimas. Pedro y yo la seguimos en silencio; cerré la puerta y volvimos a nuestra base en la finca rústica de España, a mediados de marzo de 2009.
CAPÍTULO 15. – TRES SON MULTITUD
Nuestra invitada se sorprendió por la claridad del mediodía, mientras Hungry, corría alborozado a darnos la bienvenida. Guardamos la nave en el hangar, las armas en su escondite y nos dimos una ducha.
Mientras yo preparaba la comida, Pedro se acercó a la población más cercana para comprar algo de ropa para su mujer, que después de la ducha, llevaba solamente un albornoz de baño. Seguía estando bellísima y no pude evitar sentir envidia por la suerte de mi socio. Preparé un par de vermuts y le ofrecí uno a Cecilia, que me dio las gracias por el vermut, por haberles salvado la vida… y me abrazó estrechamente. Aún a través del albornoz su cuerpo me excitó; al deshacer el abrazo, se dio cuenta de mi turbación y me pidió perdón.
-No tienes porqué; soy yo quien debería disculparse; este abrazo me ha pillado por sorpresa y eres tan bonita… Pero no te preocupes, sois mis amigos y te aseguro que sabré estar en mi sitio; aunque eso sí, que conste que yo te vi y fui seducido primero, aunque luego él se me adelantara y se llevara la chica.
Esto último se lo dije con una sonrisa socarrona, que provocó que ella sonriera también.
-Por cierto; Laura te echó mucho de menos. La dejaste impresionada por tus habilidades amatorias. Durante meses mantuvo la esperanza de que volvieras y demostrarte que había dejado atrás su antigua vida; se convirtió en una hermana para mí y en un soporte de valor incalculable en el negocio de mi padre.
Estaba acabando de preparar la comida, cuando llegó mi socio con la ropa para su mujer. Mientras ella se vestía preparamos la mesa. Durante la comida, hablamos de la necesidad de que Cecilia se pusiera al día; no solamente de la historia de los últimos cincuenta años; también del manejo de “herramientas” que ella ignoraba incluso que existieran; ordenadores, internet, teléfono portátil, etc. También tendríamos que conseguirle una documentación adecuada, para lo que tendría que echar mano de nuevo, de mi amigo policía.
Después de comer, abandonamos la finca rústica y volvimos a casa con el Range Rover. Yo conduje, con Hungry a mi lado; mis amigos iban atrás y Pedro aprovechó el trayecto para contarle su vida real a su mujer. Incluyó también, los viajes en el tiempo que habíamos realizado; cuando le contó cómo Hungry había evitado que los caballos se nos escaparan, el perro, que hasta el momento había estado adormilado en su asiento, levantó la cabeza y ladró. Los tres nos echamos a reír y yo le acaricié la cabeza.
Al llegar a casa, Cecilia empezó a darse cuenta de la enormidad de la tarea que le esperaba; además de maravillarse con los adelantos que se habían producido en los aparatos que ya conocía, como el televisor, alucinó con el microondas, los teléfonos móviles y sobre todo con los PC’s e internet. Aquella noche, pese al cansancio y las horas que llevábamos despiertos, nos acostamos muy tarde.
A la mañana siguiente, lo primero que hice, fue devolver a Pedro los poderes que había firmado y sugerirles que se compraran una casa cerca de la mía, para que así pudieran tener intimidad. Me lo agradecieron los dos y ella incluso me pidió perdón por haberme “robado” a mi amigo. Yo le quité hierro al asunto, agradeciéndole que me quitara de encima a un tipo tan soso como aquel, que había preferido perderse la vida nocturna de La Habana, para quedarse con una novia en Santiago.
Los cuatro meses siguientes los dedicamos a ponerla al día en historia, (de eso me encargué yo, por haberla vivido y no Pedro, que la había estudiado); conseguirle documentación; comprar y modernizar una casa cerca de la mía; mostrarle Barcelona, donde varias tiendas de ropa y complementos hicieron su agosto al equiparla. También se compraron un par de coches y la enseñamos a conducir, jugar al golf y a manejarse con los ordenadores… y la cocina mediterránea. Me sorprendió gratamente su inteligencia; absorbía los conocimientos como una esponja, jamás hizo falta repetirle nada. Dedicamos tiempo a ver las películas, que yo consideraba “de visión obligada”, e incluso fuimos un par de veces a nuestra finca rústica a practicar con las armas de fuego y para que Cecilia se familiarizara con la nave y los cascos. Lo único que ensombrecía nuestra estupenda armonía, era que me estaba enamorando perdidamente de la mujer de mi amigo… y no pude evitar que ella se diera cuenta.
A finales de julio Pedro acudió a un torneo de golf, al que yo no me había apuntado por culpa de una pequeña lesión en la muñeca; Cecilia vino a mi casa, con la excusa de darse un baño en la piscina. Cuando la vi con el minúsculo bikini, temí que no podría evitar traicionar a mi amigo; cuando me miraron sus ojos verdes supe que ella había tomado la decisión y yo no podía ni quería oponerme. Le arranqué la prenda e hicimos el amor alocadamente, en el césped; nos dimos un baño desnudos y volvimos a hacerlo, ya más serenamente, dentro del agua; después, nos fuimos a mi cama. Allí, mis manos y mi boca recorrieron todo su cuerpo, hasta la saciedad, sin perderse ningún monte ni ningún valle, mientras ella gemía de placer. Su cuerpo llegó a estremecerse por los orgasmos en tres ocasiones. Después de unos instantes de descanso, ella tomó la iniciativa; se puso encima de mí y empezó a besarme; primero por el cuello, donde por la fuerza de la aspiración, supe que me saldrían moratones; pasó a los pezones, que besó con suavidad provocándome una nueva erección. Con sus verdes ojos excitados de satisfacción, mirando a los míos, comenzó a pasar su lengua por mi verga y finalmente, sus carnosos labios la absorbieron y empezó a chupar con frenesí. Le cogí la cabeza con ambas manos, introduciendo mis dedos entre el sedoso y negro pelo mientras ella la subía y bajaba, sin dejar de mirarme ni de chupar. Siguió haciéndolo, sin detenerse cuando llegó el orgasmo, reteniendo el fluido en su boca. Un poco más tarde, le dije que parara y sólo entonces liberó el pene de su boca. Subió por mi cuerpo y quedó tendida sobre mí.
¿Y ahora qué, Cecilia?; ¿Qué pasa con Pedro?
-Manuel, creo que antes deberías preguntarte ¿Qué pasa con nosotros? ¿me quieres?
-Claro que te quiero; eres hermosísima, inteligente, decidida, fuerte y dulce; cualquier hombre que pase un tiempo a tu lado, se enamoraría de ti sin remisión.
-Pero no me he enamorado de cualquier hombre; yo me he enamorado de ti, Manuel.
-Por favor Cecilia; ¿Qué edad tienes? ¿veintitrés años?; yo tengo cuarenta y seis; en diez años estaré a las puertas de la vejez y tú seguirás siendo una mujer joven.
-No quiero pensar en el futuro. Lo que sé es que te quiero y no pienso renunciar a ti
-Pero ¿y Pedro? Te quiere; le vamos a hacer mucho daño. ¿Acaso has dejado de quererle?
-No. Sigo queriéndole; pero también te quiero a ti.
-Cecilia, me haces sentir el más afortunado de los hombres; ahora mismo creo que podría volar como Superman; estoy eufórico, exultante, halagado y enamorado. Pero por otra parte, me siento el más canalla. No me arrepiento de haberte hecho el amor, pero no debería volver a suceder. No sé si podré volver a mirar a Pedro a los ojos.
¿Serás capaz de resistirte?
-No. Por eso te pido que no vuelvas a mirarme así; ni que vuelvas a tentarme.
Se levantó de la cama y completamente desnuda, contoneándose tentadoramente, se fue al cuarto de baño, a darse una ducha. Mi primera intención fue seguirla y volver a disfrutar de su joven y seductor cuerpo, pero la conciencia, a la que había ignorado hasta ahora, logró impedir que lo hiciera; en lugar de eso, fui a darme un baño en la piscina. Aunque me sentía culpable por Pedro, era incapaz de lamentar haberle hecho el amor a Cecilia. Confiaba en que no se descubriera el asunto y que no se volviera a repetir; aunque esto no dependía de mí; suponiendo que pudiera abstenerme de intentarlo, sabía que sería incapaz de decirle que no, si ella me lo proponía. Aún estaba en la piscina, cuando salió de casa, me lanzó un beso a distancia y se fue a la suya.
A media tarde, volvieron los dos a casa. Pedro había ganado el torneo y necesitaba contarlo. Explicó cómo había ido la partida, de principio a fin, explayándose en sus mejores golpes; nos bañamos los tres en la piscina, tomamos mojitos que Cecilia preparaba maravillosamente y escuchamos música cubana. Hubiera sido una tarde maravillosa para mí también, si la conciencia no me hubiera estado machacando permanentemente, por la traición… y el deseo no hubiese seguido ardiendo en mi interior. Ya era casi la medianoche, cuando se fueron a su casa.
La mañana siguiente, estaba acabando de desayunar, cuando se presentó Cecilia. La expresión de su cara no presagiaba nada bueno.
-Pedro se ha ido… y no creo que vuelva.
¿Qué ha pasado? ¿le has contado lo nuestro?
-Si. Esta mañana al despertarse, ha empezado a besarme en el cuello y acariciarme; yo estaba aún medio dormida y he dicho tu nombre en lugar del suyo. Él ha parado en seco y yo me he despertado de golpe. Ha empezado a interrogarme y no he querido mentirle.
¿Sabes dónde ha ido?
-No. Después de explicarle los nuestro, se ha vestido, ha cogido unas cuantas cosas de casa, sin dirigirme la palabra; se ha montado en el coche y se ha ido hace una hora.
Cogí el teléfono y le llamé a su móvil, esperando que estuviera dispuesto a hablarme. Después de varios tonos, descolgó.
-Dime
Me quedé en blanco; puse el teléfono en modo manos libres. No había pensado qué decirle y sólo se me ocurrió:
-Lo siento; creo que deberíamos hablar.
-Probablemente; pero no ahora.
¿Dónde estás? ¿Cuándo vuelves?
-Estoy en la finca; voy a coger la máquina del tiempo y no sé cuándo volveré. Quiero alejarme de todo. Deseo que os vaya bien… de verdad.
-Pero Cecilia te quiere.
Cecilia escuchaba en silencio.
-Mira Manuel; estoy convencido que no me habríais traicionado, si lo que sintierais el uno por el otro, sólo fuera atracción sexual. Pero ella te quiere y seguro que tú no has podido evitar enamorarte. No os guardo rencor. Dile a Cecilia que lamento no haber sabido mantener encendida la llama de la pasión en ella. Yo sigo amándola, pero no voy a imponerle mi presencia. Cuídala; me vuelvo a las Rocosas; te dejaré tus armas, pero me llevo toda la munición. Tú podrás conseguir más, yo no.
-Prométeme que volverás.
-Sí, pero cuando esté seguro de que no me dolerá verla en tus brazos… y esto tardará.
Colgó.
La tristeza se apoderó de mí; acababa de perder a mi único amigo y la máquina del tiempo. Esperaba y deseaba ardientemente volver a verle y pedirle perdón.
Cecilia al verme apenado, me abrazó. Abrazado a su cuerpo, se esfumó la tristeza; un cosquilleo recorrió mi entrepierna. Mis manos que, en un primer momento, la habían cogido por la cintura, bajaron hasta sus nalgas… mis labios buscaron y encontraron los suyos.
No sé cuan larga será la espera, pero… ¿Qué importa si ella está a mi lado?