MANIPULADORES DEL TIEMPO 2
SÍNTESIS DE LA PRIMERA PARTE
Manuel Soler era un ciudadano corriente, a quien el azar puso en sus manos, una nave para viajar en el tiempo, en el año 2000. Con ella, se visita a sí mismo en el año 2008, donde su «yo» del futuro le revela la combinación de dos sorteos de la lotería primitiva, que le van a hacer multimillonario; también le proporciona instrucciones para invertir en negocios rentables, que incrementarán su fortuna.
A raíz de su viaje, los constructores de la máquina la detectan y envían un equipo para recuperarla, al mando del capitán James Brown, pocos minutos más tarde del encuentro con su «yo» futuro. Se la arrebatan después de haberle devuelto a su época.
Entre el 2000 y el 2008, siguiendo las instrucciones que él mismo se ha dado en el futuro, se dedica a los negocios inmobiliarios, de los que se deshace, justo antes de empezar la crisis del 2005. También invierte en otros negocios y disfruta de la vida, en especial de los viajes a Cuba, donde se deleita con el amor y el sexo de varias mujeres.
En el año 2008, poco después de haberse encontrado con su «yo» del pasado y despedido de la máquina del tiempo, regresa el capitán James Brown en la nave y le propone asociarse para correr aventuras en cualquier época.
Acepta; y en su máquina viven diversas peripecias, en diversas épocas, hasta que James (que ahora se llama Pedro, según consta en los documentos que le consigue) se enamora de Cecilia, una bellísima cubana en la época inmediatamente anterior a la revolución y decide quedarse con ella. Manuel, busca a la pareja, después de la revolución. Han desaparecido durante los últimos días de combates de la misma. Retrocede al pasado y los salva, trayéndolos al presente. Manuel y Cecilia no pueden evitar enamorarse y la relación entre los dos amigos se deteriora. Pedro se marcha solo con la máquina.
CAPÍTULO 1
EL REENCUENTRO
Hacía dos meses que Pedro se había marchado con la máquina de viajar en el tiempo. Cecilia, que según la documentación conseguida por mi «amigo» el policía, ahora se llamaba María, había venido a vivir a mi casa y habíamos disfrutado del amor y practicado el sexo como si no existiera el mañana. Con nosotros estaba Hungry; el perro que tan buenos servicios nos había prestado a Pedro y a mí, en nuestro viaje por las Rocosas en el año 1845, y nos habíamos traído al presente.
Una todavía calurosa tarde de finales de septiembre de 2009, después de un refrescante baño y la casi habitual sesión de sexo en la piscina y el jardín, Cecilia me soltó a bocajarro:
—¿Querrás casarte conmigo?
—No hace mucho, te dije que en diez o quince años, yo estaría a las puertas de la vejez y tú seguirías siendo joven. Tú ya tienes la documentación en regla y voy a darte parte de mi fortuna para que puedas vivir holgadamente el resto de tu vida. En este país y en la época en la que estamos, no necesitas para nada, estar casada. No quisiera que, cuando llegue el momento, permanezcas a mi lado por gratitud, o me pongas unos cuernos colosales, cuando yo no pueda satisfacer tus necesidades.
—¿Y si quisiera tener un hijo tuyo?
—Bueno… Una decisión tan importante deberíamos tomarla entre los dos. ¿De verdad quieres tener un hijo conmigo?
—Verás, Manuel; entiendo y casi estoy dispuesta a aceptar tus miedos por la edad y todos tus argumentos; pero, aunque no inmediatamente, sí que quiero tener un hijo al menos, y a no tardar mucho… Además, quiero que tú seas el padre, porque eres un hombre maravilloso, al que quiero y deseo que mi hijo tenga tus genes. Me gustaría que se criara en una familia tradicional, pero si tú no quieres hacer frente a la responsabilidad, estoy dispuesta a hacerlo sola.
—Escúchame, Cecilia; aparte del problema de la diferencia de edad, tengo miedo a comprometerme y a perder de nuevo, la libertad que disfruto desde que me separé de mi mujer. Dicen que el amor solo dura siete años; en mi caso, no llegó ni a eso. No puedo prometerte amor eterno, lo único que puedo asegurarte es que te amo con todo mi corazón ahora. Si decides tener un hijo mío y lo consideras necesario, estoy dispuesto a darle mi apellido y casarme, pero de momento, no me convence la idea de atarme a una familia convencional.
—Te agradezco la sinceridad, Manuel; lo tendré en cuenta. ¡Ah! a partir de ahora llámame María; no vayas a meter la pata en el momento más inoportuno.
Estábamos vistiéndonos; comentábamos que en pocos días sería conveniente pasarnos por la finca rústica, que servía de base de partida y llegada de la nave; ya hacía más de dos semanas que habíamos llevado munición para las armas y comprobado que todo seguía en orden. Aunque la comprobación fuera innecesaria, ya que en caso de que alguien hubiera entrado, habría hecho saltar las alarmas y disparado los sistemas de seguridad; cosa que no había sucedido. Aquella noche, pensábamos ir a Barcelona a cenar y ver una película, cuando sonó el teléfono. Era el móvil de Pedro.
—Pedro, qué alegría. Has vuelto. ¿Dónde estás?
—Acabo de llegar. Estoy en la finca. Voy hacia mi casa. ¿Podrías conseguirme un médico de confianza? Vengo con una mujer enferma de tuberculosis. Llegaré en poco más de una hora.
—Supongo que sí; lo intentaré al menos.
—Bien, gracias; hasta luego.
Cecilia y yo nos miramos; caí en la cuenta que, uno de los conocidos del golf de Pedro y mío, era médico y tenía su teléfono.
Le llamé y me contestó una voz femenina.
—¿El doctor Jordi Cano, por favor?
—Soy su enfermera; el doctor Cano está ateniendo a un paciente. ¿En qué puedo atenderle?
Me identifiqué, le di mi número de teléfono y le pedí que me llamara lo antes posible. Al cabo de un cuarto de hora, recibí la llamada del galeno. Le informé de nuestra sospecha sobre la enfermedad de la paciente y le pregunté si podría venir a la casa de Pedro. Me contestó que tenía otra visita, pero que acudiría en poco más de una hora.
Llamé a mi antiguo compañero de aventuras para informarle de la situación y a continuación, Cecilia y yo fuimos al supermercado del pueblo, para adquirir los productos alimenticios que consideramos necesarios para abastecer idóneamente la nevera de su casa. Cecilia (jamás podré llamarla María, aunque así conste en su D.N.I. falso) aún tenía la llave y colocamos la compra en su sitio; después nos sentamos en el sofá de la sala de estar, a esperar su ya inminente llegada.
Mientras esperábamos, nos preguntábamos quién sería la mujer; de que época la habría traído y cuál sería su relación. Temíamos los reproches que pudiera hacernos y nos preguntábamos dónde habría estado y cuánto tiempo habría pasado para él.
No tuvimos tiempo de hacer muchas conjeturas, porque enseguida los vimos llegar. En la puerta de la casa, Pedro nos presentó a Ninette; a la que, tanto Cecilia como yo, saludamos con dos besos, pese a la reticencia de ella, por la enfermedad que padecía. Solo hablaba francés y, aún antes de que nos lo confirmara, por sus vestidos supusimos que venía del principio del siglo pasado. Estaba asombrada por todo lo que veía a su alrededor. Pese a su aspecto enfermizo era una preciosidad, un poco más alta y algo más delgada que Cecilia.
Propuse que, dado que era tarde, podía ir a mi casa a buscarle un camisón y una bata de Cecilia para que, cuando llegara el doctor Cano, no se extrañara por su indumentaria.
Mientras yo iba y volvía con la ropa le mostraron «su» casa. Cuando ella salía de la habitación, ya vestida con prendas actuales, el médico llamaba a la puerta. Después de los correspondientes saludos y presentaciones, nuestro amigo médico, con Pedro como intérprete, hizo un esmerado examen a Ninette, mientras Cecilia y yo preparamos una cena para cuatro.
El doctor también apostó por una tuberculosis, por los síntomas de la paciente (tos intensa, dolor en el pecho, había perdido peso, tenía fiebre, y escalofríos, aunque no esputaba sangre al toser). Nos previno contra posibles contagios y propuso ingresarla al día siguiente en la clínica privada en la que ejercía, para hacerle las pruebas y análisis que confirmaran el diagnóstico y darle la medicación adecuada. Cecilia, que había cursado la carrera de medicina en Cuba en los años cincuenta, estuvo muy pendiente de la disertación del galeno. Pedro le comunicó que Ninette no tenía documentación. Nuestro amigo Jordi Cano nos aseguró que no habría ningún inconveniente. No quiso aceptar dinero por la visita, ni siquiera la copa que le ofrecimos, porque su mujer, Sonia, que estaba embarazada, le esperaba en casa.
Fue una cena muy agradable, aunque Ninette apenas probó bocado. Pedro nos contó que para él habían pasado tres años. El primero lo pasó de nuevo en las Rocosas, un año más tarde de nuestro viaje. Cuando se cansó de la soledad, se fue al Paris de 1880. Allí pasó dos años, viviendo la vida bohemia de la ciudad, siguiendo las andanzas de pintores impresionistas y enamorándose de Ninette. Llevaban dos meses viviendo juntos, hasta que ella mostró los síntomas de la enfermedad. Como en aquellos tiempos, la dolencia era incurable, al percatarse de la gravedad, le informó que era un viajero del tiempo y la trajo a nuestra época.
Nuestros temores de que siguiera enfadado con nosotros por la traición se esfumaron; como dice el refrán, «un clavo saca otro clavo». Pedro parecía haber pasado la página de Cecilia; se había enamorado de nuevo e incluso nos pidió ayuda para poner a Ninette al día y enseñarle nuestro idioma; a lo cual accedimos encantados.
Al día siguiente, fuimos los cuatro a Barcelona, a la clínica en la que trabajaba nuestro amigo. No nos pidieron ninguna documentación; tan solo el nombre. Apenas instalada en su habitación, apareció el doctor Cano, seguido de una enfermera; nos explicó que la llevarían a hacerle una radiografía del tórax, luego un cultivo de esputo y la prueba de Mantoux. La prueba consiste en inyectar una pequeña cantidad de un líquido debajo de la piel, que provoca una reacción entre las veinticuatro y cuarenta y ocho horas siguientes, si se padece la enfermedad. También le haría la prueba de Mantoux a Pedro, para descartar que se hubiera contagiado y nos recomendó que también nos la hiciéramos Cecilia y yo. Aunque al principio nos mostramos reticentes, porque la habíamos conocido el día anterior y tan solo habíamos pasado tres o cuatro horas con ella, finalmente, dada la sencillez de la prueba y la insistencia del galeno, aceptamos que nos la hicieran. Ninette quedó ingresada; Pedro se quedó en el hospital, para hacerle compañía y Cecilia y yo volvimos a casa. Los dos días siguientes volvimos a la clínica para que el doctor Cano certificara que no nos habíamos contagiado. Pedro tampoco mostró ningún síntoma; Ninette ya había empezado el tratamiento con una batería de tres fármacos antibióticos. En las siguientes dos semanas, mejoró notablemente su estado y obtuvo permiso para seguir el tratamiento en su casa, aunque periódicamente debería volver a la clínica para hacerle el seguimiento y esperar el resultado del cultivo de esputo, que tardaría algo menos de dos meses. Apenas llegó a la que iba a ser su casa, nos pusimos a la tarea de ponerla al día de los inventos y cambios del siglo XX. En los quince días pasados en la clínica ya había mejorado su nivel de español notablemente. La chica alucinaba con los aviones, coches, teléfonos, electrodomésticos, internet y con la televisión; le resultaban increíbles, sobre todo, las conexiones en directo desde países lejanos. El día que fuimos a comprarle ropa y complementos, asesorada por Cecilia, disfrutó como una niña en la mañana de reyes.
Aquel otoño y todo el invierno, Pedro, Cecilia y yo, nos dedicamos a «poner al día» a Ninette, que se recuperó de su enfermedad, gracias al tratamiento que siguió a rajatabla, hasta entrada la primavera, tanto como puede recuperarse alguien de la tuberculosis; el bacilo siempre estará presente, aunque sea en estado letárgico. Podría hacer vida normal; sin embargo, tendría que pasar revisiones periódicas. Cada día visionábamos un par de las películas más célebres de la historia del cine y dedicábamos un rato a escuchar los éxitos musicales desde la época de los años cuarenta. También leyó una buena colección de libros. Le encantaba comprar en las grandes superficies y alucinaba con la cantidad y variedad de productos que exhibían. Adoraba cocinar y enseguida nos maravilló con exquisitos platos. Logramos un pasaporte francés falsificado, con su auténtico nombre, recurriendo a un experto falsificador, en lugar de a mi «amigo» policía.
Las dos mujeres se convirtieron en buenas amigas y con frecuencia se iban solas de compras, mientras Pedro y yo retomábamos nuestras partidas de golf y empezamos a hablar de volver a viajar en el tiempo. Cuando se lo expusimos a las chicas, nos dijeron que antes querían que hiciéramos un viaje los cuatro juntos; querían ir en avión, ya que no lo habían hecho nunca.
CAPÍTULO 2
VACACIONES EN ITALIA
Les sugerí un recorrido por Italia y les pareció una idea excelente. Yo mismo me encargué de concertar un circuito que nos permitiera ver, aunque fuera brevemente, Roma, Florencia, Venecia, Pisa, Nápoles y Milán. A finales de abril, nos subimos a un avión que nos llevó desde Barcelona a Milán. Las chicas estaban nerviosas y excitadas al subir al avión; Ninette, además, bastante asustada. Dolía en el alma, ver su cara, cuando el aparato empezó a acelerar para iniciar el despegue. Tan pronto el avión dejó el suelo, el terror desapareció de su rostro. Había algunas nubes en el cielo y su visión durante el ascenso acabó de calmar y maravilló a las chicas. El vuelo transcurrió con normalidad, sin sobresaltos, ni la menor turbulencia.
Pasamos la aduana sin ningún problema con los pasaportes. Un taxi nos llevó al hotel NH President, situado en el centro histórico de Milán. Se acercaba la hora del almuerzo; así que, una vez registrados en el hotel y después de dejar las maletas en las habitaciones, salimos a ver algunos de los monumentos más significativos de la ciudad y buscar un restaurante para comer. Tras un breve paseo, admiramos por fuera el Duomo, la maravillosa catedral de estilo gótico que, además de por su belleza, destaca por ser una de las mayores iglesias del mundo. Empezó a caer una débil lluvia y nos metimos en las galerías de Víctor Manuel II; allí comimos en el restaurante Gallería, donde nos sirvieron con una amabilidad exquisita, una estupenda comida italiana. Al terminar la comida, las chicas se dedicaron a ir de tiendas y cargarnos con una cantidad enorme de bolsas de camisas, pantalones, faldas, zapatos y alguna que otra chaqueta. Nunca me ha gustado ir de compras, pero ver sus ojos iluminados frente a los escaparates, su alegría y camaradería, me llenaba de satisfacción. Pedro y yo nos alternábamos la cámara de fotos y la filmadora para guardar los recuerdos del viaje.
Por fin, a media tarde, salimos de las galerías, por el extremo opuesto al que habíamos entrado, para ver desde el exterior, la fachada de La Scala, uno de los más famosos teatros de ópera del mundo. Desde allí, volvimos al hotel paseando; después de dejar los paquetes en la habitación, y que las chicas se pusieran alguna de las prendas recién adquiridas, nos encontramos con la guía que nos dio una extensa explicación y consejos para el viaje, así como el horario de salida al día siguiente. Ella misma nos acompañaría el resto del viaje en autobús, por los lugares más emblemáticos de Italia. Cogimos un taxi para ir a cenar al restaurante Valentino Legend; un sitio tranquilo y acogedor, donde volvimos a saborear una exquisita comida italiana. Ninette, como había hecho ya con el almuerzo, nos hizo fotografiar todos los platos y consultó con los cocineros las dudas que le planteaban la elaboración de alguno de ellos. Su belleza y amabilidad hizo que se deshicieran en explicaciones. Tanto Pedro como Cecilia, y yo mismo, fingíamos soportar estoicamente sus preguntas y le hicimos prometer que, cuando estuviéramos de vuelta, nos prepararía ella esos exquisitos platos. Después de asegurarle que, en nuestro país encontraríamos todos los ingredientes, estuvo encantada de que quisiéramos servirle de conejillos de indias de su, recién descubierta, afición por la cocina.
Al día siguiente, después del desayuno, un autocar nos recogió en la puerta del hotel. Era de más de cincuenta plazas, pero solamente llevaría veintidós turistas. A finales de abril de 2010 y a causa de la crisis, no éramos muchos los españoles que cogíamos vacaciones.
Partimos en dirección a Venecia; hicimos una primera parada en Sirmione, una hermosa ciudad a orillas del lago Garda, donde subimos a una embarcación que nos llevó a dar una pequeña vuelta (el lago es enorme), para que disfrutáramos de los maravillosos paisajes que lo bordean. Desde la embarcación, nos mostraron la villa de María Callas y las cuevas de Catulo, que no son cuevas sino las ruinas de una antigua villa romana.
Volvimos al autocar y las chicas decidieron sentarse juntas y hablar de sus cosas, mientras seguíamos viaje hasta la siguiente parada en Verona. Pedro y yo nos sentíamos dichosos de que congeniaran tan bien. En la ciudad de Romeo y Julieta, después de una breve charla de la guía, nos dieron tiempo libre para pasear, antes de partir, ya sin paradas, hasta nuestro hotel en las afueras de Venecia. Como ya había anochecido, cenamos en el hotel y nos acostamos temprano. No sé si por el romanticismo de la historia de los amantes de Verona, tal vez la cercanía de la maravillosa Venecia, o la lencería sexi, adquirida en Milán, que llevaba Cecilia; pero aquella noche hicimos el amor, tierna y apasionadamente. Antes de dormirnos, le pregunte de qué habían hablado Ninette y ella en el autocar. «Cosas de mujeres», fue su breve respuesta y no pude sacarle nada más.
Por la mañana, después de desayunar en el hotel, un ferry nos llevó a todo el grupo, a través de la laguna de Venecia, hasta el embarcadero, cercano a la plaza de san Marcos. Al llegar a las columnas que dan acceso a la plaza, y mientras nos deleitábamos contemplando los majestuosos edificios que nos rodeaban, la guía nos soltó un magistral discurso, sobre la ciudad y sus lugares más emblemáticos. Al terminar la explicación, todo el grupo fuimos conducidos a una tienda de cristal, donde, seducidas por la belleza de sus artículos, las chicas adquirieron varias copas y jarras. Después de la visita, todos los componentes de la excursión nos encaminamos, mientras admirábamos los escaparates de las tiendas situadas bajo las arcadas de la plaza de san Marcos, al Bacino Orseolo; el canal donde el grupo de turistas embarcamos, en grupos de cuatro, en las típicas góndolas, para dar un largo paseo por los canales que han hecho única a la bellísima y excepcional ciudad. Durante una parte del trayecto, se nos acercó una góndola con una pequeña orquesta y un cantante; nos deleitó con un breve concierto de canciones clásicas italianas, que las chicas escucharon con gran entusiasmo, mientras yo acompañaba al cantante, en voz baja, en algunas estrofas. El romanticismo impregna el aire de Venecia, el amor casi puede palparse; ir abrazado a Cecilia me hacía sentir el más feliz de los mortales y estaba convencido de que el sentimiento era mutuo. También a Pedro y Ninette se les veía felices y acaramelados. Iban sentados frente a nosotros; ella había ganado algo de peso y estaba bellísima; tenía las piernas cruzadas y mis ojos no pudieron evitar fijarse en el largo y torneado muslo que su falda dejaba a la vista. Al terminar el recorrido en góndola, dimos un paseo por las calles de la ciudad de los canales y adquirimos unas máscaras. En las ocasiones en que nuestros amigos se adelantaban, no podía dejar de dirigir la mirada al tentador culo de Ninette. Mi conciencia me reprochaba que me deleitara en su contemplación, pero aquella noche, mientras hacía el amor con Cecilia, cerré los ojos unos instantes e imaginé que era Ninette, la que estaba en mis brazos. En un momento dado, estuve a punto de meter la pata y decir su nombre. Al terminar, me serví un vaso de coñac y salí al balcón a fumarme un cigarrillo; un maravilloso cielo estrellado se ofrecía a mis ojos; y mirando a las estrellas me prometí a mí mismo que jamás volvería a traicionar a mi amigo ni a Cecilia, ni siquiera con el pensamiento. Mis intenciones eran sinceras… aunque me pareció oír la carcajada de un diablillo burlón en el fondo de mi cabeza.
Al día siguiente, el autocar nos llevaría hasta Florencia, pasando por Padua y Ferrara, donde hicimos breves paradas. En Padua visitamos la basílica y la tumba de san Antonio, que según nos comentó la guía no se llamaba Antonio ni era de Padua; se llamaba Fernando y era de Portugal. En el trayecto de Padua a Ferrara, las chicas se sentaron juntas y alejadas de nosotros. Me senté al lado de Pedro y le pregunté si Ninette le había dicho de qué hablaban.
—No. Se mostró esquiva y me dijo que hablaban de «sus cosas».
—Pues María me dijo «cosas de mujeres».
—Os agradezco que hayáis dedicado tanto tiempo en ayudar a la adaptación y recuperación de Ninette, y en especial que Cecilia, además, se haya convertido en su amiga y también una especie de hermana mayor. Si no fuera por vosotros, se habría sentido muy sola.
—Es lo menos que podíamos hacer por vosotros; además nos sentíamos mal por la traición que te hicimos.
—Eso está más que compensado… y además yo ya lo he olvidado, pasó hace casi cuatro años.
—Para ti sí, pero para nosotros no llega a uno. ¿No te gustaría saber de qué hablan?
—Si no tiene importancia, ¿para qué preocuparse? … Y si la tiene, ya nos lo harán saber.
—Ya; pero no deja de mosquearme que no nos lo quieran decir. Pedro, creo que debemos prepararnos para pasar por la vicaría y empezar a cambiar pañales.
—Me encantaría; ¿a ti no?
—Ya lo hice una vez, y todavía me remuerde la conciencia pensar que no me he ocupado del crecimiento de mi hija… Aunque les haya arreglado económicamente la vida a ella y a su madre. Quizás valoro en exceso la libertad, pero todavía no me he cansado de ir donde y a la época que quiera. Tengo cuarenta y seis años, dentro de pocos años supongo que ya me habré cansado de viajar, pero aún no.
—Verás Manuel; mientras queramos y el cuerpo aguante, podemos viajar y no hace falta abandonar a la familia. Podemos volver al día siguiente de la partida, y no nos perderemos el crecimiento de nuestros hijos. He envejecido seis años más que tú; tres en Cuba y otros tres en mi último viaje; todavía hay épocas a las que me gustaría viajar… pero tengo ganas de formar una familia y tener hijos.
Por la tarde, después de visitar Ferrara, el autocar nos llevó hasta Florencia. Cada oveja se sentó con su pareja; aunque en esta ocasión las chicas se sentaron separadas por cuatro filas de asientos. Me intrigó tanta separación.
—¿Por qué nos sentamos separados?
—Tengo algo que comentarte.
—Así que por fin me enteraré de lo que habéis estado tramando.
La expresión, entre pícara y avergonzada de Cecilia, me llegó al alma y supe que no podría negarme a nada que ella propusiera.
—Quiero tener un hijo… Ya.
—¿Quieres que lo hagamos aquí? ¿en el autocar?
—No tonto… Puedo esperar a llegar al hotel de Florencia.
—Ah, bueno; me parece bien. ¿Ninette y Pedro también ampliarán la familia?
No me respondió; pero sus ojos verdes se iluminaron y su boca cerró la mía con un apasionado beso.
Al llegar a Florencia, dejamos las maletas en la habitación, en la que íbamos a pasar las dos siguientes noches y decidimos aprovechar el resto de la tarde libre (el guía nos acompañaría a la mañana siguiente), dando un paseo. Nos dirigimos al Ponte Vecchio. Las dos chicas alucinaban con las espléndidas joyas, de los escaparates de las tiendas instaladas encima del viejo puente, y decidimos comprar dos collares iguales y carísimos.
Aquella noche, nos pusimos a la tarea de aumentar la población humana, con amor, ternura y pasión. Por un momento, la imagen de Ninette acudió a mi mente, pero la aparté sin esfuerzo y pude concentrarme en Cecilia y su seductor cuerpo.
La visita guiada por Florencia de la mañana siguiente fue intensísima; nos saciamos de arte con las visitas al Duomo, el Baptisterio, la torre de Giotto y la Piazza della Signoria; allí pudimos contemplar, la que considero, colección de esculturas al aire libre más excelsas del mundo, pese a que el David de Miguel Ángel no es el original y hay dos enormes estatuas que desmerecen del resto. Una de ellas es la de Hércules y Caco, criticada desde que fue instalada; el genial Benvenuto Cellini dijo del cuerpo del héroe, que parecía un saco de patatas apoyado en una pared. Aunque la que más críticas desató fue el Neptuno, situado en el centro de la fuente. Los florentinos, que estaban habituados a las obras de los grandes genios del renacimiento; decepcionados, la rebautizaron como «il biancone», y ridiculizaron a su autor, con frases como «Ammannati, Ammannado; qué gran pedazo de mármol has estropeado».
Paseamos otra vez por el Ponte Vecchio, y fuimos al mercado nuevo, donde acariciamos, como tantos millares de turistas, el morro del Porcellino (una escultura en bronce de un jabalí). Estábamos radiantes los cuatro… y yo no pude dejar de deleitarme con la belleza de Ninette; lo malo fue que Cecilia se dio cuenta. Después de comer, el guía nos dejó la tarde libre y decidimos ir al mirador de Miguel Ángel, situado en un monte, al sur del río Arno, desde donde pudimos contemplar la ciudad en todo su esplendor; paseamos por los jardines y tomamos un helado en uno de sus numerosos quioscos. Descendimos del mirador paseando y nos fuimos al hotel a darnos una ducha y cambiarnos de ropa para la cena (estábamos sudorosos porque el día había sido muy soleado).
Tan pronto entramos en la habitación, Cecilia me echó en cara las miradas «libidinosas» que le había dirigido a Ninette. Por suerte, toda la tarde me había estado preparando para este momento.
—Te pido perdón por eso; lamento mi torpeza, pero tendrás que admitir que es hermosa y es normal que me guste mirarla, del mismo modo que me gusta contemplar a cualquier mujer atractiva, el Duomo, o las estatuas de la Piazza della Signoria. Pero yo solo te quiero a ti.
— ¿Vas a negarme que no has deseado llevártela a la cama?
— Soy un hombre y no puedo dejar de tener los instintos que tengo; pero también tengo conciencia y te quiero a ti… Solo a ti. No encuentro justo que me reproches esto. También a mí me incomoda que le sonrías a Pedro; más, teniendo en cuenta que estuviste casada con él. Pero confío en ti y en que me quieres. En algunas ocasiones, no puedo evitar sentir celos; pero pienso que me quieres y me olvido del asunto.
— Si vuelvo a verte mirándola como esta mañana, te arrancaré los ojos.
Conociendo el temperamento de Cecilia, me tomé en serio la amenaza; pero sabía que había superado a crisis.
Se desnudó exhibiendo su belleza y se fue al cuarto de baño. Yo también me desnudé y fui tras ella. Estaba graduando la temperatura del agua, cuando llegué junto a ella.
—Sigo enojada contigo. No me apetece ducharnos juntos.
—Vengo a enjabonarte la espalda para que me perdones la indiscreción.
—¿Crees que esto bastará para que te perdone?
—Puedo darte jabón por todo el cuerpo… y quitártelo con agua… y lo que quieras.
No contestó, pero se dio la vuelta y se metió bajo el agua, dándome la espalda. La seguí, me puse champú en las manos y le enjaboné la cabeza, masajeándola con los dedos. Ella se dejaba hacer, sin decir nada y con los ojos cerrados. La situé debajo del chorro de agua para aclararle el pelo; mientras la espuma resbalaba por su cuerpo, me puse gel en las manos y el pecho. Mi pecho se pegó a su espalda, desplacé mis manos por sus axilas y acabé enjabonándola y acariciándole los pechos; María se dejaba hacer y yo tuve una rápida erección. Puse mi verga entre sus glúteos; con el brazo izquierdo, le cogí el seno derecho y la apreté contra mí, mientras mi mano derecha bajaba por su vientre hasta la vagina. Dediqué unos minutos a darle besos y mordisquearle el cuello y las orejas, mientras le acariciaba los pezones con una mano y con la otra le frotaba el monte de venus; mi dedo corazón jugaba entre el clítoris y los labios y amagaba con entrar en la vagina. Cuando empezó a gemir, dejé la tarea que tanto placer le proporcionaba para descolgar el flexo de la ducha y enfocar el chorro de agua a su espalda, para acabar de quitarle el jabón; después le hice darse la vuelta y apliqué el agua sobre sus senos; a continuación, me incliné y empecé a succionarle un pezón con la boca, mientras la mano libre acariciaba el otro pecho y la mano que aguantaba el cabezal de la ducha bajaba y enfocaba el chorro de agua a su vagina. Me pidió que la penetrara; cerré el grifo del agua y la envolví en el albornoz de baño; la levanté en brazos y la llevé a la cama, abrí el albornoz, me puse encima y la penetré; empecé con un vaivén lento al principio, mientras la besaba en la boca; aceleré el ritmo y al poco cerró los ojos y empezó a emitir débiles gemidos; yo también cerré los ojos y me imaginé que quien estaba debajo de mi era Ninette. Al poco, noté que ella alcanzaba el orgasmo, merced a sus estremecimientos e intensos gemidos de placer; pocos segundos después, yo también tuve un orgasmo. Nos quedamos unos minutos más en la misma posición, aunque yo doblé una pierna por la rodilla para liberarla del peso, aunque no del suave contacto de su cuerpo que permanecía debajo de mí. La conciencia me recriminó que hubiera pensado en Ninette mientras le hacía el amor a Cecilia, pero no consiguió provocarme ningún sentimiento de culpa. Pasamos de nuevo por la ducha y nos vestimos para ir a cenar con nuestros amigos. La cena típica italiana transcurrió en un ambiente excelente de camaradería; mi chica parecía haber olvidado el incidente y estaba radiante y muy alegre. Por mi parte, me percaté de que me estaba volviendo egoísta y algo canalla. Siempre me había tenido por buena persona, honesto y respetuoso hacia los demás, incluso solidario con los menos afortunados. Me preguntaba si el motivo del cambio era la riqueza que me había proporcionado mi encuentro casual con la máquina del tiempo, o es que, con la edad uno se vuelve más egoísta por evolución natural.
Al día siguiente, volvimos a subir al autocar que nos llevaría a Roma, pasando por Perugia, Asís… y los maravillosos paisajes de La Toscana. En alguno de los tramos, las chicas se sentaban juntas y Pedro y yo volvimos a hablar de viajar por el tiempo. Me comentó que había pensado en hacer un viaje a la Guayana Francesa, a 1985 para inscribir a Ninette en el registro civil, sobornando a algún funcionario. Tras las breves visitas a Perugia y Asís, a última hora de la tarde llegamos a Roma y nos alojamos en el hotel. Durante la cena, en un restaurante cercano al mismo, estuvimos comentando las maravillas que habíamos visto; a todos nos habían impresionado sobremanera, tanto Venecia como Florencia; y esperábamos con ansia la visita del día siguiente a Roma. La ciudad eterna no nos decepcionó; hicimos un recorrido en autocar, por lugares emblemáticos como la plaza de la república, la catedral, el circo de Máximo, las termas de Caracalla, la plaza de Venecia. También hicimos breves paradas en el Panteón, la plaza Navona y la Fontana di Trevi.
Después, el autocar nos trasladó al Vaticano, donde visitamos los museos, la Capilla Sixtina y la basílica de San Pedro. Quedamos sobrecogidos ante tanta riqueza, maestría artística y monumentalidad. Allí dejamos a nuestro guía y nos fuimos a almorzar por nuestra cuenta. Después de comer dimos un pequeño paseo para ver por fuera el castillo de Sant’Angelo y cogimos un taxi que nos llevó a la plaza Venecia. Nos dirigimos andando, por el costado del foro de Trajano primero, y el foro romano después, hasta el Coliseo, sin dejar de hacernos fotografías y filmar películas. Aproveché los momentos en que filmaba o disparaba la cámara fotográfica para deleitarme con la belleza de Ninette, sin provocar la ira de Cecilia. Por la noche, ya en la habitación; aprovechando el buen humor de mi chica, que ya parecía haber olvidado el incidente del día anterior, le pregunté de sopetón:
—¿De qué habláis con Ninette, cuando os sentáis juntas en el autobús?
—¿No vas a parar hasta que te lo diga?
—Si no me lo quieres decir, no insistiré. Pero me gustaría saberlo, a no ser que tengas algún motivo para no decírmelo.
—Está bien, te lo diré; además de hablar sobre ser madres, le expliqué por qué le fui infiel a Pedro y te elegí a ti.
—¡Vaya! ¿Y puedo saber yo el por qué?
—Si me prometes que no volveremos a hablar más del tema.
—Prometido.
—En parte fue por gratitud; volviste a por nosotros y te portaste muy bien con mis padres; en parte por lástima; veía en tus ojos el deseo; pero sobre todo por curiosidad; mi amiga Laura; ¿te acuerdas de ella?, me contó que eras un amante tierno y excepcional. La pobre quedó muy triste cuando te fuiste; y estuvo esperando ilusionada, tu regreso para mi boda. Mientras la consolaba, me habló mucho y muy bien de tu ternura, romanticismo… y habilidades en la cama.
—Solo una pregunta más; ¿has lamentado alguna vez haber cambiado de pareja?
—No voy a responderte a esto… porque por hoy ya he alimentado bastante tu ego.
A la mañana siguiente (era nuestro último día de visitas), el autocar nos llevó a Nápoles y después de un recorrido por los lugares más interesantes, fuimos a almorzar y a visitar las ruinas de Pompeya. Por la noche, ya de vuelta a la ciudad eterna, mientras cenábamos, decidimos (y en eso coincidimos los cuatro), que algún día regresaríamos a Italia; para ver de nuevo y con más tiempo, Florencia, Venecia y Roma, además de visitar la isla de Capri, y tal vez Sicilia.
Un avión nos devolvió a casa en poco más de una hora; Ninette no sufrió tanto como en el viaje de ida, pero solo era su segundo vuelo y no pudo evitar ponerse nerviosa. Quedamos en vernos y comer juntos al día siguiente, para pasar la película y las fotos del viaje.
Una vez en casa y deshechas las maletas, me dediqué a editar la película del viaje, en el ordenador; también incluí las fotos y le añadí una banda sonora con algunas de las más populares canciones italianas de siempre. Por su parte, Cecilia acompañó a Ninette al supermercado para adquirir los productos que necesitaba para la comida italiana que nos iba a preparar al día siguiente (la francesita aún no había tenido tiempo de sacarse el carnet de conducir). Mi chica, que la consideraba como una hermana pequeña, se había tomado muy a pecho la tarea de ayudarla a efectuar el cambio que suponía haber nacido y vivido a finales del siglo XIX y encontrarse ahora a principios del XXI; a ello había que añadir el aprender un idioma nuevo.
La comida fue excelente; nuestra anfitriona nos demostró una vez más que, además de hermosa, era inteligente, absorbía los conocimientos a una velocidad increíble… y tenía un talento especial para la cocina.
Le sugerí montar un restaurante de lujo; dado el auge que estaba tomando el tema culinario y la notoriedad que estaban adquiriendo los mejores chefs, le auguraba un éxito seguro, ya que las exquisiteces que nos cocinaba, no tenían nada que envidiar a los platos que se servían en los restaurantes más afamados y caros.
Me dio las gracias y me comentó que ya lo había pensado; que tal vez en el futuro, se pusiera a ello; pero aún tenía por delante una ingente tarea para adquirir conocimientos y adaptarse a la nueva y fascinante época a la que, el azar y Pedro, la habían trasladado.
Mientras tomábamos café, copa y puro, nos deleitamos viendo la película del viaje, que yo había editado en un pendrive para ellos. Más tarde, planeamos el viaje a la Guayana Francesa en 1985, que harían nuestros dos amigos para inscribir a Ninette en el registro civil de nacimientos y que, en la actualidad, pudiera conseguir un pasaporte legal. Cecilia expresó su deseo de volver a ver a sus padres, por lo que decidimos que, cuando nuestros amigos volvieran de su viaje, nosotros dos iríamos a Cuba en abril de 1959, aprovechando que, en aquellas fechas, ya había acabado la revolución y el gobierno de la isla aún no se había aliado con la Unión Soviética, a causa de las amenazas que recibiría de los EE.UU.; lo que provocó una limitación de la libertad y el incremento en el control interno de la población, para evitar posibles actuaciones de los contra revolucionarios.
CAPÍTULO 3
LA VUELTA A CASA DE CECILIA
En pocos días, nuestros amigos tuvieron hechos los preparativos, y se fueron a la Guayana de 1985, a registrar el inexistente nacimiento de una niña con el nombre completo de Ninette. Pensaban sobornar a algún médico para que les extendiera un certificado con el que, más tarde, la inscribirían en el registro civil de la isla. Les deseamos suerte y nos despedimos hasta el día siguiente para nosotros, aunque ellos necesitaran algunos días para resolver el asunto.
Por nuestra parte, adquirimos dos libros para llevarles a los padres de Cecilia; Documentos de la revolución cubana 1959 e Historia de Cuba 1959-1999. Nuestra intención era que supieran lo que les esperaba y pudieran adaptarse a los acontecimientos que tendrían lugar en la isla en los años venideros.
Nuestros amigos regresaron felices; habían logrado su objetivo sin dificultades e incluso habían gozado de unos días de vacaciones en aquella zona del Caribe.
Nosotros teníamos planificado el viaje a Cuba, al mismo lugar de las anteriores ocasiones; una zona boscosa, cerca del Poblado de Sevilla, que se encuentra a escasos kilómetros de Santiago; a primeros de abril de 1959, un mes más tarde que la anterior visita a sus padres, en la que me comunicaron el trágico final de su hija y su marido; noticia que me hizo retroceder cuatro meses en el tiempo para librarles de su fatal destino.
Nos vestimos con ropa adecuada a la época y nos fuimos en coche hasta la finca rústica donde guardábamos la nave. Cuando Pedro se fue, dolido por nuestra «traición», pensé que no volvería a verla. Cecilia estaba nerviosa e ilusionada de poder volver a ver a sus padres y poder darles la certeza de que estaba viva.
Con precisión milimétrica, la nave aterrizó un domingo de abril del 59; cogimos las dos mochilas que habíamos equipado, además de la ropa de repuesto, con mi ordenador portátil y la tableta, un adaptador para los enchufes de Cuba, así como un álbum de fotos y los dos libros de la historia de Cuba, que llevábamos para sus padres. Antes de empezar la caminata que nos llevaría al poblado, la cubrimos con una tela de camuflaje, que la hacía casi invisible a pocos metros de distancia; también comprobamos que el montoncito de piedras, bajo el que yo había dejado la bolsa con oro y joyas para sus padres, por si pudieran necesitarlas, seguía intacto. Empezaba a amanecer, cuando iniciamos la marcha, que se asemejaba más a una carrera, debido a las ansias de Cecilia por reunirse con sus «viejos».
No se veía un alma en las calles del poblado, pero al cabo de un buen rato de búsqueda, pudimos conseguir que un coche nos llevara a Santiago y nos dejara a las puertas de la casa de don Jaime y doña Teresa. Pensamos darles una sorpresa, por lo que Cecilia se puso detrás mío para quedar oculta a la vista de quien abriera la puerta.
Fue doña Teresa quien abrió la puerta. Me reconoció enseguida y la alegría iluminó su rostro; se disponía a abrazarme cuando la expresión de alegría pasó a preocupación.
—Manuel… ¿Qué pasó? ¿Qué fue de Cecilia?
Al oír la voz angustiada de su madre, Cecilia no pudo aguantar más y salió de detrás de mí; ambas mujeres se echaron a llorar de alegría y se fundieron en un emocionado y largo abrazo. Mientras se llenaban de besos y lágrimas, del interior de la casa apareció don Jaime que, al percatarse de quién era la visitante, se unió a las dos mujeres en la emoción, el abrazo y los besos.
Cuando por fin se separaron, entramos en la casa y su padre enseguida le preguntó por Pedro.
—Está bien; nos divorciamos porque me enamoré de Manuel. Estamos casados y pensamos tener un hijo en breve. Pedro tiene nueva pareja y mantenemos la amistad.
Durante el desayuno les explicamos que, mientras para ellos solo habían pasado cinco o seis meses desde su desaparición, para nosotros ya había pasado más de un año. Les contamos cómo nos habíamos enamorado, que Pedro se había ido con la máquina del tiempo; que había vuelto al cabo de dos meses para nosotros, pero tres años para él y lo había hecho con una mujer de finales del siglo XIX, enferma de tuberculosis, de la que estaba enamorado, para curarla. Al terminar el desayuno, saqué el ordenador para mostrarles la película del viaje a Italia y la tableta para filmar y fotografiarles. Estaba preparándolo cuando don Jaime nos anunció que, a la hora de la comida, vendría Laura; la muchacha de Santiago, que había hecho muy placentera mi estancia allí, y que casualmente había sido compañera de escuela de Cecilia; a la que había conseguido trabajo en la empresa de su padre, gracias a lo cual, había podido abandonar su antigua profesión. Según me había contado Cecilia, estaba enamorada de mí; doña Teresa nos lo confirmó; y añadió que la pobre chica aún mantenía la esperanza de que yo volviera algún día, sobre todo ahora, que ya había terminado la revolución. También nos dijo que la inteligente muchacha, se había convertido en la mano derecha de don Jaime en los negocios y casi en una hija para ambos.
Después de analizarlo durante un rato, entre los cuatro decidimos explicarle la situación a Laura y confiar en su discreción en lo relativo a nuestros viajes por el tiempo. A continuación, les mostramos en el ordenador fotografías nuestras y la película del viaje a Italia. Quedaron maravillados al ver los modernos aviones e instalaciones de los aeropuertos, los coches que salían en la filmación, pero lo que más les sorprendió fue que, todo aquello y mucho más, cupiera en un aparatito tan pequeño. Les saqué unas fotos con la tableta y alucinaron al descubrir que no había carrete para revelar y podían verse enseguida. Les entregué el álbum de fotos y los dos libros de la historia de Cuba con los hechos que para ellos sucederían en los próximos cuarenta años. Le sugerí a don Jaime que no permitiera que nadie (salvo su esposa) los viera ni tuviera conocimiento de su existencia. Le pregunté cómo se llevaba con las nuevas autoridades.
— Estoy bien considerado porque siempre traté bien a mis empleados y además soy el padre de dos mártires de la revolución. Fidel incluso me ha llamado un par de veces para interesarse por nosotros y me ha pedido la opinión un par de veces sobre temas empresariales.
— Pues espero que este libro le sirva de ayuda. Por ejemplo, sé que Fidel dimitió de su cargo de comandante en jefe, por discrepancias con el gobierno y el pueblo hizo que lo restituyeran. También que se romperán las relaciones con los EE. UU. y convertirá Cuba en un país socialista, bajo el amparo de la URSS. La CIA atentará contra Fidel en multitud de ocasiones y de muy diversas formas. En fin, ya verá lo que ha de suceder; seguro que sabrá sacar provecho de la información que contienen. Por cierto; he visto que no ha usado la mochila con el oro y las joyas que contenía para un caso de necesidad.
—No. Las cosas van bien; aunque he pensado en ir a buscarla y guardarla aquí en casa… Tal vez la entierre en el jardín. De todas formas, espero que, con la información que me proporcionarán los libros, no tenga que hacer uso de ellas. Por cierto, aún no te hemos dado las gracias por todo lo que has hecho por nosotros y por Cecilia.
— No tiene importancia; Cecilia me ha hecho el más feliz de los hombres… Y ahora tengo mis dudas de que hubieran muerto si yo no hubiera vuelto a «salvarles». Empiezo a creer que no se puede cambiar lo sucedido, seguramente, el causante de que desparecieran, fui yo… al llevármelos al futuro. No creo en realidades alternativas, ni en que haya posibilidades de cambiar lo que ya ha pasado… Lo siento, pero cuando lo hice no pensé en ello. Si no hubiera venido a comprobar si seguían vivos, seguramente ahora estarían aquí, con ustedes. Lo único que puedo decir en mi favor es que la intención fue buena.
Unos golpes en la puerta interrumpieron la conversación; Cecilia y yo, desde el comedor, oímos a doña Teresa abrir la puerta y decirle a Laura que tenían una visita sorpresa. Cuando llegó a la estancia, quedó paralizada por un instante antes de echarse en brazos de su amiga y romper en un feliz y emocionado llanto. Cuando por fin pudo hablar, le preguntó por Pedro.
—No vino con nosotros, pero está vivo y bien también. Tenemos mucho que contarte.
Laura abandonó el abrazo de Cecilia, y me abrazó a mí.
—Manuel, ¡qué alegría volver a verte!
—Yo también me alegro mucho, Laura.
Ella no parecía tener ganas de abandonar el abrazo y yo estaba muy a gusto sintiendo el contacto de su cuerpo; fue Cecilia quien cortó la magia del momento, reclamando nuestra atención.
—Mientras mamá prepara la comida, vamos a contarle a Laura toda nuestra historia.
—Voy a preparar algo sencillo. Hablad en voz alta, que quiero oírlo todo y volver a ver la película.
—Antes de empezar, te pediremos que, sobre todo lo que vamos a contarte, no hables jamás con nadie, salvo con los padres de Cecilia.
Empecé diciéndole que Pedro y yo no éramos empresarios españoles, en viaje de negocios por Cuba cuando la conocimos; que en realidad teníamos una máquina para viajar por el tiempo y habíamos decidido viajar a Cuba para disfrutar los placeres que la isla ofrecía en la época final del dictador Fulgencio Batista. Que las cosas cambiaron cuando Pedro se enamoró de Cecilia y decidió quedarse aquí para siempre y apoyar la causa de Fidel. Seguí explicándole que yo, en lugar de volver directamente a mi tiempo en el año 2000, decidí hacerles una visita, una vez terminada la revolución, para comprobar cómo estaban; que sus padres me habían contado que les daban por muertos y que no habían encontrado sus cuerpos. Así que volví al día anterior al final de la batalla de Guisa, en que se les había visto por última vez para poder rescatarlos y llevarlos conmigo a mi tiempo.
Laura estaba alucinada; se notaba que no podía creer lo que estaba oyendo. Continué explicándole que Cecilia y yo, pese a nuestros esfuerzos por evitarlo, nos habíamos enamorado; que Pedro se había enamorado de nuevo y que las dos parejas teníamos una buena relación. Para convencerla de que no era una novela de ciencia ficción, lo que estaba oyendo, saqué de nuevo el ordenador portátil, Cecilia sustituyó a su madre en la cocina y pasé de nuevo la película y las fotos de nuestras vacaciones en Italia. Entre el artilugio y los detalles de la película, quedó por fin convencida de que le estábamos diciendo la verdad. No sé si fue mi imaginación la que me hizo ver una sombra de tristeza en sus ojos, al vernos abrazados en la góndola de Venecia.
Después de prometer, por lo más sagrado, que jamás revelaría a nadie el secreto de nuestros viajes por el tiempo, nos sentamos a comer. Durante la comida les anunciamos que solo podíamos quedarnos unos pocos días, por razones de seguridad y que probablemente no íbamos a volver. Lo entendieron, pero la noticia disipó por un rato la alegría que había provocado nuestra llegada. Solamente regresó cuando empezamos a hacer planes para los próximos días. Don Jaime y Laura se turnarían entre acompañarnos y su trabajo en la empresa. Aquella tarde, entre cafés, ron y cigarros les conté cómo había llegado hasta mí la máquina del tiempo, los motivos que llevaron a Pedro a volver; cómo nos asociamos y habíamos hecho las fortunas que poseíamos, así como los viajes que habíamos realizado hasta la fecha. Durante el extenso relato, tuve que responder a muchas preguntas que me iban formulando, a medida que les contaba la historia; incluso de Cecilia, que desconocía algunos pormenores de la misma.
En los días que siguieron, salimos varias veces al mar en una lancha que tenía don Jaime y disfrutamos del Caribe entre baños y pesca. Paseamos discretamente por Santiago, pero no fuimos a la tienda de Virgilio Paláis, que estaba a punto de convertirse en la casa de la trova para evitar que Cecilia encontrara a alguno de sus antiguos camaradas que pudiera reconocerla. Poco antes de la partida, sus padres nos comunicaron que Laura, cuya madre había fallecido hacía pocas semanas y cuyo padre las había abandonado siendo ella pequeña, iría a vivir con ellos como una hija. La noticia fue muy bien recibida por Cecilia, que quedó aliviada al saber que dejaba a sus padres con su buena amiga, que cuidaría de ellos cuando fueran mayores. Al cabo de dos días, acompañé a Laura a su casa en la ranchera de don Jaime para ayudarla a hacer la mudanza; todas sus pertenencias estaban repartidas en dos maletas y un pequeño baúl que coloqué sin esfuerzo en la caja del vehículo. Volví a entrar y la vi frente a la cama de su madre con los ojos húmedos. Pasé mi brazo por su hombro e intenté decir algo que la animara. Me dijo que estaba bien y agradecida por el trato que recibía de su nueva familia, e incluso contenta, a pesar de las lágrimas en los ojos. Aquellos ojos que me turbaban y me hacían recordar tiempos pasados, cuando me veía en ellos mientras le hacía el amor. No pude evitarlo y mis labios buscaron los suyos; tras unos instantes de duda, en los que temí haber metido la pata, también se abrieron y empezamos a comernos a besos. Mis manos rodearon su cintura unos instantes, después se desplazaron, una bajó por encima de la ropa hasta sus nalgas, mientras la otra subía para acariciar sus senos. Llevaba un vestido que se abrochaba por delante; la tumbé en la cama y empecé a desabrochárselo de arriba hacia abajo; Laura detuvo mi mano y me suplicó que no siguiera.
—Manuel, he soñado y deseado este momento cientos de veces; pero no puedo traicionar a mi amiga. Probablemente, algún día, lamentaré habértelo pedido, pero te ruego que no sigas.
—Perdóname, pero yo también he pensado mucho en ti; ocupas un rincón muy querido en mi corazón y te recuerdo con cariño… y deseo. No debería haberlo intentado, pero no he podido evitarlo. Lo siento.
—No lo sientas. Me alegra que me hayas besado y me halaga saber lo que sientes por mí; pero, aunque esté de acuerdo con el dicho de que, cuando llegues a vieja vale más arrepentirse de lo que se ha hecho, que de lo que se ha dejado de hacer; me remordería la conciencia, si llego a traicionar a mi «hermana».
Volví a besar sus labios, esta vez brevemente y con ternura; nos separamos y salimos de la que había sido su casa, para regresar a la de su nueva familia.
Dos días más tarde, nos despedimos de la familia de Cecilia. No quisimos prometerles que volveríamos alegando que el combustible de la nave era limitado y no teníamos posibilidades de reponerlo; además estaba el hecho de que no era solamente nuestra. Laura y don Jaime nos llevaron con el coche hasta el poblado de Sevilla. Aparcaron e iniciamos la caminata hasta la nave. Al llegar, mientras Cecilia le enseñaba el interior a Laura, que alucinaba, don Jaime y yo recuperamos y comprobamos la mochila con joyas y oro, que a partir de ahora guardaría en su casa. Después de los inevitables besos y abrazos, y con la solemne promesa hecha por Laura de que cuidaría a los padres de Cecilia, emprendimos el regreso a nuestro tiempo.
Regresamos a nuestro tiempo, una calurosa mañana de finales de mayo del 2010; dos días después de la partida. Comprobamos que todo seguía en orden en la finca rústica donde guardábamos la nave, las armas y su correspondiente munición. Después de verificar que el sistema de alarma funcionaba, avisamos a nuestros amigos de que habíamos llegado sin novedad y que volvíamos a casa. Ninette nos invitó a comer y aceptamos encantados de poder saborear sus exquisitas creaciones culinarias.
Pasamos la tarde en su piscina climatizada; las chicas hablaban de sus cosas, Pedro y yo dábamos cuenta de un par de exquisitos mojitos, preparados por Cecilia y revisábamos nuestras inversiones. Las dos fortunas seguían creciendo, ya que invertíamos sobre seguro, gracias a los datos históricos almacenados en el ordenador de la nave. Decidimos convertirlas a ellas en millonarias haciendo que acertaran un gran premio, en un próximo sorteo de euro millones e invertir en el negocio de la bolsa. A las dos les pareció genial, tener independencia económica. Aunque, inicialmente, Ninette mostró algún reparo por el hecho de que aún estaba adaptándose a la vida del siglo XXI, Cecilia la convenció, comprometiéndose a ayudarla en todo.
También decidimos invertir cien mil euros en Bitcoins (la moneda digital). Apenas hacía un año que había sido creada. Según el cambio que daba el ordenador del futuro, a finales del 2017 el valor de la inversión ascendería a tres mil millones. A continuación, Pedro y yo empezamos a planear nuestro siguiente viaje.
CAPÍTULO 4
VIAJE A EGIPTO
Pedro propuso el Egipto de los faraones para ver cómo se realizaba alguna de las grandes obras arquitectónicas de aquellas épocas y de paso conseguir joyas y papiros. Dada la extensión en el tiempo de la civilización egipcia, el primer dilema que nos planteamos fue, a que etapa viajar. Pese a lo mucho que nos atraía la idea, no dejábamos de encontrarle objeciones. La primera era el idioma; teníamos dudas sobre la fiabilidad del traductor, independientemente de que, para esconder nuestros artilugios traductores, deberíamos llevar puesto permanentemente el turbante. El idioma que ofrecía garantías era el griego; pero nos obligaba a pasar por comerciantes griegos y a limitar la época al período ptolemaico; y eso suponía también, una merma en nuestras posibilidades de movernos por el país y comunicarnos con la gente, puesto que el griego solo lo utilizaban los miembros de la corte del faraón y los sacerdotes y personalidades importantes de la época. Además, los objetos que consiguiéramos no serían antigüedades, sino piezas recién construidas.
Expuse que, si viajábamos a principios del siglo XIX, ya no llamaríamos tanto la atención; dado que, en aquel tiempo y gracias a la publicación de las maravillas del país que habían hecho los académicos franceses, que acompañaron a Napoleón en su campaña, se había desatado en Europa la fiebre por las antigüedades egipcias. Podíamos hacernos pasar por académicos o comerciantes ingleses. El idioma árabe no planteaba problemas para nuestros artilugios traductores. La única preocupación era que, dado lo convulso de la época, tuviéramos que hacer un uso excesivo de las armas modernas y nos preocupaba cómo esconderlas.
Después de un extenso trabajo de investigación, decidimos viajar a 1816; buscar a Giovanni Battista Belzoni, el aventurero italiano que, bajo la protección del Pachá Mehmet Ali, expolió para el cónsul inglés Henry Salt, y para sí mismo, una gran cantidad de tesoros del antiguo Egipto; muchos de los cuales, se exhiben hoy en día en el museo británico de la capital inglesa.
Para que nos permitiera acompañarle en alguna de sus correrías, decidimos llevar para obsequiarle, varios lingotes de oro, un collar de perlas y también algunos artilugios modernos, como unos prismáticos y una brújula, que pudieran llamar su atención. Según descubrimos, al informarnos sobre su estancia en Egipto, pensamos que iban a tener buena acogida varios espejos. También decidimos confeccionar un mapa del valle de los reyes en el que señalaríamos la ubicación de varias tumbas. Con ello confiábamos convencer al gigante italiano (al parecer medía dos metros y se había ganado la vida como forzudo de circo), de que seríamos una buena compañía.
El primer objetivo que nos propusimos, era conseguir alguna máscara funeraria, de antiguos faraones, similares a la de Tutankamón. No dejaba de sorprendernos que fuera la única que ha llegado a nuestros días, ya que todos los faraones eran enterrados con ellas. Temíamos, no obstante, que sería una misión difícil, dado que la mayoría de los saqueos de las tumbas reales se produjeron ya en la antigüedad, al poco de ser enterrados los importantes personajes. Pretendíamos conseguir también, collares, joyas, esculturas, dos ejemplares en papiro del libro de los muertos y cualquier objeto que llamara nuestra atención. La única limitación era el volumen y el peso de los objetos que podíamos poner en la nave.
Durante todo el mes de junio, mientras Cecilia ayudaba a Ninette a adaptarse al año 2010, Pedro y yo nos dedicamos a abastecernos de todo aquello que consideramos, íbamos a necesitar.
Lo primero que hicimos, aparte de dejarnos crecer la barba, fue encargar la confección de una tela con anclajes para camuflar la nave en el terreno rocoso y desértico donde pensábamos aparecer, a tres kilómetros al noreste del Valle de los Reyes. Confeccionamos manualmente un mapa del valle y ubicamos en él las tumbas de los faraones Ay, Ramsés I y Seti I; que según leímos, Belzoni había descubierto entre 1816 y 1817.
Por medio de un joyero de confianza, adquirimos dos kilos de oro y los fundió en treinta piezas parecidas a monedas de diferentes tamaños.
Nuestro amigo, el doctor Jordi Cano, nos proporcionó antídotos para las picaduras de escorpiones y de un par de serpientes de la zona.
Además de los productos y herramientas propias para curar heridas, completamos el botiquín con cremas de protección solar y productos isotónicos para la deshidratación. También incluimos una abundante cantidad de barritas energéticas.
Utilizaríamos las grandes mochilas que habíamos llevado en nuestro viaje al oeste americano, que servirían para cargar, además del botiquín y la cantimplora, los prismáticos, catalejo de visión nocturna, brújula, un sextante, linternas, baterías de repuesto, unos cuantos encendedores de gas y nuestro fusil AK-104, de culata plegable y la munición. Para que las mochilas no llamaran la atención, les cosimos con velcro una tela de saco que las cubría, a la par que permitía sacarla rápidamente, si necesitábamos abrirlas con urgencia.
También llevaríamos puestos los trajes termorreguladores y antibalas; encima de ellos, los chalecos de combate, con las pistolas S&W 1911, los cuchillos Aitor jungle king y los cargadores. Para esconderlos, vestiríamos chilabas con capucha, a las que descosimos aberturas debajo de las axilas para poder sacar con rapidez las pistolas y los cuchillos. Completaríamos nuestra indumentaria con las botas de combate.
Una mañana de finales de junio, las dos parejas, nuestro perro Hungry y todo el equipo, nos desplazamos en el Range Rover a la finca rústica donde guardábamos la nave y las armas; allí llenamos las cantimploras.
Habíamos acordado que volveríamos seis horas después de nuestra partida; con lo cual ellas tendrían tiempo de hacer prácticas de tiro, pasear y almorzar en algún restaurante del pueblo cercano. Estaríamos de regreso en casa, antes de la cena; aunque para Pedro y para mí, habría pasado aproximadamente un año.
Nos despedimos entre besos y recomendaciones de nuestras chicas, de que tuviéramos cuidado. Gracias a las chilabas y las barbas de un mes, confiábamos no llamar mucho la atención.
«Aterrizamos» en el lugar elegido, una madrugada de finales de agosto de 1816. Hacía poco que Belzoni había trasladado un busto de siete toneladas desde el Ramesseum hasta el Nilo. El pesado fragmento, bautizado como «el joven Memnón», pertenecía a una gigantesca estatua de Ramsés II (no supieron de quién era, hasta que Champolión descifró la piedra de Rosetta y pudieron traducirse los jeroglíficos). Arqueólogos posteriores pusieron el grito en el cielo, porque para poder sacarla del templo había derruido la entrada. Aprovechó la crecida anual del río, para acercar la barcaza al templo. Por el Nilo, la llevó hasta Alejandría, desde donde los ingleses la llevaron a Londres. En la actualidad, puede apreciarse junto a muchas otras maravillas del antiguo Egipto en el Museo Británico. Suponíamos que por estas fechas estaría visitando y expoliando los templos de Edfú, Elefantina y Philae, situados cerca de la primera catarata, por donde hoy en día, está la gigantesca presa de Asuán.
Cuando salimos de la nave, aún era de noche; sacamos las mochilas y la lona de camuflaje; seguidamente, nos pusimos a la tarea de cubrir la máquina y anclarla en el suelo; aunque el trabajo quedó interrumpido cuando, al elevar la vista, descubrimos alucinados, la magnificencia del cielo estrellado (gracias a la inexistencia de contaminación lumínica, el espectáculo que ofrecían las estrellas era inenarrable); estuvimos absortos y embobados hasta que la inminente salida del sol, nos despertó del letargo y acabamos la ocultación del vehículo.
Apenas el sol asomaba por el horizonte, nos cubrimos la cara con un pañuelo, para evitar aspirar el polvo del desierto y empezamos a caminar en dirección sur, donde en menos de tres kilómetros deberíamos hallar, las ruinas del Ramesseum; el templo funerario de Ramsés II, bautizado por los antiguos egipcios como «el templo del millón de años».
Una dura caminata entre rocas y arena, acentuada por el peso de las mochilas, nos llevó hasta el templo en la orilla occidental del Nilo; la inundación ya estaba remitiendo, dejando al descubierto la habitual capa de limo, que aprovechaban los agricultores para sembrar sus cosechas. Avistamos los primeros habitantes del lugar, que se afanaban en sembrar la tierra recientemente liberada del agua, antes de que el calor del sol hiciera imposible la tarea. A partir de ahí, giramos en dirección sureste, porque antes de ir a buscar al italiano, en los templos que hay entre Tebas y Asuán (donde estaba la primera catarata), decidimos probar suerte en los de Karnak y Luxor.
Al llegar a la orilla del río, vimos algunas falúas de pescadores; unas, ya en el agua y otras preparándose para salir a pescar. Pedro se puso el artilugio traductor de árabe, ocultándolo entre la capucha de la chilaba y el pañuelo del rostro; yo retiré la capucha y me quité el pañuelo para dar una imagen más normal. Nos dirigimos a la barca más cercana, en la que dos individuos, que por el color de la piel debían ser nubios, y por su parecido y la diferencia de edad, padre e hijo, se preparaban para botarla al agua y llamamos su atención. Después de una breve charla, en que pude darme cuenta que, pese a alguna dificultad, el traductor funcionaba, mi socio sacó una pequeña moneda de oro del chaleco de debajo de la chilaba y se la entregó al pescador de mayor edad. Después de observarla y darle un mordisco, el patrón nos invitó a subir con un gesto y una expresión que mostraba a las claras que acababa de hacer un gran negocio. Nos quitamos las mochilas, las pusimos en la embarcación y a continuación subimos. Los nubios empujaron sin dificultad la barca hasta el agua y con agilidad subieron a bordo. Nos llevarían hasta el margen oriental del río, donde estaba el núcleo más importante de la población de la antaño capital del país, Tebas y sus templos de Karnak y Luxor. Durante el trayecto, Pedro les preguntó si habían visto al «gigante» inglés que buscaba entre las ruinas y trasladaba grandes piedras (aunque era italiano, Belzoni trabajaba para el cónsul inglés). Pude entender por sus gestos que ellos habían trabajado en el traslado del gran busto. Les preguntó si sabían si estaba en los templos a los que nos dirigíamos. No lo sabían; desde que se había ido río abajo, no lo habían vuelto a ver, aunque unos días atrás, corrieron rumores de que había vuelto.
Pedro me confirmó que los dos nubios eran padre e hijo, cristianos coptos y parecían buena gente; la falúa era amplia, estaba en buenas condiciones y se manejaban muy bien con ella. Decidimos negociar con ellos que, si no encontrábamos a Belzoni en la población, nos llevaran en su búsqueda, remontando el río hasta Asuán. La distancia era de unos doscientos kilómetros hacia el sur, pero a contracorriente, el viaje podría durar entre tres o cuatro días y una semana, en función del viento que impulsara la vela. Pedro regateó con ellos y después de una breve conversación acordaron que, cuando empezara a ponerse el sol, después de la pesca y aprovisionar la barca con trigo, verduras y frutas para el largo viaje (el agua y el pescado nos lo proporcionaría el río), nos recogerían para llevarnos hasta la catarata por el precio de dos monedas iguales a la que les habíamos entregado.
Nos pusimos protector solar en la cara e iniciamos una infructuosa búsqueda del arqueólogo en Tebas; recorrimos los templos de Karnak y Luxor. Estaban semienterrados en la arena. En la parte superior de los mismos, algunos lugareños habían construido sus casas. Aquella gente aprovechaba los espacios libres del interior para reunirse; las caravanas también descansaban allí, porque el techo les protegía del inclemente sol del desierto. Salvo la natural curiosidad que provoca la llegada de extraños, no llamábamos en exceso la atención. Un par de hombres (mamelucos musulmanes) de los varios que interpelamos (no vimos a ninguna mujer) nos informaron que el gigante ingles había partido hacía pocos días en dirección al sur, por el Nilo.
En una de las casas, que ejercía las funciones de tienda, cambiamos un pequeño espejo por un buen puñado de dátiles, sicomoros (una variedad de higos) y varios bizcochos dulces. En el precio incluyeron dos cuencos de cerveza de elaboración propia que nos bebimos allí mismo, pese a las reticencias de Pedro por las dudas sobre la higiene de las vasijas.
Los trajes termorreguladores funcionaban a la perfección; pero a media tarde, los pies nos empezaban a pedir un descanso. Dimos buena cuenta de una parte de las frutas y los pastelitos, tumbados descalzos sobre la arena a la sombra del templo de Luxor, en un lugar desde el que disfrutábamos el magnífico paisaje del río y veríamos llegar la barca de nuestros amigos nubios.
Cuando aún faltaba un buen rato para el ocaso, vimos aparecer una falúa que se dirigía al lugar acordado para el encuentro. Saqué los prismáticos de la mochila y pude verificar que eran nuestros amigos pescadores, aunque ahora venían tres personas en la embarcación.
Nos calzamos de nuevo, cubrimos las cabezas con las capuchas de las chilabas, Pedro se puso el pañuelo que le tapaba la boca y el artilugio traductor y emprendimos el camino hasta el pequeño embarcadero, al que llegamos a la par que nuestro transporte. Después de un breve saludo, subimos a la falúa, donde nuestros anfitriones nos presentaron a la mujer que les acompañaba; era la esposa del patrón y madre del muchacho que ya conocíamos. Nos sentamos y dejamos las mochilas en la proa de la embarcación; el muchacho manipuló la vela siguiendo las instrucciones de su padre, que estaba al timón y una leve brisa nos impulsó hacia el sur a contracorriente del río. Cuando la embarcación estaba ya en el centro, el patrón dejó el timón a su hijo, se acercó a nosotros y nos mostró los sacos en los que llevaba varios panes, quesos, lentejas, cebollas, ajos, lechugas, sandías y melones.
En un pequeño arcón, llevaba pescado en salazón; completaba la despensa de la nave, un ánfora llena de cerveza, elaborada por él mismo. Comentó que, como el viaje iba a durar varios días, había traído a su mujer para que nos hiciera la comida. Había dejado la vigilancia de su casa, a cargo de un cuñado, también pescador, como él, que vivía en su mismo poblado. Cuando encontráramos al gigante inglés, antes de volver, aprovecharían para ir a visitar a su familia, que vivía en un poblado cerca de la catarata y a la que hacía varios años que no veían.
Habíamos perdido de vista Tebas, avanzábamos a buena marcha en dirección sur hacia Edfú, aproximadamente a setenta kilómetros; el sol se ponía por nuestra derecha, en el margen occidental del río, donde los antiguos egipcios habían construido sus maravillosas tumbas y los templos funerarios. El cielo parecía arder sobre oscuras siluetas de palmeras y montañas, una sinfonía inenarrable de rojos, naranjas y amarillos tomaba el relevo del, hasta hacía pocos minutos, intenso azul.
El patrón nos informó que seguiríamos navegando de noche, mientras hubiera brisa, porque la visibilidad sería buena, gracias a la luna casi llena que ya había aparecido en el cielo. Él y su hijo se turnarían en el timón, mientras el resto podríamos dormir. La mujer se disponía a hacer fuego para calentar la comida y encender una lámpara, con el arcaico método de hacer girar un palo con un arco sobre un trozo de madera y ponerle yesca cuando se calienta. Cogí un encendedor de la mochila y, escondiéndolo en la mano, me acerqué a ella; con un gesto le pedí que se apartara un poco y encendí la yesca. La sorpresa de la familia fue mayúscula, al creer ver salir fuego de mi mano; la mujer se repuso rápidamente y alimentó el fuego con unas ramitas y encendió la lámpara de aceite, que nos alumbraría toda la noche. Los dos hombres me miraban como si hubieran visto al mismísimo diablo.
Volví a la proa, con Pedro, que me miraba entre divertido y enfadado.
—No debiste hacerlo; míralos, están aterrados… y son buena gente.
—No te preocupes; seguro que ahora no se les ocurrirá intentar nada contra nosotros. Para hacerme perdonar, cuando nos vayamos, les puedes obsequiar con un encendedor.
Al poco, apareció la mujer con dos platos (sin cubiertos) cada uno con un trozo de pescado, pan y queso; traía también un par de cuencos con cerveza. Dimos buena cuenta de la comida y nos tumbamos con las mochilas como almohadas para contemplar el alucinante cielo estrellado que nos cubría. Nos ofrecieron sus mantas, dado que el contraste térmico entre el día y la noche era grande. Pedro les agradeció el gesto y las rechazó amablemente, dado que, gracias a nuestros trajes termorreguladores, no pasaríamos frío.
A pesar de la dureza del suelo, al poco rato me quedé dormido, mecido por la suave marcha de la barca y la magnificencia del cielo estrellado en el que destacaba la inmensa acumulación de estrellas de la que formamos parte, nuestra Vía Láctea.
Me desperté sorprendido al notar que no nos movíamos. Estábamos parados en la orilla occidental; en la oriental, un resplandor rojizo en el cielo anunciaba que el sol estaba a punto de salir; Pedro hablaba con el patrón y al darse cuenta que me había despertado, me explicó que habíamos tenido que parar porque la brisa había cesado y de seguir en el río, la corriente nos habría hecho desandar el camino.
La mujer nos preguntó si queríamos comer, con el gesto universal de señalarse la boca con los dedos de una mano unidos. Comí un trozo de pan y queso y lo acompañé con algunos de nuestros dátiles y sicomoros que compartimos con ellos. Acabábamos de desayunar cuando el sol ya mostraba todo su disco, por encima de las montañas y se levantó un suave viento. Emprendimos la marcha de nuevo; Pedro sacó el sextante de la mochila, hizo sus mediciones con él y después sus cálculos, ante la mirada alucinada de nuestros anfitriones. Nos faltaban unos diez kilómetros para llegar a las ruinas del templo de Edfú. Después de comentarlo conmigo, dio una pequeña explicación al patrón y su hijo, mostrándoles nuestra ubicación en el mapa. Aquellas personas no estaban menos sorprendidas de lo que lo estaría hoy en día un taxista que llevara a un extraterrestre en su vehículo.
Al cabo de dos horas de navegación, divisamos el templo con los prismáticos; estaba situado en un pequeño promontorio, apenas sobresalía de un grupo de casas construidas en los terrenos del mismo; incluso había varias encima, tal como yo había visto en los cuadros que David Roberts pintaría unos años más tarde; estaba semienterrado por una capa de arena de unos ocho metros de altura. La orilla del río estaba apenas a doscientos metros; alrededor del poblado se veía una enorme extensión de terreno cubierta de limo que el Nilo había dejado en su reciente inundación, ahora en retirada. En el agua había numerosas embarcaciones; sus tripulaciones se dedicaban a pescar. El terreno era muy llano y en la distancia podían verse varias pequeñas aldeas dispersas y gente faenando los campos.
El sol lucía con fuerza, cuando Pedro y yo bajamos de la barca, con las mochilas a cuestas; el patrón nos acompañó para preguntar a los lugareños, en su gran mayoría mamelucos, por Belzoni. Dos individuos nos informaron que dos días antes había partido con rumbo sur, lo cual nos llenó de alegría, pues confirmaba lo descrito en su libro de viajes por Egipto. Se dirigía hacia Abu Simbel, no habría sobrepasado la primera catarata; debía estar inspeccionando los templos de Philae o Elefantina y estábamos a punto de alcanzarlo. Decidimos aprovechar la ocasión y dar un vistazo al templo, uno de los más grandes y mejor conservados en el siglo XXI, dedicado al dios Horus. Me sorprendió que, en los techos y paredes interiores, allí donde no daba el sol, los colores aún conservaban parte de su antiguo esplendor.
Volvíamos a la falúa, alegres y confiados; todo estaba saliendo a pedir de boca. Al acercarnos, descubrimos un grupo de nueve individuos armados con puñales y algún sable, que discutían con la mujer e hijo del patrón; este salió corriendo y gritando hacia ellos; Pedro y yo le seguimos, aunque perdíamos terreno, porque cargábamos con el peso de nuestras mochilas. Los asaltantes se apartaron del barco y vinieron hacia nosotros, con una actitud hostil. Los tres nos detuvimos a la vez y, mientras el patrón seguía chillando algo ininteligible, mi socio y yo sacamos las pistolas de los chalecos por la apertura de las chilabas. El mameluco, que parecía el jefe de la banda, llevaba un puñal en una mano y un sable en la otra; se dirigía al patrón, que desarmado, se había quedado paralizado. Un disparo de Pedro dio en una pierna del atacante y le hizo caer al suelo; yo disparé al que iba a su lado y le di en el hombro; el cuchillo cayó de su mano y se llevó la otra a la herida en un intento vano de taponar la sangre que empezaba a manar. Los otros siete quedaron paralizados, como si les hubieran clavado en la arena. Llegamos uno a cada lado de nuestro compañero, cuando el que estaba en el suelo retorciéndose de dolor, gritó algo ininteligible a los otros, que avanzaron de nuevo. Volvimos a disparar casi a la vez y otros dos atacantes cayeron al suelo. Los cinco que quedaban en pie, frenaron su ataque y salieron huyendo, corriendo como almas que persigue el diablo.
La mujer y el hijo del patrón, que habían observado todo lo sucedido, paralizados junto a la barca, vinieron corriendo hasta nosotros y se abrazaron a su marido y padre. Mientras regresábamos a la falúa, los tres nos agradecían haberles salvado de aquellos malhechores (esto lo suponía, por sus gestos; porque no entendía ni papa de lo que estaban diciendo). Los cuatro heridos seguían tirados en el suelo, gimiendo, maldiciendo y pidiendo ayuda a quien pudiera oírles. Sin volver la vista atrás, reemprendimos el viaje hacia el sur.
Le pedí a Pedro que preguntara al patrón qué había dicho el jefe de la banda a los otros, que les hizo volver a la carga.
—Matadlos; no pueden disparar de nuevo hasta que no recarguen.
Nos dirigíamos a la isla Elefantina, situada justo antes de la primera catarata, en Asuán, a unos ochenta kilómetros al sur; allí confiábamos encontrar a Belzoni, que debía estar explorando los templos de Amenofis III y Amenhotep III en la isla, o el de Philae, mientras esperaba el permiso del gobernador local Hassan para seguir viaje a Abu Simbel.
Durante el trayecto, regalamos a la impresionada familia un pequeño espejo y un encendedor; Pedro les explicó el funcionamiento y les recomendó que guardaran el secreto, advirtiéndoles que, cuando se acabara el líquido del depósito, dejaría de funcionar. La mujer lo guardó como si de un tesoro se tratara, algo aliviada, al comprobar que no era yo el que sacaba fuego de los dedos.
En uno de los momentos en que la brisa amainaba, y la marcha se hacía más lenta, el hijo del patrón tiró la red para pescar un grupo de peces que nadaban cerca de la superficie; mientras la recogía, un gran cocodrilo se acercó, seguramente atraído por la posibilidad de una comida fácil. El muchacho no tendría tiempo de recoger la red antes de que llegara el monstruo y le chillaba para alejarlo, infructuosamente. Saqué mi AK-104 de la mochila, desplegué la culata y lo puse en modo automático, ante la expectante mirada de los padres. Apunté y disparé un par de ráfagas cortas al animal, que recibió el impacto de varias balas. Dio varias sacudidas y a continuación, se hundió lentamente. El ruido de los disparos hizo que el muchacho cayera de culo en la barca y soltara la red, la madre se llevó las manos a la cara, tapándose la boca y varias bandadas de pájaros se elevaron en las alejadas orillas. Mientras reponía las balas en el cargador, el muchacho acabó de recoger la pequeña red en la que había capturado varios hermosos peces. Una vez estuvo izada, la madre se hizo cargo de sacar las capturas de la misma y el chico se quedó mirando fijamente el fusil.
La brisa amainaba y nos dirigimos a atracar a la orilla occidental en la que no se veía un alma.
Mientras la madre limpiaba el pescado, con señas le enseñé al chico a apuntar y le hice una demostración, haciendo añicos una piedra a unos quince metros de un solo disparo. A continuación, puse el seguro al arma y se la ofrecí para que él hiciera lo mismo con otra piedra, que le señalé. Temblaba un poco al apuntar, pero no sucedió nada cuando apretó el gatillo. Cogí el arma; sin que se diera cuenta moví la palanca a la posición semiautomática y se la devolví. Apuntó de nuevo; ya no temblaba y tenía bien apoyada la culata en el hombro; disparó y una nueva piedra se hizo añicos. Pude ver la satisfacción en sus ojos, el orgullo en los de su padre y la angustia en los de la madre; que estaba preparando la comida.
Guardé el arma en la mochila y, aprovechando la soledad del lugar, nos quitamos las chilabas y los trajes termorreguladores y nos dimos un baño, que no pudo ser largo, por la posibilidad de coger una insolación (a primera hora de la tarde, el sol fundía las piedras). Nuestros amigos también lo hicieron. Al terminar, nos pusimos protector solar en la cara y el dorso de las manos. Cuando acabábamos de comer, volvió a soplar la brisa y reemprendimos nuestro viaje.
La mañana siguiente, fuimos despertados por el hijo del patrón, que nos comunicó que ya habíamos llegado a Elefantina. Desayunamos algo de pan, queso y frutas y Pedro y yo nos fuimos a inspeccionar los templos para ver si encontrábamos a Belzoni. En la isla no vimos a nadie; los dos templos estaban en muy buen estado, puesto que a la isla no llegaban las arenas del desierto; aunque serían destruidos, seis años más tarde, durante la campaña de Mehmet Ali para conquistar Sudán.
El sol apretaba con fuerza cuando pusimos rumbo a Asuán, en el margen occidental del río. Era una población importante, que fue la frontera sur de Egipto, durante las primeras dinastías. Allí había unas imponentes canteras, de las que se extrajeron la mayor parte de los bloques de piedra granítica, que se utilizaron para tallar monolitos y estatuas colosales e incluso los bloques de las pirámides; contaba además con la ventaja que, desde ahí hasta Alejandría, el Nilo era navegable y no tenía ningún obstáculo ni catarata.
Durante el trayecto, que iba a ser el último con nuestros anfitriones, porque las cataratas cortaban el paso a la navegación, les hicimos saber que pensábamos continuar nuestro viaje al sur y consultamos cuál sería el mejor método para hacerlo. La familia pensaba dejar allí la barca para ir andando a ver a sus parientes, que vivían en una pequeña aldea, cerca de la parte alta de la catarata, ya en Nubia; allí podríamos encontrar algún pescador que nos llevara.
CAPÍTULO 5
GIOVANNI BATTISTA BELZONI
Al llegar al rudimentario puerto, observamos un pequeño tumulto. Un «gigante» y una mujer occidental estaban discutiendo con un grupo de mamelucos, que estaban intentando llevarse enseres de una barca; en un momento dado, el gigante sacó un revólver con el que amenazó a los nativos. Pedro y yo sacamos nuestras pistolas, efectuamos un par de tiros al aire para, a continuación, apuntar con ellas a los ladrones. Al verse rodeados, los ladrones saltaron de la barca y emprendieron una veloz huida. Guardamos las armas, mientras la pareja de occidentales se acercaba a nosotros. Estaba seguro de que eran Belzoni y su mujer, lady Sarah.
—Gracias por su ayuda. De no ser por ustedes, esta banda de ladrones nos habría robado todas nuestras pertenencias.
—Ha sido un placer poder ayudarles, míster Belzoni y lady Sarah.
—¿Nos conocemos?
—No, pero nosotros sabemos de su trabajo y veníamos en su busca para ofrecerles nuestra colaboración a cambio de acompañarlo hacia el sur, a ver unos colosos enterrados en la arena de los que le habló el señor Burckhardt y conseguir algunas antigüedades de este país.
—Vaya, no se andan ustedes por las ramas. ¿Cómo saben eso? ¿Quiénes son y para quién trabajan?
—Me llamo Manuel y él es mi amigo Pedro; somos españoles, pero actuamos por nuestra cuenta, no para ningún país, academia, ni museo. Además de protección, podemos aportarles financiación e información sumamente valiosas para su trabajo.
—Su oferta es interesante, pero si me lo permite, hablaremos más tarde de todo esto; ahora tengo una cita con el gobernador Hassan para pedirle que me autorice viajar hacia el sur.
—Permítanos que, como muestra de que podemos serle de utilidad, le obsequiemos con unos espejos. Si le regala uno al gobernador, seguro que le facilita la tarea.
Sacamos los cuatro espejos que llevábamos en la mochila y se los entregamos a Belzoni, que los cogió entre sorprendido y receloso.
Como aparecidos de la nada, aparecieron dos hombres jóvenes; que supuse serían su sirviente, James Cutin, y el intérprete copto que le acompañaba habitualmente. También dos mamelucos, que debían ser los barqueros. Guardaron tres de los espejos entre sus enseres y con el otro bajo el brazo; Belzoni y el intérprete partieron a su cita con el gobernador. Lady Sara y su sirviente se quedaron en su barco, al lado del nuestro, bajo nuestra protección.
La mujer del patrón preparó una comida a base de pescado, lechuga, cebollas, queso y melones; invitamos a comer a la señora Belzoni y al sirviente, que aceptaron encantados. El inicial recelo de la dama se fue disipando a medida que daba cuenta de las viandas y de dos cuencos de cerveza. Me impresionó aquella mujer, en la que descubrí una fuerza y coraje extraordinario, amén de un espíritu aventurero que no creo que fuera muy habitual en las mujeres de su época.
Al poco de terminada la comida, regresó Belzoni de su entrevista con el gobernador; todo su cuerpo manifestaba la satisfacción que sentía, y su mujer lo notó, cuando aún le faltaban bastantes metros para llegar al barco.
—Tengo la autorización para viajar al sur; el espejo ha desvanecido sus reticencias; tendríais que haber visto a aquella especie de mono feo, mirándose y remirándose; presumiendo de hermosura ante todos los lameculos que le reían sus gracias y asentían a todos sus comentarios.
—Me alegra que salieran bien sus planes, aunque debo confesarle que estaba absolutamente seguro de que conseguiría la autorización. Ya le dije que, además de ayudarle en el tema de la seguridad, tenemos informaciones que pueden serle de mucha utilidad, tanto ahora como cuando regrese al Valle de los Reyes; por no hablar del oro que podemos proporcionarle.
El italiano cambió la expresión de su cara; sus ojos expresaban con toda claridad, sorpresa, recelo y desconfianza.
— Si disponen de los medios y los conocimientos para conseguir lo que quieren, ¿para qué me necesitan?, ¿por qué quieren venir conmigo?
—Porque usted tiene los contactos y los permisos que le permiten viajar y excavar por todo Egipto. Nosotros no queremos monumentos como el joven Memnón u obeliscos. Solo queremos algunas pequeñas obras de arte, papiros… y vivir aventuras.
—Suponiendo que me fíe de ustedes, ¿qué informaciones, que yo no conozca o pueda conseguir, pueden proporcionarme?
—Puedo confirmarle que, tal como sospecha el señor Burckhardt, los colosos semienterrados en la arena, a los que se dirige son parte de un fabuloso templo, excavado en la roca, construido por Ramsés II, a quien, por cierto, pertenece también el gran busto que usted trasladó hace unas semanas hasta Alejandría al que han bautizado como «el joven Memnón». Puedo decirle también que, de camino al templo de Isis, encontraremos un obelisco y que, en otra expedición, también lo bajará por el río. Y para no hacerme muy pesado, podemos señalarle varias tumbas de faraones en el Valle de los Reyes y el Valle Occidental.
Los ojos de Belzoni se abrieron como platos y siguió preguntando.
—¿De dónde ha sacado los nombres y la información?, ¿cómo sabe que el templo al que nos dirigimos está dedicado a Isis?
—Permítame que me guarde algunos secretos. No obstante, puedo decirle que, como usted ya debe saber, todos los lingüistas de Europa están intentando traducir la piedra de Rosetta para poder descifrar los jeroglíficos; por otra parte, tenemos ciertas facultades premonitorias. Aunque lo más importante, es que puede confiar en nosotros y le irá bien tenernos a su lado, cuando surjan problemas como los de esta mañana.
Después de unos momentos en que el italiano estuvo meditando, y un intercambio de miradas con su mujer, Belzoni alargó su mano y se la estreché con fuerza. A continuación, saqué de la mochila, una brújula, unos prismáticos, el collar de perlas y una moneda grande de oro. Le entregué el collar y la moneda a lady Sarah; el resto de objetos a él.
—Cuando nos vayamos, le entregaremos diez monedas más como esta. Solo una condición; nuestros equipajes son intocables. Saltarse esta regla, significará la rotura del trato.
Giovanni Battista Belzoni aceptó las condiciones, para a continuación, quedarse fascinado ante la visión de los prismáticos y la brújula. Los ojos de su mujer también reflejaban la satisfacción que le producía nuestra «asociación».
El sol ya no apretaba; decidimos aprovechar que aún quedaba un buen rato de luz, para ir a dar una vuelta por los alrededores de Asuán. Con nosotros solo vendría el intérprete copto; nuestra tripulación y los empleados de la pareja, quedarían al cuidado de las naves, preparando la cena. Partiríamos de madrugada al día siguiente a pie, para ir a la parte alta de las cataratas, y desde allí al poblado de los parientes de nuestro patrón para conseguir un barco que nos llevara a la isla de Filae y posteriormente a Abu Simbel.
Durante el paseo en el que la pareja se fue turnando en la utilización de los prismáticos con que les habíamos obsequiado, descubrimos un obelisco caído en el suelo. Nada más verlo, Belzoni me dirigió una mirada, que demostraba a las claras su perplejidad; rápidamente se repuso y empezó a tomar medidas y a hacer cálculos, con la intención de volver en otra ocasión a buscarlo.
Antes de volver a las falúas, aprovechamos un paraje ideal para darnos un baño. Los hombres nos desnudamos completamente, ante la mirada inquisitiva del italiano, al ver nuestro chaleco de combate y el traje termorregulador. Lady Sarah se bañaba a pocos metros, oculta a nuestra visión por unas matas de papiro.
Regresamos a las barcas cuando el sol se estaba poniendo, ofreciendo un cuadro alucinante. En lo alto, un fabuloso cielo rojizo salpicado por una bandada de ibis; en el centro, las siluetas de las palmeras y la vegetación en tonos verdes y abajo, el río reflejando las luces y las sombras del cielo y la tierra.
Cenamos en franca camaradería y nos acostamos temprano, después de preparar el equipaje para salir al día siguiente, apenas despuntara el alba.
Con las primeras luces del día, aún sin ver el sol, descargamos de las falúas, las mochilas, el equipaje del grupo de Belzoni y los enseres de la familia del patrón. Tres dromedarios y tres mamelucos, contratados por el italiano, nos aguardaban para cargarlos. Emprendimos la marcha a pie para sortear las cataratas, cuando el sol apenas asomaba por las montañas orientales.
Tres horas más tarde, llegamos a la pequeña aldea de los padres de nuestro patrón. El sol había elevado la temperatura hasta hacerla casi insoportable, las barcas de pesca regresaban de faenar y la gente que trabajaba la tierra también volvían a sus casas a resguardarse del calor extenuante del mediodía de primeros de setiembre.
La coincidencia hizo que casi todo el pueblo se congregara a nuestro alrededor y facilitó el reencuentro de nuestro patrón con su familia. Pedro y yo nos desprendimos de nuestras mochilas. Tras las habituales muestras de afecto y las presentaciones, fuimos invitados a comer a su casa. Un grupo de «voluntarios» descargó los bultos de lomos de los dromedarios, Belzoni pagó a los camelleros, que se volvieron a Asuán. Aprovechando que allí debía estar todo el pueblo, el intérprete copto del italiano notificó a los presentes que buscábamos una barca para viajar al sur lo suficientemente grande para llevar seis pasajeros y el equipaje. El padre de nuestro patrón propuso la falúa de su hermano; convencí a Belzoni de la honestidad de aquella familia en particular; aunque la verdad es que, por lo que he podido leer, esta virtud se puede aplicar a la mayoría de los miembros del pueblo nubio.
Antes de empezar a comer, ya habían acordado el precio del viaje al que nos acompañarían el hijo de nuestro anterior patrón, un hijo del nuevo y una hija que haría de asistenta de lady Sarah y se ocuparía de la comida. Nuestros nuevos anfitriones eran cristianos coptos, como los anteriores; la comida, que prepararon entre todas las mujeres, fue exquisita y abundante. A media tarde ya estábamos preparados para iniciar la marcha hacia el sur y antes de partir, le entregué a nuestro antiguo patrón tres pequeñas monedas de oro. En un gesto que me confirmó su honradez, me devolvió una, ya que el precio que habíamos acordado eran dos. Volví a dársela, con gran satisfacción por su parte y nos despedimos de aquella amable gente.
Reanudábamos el viaje al sur, con la satisfacción de habernos podido unir a la expedición de los ingleses. Ardíamos en deseos de ver los colosos que, sobresaliendo de la arena, señalaban el fabuloso templo, oculto durante siglos. En el siglo XXI, yo lo había podido contemplar, despejado y trasladado, para salvarlo de la inundación del futuro lago Naser; también había visto los dibujos que David Roberts haría pocos años más tarde, semienterrado, tal como Belzoni lo dejaría el próximo año; porque sabía por la historia, que en este viaje no lograría retirar la arena necesaria para acceder a la entrada.
La nueva barca no avanzaba con la misma rapidez que la anterior y el trayecto a recorrer sería algo más largo; como no tenía nada mejor que hacer, me entretuve recordando este mismo viaje, que había realizado en sentido contrario (de Abu Simbel a Asuán), hacía unos diez años… O dentro de ciento ochenta y cinco, más o menos.
Las orillas del Nilo, aún en las cercanías de la catarata, se hallaban salpicadas de pequeños núcleos de población, huertos y campos de labor; las zonas no cultivadas mostraban una exuberante vegetación, abarrotada de diversas especies de aves; y en las zonas despejadas, entre el río y la tierra, de vez en cuando se divisaban hipopótamos y cocodrilos. Esta explosión de vida vegetal y animal, desaparecerá a mitad del siglo XX, cuando la construcción de la presa (en el lugar que ahora ocupan las cataratas), eleve el nivel de las aguas del futuro lago Naser, más de cincuenta metros, inundando toda la tierra fértil y convirtiendo más de doscientos kilómetros de río, en un mar de agua dulce, rodeado de desierto. Según supimos por nuestro intérprete, un poco más al sur, podríamos ver también gacelas, guepardos y alguna que otra manada de leones.
Cuando quedaba poco rato para la puesta de sol, Belzoni decidió atracar la barca y montar el campamento en un claro de la vegetación para pasar allí la noche. Mientras los demás se ocupaban de preparar la cena y montar el campamento, Pedro y yo sacamos discretamente los AK-104 de las mochilas y salimos de expedición para intentar cazar algún pato o antílope. La franja de vegetación que separaba el río del desierto no alcanzaba más allá de quinientos metros en aquella zona; nada más salir de ella, divisamos a unos cien metros un orix que pastaba tranquilamente, ajeno al peligro que suponíamos para él. Acordamos disparar al unísono y el infortunado animal cayó abatido por dos certeros disparos. Al llegar junto a nuestra víctima, nos dimos cuenta del enorme tamaño del animal y la dificultad que supondría su traslado. Decidimos cortar y llevarnos las patas traseras solamente y dejar el resto para los depredadores y carroñeros del lugar. Ya en el campamento, mientras acababan de preparar la cena, despellejamos y deshuesamos las dos patas, cortamos la carne en grandes trozos y preparamos un fuego para ahumarla durante toda la noche.
A la mañana siguiente, con las primeras luces del alba, estábamos recogiendo el campamento, cuando descubrimos dos falúas que se habían acercado, al amparo de la oscuridad, a menos de cien metros. En cada una de ellas iban seis o siete individuos; sus armas y su actitud no presagiaban buenas intenciones. Belzoni sacó su revólver y llamó al interprete; Pedro y yo pusimos a cubierto a los demás, sacamos los fusiles de las mochilas y nos situamos a ambos lados de nuestros compañeros. El italiano echó un sorprendido y aprobador vistazo a nuestros fusiles.
—Son piratas, ¿verdad?
—Sí; después de la guerra contra Napoleón, muchos mamelucos se quedaron con los fusiles y ahora se dedican a extorsionar a la gente de las aldeas y robar a los viajeros.
—Permítanos que les demos una cálida bienvenida. Pedro, vamos a recibirles con una primera ráfaga a la barca; tú a la de tu lado y yo a la del mío.
Las barcas estaban a unos treinta metros de la orilla; los piratas gritaban y exhibían espadas, cuchillos y un par de viejos fusiles, confiados en su superioridad, imaginando el botín y tal vez algo más, si ya habían visto a las dos mujeres.
Un par de ráfagas cortas, de cada uno de nosotros, hicieron saltar astillas de ambas embarcaciones y provocaron que enmudecieran al instante. Después de unos momentos de desconcierto, el único pirata de la barca a la que yo había disparado, que llevaba un fusil, se lo llevó al hombro y apuntó a nuestra posición. Disparé una nueva ráfaga y el individuo cayó hacia atrás disparando al aire. Todos los mamelucos se agazaparon y ambas embarcaciones maniobraron para dar la vuelta, con tan mala fortuna que chocaron entre sí. Después de unos gritos entre sus tripulantes, pudieron darse la vuelta y huir río abajo.
El rostro de Belzoni pasó de tenso a asombrado al fijarse en nuestras armas. Le guiñé un ojo.
—Ya le dije que le seríamos de ayuda. ¿Qué le parecen nuestras armas?
—Jamás he visto nada igual. ¿Dónde las han conseguido?
—El mejor armero del mundo las construyó para nosotros. No hay más.
El italiano se quedó con ganas de preguntar más, pero Pedro y yo nos dirigimos a nuestras mochilas y las guardamos. Los componentes de la expedición, que habían seguido la acción con el corazón encogido por el miedo, una vez pasada la tensión, acabaron con la tarea de preparar la partida y todos reemprendimos confiados, el camino al sur.
El resto del viaje transcurrió sin más sobresaltos. Belzoni y lady Sarah, se entretenían con los prismáticos; Pedro les instruyó en el manejo del sextante. Al caer las noches, amarrábamos la barca en la orilla y al alba reemprendíamos el viaje.
Yo tenía muchas ganas de echarle una reprimenda al italiano sobre sus métodos «poco cuidadosos» de rescatar antigüedades. Para no enemistarme con el audaz explorador, empecé enseñándole a disparar el AK-104, después de haberle hecho jurar por lo más sagrado, que jamás revelaría nada, acerca de Pedro y de mí (es obvio que cumplió su juramento); incluso le dejé probarlo, en un hipopótamo que se acercó demasiado a nuestra barca, a mi modo de ver, con malas intenciones. Cuando el animal se hundió en medio de una gran mancha roja, pude contemplar la satisfacción y el orgullo en los ojos del, en otro tiempo, forzudo de circo. Recogí el arma de sus manos y la guardé de nuevo en la mochila.
—Este fusil es extraordinario; jamás he visto una técnica tan… avanzada a nuestro tiempo. ¿Aceptaría un intercambio? Usted podrá hacerse con otro cuando regrese de este viaje.
—Amigo Giovanni; ¿me permite que le llame así? No es posible, créame. Mi amigo y yo le ayudaremos a conseguir sus objetivos; sin pedirle a cambio, nada más que algunos pequeños objetos de esta fabulosa cultura; pero de esta ayuda, no debe quedar el menor rastro… salvo alguna increíble y desafortunada historia, que pueda contar algún desventurado pirata del río.
Ante la rotunda negativa, Belzoni esbozó una resignada sonrisa. Lady Sarah le consoló cogiéndole la mano.
— Como le dije, además de unos medios extraordinarios, tenemos la capacidad de prever acontecimientos, en un futuro más o menos cercano. En pocos años, la pasión por la cultura del antiguo Egipto se expandirá por toda Europa. Contribuirán a ello dos acontecimientos; el descifrado de la piedra de Rosetta, que permitirá traducir los jeroglíficos y la exposición de objetos y tumbas que usted hará en Londres. Provocarán un enorme interés por estas tierras y docenas de estudiosos analizarán palmo a palmo cada monumento. Los destrozos que usted o sus competidores franceses causen a dichos monumentos no serán bien vistos por quienes vengan en el futuro y puede ser que empañen su reputación. Debería ser usted cuidadoso y no destrozar objetos, como las puertas del templo del que sacó el joven Memnón.
— Era imposible sacar aquella estatua, sin romper la puerta.
—Entonces, quizás hubiera sido mejor dejarlo en su sitio y llevarse un obelisco, como el que vimos al venir hacia aquí. Por cierto, no quiero desanimarle, pero su deseo de acceder al templo del que le habló su amigo Burckhardt, al que nos dirigimos, no será posible… esta vez. Lo logrará el próximo año.
Dejé a la pareja, meditando mis palabras; volví al lado de Pedro, que me expresó su preocupación porque, según él, me había excedido al proporcionarles demasiada información; me habló de la discreción y la prudencia necesarias para no llamar la atención y conservar el secreto de nuestros viajes en el tiempo.
Llevábamos cinco o seis días de viaje y nos acercábamos a la segunda catarata, cerca de la frontera con Sudán; Belzoni descubrió con los prismáticos, el templo pequeño del que le había hablado Burckhardt; un poco más lejos, detrás de una duna de arena, que casi lo cubría por completo, aparecieron las cabezas de tres de las cuatro colosales estatuas sedentes, de unos veinticinco metros de altura, esculpidas en el frontal del templo grande; la de la cuarta estatua no se veía, porque un terremoto había destruido la cabeza y el tronco hacía cientos de años. Belzoni no podía imaginar que, aquellos fabulosos templos, los había mandado construir en el interior de la montaña uno de los más grandes faraones de Egipto, Ramsés II; en su propio honor el templo grande y en honor de su amada esposa Nefertari, el templo pequeño. Tampoco podía imaginar la ingente cantidad de arena que tendría que mover para, solamente, llegar a despejar la parte alta de la puerta de entrada del grande y acceder al interior. Otros vendrían algunos años más tarde para despejarla completamente.
Dejamos la barca en la playa de arena formada por la duna que separa ambos templos y nos dirigimos en primer lugar al templo de Nefertari (por la que brilla el sol), según la rebautizara el propio faraón. Antes de pasar al interior, nos deleitamos en la contemplación de las seis estatuas, de unos diez metros de alto, que representan cuatro al faraón y dos a su amada esposa real. Está dedicado a Hathor, diosa del amor y la belleza; la puerta que lleva al interior está decorada con varios cartuchos con el nombre de Ramsés. La repetición de los citados cartuchos en los monumentos y la piedra de Rosetta, fueron claves para que Champolión descifrara el idioma de los jeroglíficos. En su interior no hallamos ningún objeto que pudiéramos sustraer, pero pudimos deleitarnos con la contemplación de la hermosísima ornamentación que cubría sus paredes y columnas.
Al salir del templo pequeño, Belzoni y Pedro subieron por la montaña de arena, que casi cubría el grande, para que el italiano pudiera valorar la tarea que iba a suponer, retirar la arena para llegar hasta la puerta y acceder al interior. No tenía la esperanza de encontrar ningún tesoro; tal vez algunas estatuas y objetos decorativos u ornamentales. Yo me quedé en la falúa, al cuidado de las mochilas y la protección del resto de la expedición.
Cuando regresaron, además de haber hecho sus cálculos, Giovanni había descubierto una aldea cercana a la que decidió dirigirse para contratar la mano de obra necesaria para la enorme tarea de sacar la arena hasta llegar a la entrada, entre cinco y diez metros más abajo. Se dirigió al poblado con su mujer y el intérprete; allí negoció con el jefe, el salario y la gente que trabajaría en el vaciado de la arena. Antes de empezar, debía conseguir el permiso del gobernador de la región, Hussein Kachif; para lo cual debimos continuar viaje durante un día y medio, hasta Askut. Obtuvo el permiso, a cambio de ofrecerle la mitad de los tesoros que se hallaran en el interior del templo (no creíamos que hubiera ningún tesoro).
Por fin, al cabo de cuatro días de haber llegado al templo, iba a dar comienzo el trabajo; pero las tareas no empezaron bien; el jefe local solo pretendía sacar dinero a Belzoni y obstaculizaba los trabajos; los obreros pedían más dinero del acordado, se negaban a trabajar y, por si fuera poco, varios individuos intentaron robar las pertenencias de la falúa en la que se hallaban lady Sarah y su sirvienta. La enérgica actitud de ella, que sacó un revólver y disparó un tiro al aire, hizo huir a los asaltantes. Finalmente, dada la escasez de los recursos del italiano y el lento avance de la obra, decidió dar por terminada la expedición y regresar a El Cairo, para conseguir más recursos del cónsul inglés, Henry Salt y volver más adelante.
El viaje de regreso fue más rápido, porque íbamos de sur a norte, a favor de la corriente. Pedro y yo nos quedamos en Tebas; en casa de nuestros amigos pescadores, desde donde haríamos excursiones para visitar los templos de la zona, el Valle de los Reyes y también daríamos una ojeada a nuestra nave, para comprobar que todo siguiera en orden. Belzoni y los miembros de su grupo, continuaron hasta El Cairo; ya estábamos a finales de septiembre; habíamos acordado que nos reencontraríamos en un mes, y le señalaríamos la tumba de un faraón, en el Valle Occidental.
Durante las semanas siguientes, Pedro y yo pudimos deleitarnos con la contemplación de los maravillosos templos, de las cercanías de la antigua capital del imperio egipcio. Karnak, Luxor, Déndera, Abydos, Deir el Baharí y el Ramesseum; también vimos los colosos de Memnón e hicimos una extensa excursión por el Valle de los Reyes, donde Pedro tomó exhaustivas medidas, para señalar en un mapa las tumbas que le ayudaríamos a descubrir a Belzoni. Tanto al ir, como al volver del Valle, hicimos un alto en Deir el Medina; el ancestral pueblo de los obreros y artesanos que construyeron y decoraron las tumbas de los faraones y miembros de la realeza, que fueron enterrados allí. Con la ayuda del aparato traductor, pudimos hablar con el jefe del poblado y algunos ancianos de diferentes familias del lugar. Nuestro objetivo era tantear las posibilidades de conseguir dos máscaras funerarias; aunque no nos hacíamos ilusiones. El hermetismo de los nativos nos impresionó; sus antepasados, que habían saqueado las tumbas desde el momento en que eran selladas, les habían transmitido la discreción en los genes; aquellos que cometían un desliz, lo pagaban con la muerte; a manos de los guardias del Valle en la antigüedad, o de otros ladrones en todas las épocas. Aunque durante generaciones habían vivido del producto de sus rapiñas, fundían el oro de las estatuas y de cualquier objeto que lo llevara o desmontaban las piedras preciosas de las joyas para eliminar el rastro de su procedencia.
Con la llegada de los europeos, se les abría la posibilidad de poner a la venta una infinidad de artículos que hasta ahora no se valoraban, como esculturas de madera o granito, objetos del ajuar funerario de los difuntos, papiros y cualquier objeto perteneciente a las gloriosas épocas de los faraones. No tardarían mucho, incluso, en falsificar antigüedades, dada la extraordinaria demanda que se iba a producir en los años venideros.
No hubo manera de conseguir dos máscaras funerarias, similares a la de Tutankamón, cuya tumba intacta descubriría, unos cien años más tarde, Howard Carter. Ni siquiera sabían de qué les hablábamos. Llegamos a la conclusión de que sus antepasados las habían fundido todas para obtener oro. Lo que si conseguimos, por el increíblemente bajo precio de seis monedas de oro pequeñas, fueron dos ejemplares en rollos de papiro del libro de los muertos, en excelente estado de conservación que, desenrollados, medían más de treinta metros; dos barcas solares de madera, de algo más de un metro de longitud y, para completar el lote, dos fabulosas estatuas de madera policromadas de Anubis, el dios con cabeza de chacal, de un metro y medio de altura. Antes del regreso de Belzoni, guardamos los objetos en la nave.
Dada la imposibilidad de conseguir máscaras mortuorias de faraones, nos planteamos viajar más atrás en el tiempo.
— Visto lo visto, Pedro, creo que conseguir unas máscaras, es más difícil de lo que pensábamos; nos obligaría a viajar al pasado, justo después del entierro de algún faraón y contactar con los antepasados de esta gente; y no sé si el traductor será bastante fiable. Pienso que el riesgo no compensa el esfuerzo; tenemos unas auténticas maravillas y podemos conseguir alguna más en un par de meses con Belzoni. Por otra parte, ya empiezo a tener ganas de volver a casa.
— Estoy completamente de acuerdo contigo; aunque lamente no haber conseguido una máscara mortuoria, tenemos varios recuerdos de la época, maravillosos; hemos viajado en falúa por el Nilo, visto templos milenarios, semienterrados en la arena, en uno o dos meses a lo sumo, habremos vivido la experiencia de descubrir y entrar en las tumbas de los faraones. Además, echo de menos a Ninette; creo que estará bien volver a casa, en cuanto hayamos encontrado tres tumbas, que calculo será en un par de meses. No me apetece esperar hasta el próximo verano para entrar en Abu Simbel y mucho menos al otoño, para entrar en las tumbas de Ramsés I y Seti I.
—Bien, compañero; pasaremos calor y tragaremos polvo aún un par de meses; entramos en tres tumbas, vemos que más podemos llevarnos, y volvemos a casa… y ya podemos ir pensando en nuestro próximo viaje.
—Verás, Manuel, ya no me seduce ir viajando por el tiempo. Lo que me atrae ahora es formar una familia, seguir engrandeciendo mi fortuna y vivir una vida normal y acomodada, pero en nuestro tiempo.
—Así que ¿me dejarás la nave para mí solo?, ¿no te gustaría pasar una temporada en alguna de las islas ecuatoriales del Pacífico, en el siglo XIX, y disfrutar de la hospitalidad de sus hermosas nativas?, ¿y en los años 40 o 50, en Hollywood, donde miles de guapísimas aspirantes a actrices, estaban dispuestas a vender su alma al diablo, con tal de aparecer en una película?
—No tienes cura, Manuel. Ya hablaremos. Te lo digo en serio; ya no me atrae la idea de viajar por el tiempo. Vete haciendo a la idea de viajar solo… A no ser que Cecilia quiera acompañarte. Aunque te recomiendo que empieces a sentar la cabeza y vivir en tu tiempo.
Apenas tuve tiempo de pensar en las palabras de Pedro. Belzoni llegó al día siguiente con su séquito y dinero del cónsul inglés, Henry Salt, que le permitiría excavar durante dos o tres meses en el Valle de los Reyes.
Mientras el italiano presentaba sus credenciales al gobernador local para que le autorizara la contratación de una cuadrilla de lugareños para excavar en el Valle, Pedro y yo nos dirigimos al lugar aproximado donde debía hallarse la entrada a la tumba de Ay (el faraón que sucedió a Tutankamón), en el Valle del Oeste, para señalizarla. Al tratarse de una zona montañosa, y no disponer de los medios actuales de ubicación, el margen de error era bastante grande; no obstante, confiábamos no desviarnos más allá de unos treinta metros, gracias a que conocíamos la ubicación respecto a la tumba de Amenhotep III, que había sido descubierta en 1799 por dos jóvenes ingenieros de la expedición de Napoleón a Egipto.
Dado que, a principios del siglo XIX, el conocimiento de la historia del antiguo Egipto y el nombre de sus faraones eran poco más que cero; se decidió numerar las tumbas, en el orden en que fueran apareciendo, precediendo al número, las siglas KV (Kings Valley), QV (Queens Valley), o WV (West Valley). La tumba de Amenhotep III era la WV22, y la de Ay, que estábamos a punto de descubrir, sería la WV23.
Por fin llegó el italiano con su séquito y sus obreros e instalaron el campamento cerca del lugar señalizado por Pedro para iniciar la excavación. Mi socio y yo, que habíamos adquirido dos dromedarios, no permanecimos en el Valle; subíamos cada dos o tres días para ver el avance de la excavación, pero pasábamos la mayor parte del tiempo en la casa de la familia de pescadores, cercana al río, donde el clima era más suave y podíamos bañarnos con frecuencia.
A los quince días del inicio de los trabajos, cuando Belzoni empezaba a perder la paciencia, apareció, por fin, lo que parecía el primer peldaño de una escalera. Pedro y yo no estábamos en la excavación, habíamos hecho varias visitas a Deir el Medina: el poblado de los descendientes de los antiguos artesanos del Valle; habíamos conseguido a buen precio algunas pequeñas esculturas y varias hermosas joyas, aunque ninguna tenía ni rastro de oro; estaban confeccionadas con plata y piedras semipreciosas. Cuando aparecimos por el campamento, los abrazos con que nos recibió el italiano casi nos rompen las costillas. Pronto quedó abierta la entrada a la tumba. Lamentablemente, ya había sido saqueada en la antigüedad y solo encontramos los restos de un sarcófago. Estábamos a finales de 1816 y el italiano había grabado la fecha y su nombre en la roca de la entrada, pese a mis objeciones.
Pocos días después, tras haberles entregado unas monedas de oro y un mapa con la ubicación de varias tumbas, tal como habíamos acordado, nos despedimos de Belzoni y lady Sarah y emprendimos el regreso a casa. Habíamos previsto estar un año y asistir al desentierro parcial de Abu Simbel, pero Pedro echaba de menos a Ninette y yo ya había tenido suficiente ración de sol, río, ruinas y arena, en los cuatro meses pasados hasta el momento; pese a que había disfrutado con las aventuras corridas y la visión de los antiguos templos, aún con bastantes restos de color, que habían desparecido en el siglo XXI.
CAPÍTULO 7
DOS VIAJES CONSECUTIVOS
La isla tropical elegida fue Maui; es la isla situada más al noroeste de Hawái. La nave se posaría en la playa Honopu, cerca de la cascada de agua dulce, procedente del arroyo que discurre por el valle del mismo nombre. La elegí por estar rodeada de acantilados y ser de muy difícil el acceso por tierra. Está situada al noroeste de la isla. El viaje lo efectuaría al año 1800; unos 20 años después de que fuera descubierta por el capitán Cook, que no desembarcó en ella. Lo primero que hice al empezar los preparativos del viaje, fue desempolvar la zodiac, que habíamos llevado a Tenochtitlán, y adquirir un traje de neopreno con todos los accesorios para pesca submarina. Compré, además, un ancla, varias boyas, dos rollos de cuerda de polipropileno de cien metros, un kit repara pinchazos, una pequeña tienda de campaña de montaje instantáneo y una bombona de camping gas con quemador. Para la farmacia, hice acopio de protector solar y repelente de mosquitos. Preparé una pequeña caja de herramientas con martillo, clavos, sierra para madera, hacha, un machete y tres o cuatro encendedores. No iba a prescindir de mi fusil AK-104, la pistola, ni el puñal multiusos; aunque confiaba no tener que utilizarlos en este viaje. Pensé que en el paraíso no podía faltar música; así que grabé un pendrive con una selección de mis canciones favoritas y unos auriculares. Por si me costaba conseguir comida, pensaba llevar también varias docenas de barritas energéticas. No me olvidé de adquirir un par de ollas de aluminio para hervir algún posible alimento que no pudiera ingerir crudo. Para el viaje a Los Angeles, además de unos pocos dólares antiguos, adquirí también, en la joyería habitual, varios lingotes de oro con un peso total de tres kilogramos. Pensaba sacar por ellos, al menos 3000 dólares en 1951; dicha cantidad debería permitirme vivir a cuerpo de rey y pagarle espléndidamente sus servicios a Marilyn Monroe. Había leído que su contrato con la Fox, en 1946 era de 75 dólares semanales durante seis meses. A principios de diciembre, partí de nuevo de viaje. Le dije a Cecilia que volvería al día siguiente, aunque pasaría en la isla un mes. En realidad, había decidido pasar dos semanas en Los Angeles y otras dos en Kauai.
Cargué todo el material en la nave y viajé a California. Estacioné la nave en una zona montañosa y boscosa, a menos de un kilómetro al este del observatorio del monte Wilson, a primera hora de la mañana de un día de finales de febrero de 1951. Después de cubrirla con la tela de camuflaje y algunas ramas, emprendí el camino en dirección sur, con una pequeña mochila, donde llevaba los lingotes de oro y la pistola Smith & Wesson 1911. Llevaba andados unos cien metros entre la maleza, cuando encontré el camino Sturtevant; y tal como había previsto, al cabo de menos de un kilómetro llegué al observatorio. En su aparcamiento, esperé hasta ver a un hombre joven, que se dirigía a un Dodge Wayfarer; le ofrecí tres dólares si me llevaba a la ciudad. Cogió el dinero y me pregunto a donde iba.
—Al hotel The Town House, en el Wilshire Boulevard
—Paso cerca, suba; me llamo Michael
—Gracias, yo soy Manuel. ¿Vive en L.A.?
—Sí, y trabajo en el observatorio. Hoy he tenido el turno de noche. ¿Qué está haciendo un extranjero tan lejos de la ciudad sin medio de transporte? Porque usted no es americano, ¿verdad?
—Soy turista y he salido temprano a dar un paseo.
—En L.A. hay mejores sitios que visitar y mejores cosas que hacer.
—¿Sabe dónde podría cambiar oro por dinero efectivo?
—Supongo que cualquier joyero, pero mejor pregunte en su Hotel.
A las 10.00 a.m. estaba inscrito en el hotel para dos semanas, y me dieron la dirección de un joyero cercano, que me pagó 3500 dólares por mis lingotes, sin hacer preguntas. Teniendo en cuenta que la estancia en el hotel por quince días me costaría solo doscientos veinticinco, tenía una pequeña fortuna para comer y divertirme. Me prometí a mí mismo, que después de esta, no volvería a serle infiel a Cecilia y me convertiría en un marido y padre ejemplar.
Después de comer, cogí un taxi para ir a los estudios de la 20th Century Fox, donde, haciéndome pasar por fotógrafo, pregunté por Marilyn Monroe, para hacerle una sesión de fotos. Me dieron el teléfono de su agente. Le llamé desde una cabina telefónica y después de repetirle el cuento del fotógrafo, me comunicó que ella se pondría en contacto conmigo, aquella misma tarde. Le di mi nombre, el teléfono del hotel y el número de mi habitación. Antes de regresar al hotel pasé por una tienda de ropa, donde adquirí un traje, tres camisas y un par de corbatas. Acababa de darme una ducha y me estaba secando, cuando sonó el teléfono.
—¿Dígame?
—¿Señor Manuel?
—Yo mismo, ¿Marilyn?
—Sí, soy yo; mi agente me ha dicho que quiere usted contratar mis servicios para una sesión de fotos.
—Así es; si me permite y no tiene usted ningún compromiso, podría invitarla a cenar para hablar del tema.
—Lo siento, pero es que estoy asistiendo a clases nocturnas de arte y literatura en la universidad…
—¿Qué tal le va un almuerzo mañana?
—Mañana me va bien. ¿Dónde nos vemos?
—Estoy en el hotel Town House. ¿Le parece bien a las doce en el bar del hotel? Usted puede elegir el restaurante, yo soy nuevo en la ciudad.
—De acuerdo. ¿Cómo le reconoceré?
—No se preocupe por eso, la estaré esperando, ya la reconoceré yo. He visto alguna de sus películas… varias veces.
—O.K. gracias. Hasta mañana a las doce.
—Buenas noches, señorita Marilyn.
—Goodnight, Mr. Manuel.
Cuando colgué el teléfono, temblaba de excitación; acababa de hablar con Marilyn Monroe. No me quitaba de la cabeza aquella voz, aniñada, dulce y extraordinariamente sexi. La imaginaba frente a mí, con los ojos semi cerrados y sus excitantes y rojos labios pronunciando cálidamente Goodnight, Mr. Manuel.
La frase me acompañó durante toda la cena; quería planear bien la cita para impresionarla; tenía que decirle que no era fotógrafo y lograr que no se marchara sin darme la oportunidad de seducirla. A mi favor estaba el hecho de que, en este tiempo, atravesaba un mal momento económico; pero no lograba concentrarme y pensar con claridad; en mi mente se repetía machaconamente el Goodnight, Mr. Manuel, y no desapareció hasta que me sumí en un inquieto sueño.
Desperté con la frase repicando machaconamente en mi cabeza. Para aprovechar el tiempo hasta la cita, después de desayunar cogí un taxi que me llevó a Long Beach. Decidí dar un largo paseo de vuelta a hotel; de camino, entré en una tienda y me compré un sombrero Fedora de ala ancha. Al llegar, me di una ducha y a las 11.45 tomaba asiento en un punto de la barra del bar, desde donde podía ver la entrada. Pedí un margarita y esperé ansioso la llegada de la actriz. Pasaban cinco minutos de las doce, cuando Marilyn Monroe hizo su aparición. Venía hacia la barra contoneando sus caderas; embutida en una falda ajustada, que le tapaba las rodillas; una camisa blanca, que solo permitía ver el inicio del canalillo, una chaqueta a juego con la falda, medias, un bolso y zapatos de tacón de aguja negros. Su melena era algo más larga y oscura que el rubio platino con el que se haría famosa y un icono de la sexualidad. También llevaba gafas para corregir su miopía.
Me levanté, dejando el cóctel y el sombrero en la barra y me dirigí hacia ella. Al percatarse de que iba a su encuentro, la expresión seria de su cara se iluminó con una sonrisa. Se quitó las gafas y las guardó en el bolso.
—Buenos días, señorita Monroe, soy Manuel
Le tendí la mano; ella la estrechó suavemente.
—Buenos días, señor Manuel
—¿Le apetece tomar un cóctel?
—O.K., gracias.
Con un gesto, le cedí el paso y se dirigió a la barra. Pude deleitarme con el movimiento de su trasero y la visión de sus pantorrillas embutidas en unas medias con costura.
Al llegar, pidió un cosmopolitan y le propuse sentarnos en una mesa.
Mientras el camarero le preparaba el cóctel a la actriz, cogí de la barra el sombrero y mi cóctel y nos sentamos en una de las mesas vacías.
En el cine, la había visto como una mujer extraordinariamente sexi, pero frente a mi tenía a una chica hermosa, tímida e insegura, que apenas empezaba a darse cuenta de la atracción que provocaba en los hombres y la envidia en las mujeres.
—Señorita Monroe, ¿me permite llamarla Marilyn? Su agente no me informó de su tarifa.
—Sí, claro. ¿Cuánto tiempo, un día o dos?
—Yo había pensado en una o dos semanas.
Una amplia sonrisa iluminó su rostro.
—¡Ah! En ese caso, ¿le parece bien 125 dólares a la semana?
—Me parece bien.
En aquel momento, llegó el camarero con el cosmopolitan. Ella le dio las gracias con una sonrisa que habría podido derretir un glaciar.
—¿En qué película me ha visto, señor Manuel?
—Por favor tuteémonos, te he visto en La jungla de asfalto y en Amor en conserva. Las he visto varias veces, solo por ti.
Marilyn se ruborizó y bebió un sorbo del cóctel. A continuación, volví a la carga, diciéndole que me parecía una gran actriz con una belleza sin par y no me explicaba cómo no lo habían visto aún los dirigentes de la Twentieth, pero estaba convencido que pronto se darían cuenta. Marilyn me dio de nuevo las gracias y bebió otro sorbo.
—¿Has pensado en algún sitio para comer o prefieres hacerlo en el restaurante del hotel?
—Creo que en este hotel se come bien. ¿Dónde quieres hacer las sesiones de fotos?
—Había pensado en alquilar un coche y hacerlas en los alrededores. ¿Te parece bien que pasemos al comedor?
Nos levantamos de la mesa, me puse el sombrero, cogí su copa y le cedí de nuevo el paso… Y de nuevo mis ojos se dirigieron a su trasero.
Después de haber pedido la comida, decidí contarle mis verdaderas intenciones.
—Marilyn, discúlpame; no soy fotógrafo, solo soy un admirador que quiere pasar un tiempo contigo; pienso pagarte por eso, aunque no te haga fotos.
La sonrisa que le había iluminado la cara casi todo el rato, desapareció.
—¿Solo por acompañarte? ¿No quieres alquilarme como prostituta?
—Sí; solo por acompañarme; sé que Hollywood es una jungla y que las chicas hermosas como tú, si queréis triunfar, os veis obligadas a hacer cosas que os repugnan. Pero tú me gustas, es normal que te desee y quiera hacerte el amor… Pero solamente si tú también lo quieres. Podría aprovecharme de que pasas por un mal momento, pero me sentiría mal por eso. Mi conciencia no me lo permitiría.
—¿Tu conciencia? ¿Eres creyente, Manuel?
—No, en absoluto, pero me considero una buena persona y tú me gustas de verdad; prefiero ser tu amigo a ser un cliente. Aunque te advierto que pienso intentar seducirte.
Para demostrarle mi sinceridad, saqué 125 dólares de mi cartera y se los ofrecí disimuladamente por encima de la mesa. Tuvo unos instantes de duda que me parecieron eternos; miró a ambos lados para ver si éramos observados, los cogió y los guardó en el bolso.
—¿Sin obligaciones?
—Solo acompañarme una semana.
La sonrisa apareció de nuevo en su hermoso rostro.
—Si no eres fotógrafo, ¿a qué te dedicas?
—Soy un empresario español y he venido de vacaciones a Los Angeles para conocerte.
—Hablas muy bien inglés, tienes muy poco acento.
—Tengo muchos contactos con Inglaterra y con EE.UU., aunque ninguno relacionado con el cine.
—Antes has dicho que paso por un mal momento. ¿De dónde has sacado que atravieso un mal momento?
—Sé que tu amigo, el productor Johnny Hyde, murió el pasado diciembre y que su exesposa te ha quitado los vestidos y regalos que te hizo, además de que te está boicoteando profesionalmente. Me parece injusto y sé que, dentro de poco pasará, por eso supongo que ahora te vendrá bien mi ayuda.
—De acuerdo, pero quiero seguir asistiendo a las clases nocturnas en la universidad.
—Yo mismo te llevaré y pasaré a recogerte para ir después a cenar.
Una amplia sonrisa iluminó su cara, al tiempo que empezó a llegar la comida. En el tiempo que duró la misma estuvimos hablando de las películas en las que había actuado y sus aspiraciones como modelo y actriz.
Al terminar, nos dirigimos a la recepción, en la que pregunté dónde podría alquilar un coche. Me ofrecieron ocuparse de ello y me dijeron que lo tendría en una hora (un Mercury del año 49). Marilyn llamó desde una cabina a su agente y le comunicó que no había habido acuerdo, por lo que no haría falta que redactara ningún contrato. Me dijo que, de esta manera, no tendría que darle comisión ni pagar impuestos.
Le ofrecí darnos un baño en la piscina del hotel, mientras esperábamos que trajeran el coche para ir a dar una vuelta.
—Aún hace frio para darse un baño, además, no tengo bañador.
—De acuerdo, pero vamos a poner remedio a esto.
Nos dirigimos a la tienda del hotel, donde adquirimos sendos bañadores y ella además un vestido y unos zapatos más cómodos que los de tacón de aguja que llevaba puestos. Al salir de la tienda le pregunté si prefería ponerse las prendas que acabábamos de adquirir y le propuse que se cambiara en mi habitación.
Titubeó un instante, pero accedió.
Se dirigió al cuarto de baño, con las prendas recién adquiridas y cerró la puerta tras de sí. Yo me quité el sombrero, la americana y la corbata y me senté en la cama.
Unos cinco minutos más tarde, se abría la puerta y apareció, sonriente y sexi; embutida en un vestido blanco, con pequeños lunares azules, la falda volada, el talle ceñido, un escote de pico y mangas cortas tipo ranglan. Se dio la vuelta y pude ver que tenía una cremallera que le recorría toda la espalda, a pesar que, al levantar la falda por el giro, mis ojos se dirigieron a sus torneadas piernas que se mostraban hasta el principio de sus muslos.
—Supongo que te lo habrán dicho muchas veces, pero eres la mujer más hermosa y sexi que he visto en mi vida.
—Sí. Pero pocas veces me lo ha dicho un hombre tan atractivo y amable como tú.
Se puso frente a mí, muy cerca y se dio la vuelta, mientras se levantaba la corta melena por el cuello.
—¿Me ayudas a bajar la cremallera?
Me puse en pie, mientras sentía que el deseo invadía mi cuerpo.
—Marilyn, te he dicho que no tienes que hacer nada que no quieras.
—¿Cómo vas a ver el bikini si no me quito el vestido?
—No sé si voy a poder seguir comportándome como un caballero —le dije mientras le bajaba lentamente la cremallera hasta el final.
Se dio la vuelta y quedó de frente a mí. Con un gesto se quitó la parte superior del vestido de los brazos y lo dejó caer a sus pies. La visión del cuerpo de aquella diosa me excitó sobremanera. Aún hoy, no sé cómo pude contenerme y no echarme encima de ella en aquel momento.
El bikini hacía juego con el vestido; blanco, con pequeños lunares azules y llevaba unos pequeños volantes blancos en las copas y la braguita.
De nuevo se dio una vuelta con los brazos abiertos.
— ¿Qué te parece? ¿Te gusta?
— No seas mala, me está costando muchísimo contenerme.
— ¿Y se puede saber por qué te contienes?
Me abalancé hacia ella, la cogí con las dos manos por la cintura, la estreché contra mí y mis labios besaron sus labios; enseguida mi lengua se abrió paso hacia la suya y empezamos a saborearnos, a la par que mis manos soltaban el lazo de la parte superior del bikini. Nos separamos un momento para tomar aliento; aproveché para quitarle la parte superior del bikini y mi camisa por la cabeza sin desabrochar, ella a su vez me desabrochó el cinturón y los pantalones. Volvimos a abrazarnos y besarnos, noté el excitante tacto de sus pechos en mi pecho. Mientras nuestras lenguas libraban su batalla, con una mano le apreté un seno y la otra bajó por debajo de la ropa para apretar sus nalgas. Sus brazos rodeaban mi cuello y mientras una mano jugaba con el pelo de la nuca, la otra me arañaba suavemente la espalda. Volvimos a separarnos para respirar y aprovechamos para acabar de desvestirnos. La tomé en brazos y la deposité suavemente en la cama. Antes de ponerme encima de ella, eché un vistazo a su maravilloso cuerpo; Marilyn aprovechó para mirar mi pene, que estaba en todo su esplendor; nuestras miradas se encontraron y pude ver en sus ojos la satisfacción por lo que veía y el deseo de que la montara. Me incliné sobre ella, empecé a mordisquearle el cuello, mientras una mano volvía a acariciarle los pezones y la otra, después de recorrer el vello púbico jugaba con su vagina. Ella me cogió por el cuello con una mano; la otra agarró y empezó a acariciar mi verga. No quería correrme demasiado pronto; me solté y empecé a bajar mis labios por su cuerpo; mientras me entretenía lamiendo sus pezones, ella cogió mi cabeza con las dos manos; al poco continué el descenso, besándole el vientre hasta llegar al ombligo, donde jugué un poco con la lengua. Empezó a gemir suavemente y continué bajando por su bajo vientre. Al llegar al pubis abrí sus piernas con mis manos en sus muslos y me puse a lamer con fruición su clítoris y los labios de su vagina. Marilyn puso sus manos por encima de su cabeza mientras sus gemidos aumentaban de volumen y su cuerpo se estremecía. Mis manos seguían apretando la parte interior de sus firmes muslos y mis labios y mi lengua se alternaban en saborear y besar su coño. Finalmente, no pude aguantar más y deshice el camino; mi boca se encontró de nuevo con su boca, mis manos se agarraron a sus pechos y mi pene penetró, ajustándose como un guante en su vagina; ella rodeó mis caderas con sus piernas; con sus manos me arañaba suavemente la espalda; empecé el movimiento de vaivén despacio, para enseguida pasar a un ritmo frenético. De vez en cuando, Marilyn abría sus dulces ojos, y yo podía ver en ellos el deseo y la pasión. Enseguida, sus gemidos subieron de intensidad a la par que sus arañazos en mi espalda. Al poco, unos grititos y el temblor de su cuerpo, me indicaron que había tenido un orgasmo, y acto seguido, con un estallido de placer, llegó el mío.
Me quedé por un tiempo más, encima de ella, mientras recuperaba el pulso y la respiración. Mi verga aún se mantenía firme; seguía deleitándome con la visión de sus ojos y el tacto de su piel y sus labios. Me sentía el rey del mundo. Acababa de hacerle el amor a la mujer más deseada del mundo y, por su expresión, ella había quedado sumamente satisfecha.
Al cabo de un rato, me solté de su abrazo y quedé tendido boca arriba a su lado; le pasé el brazo por debajo del cuello, ella se acurrucó contra mi cuerpo y me pasó un brazo y una pierna por encima.
Nos quedamos un rato en silencio. Yo lo rompí para preguntarle a qué hora debía estar en la universidad.
— Hoy no voy a ir a clase.
— Eres la mujer más hermosa que he visto nunca; me parece un sueño haber hecho el amor contigo.
— Tú eres un hombre atractivo… que debe tener mucho éxito con las mujeres.
— ¿Te parece bien que nos demos una ducha y vayamos a dar una vuelta con el coche, antes de ir a cenar?
— Sí, pero aún no.
Marilyn deshizo el abrazo, se puso de rodillas a mi lado, y ante mi sorpresa su boca fue en busca de mi pene, que ya había perdido su esplendor. Empezó a acariciarlo y besarlo; de vez en cuando le daba un leve mordisquito con sus dientes; una vez endurecido de nuevo, lo cogió con ambas manos y se puso a chupar y lamer intensamente, mientras yo acariciaba sus nalgas y su pecho. Quise ponerme debajo de ella para hacer un sesenta y nueve, pero no me dejó y continuó succionando como si quisiera aspirarme las entrañas por el pene. Cuando llegué al orgasmo, aguantó el semen en su boca y siguió chupando hasta que no pude aguantar más y le pedí que parara.
Me quedé en la cama recobrando la respiración, ella se levantó y fue hacia el cuarto de baño completamente desnuda, contoneando las caderas. Enseguida oí que abría el grifo de la ducha; me levanté y seguí sus pasos.
— ¿Te doy jabón en la espalda?
Su respuesta fue, darse la vuelta, mostrándome su espléndido trasero. Me enjaboné el pecho y las manos; pegué el pecho a su espalda y la abracé. Mis manos repartieron el jabón por sus pechos y vientre. Mi pene se puso morcillón, aunque no alcanzó su máxima extensión. Estuvimos acariciándonos y besándonos apasionadamente, mientras el agua de la ducha quitaba el jabón de nuestros cuerpos. Volví a ponerla de espaldas a mí y la abracé de nuevo, mientras el agua seguía cayendo; coloqué el pene entre sus nalgas sin penetrarla; con la mano izquierda acariciaba sus senos y la derecha se posaba en su monte de venus, mientras mis dedos jugueteaban con su clítoris y su vagina. Intentó girarse para tomar parte activa en el juego, pero le pedí que me dejara hacer a mí. Abrió un poco las piernas y se apoyó con los brazos en la pared mientras el agua caía por su espalda. Volví a acariciar su clítoris y meter dos dedos en su vagina con una mano mientras la otra recorría ávidamente sus pechos y espalda. De vez en cuando le daba suaves mordisquitos y lametones en las orejas y el cuello.
No tardó mucho en tener otro orgasmo. Jadeante se dio la vuelta y volvimos a abrazarnos y a besarnos.
—¿Lo dejamos ya, Manuel? No sé si podré tenerme en pie mucho más.
—Aunque te sigo deseando, yo también necesito un descanso.
Entre besos, Marilyn me secó a mí y yo a ella. Salí del cuarto de baño para vestirme y ella se quedó para secarse el pelo, peinarse y darse maquillaje. Quince minutos más tarde, salió envuelta en una toalla. La abracé y besé de nuevo, y le quité la toalla. Protestó sin convicción y se tapó sus partes nobles con los brazos. Le cogí los brazos por las muñecas y los separé; ella no hizo ningún esfuerzo para evitarlo. La miré de arriba abajo.
—Jamás veré nada más bello. Ya puedo quedarme ciego.
Nos fundimos en un nuevo beso y abrazo. Por fin se separó de mí, cogió su ropa y volvió al baño a vestirse.
Bajamos abrazados a la recepción, donde nos entregaron las llaves del coche. Siguiendo sus indicaciones, conduje por la carretera de la costa hasta Malibú; en la radio sonaban maravillosas canciones de la época; en el cielo, nubes dispersas pintaron de rojo un maravilloso atardecer sobre el Pacífico… y entre besos y abrazos, Marilyn me dijo «te amo».
Cenamos en un restaurante de carretera, ya de vuelta. Le pedí que volviera conmigo al hotel, pero me pidió que la llevara a su «casa» (una especie de pensión para chicas solteras), con unas estrictas reglas de moralidad, para no despertar sospechas. Me prometió que volvería al hotel a la mañana siguiente, después de desayunar. De su boca no salió ninguna palabra, pero sus ojos prometían mucho y dulce sexo.
Cumplió su promesa… durante doce días hicimos el amor, en el hotel, en el coche, y en cualquier paraje solitario que encontrábamos en nuestros paseos.
Descubrí a una mujer joven, tímida, inteligente y cariñosa; aunque muy insegura y propensa a las depresiones; que no era consciente de lo extraordinariamente hermosa y sexi que era, a pesar de que los hombres se giraban para observarla continuamente. Me contó su historia y cómo había tenido que acostarse con hombres de mediana edad, maduros y viejos, solo porque eran importantes en Hollywood, para poder conseguir trabajo. Pero no estaba amargada; se lo tomaba como un gaje del oficio y, aunque llevaba varios años malviviendo, seguía confiando que algún día llegaría el papel que la encumbraría a la fama y la fortuna. Yo le conté una historia de mí, que contenía algunas mentiras; pero, aunque solo fuera en cierto modo, era sincero cuando le decía «te amo». Le aseguré que triunfaría en uno o dos años. Para que lo creyera, le dije que era un poco brujo y que mi intuición no me había fallado nunca; insistí en que no se obsesionara en conseguir papeles dramáticos; que su belleza encajaría mejor en las comedias románticas. En lo relativo al sexo, era muy desinhibida; lo único que le sorprendió fue que yo prefiriese hacer un sesenta y nueve a que ella me la chupara; me confesó, ruborizándose, que yo había sido el primero que había besado y lamido su sexo. Para terminar con el tema del sexo, no voy a ocultar que un par de veces, también la penetré analmente. El día señalado para mi partida, me rogó que me quedara… o que la llevara conmigo.
Logré convencerla de que mis negocios me impedían quedarme; le dije que, si venía conmigo, sus sueños de ser una actriz se esfumarían. Me contestó que estaba dispuesta a renunciar a ellos, que trabajaría en mi empresa o en lo que fuera, que lo haría por mí y para formar una familia, que me amaba de verdad, que no quería vivir sin mí.
Sabía, porque lo había leído, que Marilyn era muy propensa a las depresiones; así que sus últimas palabras me alarmaron en grado sumo. Además, había leído que por estas fechas había intentado suicidarse y me dolió pensar que yo podría ser el culpable. Pensé que la manera de hacerle menos daño era decirle la verdad (o una parte)
—Marilyn, lo que voy a decirte ahora, no te lo creerás, pero es la verdad; te parecerá imposible, pero te lo demostraré. No puedo quedarme, ni puedes venir conmigo, porque soy… un viajero del tiempo. He venido en una nave temporal. Mis jefes me matarían si supieran que me he desviado de la misión que tenía asignada y he viajado a esta época para conocerte. Es cierto; te convertirás en la más grande estrella de Hollywood. Este año rodarás tres películas que pasarán sin pena ni gloria; pero el próximo, las que ruedes, te lanzarán a la fama. Me enamoré de ti por haberte visto en el cine. ¡Ah! Cambiarás el color de tu pelo a rubio platino. He venido del futuro y me he jugado la vida para vivir unos pocos días contigo… y para que veas que lo que cuento es cierto, te propongo que vengas hasta mi nave y nos despidamos allí. Tú puedes devolver después el coche. Sé que esto no lo contarás a nadie porque conozco la historia. Lamento haberte hecho daño enamorándome de ti. De haberlo sabido, a pesar de lo mucho que te deseaba, no habría venido.
Quedó como en trance; no podía creer lo que le estaba diciendo, era absurdo e… imposible. Esto solo sucedía en las películas.
—Es un cuento increíble. Te burlas de mí. Me he enamorado de un loco mentiroso.
—Marilyn, por favor… Acompáñame y te demostraré que no te miento.
Me siguió hasta el coche, recelosa y con la duda reflejada en su rostro.
Durante el trayecto hasta el observatorio, me preguntó cuántas películas rodaría y con qué actores. Le contesté que muchas, que no las recordaba todas, pero le apunté Niágara, con Joseph Cotten, Río sin retorno, con Robert Mitchum, Bus stop, con Don Murray, El príncipe y la corista, con Laurence Olivier.
Al nombrar a este último, cambió de expresión.
— ¿De verdad? ¿Con Laurence Olivier? ¿El inglés?
— Sí… y te casarás con Joe DiMaggio.
— ¿El jugador de béisbol?
— Sí, pero no voy a contarte nada más. Te he dicho esto para que no pierdas la esperanza. Supongo que estás decepcionada, porque en estos años tu carrera no ha avanzado como esperabas, pero te repito que en breve te convertirás en una estrella. También actuarás con Clark Gable.
El gesto adusto y serio de Marilyn dio paso a la duda.
Al dejar el coche en el parking del observatorio, le hice entrega de las llaves del coche y también de los algo más de 1000 dólares que me quedaban. No quería aceptarlos; solo lo hizo cuando le dije que al sitio donde iba no me servían para nada. Recorrimos andando cogidos de la mano el camino Sturtevant; incluso a mí me costó encontrar el lugar donde había dejado escondida la nave. Al llegar al sitio, dejé el camino y me interné en el bosque. Ella me siguió temerosa. Enseguida divisé la nave pese a su perfecto camuflaje. Marilyn no se dio cuenta de su presencia hasta que me vio apartar unas ramas. Cuando retiré la tela de camuflaje y la nave quedó al descubierto, observé su rostro; estaba alucinada y por fin creyó lo que le había contado.
Me acerqué a ella y la abracé.
— Me duele en el alma no poder quedarme contigo; me habías cautivado en el cine, pero conocerte realmente ha sido lo mejor que me ha sucedido en la vida; me he enamorado de ti; quisiera quedarme contigo, pero no puedo cambiar el pasado y, por lo que sé de ti, no formo parte de tu historia.
— Pero siempre estarás en mis recuerdos. Te amo.
Nos dimos un largo y apasionado beso y las lágrimas corrieron por nuestros ojos. La acompañé de nuevo hasta llegar al camino.
— Quédate a esta distancia de la nave; a los pocos segundos de que cierre la puerta, oirás un fuerte estruendo y la verás desaparecer. Sé feliz; te quiero.
— Te quiero, Manuel.
Volvimos a besarnos largamente. Nos separamos y regresé a la nave; abrí la puerta, eché dentro la tela de camuflaje y a continuación entré. Antes de cerrar la puerta miré hacia donde había quedado Marilyn; apenas pude distinguir su vestido, entre las hojas de los árboles que nos separaban. Por fin cerré la puerta, puse en marcha la nave y el ordenador de a bordo. Para marcar las coordenadas y la fecha de destino, tuve que secarme las lágrimas que brotaban de mis ojos.
CAPÍTULO 8
SOLO EN HAWAI
La nave del tiempo se detuvo en la playa Honopu, en la isla de Kauai, la cuarta en tamaño del archipiélago de Hawái, una mañana de mediados de mayo del año 1800. A unos cincuenta metros de la orilla, al abrigo de un acantilado, por el que caía una cascada de agua dulce que iba a parar al mar, pasando por debajo de un arco de roca natural de más de 25 metros de altura, que daba a otra playa, también rodeada de acantilados. Desde tierra, solo se podía acceder a las playas haciendo rápel por paredes, casi verticales, de más de treinta metros de altura. Había elegido el lugar, porque tenía menos posibilidades de encontrar nativos que, en otras playas más grandes, rodeadas de terreno más llano. Lo primero que hice fue sustituir el traje por el bañador. Decidí desplegar la tienda de campaña con la farmacia, las ollas, varias barritas energéticas y los cascos de música dentro, debajo del gran arco, al lado del arroyo de agua dulce. A su lado y también a cubierto de la lluvia, dejé e inflé la zodiac; dentro de ella coloqué el equipo de submarinismo y todos sus accesorios (ancla, boyas, fusil submarino, cuerdas, etc.) y el machete que había adquirido exprofeso para la isla. Por si acaso, escondido debajo de la lancha, dejé el AK-104 con el seguro puesto.
Durante todo el rato que me llevó la instalación del campamento, tuve en mente la imagen de Marilyn y las dos maravillosas semanas que acababa de pasar con ella. Se me ocurrió que hubiera sido fantástico tenerla conmigo también en esta paradisíaca isla; podría haberla traído y dejarla antes de volver a casa, media hora más tarde de nuestra despedida en Los Angeles. La idea estuvo tentándome un buen rato, hasta que pensé que, ya había sido suficientemente dura la despedida; otros quince días juntos en aquel paraíso, habrían agravado la herida. Además, su presencia a mi lado, habría desvirtuado el «experimento Robinson», que quería vivir. A continuación, estuve un rato recogiendo madera para hacer fuego; encontré algunas ramas secas y corté unas cuantas más, verdes.
Un calor húmedo empezaba a apretar; decidí darme un baño sin dejar la orilla (recordaba las advertencias sobre las fuertes corrientes de aquellas costas). La temperatura del agua era deliciosa; transparente y de un maravilloso azul. El baño fue breve porque empecé a notar las punzadas del hambre; regresé al «campamento» y me comí un par de barritas; mientras lo hacía, decidí que ya era hora de explorar un poco los alrededores para ver qué posibilidades tenía de conseguir comida.
El sol estaba en su cénit, cuando arrastré la zodiac a la orilla, le instalé el potente motor y después de cargar en la lancha, una cantimplora de agua y mi fusil AK-104, me subí en ella, ya vestido con el neopreno.
El motor arrancó con un suave ronroneo; me separé despacio de la orilla y aceleré despacio. Debía vigilar el consumo de combustible, porque no había querido cargar mucho. A menos de dos kilómetros siguiendo la línea de la costa en dirección noreste, apareció la playa de Kalalau. También tenía una cascada de agua dulce y un fácil acceso a un gran valle con mucha vegetación y probable caza. No la elegí como lugar de aterrizaje de la nave, porque pensé que allí sería más probable encontrarme con nativos. Al no ver señales de vida, enfilé la proa hacia la playa; descubrí en ella una foca monje tomando el sol; el ruido del motor al acercarme no logró nada más que un leve giro de cabeza del mamífero. Bajé de la zodiac, que no me molesté en ocultar, porque no pensaba adentrarme demasiado en la maleza. Cogí el machete, la AK-104 y corté un trozo de cuerda de unos veinte metros, que enrollé y colgué al hombro. Entre los primeros árboles del bosque, descubrí algunos cocoteros; todos tenían frutos en diferentes grados de maduración, pero uno de ellos además tenía una inclinación de su tronco que me permitiría subir sin demasiada dificultad. Corté y dejé caer al suelo dos cocos verdes, para beber su agua y otros dos, que presentaban una tonalidad entre amarilla y marrón para comerme la fruta. Bajé del árbol, recogí mi cosecha y volví a la lancha. Estaba a punto de llegar, cuando divisé en la línea divisoria entre la playa y la maleza, una especie de ganso; mi primera intención fue dispararle, pero ni siquiera dejé caer los cocos para apuntarle con el fusil. Pensé que sería mejor intentar pescar algo para cenar. La foca monje ya no estaba en la playa; deposité los cocos y las armas en la zodiac e inicié el regreso a “mi” playa. A unos cuarenta metros de la arena paré el motor y eché el ancla; me calcé con los pies de rana, até un extremo de la cuerda que había cortado anteriormente a la lancha y el otro extremo a mi cintura, para que no me arrastrara la corriente; me até por debajo de la rodilla, el cuchillo y su funda; limpié y me puse las gafas y el tubo respirador; finalmente, preparé el fusil submarino y me lancé al agua. Enseguida divisé varios peces de pequeño tamaño; pasé de ellos y continué avanzando; me estaba acercando a la formación rocosa que, ya fuera del agua formaba el arco natural, bajo el que había montado el campamento; por un agujero, una morena asomaba la cabeza con aspecto amenazante; pasé de largo y al poco, descubrí una langosta de buen tamaño y aspecto menos inquietante; tomé aire y descendí unos tres metros; el disparo lo efectué a menos de tres metros de distancia y acerté de lleno al infortunado animal. Subí a la superficie y nadé hasta la zodiac; tiré el fusil dentro y a continuación, con no pocas dificultades, subí yo; una vez arriba, me quité las gafas y recogí con el carrete del fusil, el cable de nylon en cuyo extremo estaba fijado el arpón que atravesaba la que iba a ser mi cena. El pobre animal, aún estaba vivo y pataleando cuando lo subí a bordo; lo dejé en el suelo, aún con el arpón clavado; levé el ancla y a base de remos regresé a la playa, exultante por el éxito en la cacería y la recolección de mi primera expedición. Ya en el campamento; lo primero que hice fue cortar la parte superior de uno de los cocos verdes, con el machete y beberme su dulce contenido; saciada la sed, me dirigí a la cascada, donde me di una reconfortante ducha y lavé con agua dulce el traje de submarinista. No demasiado cerca de la tienda ni la zodiac, para evitar que una posible chispa las quemara, preparé una fogata, con la leña recogida por la mañana, puse agua a hervir en una de las ollas y me acabé de secar. La tarde estaba cayendo, pero aún faltaba un buen rato para la puesta de sol. Cuando empezó a hervir el agua, le quité el arpón a la langosta, que aún se agitaba, y la eché a la olla. Mientras se cocía, partí en dos el coco del que me había bebido el agua y machaqué un poco la pulpa para conseguir un sucedáneo de aceite con el que sofreír la langosta. Al terminar esta operación, consideré que la langosta ya había hervido el tiempo suficiente; vacié el agua de la olla y vertí en ella la pulpa de coco machacada; mientras se derretía, coloqué la langosta sobre una piedra y con el machete la partí en dos longitudinalmente; volví a ponerla en la olla, donde ya chisporroteaba el «aceite»; la removí un par de veces y unos dos minutos después la apartaba del fuego. La langosta estaba exquisita; pero me di cuenta de que había cometido un error; debería haber traído a la expedición, alguna botella de Albariño o Blanc pescador. También me habría gustado tener un poco de mahonesa; pero estos son los gajes de vivir una experiencia a lo Robinson Crusoe. Acababa de cenar, cuando la naturaleza me brindó el espectáculo de una puesta de sol en el mar; empezó a refrescar; me puse el traje térmico y los cascos de música. La primera canción que sonó fue Yolanda, de Pablo Milanés; la letra y el romanticismo de la canción, unidos a la puesta de sol, trajeron a mi mente el cercano recuerdo de Marilyn. ¡Cómo la eché de menos! Entre canciones de los Platers, boleros de los Panchos, música italiana de los 60 y 70, así como canciones románticas de todos los tiempos y estilos, me pasé un largo rato rememorando, con los ojos cerrados, nuestros excitantes encuentros amorosos. Perdóname, amable lector… pero acababa de pasar quince días con Marilyn Monroe, probablemente, la mujer más deseada que haya existido jamás; la había seducido y enamorado… y ella también había conquistado mi corazón. Diversos sentimientos pugnaban por imponerse en mi alma: el orgullo, la vanidad y la satisfacción por haberla conseguido; la tristeza, la pena y el sentimiento de culpabilidad por haberla abandonado. Tumbado en la cálida arena, la melancolía se había apoderado de mí, cuando el Pepito Grillo de mi conciencia me trajo el recuerdo de Cecilia y el hijo que esperábamos. La amaba y me juré a mí mismo que jamás le volvería a ser infiel… pero durante el tiempo que me quedara de vida, Marilyn tendría un cálido rincón en mi corazón. La emoción del momento provocó que unas cuantas lágrimas escaparan de mis ojos y me corrieran por las mejillas.
Cuando me hube repuesto, me di cuenta de que ya era de noche. La mar estaba en calma; las olas apenas causaban un leve susurro al morir dulcemente en la playa y el cielo… Ni siquiera voy a intentar describir la belleza y magnificencia, de aquel maravilloso cielo estrellado. Ya había tenido el privilegio de observar algo parecido, en las Montañas Rocosas y en el desierto de Egipto de principios del siglo XIX; pero la gente que vive en la actualidad en, o cerca de núcleos grandes de población, no pueden observarlo, debido a la contaminación lumínica y del aire de nuestro siglo XXI. En un primer momento me sentí pequeño hasta la insignificancia, ante el espectáculo del universo; pero al poco me sentí el más afortunado de los mortales, por todas y cada una de las vivencias que me había proporcionado mi encuentro accidental con la máquina del tiempo.
Bajo las estrellas, sobre la blanda arena y arrullado por deliciosas melodías, mis recuerdos volvieron a Cecilia y reviví toda nuestra historia, desde el momento en que la vi por primera vez en Cuba, en 1956, al volante de una pick-up que nos recogió a Pedro y a mí… una impresionante belleza morena, de brillantes ojos verdes y carnosos labios de color rubí.
Definitivamente, sin la más mínima duda; yo era el más afortunado de los mortales… y no iba a pasar más de un par de días, aunque fuera en el paraíso, antes de volver a su lado y permanecer junto a ella el resto de mi vida.
Con Cecilia en la mente y el corazón, me dormí. Al despertar aún no había amanecido, aunque el cielo empezaba a clarear por detrás de las montañas del este. Para desayunar, rompí un coco maduro, del que bebí el agua y, después de trocearlo, me comí la pulpa.
Me preparé para realizar otra excursión como el día anterior a Kalalau, pero con la intención de explorar un poco más el valle. Tenía la intención, si era posible, de subir con la lancha por el arroyo que transcurre por el fondo del mismo y desemboca unos quinientos metros al noreste del lugar donde termina la playa de arena, para convertirse en una playa pedregosa.
Al llegar a la desembocadura, me di cuenta que, al menos los primeros cincuenta o cien metros debería arrastrar la zodiac, dado que la escasa profundidad del agua y la cantidad de piedras, hacían imposible la navegación. Bajé de la lancha; levanté el motor, para evitar que las piedras destrozaran la hélice; até un trozo de cuerda en la punta y empecé a andar tirando de ella. Por suerte, no me topé con ninguna piedra puntiaguda y cuando llevaba recorridos doscientos metros, aumentó la profundidad del agua y desaparecieron las piedras. Volví a bajar el motor, subí a la zodiac y lentamente, empecé a remontar el riachuelo. Era tan estrecho que, en varios tramos, la vegetación me impedía ver el cielo e incluso tenía que agacharme para sortear las ramas de la frondosa vegetación. Aproximadamente a un kilómetro, encontré un minúsculo claro y decidí dejar allí la lancha y explorar a pie los alrededores. Al apagar el motor, pude escuchar el canto de un buen número de aves, aunque en los primeros momentos, me era imposible divisar ninguna. Con el machete en la mano y el AK-104 al hombro, ascendí unos pocos metros por la inclinada ladera; la espesa arboleda fue sustituida por un herbazal, salpicado de matorral bajo. Enseguida divisé un grupo de gansos, empuñé el fusil y apunté al ejemplar más grande; iba a disparar, cuando pensé en lo desagradable y laboriosa que sería la tarea de desplumarlo. Decidí que intentaría pescar otra langosta, un pulpo o algún pez. Di un corto paseo por la ladera sin árboles y volví a la lancha, con la intención de regresar a la playa; iba a embarcar, cuando descubrí varios árboles «hala» cargados de frutos; recolecté una docena entre los más accesibles y emprendí el regreso a la costa. Durante el trayecto por el riachuelo, me di cuenta de que la experiencia Robinson que estaba viviendo, no me proporcionaba las emociones, ni era tan satisfactoria como había imaginado. Solo había pasado un día y medio en la isla; había disfrutado de la cena solitaria bajo la noche estrellada y a la luz de una fogata con la maravillosa selección de música y el excitante recuerdo de Marilyn Monroe, también disfruté mucho de la pesca de la langosta. Pero todas estas experiencias podría vivirlas en mi época y, la mayoría, serían incluso mejores si las compartía con mi familia y amigos. Decidí que intentaría pescar alguna langosta y algún pez, para compartirlo, ya de regreso, con Cecilia, Pedro y Ninette. Al llegar a doscientos metros de la playa, apagué el motor, volví a levantarlo y recorrí el trayecto arrastrando de nuevo la zodiac. Al llegar a la orilla del mar me puse el neopreno, para intentar pescar, antes de desembarcar en “mi” playa. Después de navegar dos kilómetros y aproximadamente en el mismo sitio del día anterior, volví a echar el ancla; me calcé las aletas y coloqué las gafas y el tubo; preparé el fusil submarino y me lancé al agua a otear el fondo mientras hacía snorkel; al poco me pareció ver movimiento, y bajé unos tres metros. Un pulpo de buen tamaño, estaba rodeando con sus tentáculos a una langosta, que se debatía inútilmente; los encañoné rápidamente y disparé el arpón; al instante, una densa nube de tinta de pulpo envolvió a los dos animales y yo subí a respirar. Supuse que tendría problemas para recogerlos; así que subí a la zodiac y preparé el cuchillo antes de empezar a recoger el hilo del carrete que mantenía sujeto el arpón. Cuando los dos «bichos» llegaron a la superficie, me felicité por lo acertado de mi decisión; el pulpo medía casi un metro y medio de longitud y la langosta, que también estaba atravesada, debía medir unos cuarenta centímetros. Antes de subirlos a la lancha, cogí al pulpo por la bolsa y clavé con fuerza el cuchillo, entre los dos ojos, un par de veces, a la segunda, dejó de moverse. Dejé mi doble captura en el piso de la zodiac y preparé el fusil y el cuchillo para otra inmersión; quería coger al menos otra langosta. No tardé mucho en divisar a la que iba a ser mi siguiente victima; después de arponearla, y antes de salir de nuevo a respirar, descubrí un mero grande; calculé que debía pesar entre veinte y treinta kilos; subí de nuevo a la superficie, saqué el arpón, de la langosta y volví a preparar el fusil, para intentar dar caza al pez. Tras varios minutos de búsqueda, logré divisarlo de nuevo; navegaba majestuosamente con la confianza del depredador; me acerqué lo suficiente, para asegurar el tiro y disparé. En seguida, su suave navegación, se convirtió en un agitado frenesí contorsionista y yo subí a tomar aire. Excitado por el éxito, monté de nuevo en la lancha, antes de proceder a recoger el hilo del arpón. Recogerlo me costó un buen rato y grandes esfuerzos. El mero era más grande de lo que me había parecido al principio, pero finalmente, pude subirlo a bordo. Seguro que pasaba de los treinta kilos. Estaba recuperando el aliento, dando por terminada mi excitante y fructífera jornada de pesca; ya imaginaba los banquetes que nos proporcionarían aquellos magníficos bichos, cuando me percaté de que, tres aletas sobresalían del agua, haciendo círculos a escasos diez metros de la barca. No me tranquilizó descubrir que estaba rodeado de tres tiburones; dos de ellos eran de los de arrecife y debían medir entre dos y tres metros; del tercero, no pude distinguir la familia, pero sí que medía, más de cinco metros; era algo más largo que la zodiac. Cogí el AK-104; me maldije por haberme equipado con un solo cargador; respiré hondo un par de veces para calmarme; decidí poner el disparador en modo ráfaga; me puse de rodillas en el piso de la lancha y apunté a uno de los escualos «pequeños». Una ráfaga corta, le provocó una serie de sacudidas espasmódicas, mientras el agua a su alrededor se teñía de rojo; la aleta del tiburón herido, desapareció bajo el agua y a los pocos segundos, también desaparecieron las otras dos.
Levé el ancla; puse en marcha el motor y me dirigí a la playa, mirando hacia atrás continuamente. Por un momento, sentí la tentación de echarme al agua, para observar lo que suponía que estaba sucediendo allí abajo; afortunadamente, el instinto de conservación se impuso a la curiosidad natural. Apenas puse el pie en la playa, empecé la recogida de todos los utensilios, que había sacado de la máquina del tiempo. Lo último que hice en la isla fue lavar el traje de neopreno con agua dulce, mientras yo mismo me daba una ducha en la pequeña cascada de aquella idílica playa.
CAPÍTULO 9
CUBA, DE NUEVO
Regresé una hora después de mi partida y desde la finca rústica en la que guardábamos la nave, llamé a Cecilia.
— Ya he vuelto; estaré contigo en un par de horas.
— ¿No dijiste que volverías mañana?
— Si te molesta, me quedo a dormir aquí.
— Calla, tonto; me alegra no tener que dormir sola.
— He estado cinco días en la isla; no podía pasar una noche más sin ti.
Mentí de nuevo; pero me prometí a mí mismo que sería la última vez. A media tarde llegué a casa. El viaje por carretera me pareció más largo de lo habitual; ardía en deseos de abrazarla, cuidarla y mimarla. Supongo que la mala conciencia de la aventura con Marilyn, tenía que ver algo en el asunto. Nada más bajar del coche, nos fundimos en un abrazo y la llené de dulces besos, con cuidado de no presionar su vientre; me comunicó que tenía que preparar la cena, porque había quedado con nuestros amigos que vendrían a cenar.
—¿Qué vas a hacer?
—Prepararé una ensalada de primero y sacaré del congelador unos lomos de bacalao para hacerlos a la muselina de ajo.
—No saques nada del congelador. Traigo algo para la cena
—¿Has pasado por la tienda?
—Por una gasolinera, a comprar hielo, sí. La cena la he pescado yo mismo hace unas cinco horas… o más de doscientos años. ¿Por qué no los llamas para que vengan antes y así solo cuento, una vez a todos, la experiencia y además preparamos y repartimos el resto de la pesca?
— ¿Qué resto de la pesca? ¿Qué has traído?
Le mostré los asientos traseros del coche, donde, en un enorme barreño de plástico, entre cubitos de hielo, reposaban, el pulpo, el mero y las dos langostas. Los hermosos ojos verdes de mi amada se abrieron de sorpresa ante el tamaño de la captura. Se empeñaba en ayudarme a llevar el balde a la cocina; a mí me preocupaba que hiciera un esfuerzo excesivo al estar en su sexto mes de embarazo; por lo que decidimos esperar que llegara Pedro para descargarlo, porque el «paquete» debía pasar de los setenta kilos.
Apenas llegaron nuestros amigos, después de los abrazos y besos de rigor, nos repartimos las tareas; Cecilia preparó la mesa, la ensalada y el aperitivo; Ninette después de comentar que, en sus años de París, había limpiado pescado y algún pulpo, propuso a Pedro que la ayudara a cortar, limpiar y trocear, tanto el mero como el pulpo; aunque antes de empezar la tarea, siguieron atentamente un par de tutoriales de YouTube. Yo cociné las langostas (esta vez con aceite), preparé la salsa mahonesa y, para los postres, el coco y las frutas del «hala» que no me había comido en Kauai. Durante el tiempo que duró el proceso, en la cocina, les conté la aventura de la pesca; también les comuniqué que la mitad de cada uno de los «bichos» era para ellos. Ninette se puso muy contenta y prometió preparar con ellos unos sabrosos guisos e invitarnos a comerlos juntos. Durante la cena (con Blanc Pescador), todos me animaron a seguir con la pesca submarina… aunque con la condición de que, me asegurara antes de que no había tiburones cerca.
Ya era muy tarde cuando acabó la espléndida velada y nuestros amigos se fueron a su casa. Cecilia se puso seria de repente.
—Manuel, hoy he estado pensando en lo de Cuba.
—¿Algún problema?
—No; no te preocupes; es que he llegado a la conclusión de que lo mejor para nuestro hijo es que crezca en esta época.
—Yo también creo que es mejor.
—Pero me sabe mal dejar solos a mis viejos. Serán tiempos convulsos para Cuba; me refiero del año 59 al 63 o 64.
—Con la máquina del tiempo, podemos pasar un mes al año con ellos e ir viendo cómo les va. Si las cosas van mal, nos los traemos. Supongo que Pedro no pondrá objeciones.
—¿No serán muchos viajes? Entre los de Cuba y los que tú hagas…
—No te preocupes. En este último, me he dado cuenta que no quiero estar lejos de ti; ya he visitado los lugares y las épocas que quería ver; solo quiero vivir contigo y ver crecer a nuestro hijo… y aunque ya sea un poco tarde, también quiero dedicar algo más de tiempo a mi hija.
—Bueno, pues mañana haremos los preparativos del viaje, para pasar un mes con mis viejos. Quiero que nuestro hijo nazca aquí.
—Nuestro hijo, o nuestra hija; que no has querido saberlo.
—No quería saberlo, pero cambié de opinión; así que, fui a ver al doctor Ballestar y después de hacerme una ecografía me confirmó que era un niño.
La noticia me tuvo un buen rato sin poder conciliar el sueño en la cama, pese a lo intempestivo de la hora que nos acostamos; después de brindar con cava y pasarnos un buen rato pensando en el nombre que íbamos a ponerle. Finalmente, decidimos llamarle Jaime; como el padre de Cecilia.
Los días siguientes, acabamos de ultimar los detalles de nuestro viaje a Cuba. Ninette nos obsequió una comida exquisita a base de mero; en el transcurso de la misma, les comunicamos los nuevos planes, en cuanto a vivir en esta época; cosa que les alegró mucho. A mediados de diciembre, después que nos recomendaran andarnos con mucho cuidado, por los momentos convulsos que atravesaba Cuba a finales de abril de 1959, nos despedimos de nuestros amigos.
Al ponerme el traje, mis pensamientos volvieron a Los Angeles y los días pasados con Marilyn. Había satisfecho mis deseos de tener sexo con la bellísima actriz, pero no había contado con enamorarme de ella y lamentaba ahora que no tuviera una vida tan feliz como merecía aquella joven alegre, dulce, no exenta de inteligencia, pero demasiado bella como para no atraer los peores apetitos de la pléyade de buitres que pululaban por Hollywood. En mi favor, estaba el hecho de que yo la traté con respeto, cariño y no la obligué a hacer nada que ella no quisiera. Tal vez fuera culpable de no haberme dado cuenta, de que se estaba enamorando de mí, de haber dejado que se hiciera ilusiones y haberle generado unas expectativas que yo no podía cumplir. En mi propia defensa, argumenté que, tal vez le proporcioné las dos semanas más felices de su vida, aunque acabaran como acabaron. No quería aceptar que, tal vez, yo tuviera parte de culpa de las frecuentes depresiones que marcaron la turbulenta vida de la actriz.
Me olvidé de ella durante el viaje en coche, con Cecilia a mi lado, hasta la finca rústica. Le hice notar que, para nosotros habían pasado siete meses, pero a sus padres los volveríamos a ver, a las dos semanas de nuestra partida. Además de algunos dólares y oro, decidí llevar, por si acaso, el AK-104 y la Smith & Wesson 1911; aunque con el firme propósito de no utilizarlos.
Una mañana de finales de abril de 1959, volvimos a aparecer en Cuba, en el mismo lugar de siempre. Después de cubrir la nave con la tela de camuflaje, iniciamos el ya familiar camino (al menos para mí) hasta el poblado de Sevilla. Al llegar allí, entramos en un bar, desde donde Cecilia llamó por teléfono a la empresa de su padre. Laura se puso al teléfono; se alegró mucho de que hubiéramos vuelto; nos comunicó que don Jaime no estaba en la fábrica, porque tenía una importante reunión con miembros del comité revolucionario de Santiago.
Ella misma nos vino a recoger, con la pick-up Chevrolet, que conducía Cecilia cuando la conocí. Durante el trayecto hasta la casa, además de felicitarnos efusivamente por el embarazo, nos informó que don Jaime se estaba convirtiendo en una de las personas mejor consideradas de Santiago, a causa de su relación e influencia con el «comandante», a quién asesoraba sobre diversos temas.
La madre de Cecilia abrió la puerta; la sorpresa inicial dio paso a una alegría desbordada; besos, abrazos, lágrimas de alegría y una ternura indescriptible, cuando la madre se dio cuenta del avanzado estado de gestación de su hija. Laura se despidió para volver a la fábrica hasta la hora de comer.
Al poco de haber entrado en casa, doña Teresa llamó por teléfono a su marido; le recomendó que volviera a casa, a comer, sin falta, aunque no le explicó el motivo. Don Jaime y Laura llegaron casi a la vez, sobre la una del mediodía. Más besos, abrazos y la sorpresa del padre por el avanzado estado de la hija. Le explicamos que, aunque para ellos, no habían pasado más de quince días, para nosotros habían transcurrido siete meses.
Le hice entrega del libro en el que se relatan, todos los atentados que se hicieron contra Fidel Castro y sugerí que le recomendara la creación de un nutrido cuerpo de seguridad, dedicado exclusivamente a su protección.
Me agradeció la información, y comentó que, gracias a los libros que le había entregado en el viaje anterior, había logrado un gran prestigio ante el comandante, que le llamaba con frecuencia para pedirle su opinión sobre temas relacionados, no solo con asuntos empresariales, sino también, con relaciones internacionales, proyectos sociales, educación y sanidad. También le había prevenido de que sus enfrentamientos con el presidente Urrutia podrían provocar su destitución del cargo de comandante en jefe del ejército; aunque estaba convencido que el pueblo exigiría su restitución. Con relación a las futuras relaciones con los EE.UU., le había pronosticado que, sería imposible que los yanquis aceptaran las medidas sociales en favor del pueblo y anticapitalistas que los revolucionarios pensaban implantar; para defenderse, no les quedaría más remedio que ponerse bajo el paraguas protector de la URSS. Pese a que muchos de los dirigentes revolucionarios no eran comunistas, Fidel compartía con mi suegro su visión y estaba contento de tener un asesor tan perspicaz y clarividente. Le había prometido que si, como parecía que iba a suceder, se nacionalizaban las empresas y medios de producción, él personalmente se encargaría de conseguir una indemnización adecuada por la suya y también, si le parecía bien, un puesto en las altas esferas del gobierno.
—Lo único que lamento es no tener la suficiente influencia en los tribunales que juzgan y condenan a muerte a los colaboradores del dictador Batista.
—Es usted una buena persona, don Jaime. Por desgracia, no se puede hacer una tortilla sin romper huevos. Pero si le sirve de consuelo, la revolución va a traer un largo período de prosperidad, salud y cultura, para la mayoría del pueblo. Después de la francesa, ésta será la única, que resulte beneficiosa para la gente sencilla. Y si no sale mejor, será por el bloqueo al que les van a someter, los poderes económicos de los EE.UU. Tenga en cuenta que, en los próximos lustros, el progreso de la población cubana será fuente de inspiración para los movimientos obreros de todo el mundo y una piedra en el zapato de la oligarquía capitalista mundial que intentará, por todos los medios, asfixiarla.
—Doy gracias a Dios por vivir esta época y poder ayudar, gracias a ti, al progreso de mi gente. Es excitante; no participé en la lucha armada, porque me convencieron de que era más importante mi ayuda financiera y la continuidad de la empresa azucarera, que da trabajo a bastante gente. Pero me habría gustado haber contribuido a derrocar a Batista.
—Pero si ya lo hizo; aunque no empuñara las armas. Y ahora también contribuirá, a través de Fidel, al gigantesco progreso, social, sanitario y cultural del país.
—¿Cómo hacemos para avisar a Fidel de todos los atentados que va a sufrir sin despertar sospechas?
Le sugerí, que le dijera que, Laura (que ya vivía en su casa y a la que consideraba su propia hija) tenía sueños premonitorios, aunque no muy definidos. Que hiciera eso al principio y que, poco a poco, fuera espaciando los avisos, cuando su equipo de protección funcionara a pleno rendimiento. Ello supondría una posición de prestigio, no solo para él, sino para toda la familia.
También planificamos futuras visitas, lo cual alegró mucho a los padres de Cecilia y a su «hermana». Volveríamos cada año, el mismo día y a la misma hora; don Jaime o Laura, nos esperarían en el poblado de Sevilla para llevarnos en coche a su casa en Santiago, donde pasaríamos un mes aproximadamente. De esta manera podrían conocer y ver crecer a su nieto. Se sorprendieron de nuevo, al saber que en «nuestra» época, pudiera saberse el sexo de los bebés, meses antes de su nacimiento.
Como hicimos en nuestro anterior viaje, hicimos alguna excursión al mar, en las que nos acompañaba siempre doña Teresa, mientras que, don Jaime y Laura se turnaron para no desatender la empresa. Pude demostrar mis habilidades como pescador de langostas, aunque no fue tan fácil como en Maui; supongo que había menos animales y más competencia. Salvo las excursiones, salíamos poco de casa; cuando lo hacíamos, Cecilia se cubría con un pañuelo o sombrero y gafas de sol oscuras para evitar que algún antiguo camarada, pudiera reconocerla.
Una noche, pocos días antes del previsto para nuestra partida, sonó el teléfono de la casa. Don Jaime estuvo hablando unos pocos minutos, y cuando colgó, nos comunicó que Fidel pasaría el día siguiente por la fábrica para visitarlo. Sin pensarlo, le pedí que me permitiera estar presente. Cecilia mostró sus reticencias al recordar que el comandante me conoció el día antes de la batalla de Guisa; el mismo en el que «supuestamente» habíamos muerto. Temía que pudiera reconocerme. Le prometí que no iría, a no ser que encontrara una buena excusa durante la noche.
Por la mañana, antes de ir a la fábrica, con mi suegro y Laura, les expuse mi historia:
Después de cubrir la huida de Raúl en la tanqueta y que estallara la torre de comunicaciones, decidimos separarnos, para intentar dispersar a los soldados de Batista, que nos perseguían; Pedro y Cecilia se fueron juntos hacia el oeste y yo me dirigí al sur. Aunque ya estaban separados de mí, me pareció verlos caer. Esto, no podría asegurarlo porque, cuando intenté acercarme al lugar, donde suponía que estaban, me alcanzó una explosión que me dejó sin conocimiento. Me desperté a la mañana siguiente, sin recordar mi nombre, ni porqué estaba en medio de la selva. Estuve vagando sin rumbo, un par de días, hasta que un viejo agricultor me encontró. Me llevó a su casa, donde estuve viviendo varias semanas, ayudándole en las tareas del campo. Él mismo me notificó el triunfo de la revolución. Poco a poco, fueron surgiendo flashes de imágenes de la lucha. Al principio no quise decir nada porque no sabía en qué bando había luchado. Lentamente, más recuerdos fueron acudiendo a mi mente. Cuando recordé la fábrica de azúcar y a don Jaime, decidí buscarlos, para ver si él, podía ayudarme. Estuve varios días más con el viejo, hasta que emprendí el camino a Santiago. Hace apenas un mes, encontré la fábrica; mi viejo amigo me reconoció y me dijo mi nombre; que era un empresario español, amigo de su hija y su yerno; que se nos suponía muertos a los tres. A partir de entonces, se aceleró la recuperación de la memoria. En unas semanas pienso volver a España, a comprobar con los familiares y amigos, que ya no quedan lagunas en mi cabeza y que me he recuperado totalmente. Don Jaime fue tan amable que me invitó a quedarme en su casa y yo procuro ayudarle en la fábrica.
La explicación les pareció satisfactoria, aunque insistieron en que no merecía la pena correr el riesgo de despertar la curiosidad de Fidel por descubrir los cadáveres de dos de sus héroes, caídos por la revolución. Ardía en deseos de conversar un rato con el comandante; así que hice caso omiso a sus advertencias y acompañé a don Jaime y Laura a la empresa. Durante un par de horas, ella se dedicó a mostrarme las instalaciones y a explicarme el proceso de fabricación del azúcar.
No desaproveché la oportunidad de sacar el tema de nuestra pasada relación. Le dije que lamentaba que, a pesar de haberla amado con toda el alma, no hubiera podido amarla como merecía ser amada; y que mientras yo viviera, ocuparía un cálido rincón en mi corazón. Me contestó, ruborizándose y bajando la mirada al suelo, que ella seguiría amándome siempre; aunque jamás volvería a decírmelo. Se lo debía a su «hermana» y familia, por todo lo que habían hecho por ella.
A las once del mediodía, precedido por un Jeep con cuatro soldados y seguido por un camión, con otros veinte, apareció el comandante en jefe de la revolución, en un imponente Chrysler, supuse que requisado.
Salimos a recibirlo, mientras su guardia se desplegaba alrededor y nos examinaban visualmente a los tres, cuando acudimos a su encuentro. Apenas Fidel bajó del coche y nos saludamos, todo el personal de la empresa, abandonó sus labores y rodeó la comitiva, con efusivas muestras de afecto y vítores incesantes a su comandante. Ante su sorpresa, pasamos al despacho de don Jaime, mientras le explicaba que no había comentado el tema de su visita con nadie, por lo que no había preparado ningún recibimiento, pero al reconocerlo uno de sus empleados, la noticia habría corrido como un reguero de pólvora.
Al despacho solo pasamos nosotros tres, además de Fidel y un capitán. Mientras el oficial preparaba los combinados que don Jaime había ofrecido, este nos ofreció puros a los hombres. Durante este tiempo, Fidel no había dejado de mirarme.
—Discúlpame, compay; tu cara me suena, pero no logro recordar dónde te he visto.
—Tal vez si hablo un poco me recuerde, si quiere adivinar; si no quiere perder tiempo, se lo digo ahora mismo.
—¡Carajo! El español, amigo de Pedro y Cecilia, que nos ayudó en la batalla de Guisa. Os dimos por muertos. ¿Qué pasó?
—Cuando consideramos que Raúl ya se habría alejado con la tanqueta, lo suficiente para que no pudieran perseguirle, decidimos retirarnos por separado; Pedro y Cecilia se fueron por un lado y yo por otro…
Fidel siguió atentamente mi narración. Al terminar, me deseó que la recuperación fuera absoluta y me ofreció su ayuda, por si tenía algún problema para abandonar el país. En seguida pasó a comentar la tensa relación con el presidente Urrutia, porque se mostraba reacio a aplicar medidas de carácter popular y, según defendía Fidel, no habían hecho la revolución para que el pueblo siguiera oprimido. Don Jaime sugirió que, si no podía convencer al presidente, de aplicar las justas medidas sociales que el pueblo necesitaba, presentara la dimisión. Estaba convencido de que el pueblo exigiría su retorno, con lo cual su posición sería más fuerte y la de Urrutia, más débil; quizá incluso, el presidente se viera obligado a dimitir. Después de unos momentos de silencio, Fidel tomó la palabra de nuevo.
—Puedo aceptar que alguien sea reacio a que fusilemos a los esbirros del dictador, porque tenga un corazón sensible (esto va por ti, Jaime); pero lo que no soporto es que la élite económica y empresarial quiera seguir manteniendo sus privilegios sobre nuestro pueblo oprimido. Han de ceder parte de sus beneficios, para que todos los cubanos puedan acceder a la educación y la sanidad; que todos tengan un salario digno y que no haya discriminación racial ni por sexo. ¿Tan difícil es que acepten eso?... Por cierto ¿cómo funcionan en la Madre Patria, la sanidad y la educación pública?
—La sanidad pública funciona bastante bien; podría mejorar en cuanto al trato personal a los pacientes. Tenemos un dicho al respecto; «si tienes un corte en un dedo, vete a la privada; ahora bien, si tienes algo grave, vete a la pública». En los hospitales públicos tienen los mejores medios y no tienen que preocuparse de los gastos. La educación ya es otro tema; hay que reconocer que se han dado grandes pasos en la erradicación del analfabetismo, pero el estado deja que las órdenes religiosas tengan los mejores colegios y no se preocupa mucho de los públicos, con lo cual, la educación de calidad queda reservada a la gente pudiente. La clase trabajadora, que quiere dar a sus hijos una buena educación, solo lo puede hacer a base de un gran sacrificio económico.
—Me gustaría compaginar, también en Cuba, los dos sistemas y tener un sistema de libre mercado, tutelado por el estado. El compay Jaime no cree que sea posible; opina que las élites económicas de este país y los EE.UU. no aceptarán este control y nos veremos obligados a ponernos bajo el paraguas protector de la URSS y los comunistas.
—Soy de su misma opinión; aunque lamento el rumbo que han tomado los soviéticos. Creo que se han desviado del objetivo de lograr el bienestar y progreso del pueblo, para dedicarse al de fortalecer al estado… a costa del pueblo.
—Lucharemos para que esto no pase en Cuba. También intentaremos llevar la revolución a otros países, sobre todo, de América y África.
— Creo que son nobles objetivos, pero no creo que los yanquis, lo vean con buenos ojos. Cuando se den cuenta de que la revolución mejora la situación del pueblo, será un mal ejemplo para el sistema capitalista y se volcarán en atacar y desprestigiar a Cuba. Lamentablemente, su potencial económico y militar es casi ilimitado y no creo que tengan ningún tipo de escrúpulos en utilizarlos.
Fidel escuchaba atentamente y reflexionaba, mientras daba buena cuenta de la bebida y el cigarro.
—Si me permite una sugerencia comandante; usted es la figura clave del proceso revolucionario. Deberá cuidarse mucho de los atentados, que seguramente, los yanquis y disidentes cubanos, van a intentar contra su persona. Le recomiendo que no fije su residencia en ninguna casa y cambie a diario de ubicación. Supongo que es duro no poder tener un lugar al que llamar hogar, pero me temo que tendrá que hacerlo así.
Esta sugerencia pilló un poco por sorpresa al comandante; que la meditó por más tiempo de lo habitual, mientras echaba volutas de humo. El silencio se hizo un poco tenso, hasta que habló de nuevo.
—Gracias, Manuel. El compay Jaime, por su inteligencia, conocimientos, visión y fidelidad a los principios revolucionarios, nos es de gran ayuda y le estaré eternamente agradecido. Me gustaría tenerlo a mi lado en La Habana; pero entiendo que no quiera dejar Santiago. Espero que, desde aquí, siga colaborando en hacer posible el progreso de nuestra gente. Creo que tú posees los mismos atributos y si, una vez resueltos tus asuntos en España, decidieses volver, te recibiríamos con los brazos abiertos. Nos hará falta toda la ayuda posible para alcanzar el éxito.
— Le agradezco sus cumplidos comandante, le prometo pensar en ello. Su país y su gente han conquistado mi corazón; desearía colaborar en el progreso, que sin duda llegará, aún sin mi aportación; pero tengo echadas demasiadas raíces en España y no puedo prometerle que pueda colaborar con su causa.
— ¡Lástima!... pero a partir de ahora, trátame de tú; los amigos no se tratan de usted. Gracias, amigos, por este buen rato de charla, y a ti Laura, por poner la belleza en esta reunión; espero que, en próximas ocasiones, tu voz también se escuche; estoy convencido de que tus opiniones son dignas de tener en cuenta; me gustará escucharlas.
Fidel se puso en pie y se despidió con un afectivo abrazo a cada uno de nosotros. A la salida fue despedido con una algarabía de vítores y consignas revolucionarias, por parte de los obreros de la fábrica, a cada uno de los cuales, saludó con un apretón de manos.
Cuando la comitiva se puso en marcha, don Jaime y Laura respiraron aliviados; por mi parte, me sentía orgulloso de haber influido en el hecho de que Fidel no tuviera, mientras vivió, residencia fija, a causa del riesgo de atentados. Lo primero que hicimos fue llamar a casa para darles la noticia a madre e hija de que todo había salido bien.
EPÍLOGO
Pocos días después, entre besos, abrazos y lágrimas, nos despedimos de la familia. Les prometimos, volver el próximo año (1960); esta vez con nuestro hijo, que tendría unos diez meses. Como la estancia había durado un mes, decidimos volver un mes más tarde de la partida; una fría mañana de mediados de enero de 2011. Vestidos con la ligera ropa habitual en Cuba, el cambio térmico fue tremendo. Por suerte, nos esperaba la vestimenta que habíamos dejado en diciembre y la calefacción del Range Rover. Apenas subimos al coche, llamamos por teléfono a nuestros amigos, para avisarles de nuestra llegada. Nos invitaron a comer a su casa, para degustar una de las exquisiteces de Ninette. Les obsequiamos con una de las botellas de ron y varios de los cigarros que habíamos traído. Durante la comida, nos comunicaron que iban a ser padres de una niña, que debería nacer a finales de abril (entre uno y dos meses después de nuestro hijo). En la sobremesa, pasamos la filmación del viaje; Pedro y yo encendimos sendos cigarros puros y destapamos una botella del excelente brebaje del Caribe. Al terminar el pase de la película, les conté mi encuentro con Fidel Castro.
—Manuel… ¡no te estarás planteando en serio involucrarte en el proceso revolucionario de Cuba!
— ¡Hombre, Pedro!; ¿me lo recriminarías? Te recuerdo que tú te metiste de lleno en su guerra. Pero no os preocupéis; los únicos procesos en los que he decidido involucrarme hasta el fin de mis días son, criar y educar a los hijos que vengan y hacer feliz a Cecilia.
La felicidad y la alegría brotaron a borbotones de los ojos de mi amada. Me sentí enormemente feliz de ser el motivo de su alegría; volví a jurarme que no habría más infidelidades y esta vez, estaba convencido de que iba a cumplir mi promesa. No solamente la amaba con toda el alma; mi amor era correspondido con creces y no estaba dispuesto a poner en peligro aquella maravillosa relación.
Por la noche, ya solos en casa, Cecilia se sentó en mi falda y con gesto solemne, me dijo:
—Manuel, sé lo importante que son para ti los viajes por el tiempo y vivir aventuras en otras épocas. Soy consciente de que los echarías de menos y que, seguramente en el futuro, te reprocharías no haber aprovechado más la oportunidad que el azar puso en tus manos. Por eso no voy a pedirte que los abandones; solamente te pido que estés a mi lado cuando no viajes por el pasado.
—Te amo, Cecilia; y tengo la absoluta certeza de que tú me amas, más de lo que merezco. Soy consciente de ser, casi con total seguridad, el más afortunado de los mortales. Es posible que, dentro de un tiempo, desee viajar a algún remoto lugar de vete a saber qué pasadas épocas. Pero lo dudo; ya he saciado mis ansias ambulantes. Solo quiero aventurarme en la inmensidad de tus maravillosos ojos verdes; lo único que deseo explorar es nuestra felicidad; y mi único objetivo será hacerte feliz el resto de mi vida. Todos mis periplos, a partir de ahora, serán a tu lado.
Un apasionado y dulce beso, selló mi compromiso.