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Manipuladores del tiempo 3

SINAPSIS “MANIPULADORES DEL TIEMPO 1 y 2”

Manuel Soler era un ciudadano corriente, que vivía en una urbanización de un pueblo del Baix Llobregat, a quien el azar puso en sus manos una máquina de viajar en el tiempo en el año 2000. Gracias a ella se visita a él mismo en el futuro y consigue información, que le permite en pocos años acumular una enorme fortuna, amén de disfrutar de una vida de viajes, lujos y placeres. Viaja a Cuba, atraído por la “calidez” de sus mujeres y a EE. UU. para hacer negocios; también invierte en proyectos inmobiliarios en España, antes de la crisis del 2005.

Junto con su socio el capitán James Brown, piloto de la máquina venido del futuro, viajan por el tiempo al pasado; a diferentes épocas de la historia, con escaso riesgo para ellos gracias a la ventaja que les proporciona su conocimiento y los materiales y armas que llevan del futuro. Sus aventuras les llevan a “la noche triste”, el 30 de junio de 1520 en Tenochtitlán, a vivir varios meses como pioneros en el lejano oeste americano, recorriendo las montañas Rocosas y Yellowstone, en 1845.  

Su camaradería es perfecta, todo va bien hasta que, en un viaje a Cuba en 1956, mientras Manuel disfruta del sexo y los placeres de la isla, su socio se enamora de Cecilia, una bellísima cubana hija de un empresario del azúcar, en Santiago. Los dos amigos se separan. Su socio, que ahora se hace llamar Pedro, se queda con Cecilia, partidaria de la revolución y Manuel vuelve a casa en la máquina del tiempo. Un presentimiento le lleva a ir a Cuba después del triunfo de los revolucionarios en 1959 a ver a sus amigos. Los padres de Cecilia le informan que desaparecieron y fueron dados por muertos en los últimos días de la guerra. Decide regresar a rescatarlos y traerlos al presente.

Manuel ayuda a “poner al día” a Cecilia, para adaptarse a los nuevos tiempos. Durante el proceso, su amistad se transforma en amor y viven una tórrida relación sexual, que Pedro descubre. Despechado, el marido se va en la máquina del tiempo. La nueva pareja vive intensamente su romance.

Tres meses después de su partida, Pedro regresa. Para él han pasado tres años y vuelve acompañado de Ninette, una francesa que conoció en París en 1880, enferma de tuberculosis, a la que trae a esta época para curarla.

Las dos parejas disfrutan de su elevado estatus económico y ponen al día a Ninette que se recupera de su dolencia y hace su primer viaje en avión, en unas vacaciones por Italia. La amistad con Pedro se renueva y las dos mujeres se llevan muy bien.

Manuel y Pedro vuelven a sus viajes por el tiempo; ahora a Egipto en 1816, donde acompañan a Giovanni Battista Belzoni en uno de sus viajes de exploración por el Nilo. Además de contemplar los fabulosos monumentos de los faraones, consiguen algunas antigüedades.

Las dos parejas contraen matrimonio. Aparecen en escena la ex mujer de Manuel y su hija Marta.

Manuel y Cecilia vuelven a Cuba, en 1959, para consolar a sus padres y demostrarles que ha sobrevivido a la guerra. Les proporcionan oro, joyas y algunos libros de la historia de Cuba, desde 1959 al 2000, para que puedan saber lo que les espera y llevar una vida cómoda.

Las dos mujeres quedan embarazadas; Pedro desiste de viajar por el tiempo y decide quedarse en la época actual, para ocuparse de su familia y la compraventa de las acciones de los cuatro amigos, que él gestiona y marchan viento en popa, gracias a la información que trajo del futuro.

Manuel sigue con el deseo de viajar; decide pasar varias semanas viviendo como Robinsón Crusoe, en una de las Islas de Hawái en 1800. Aunque antes, sin que lo sepan Cecilia ni sus amigos, pasa dos semanas en Los Ángeles en 1951, donde vive un intenso romance con una semi desconocida actriz, llamada Marilyn Monroe.

Regresa a casa, decidido a serle fiel a Cecilia, quedarse en su época y ocuparse de su hijo.

CAPÍTULO I

VUELTA A LAS ANDADAS

Juro por Dios que lo intenté; lo juro. Intenté con todas mis fuerzas cumplir la promesa hecha a Cecilia de abandonar mis viajes por el tiempo, para dedicarme en cuerpo y alma a ella y a nuestro hijo Jaime, que nació a mediados de marzo de 2011. Pero sobre todo me esforcé por cumplir el juramento que me hice a mí mismo, de no volver a serle infiel. Y lo juro por Dios, a pesar de ser ateo, para dar más solemnidad a las promesas que le hice, a ella y a mí mismo una noche de enero, dos meses antes del nacimiento de nuestro hijo. 

Había cumplido los cuarenta y siete años en febrero, disfrutaba de una buena forma física, gracias al ejercicio que hacía regularmente por las mañanas en el gimnasio de nuestra casa. Era multimillonario y no me preocupaban las futuras fluctuaciones de la bolsa, puesto que las conocía, gracias a la información traída del futuro por mi “socio” y amigo Pedro. Éste por su parte estaba a punto de conseguir el título de patrón de yate y se dedicaba a analizar el mercado en busca de una embarcación, que le permitiera efectuar largos trayectos por el mar; (quería recorrer el Mediterráneo de cabo a rabo, atraído por su historia y belleza) y confiaba que le acompañáramos; por lo que me hacía partícipe de sus conocimientos de náutica y de sus hallazgos de yates, cada vez que encontraba alguno que le seducía.

Desde que le hice la promesa a Cecilia, en vez de planificar viajes por el tiempo decidí dedicar algo más de tiempo al gimnasio y tomé clases de Krav Magá (la técnica de combate cuerpo a cuerpo de las fuerzas especiales y unidades antiterroristas de Israel). A primeros de julio había alcanzado una muy buena forma física y un excelente nivel en la técnica de combate citada. Me había costado algunos moratones en brazos y cuello, y me habría costado mucho más, si los cuchillos empleados en los duros entrenamientos a los que me sometía mi instructor no hubieran sido de goma y sin filo. Pero me sentía tan satisfecho y seguro de mí mismo, que casi deseaba encontrarme con algún navajero que pretendiera robarme.

A primeros de mayo había nacido la hija de Pedro y Ninette, a la que pusieron el nombre de Aurora. Las dos mujeres pese a no ser católicas practicantes, se empeñaron en bautizar a los niños; la ceremonia se celebraría a finales de julio y me vi obligado buscar una sastrería para comprarme un traje (los que tenía de mis tiempos de empresario inmobiliario, se habían quedado anticuados y demasiado ajustados de espaldas y brazos debido a la mejora muscular; además, Cecilia se empeñó en que no me pusiera el de la boda porque, según dijo, el acontecimiento merecía un traje nuevo).

Después de una breve búsqueda por internet, una calurosa mañana de mediados de julio me dirigí a la sastrería elegida. La tienda no era muy grande, pero estaba distribuida con muy buen gusto; exhibía una buena colección de trajes acabados, camisas, corbatas, cinturones y otros complementos, además de un buen surtido de rollos de tela de diferentes colores y texturas; cada sección tenía su mostrador. No tuve tiempo de explayarme en la contemplación, porque apenas hube puesto el pie en el interior, una hermosa y escultural muchacha se levantó de detrás de uno de los mostradores y me obsequió con una atractiva sonrisa y un amable “hola, buenos días”. Le devolví el saludo y le expliqué el motivo que me había llevado hasta su tienda; nos dirigimos al expositor de trajes, mientras la chica explicaba las diferentes alternativas que podía ofrecerme: llevarme alguno de los expuestos, si me gustaba y era mi talla; si no me encajaba como un guante, lo ajustaban sin coste adicional y la última opción era la confección de un traje a medida con alguna de las telas de los rollos de la exposición. Elegí uno de los confeccionados, azul marino, con unas finas rayas verticales azul celeste; la dependienta comprobó que la talla se aproximaba a mis medidas, me acompañó hasta el probador, corrió las cortinas, me pasó el traje y se apartó para que pudiera probármelo. A la americana, que encajaba perfectamente en los hombros y brazos, le sobraba tela en la zona del estómago, y a los pantalones también les sobraba en la cintura y caderas. Descorrí la cortina del probador y apareció una mujer junto a la joven dependienta; tendría unos treinta y tantos o tal vez cuarenta años; era casi tan alta como yo, aunque llevaba zapatos de tacón de aguja. Se presentó como la sastra y propietaria de la tienda; la saludé, manifesté de nuevo el motivo de mi estancia en su tienda y comenté que el traje me gustaba, pero creía que necesitaría algún retoque. Después de comprobar que efectivamente sobraba tela en las dos prendas, se dirigió a uno de los mostradores con un contoneo sexi de caderas; allí se colgó una cinta métrica del cuello, cogió una libreta, un bolígrafo y una tiza de sastre. Mientras volvía hacia mí, se humedeció los labios con la lengua y con un movimiento de cabeza, echó hacia atrás su ondulada melena. En aquel momento entró en la tienda otro cliente y la dependienta joven nos dejó para acudir a atenderle.

Empezó a tomar medidas y a anotarlas en la libreta; a trazar líneas en el traje con la tiza con mano firme y profesional… mientras sus manos palpaban mi cuerpo, en mi opinión, algo más de lo que lo hubiera sido necesario.

-Tiene usted un cuerpo de modelo… y atlético.

-Gracias; le dedico un poco de tiempo cada día en el gimnasio.

En un momento dado se puso de cuclillas y mis ojos quedaron prisioneros del canalillo que formaban sus bien proporcionados senos. Allí los sorprendió al levantar la vista; su mirada no expresó disgusto ni turbación, más bien orgullo y satisfacción.

-El traje estará listo, en un par de días… ¿le va bien?

-Aún faltan doce días para el bautizo.

- ¿Desea algún complemento Sr…? 

-Manuel ¿y usted se llama…? 

-Julia

-Quisiera también, un par de camisas y un par de corbatas, que combinen con el traje.

Se volvió a quitar la cinta métrica del cuello, se acercó y me pidió que inclinara la cabeza. Su proximidad, mientras medía el contorno de mi cuello, hizo que me envolviera su perfume; además, mis ojos volvieron sin disimulo a sus pechos, visibles en una mayor porción que en la anterior mirada, debido a que en su camisa había un botón menos abrochado. No se dio prisa en quitarme la cinta del cuello y empecé a excitarme.

Después de la medición, Julia me ayudó a quitarme la americana, que depositó cuidadosamente en el mostrador de la sección de camisería, de cuyas estanterías eligió cuatro, de otros tantos colores; las fue colocando dentro de la americana, para que pudiera elegir las dos que más me gustaran. Me decidí por una azul celeste y dudaba entre las otras tres (salmón, amarilla y rosa). Con el traje y las tres camisas en sus brazos, me llevó al mostrador de la sección de corbatas, para escoger las que, según mi criterio, combinaran mejor.

Estaba en esta tesitura, cuando el cliente que había atendido la joven dependienta salió de la tienda y la muchacha volvió a nuestro lado.

-Recoge las camisas del otro mostrador y ya puedes irte; yo acabaré de atender al señor y cerraré la tienda. Nos vemos por la tarde. 

La chica cumplió lo ordenado por su jefa y salió de la tienda, yo me había decidido por la camisa rosa y el par de corbatas. 

- ¿Estará listo pasado mañana?

-Probablemente lo acabe entre esta tarde y mañana. Pero prefiero asegurarme por si vinieran más clientes de los habituales.

- ¿Cuánto le debo?

-No corra tanto Manuel; tiene que probarse las camisas. Seguro que le sentarán mejor si se las entallo un poco.

-Me gusta la ropa holgada. Además, ya no se llevan las camisas entalladas… ¿no?

-Tiene razón, pero dada su complexión atlética, las que le vayan bien de hombros le quedarían holgadas en exceso en la cintura; no se preocupe, que irá cómodo con ellas, una vez las haya retocado.

Julia se dirigió a la puerta de la tienda, mientras quitaba las agujas y los plásticos de la camisa; puso el cartel de “cerrado” y corrió las cortinas, con lo cual la tienda quedó a resguardo de las miradas del exterior. Volvió a mi lado desabrochando los botones.

-Si se quita el polo, podremos probar las camisas.

Me quité el polo en medio de la tienda, ante la mirada, que me pareció algo más que aprobadora, de Julia.

Ella tenía razón; quedaba perfecta de cuello, mangas y hombros; y un poco holgada de cintura; le hizo dos pliegues por la espalda y los fijó con agujas.

Se puso delante de mí, me pidió que levantara los brazos, avisándome de que tuviera cuidado por las agujas que había puesto, y después de varias ojeadas, quedó satisfecha con el resultado.

-Ya puede quitársela; ahora sí que hemos acabado… si no desea nada más.

- ¿No he de probarme la otra?

-No hace falta; la retocaré igual que ésta.

Empecé a desabrochar los botones y ella colaboró en la tarea; al terminar me sacó la camisa por los hombros, para lo cual se acercó aún más.

- ¿Está seguro de que no quiere nada más?

La proximidad, el tono de su voz y su mirada, no dejaban lugar a dudas sobre sus intenciones. Mis manos rodearon su cintura, la apreté contra mi pecho y empezamos a besarnos y a acariciarnos. Por un momento recordé la promesa de no volver a ser infiel a Carmen, pero la carne es débil y Julia era una mujer muy atractiva que estaba decidida a tener sexo conmigo… y lo obtuvo.

Me sorprendió que ella tomara la iniciativa desde el primer momento y frustró un par de intentos que hice para tomarla yo; así que la dejé hacer y debo reconocer que la experiencia fue muy gratificante.

Aproximadamente una hora más tarde; después de habernos dado una ducha en el lavabo de la trastienda, la ayudaba a bajar las persianas metálicas de la sastrería.

-Manuel, hacía tiempo que no disfrutaba tanto del sexo; me divorcié hace cinco años y me va muy bien así. Soy lo suficientemente atractiva para seducir a los hombres que me gustan; no lo hago con frecuencia… pero nunca repito. Te lo digo para que lo tengas presente; cuando vuelvas a por la ropa, serás sólo un cliente… encantador y atractivo, pero nada más.

-No sé qué decirte a eso… gracias por la maravillosa sesión de sexo.

-No tienes por qué darme las gracias; yo también lo he disfrutado.

-Entonces permíteme que me felicite, por la suerte que he tenido de encontrarte.

Nos despedimos con un “hasta pasado mañana” y volví a casa con la conciencia remordiéndome… aunque no podía lamentar el hecho de haberme dejado seducir por Julia.

Dos días después fui a recoger el traje. Julia me dispensó un amable trato profesional; no hizo el menor comentario de lo sucedido entre los dos, aunque me pareció apreciar en su mirada la nostalgia de una profunda huella… pero eso podrían ser simplemente imaginaciones mías.

 

CAPÍTULO II

VACACIONES EN FAMILIA

Por su parte, mi amigo Pedro había encontrado y adquirido el yate de sus sueños. No quería que fuese tan grande como para necesitar tripulación, pero si lo suficiente, como para que cupiéramos con holgura las dos familias y pudiéramos hacer largas travesías. El elegido fue un Couach 2600 fly; una preciosidad de 26 metros de eslora y casi 6 de manga, con 4 cabinas, cada una con su correspondiente aseo completo y 2 motores diésel, que le daban una potencia de 1800 CV. Además de una pequeña lancha con su propio motor, disponía de los más avanzados sistemas de comunicaciones y navegación; tenía una autonomía de 700 millas náuticas y le puso de nombre Aurora, como a su hija. También se había comprado un amarre en el puerto de Sitges.

Días más tarde tuvo lugar la ceremonia a la que asistieron, entre otros invitados, mi exmujer Rosa y Marta, mi hija, que ejerció de madrina. Durante el banquete que siguió a la ceremonia, Pedro y Ninette aprovecharon la ocasión para invitarnos a Cecilia y a mí a visitar algunas islas del Mediterráneo durante el mes de Agosto; invitación que hicieron extensiva a mi exmujer y mi hija. Rosa declinó cortésmente la invitación, pero Marta, que había aprobado con muy buena nota la selectividad, se apuntó de inmediato y se ofreció a hacer de canguro de las dos criaturas (Jaime y Aurora).

En los días siguientes de la ceremonia, Pedro y yo empezamos a planificar el viaje y a adquirir los productos necesarios para la larga travesía que nos esperaba. También sacamos el yate del puerto, con el objetivo de que Pedro se familiarizara con los instrumentos y me diera algunas instrucciones para que yo pudiera sustituirle algún rato al timón, aunque el barco navegara con piloto automático; por si a él le ocurría algún percance, me instruyó en el manejo de la radio y el sistema G.P.S. Uno de los días, incluso atraqué el yate sin causarle ningún daño.

Al mediodía de un soleado y caluroso día de principios de agosto, nos hicimos a la mar en el lujoso yate de mi amigo. Apenas había oleaje, el Aurora avanzaba a una velocidad de crucero de 24 nudos, las tres chicas disfrutaron la experiencia de ponerse al timón; tuvimos la fortuna de divisar una manada de seis delfines, que nos acompañaron durante un buen rato. Entre el espectáculo de los mamíferos, la experiencia al timón, preparar la comida y atender a los bebés, casi sin darnos cuenta la isla apareció por delante de la proa. Pedro había decidido ir hasta el puerto de Ibiza, para repostar y pasar la noche, costeando por la parte occidental de la isla; como que aún era media tarde, una vez pasado el faro de punta Grossa, decidimos fondear un rato y darnos un baño en la cala de Sant Vicent. Aún faltaba una hora para la puesta de sol, cuando llegamos sin novedad al puerto de Ibiza. Pedro había contratado un amarre para pasar la noche y repostamos el combustible gastado durante la travesía. Las madres dieron la cena a los bebés y los acostaron. Mi hija nos propuso quedarse a bordo y hacer de canguro, para que las dos parejas pudiéramos ir a cenar a un restaurante. Al pisar tierra firme sentimos el leve mareo y la sensación de desequilibrio, habituales después de algunas horas de navegación; aunque desapareció durante el breve trayecto a pie entre el lugar de amarre y el restaurante. Durante la cena las dos mujeres expresaron su agradecimiento a mi hija que les había liberado, por primera vez desde que nacieran los bebés, del cuidado de los mismos. Tomaron la decisión de, a la vuelta del viaje, contratar una asistenta cada una para que las ayudara en las tareas de casa.

Como que, para llegar al siguiente destino (el puerto de L’Alguer en Cerdeña) íbamos a emplear unas catorce horas, decidimos salir al mediodía, con lo cual experimentaríamos la navegación nocturna y atracaríamos al amanecer. Por la mañana, después de desayunar y antes de la partida de Ibiza, mientras Pedro efectuaba por radio los trámites con las autoridades sardas, yo hacía de canguro de los bebés; mi tarea consistió simplemente en vigilar el sueño de los angelitos, mientras hacía gimnasia para mantenerme en forma. Las tres chicas bajaron al puerto para dar un paseo; volvieron con vestidos hippies y unas camisas del mismo estilo para Pedro y para mí. También habían adquirido un vestido y una camisa para los bebés.

Salimos de Ibiza en dirección este. Al rato de dejar de ver la isla por la popa, apareció por babor, la isla de Cabrera y poco después Mallorca. A partir de allí giramos unos 30 grados a babor. A media tarde, mientras las chicas jugaban con los niños, aproveché para conversar con Pedro. Con un par de mojitos en las manos me senté junto a él, que estaba al timón, aunque el barco navegaba con piloto automático.

- ¿Decías en serio, lo de abandonar los viajes por el tiempo?

-Completamente en serio.

- ¿No te gustaría hacer de pirata en el Caribe?; ¿conocer a algún personaje ilustre, como Leonardo da Vinci o Einstein?; ¿O vivir como un hippie en Ibiza a finales de los sesenta?... ¿Un safari en África?

- No. En esta época se está muy bien. Me quedan muchos países por ver. Nos estamos haciendo asquerosamente ricos, tengo una mujer y una hija maravillosas. Por lo que hemos hablado con Ninette, no creo que tardemos mucho en ampliar la familia, lo cual reducirá mis ratos de ocio porque pienso involucrarme en la educación de nuestros hijos… y cuando empiece a aburrirme ampliaré mi círculo social y dedicaré más tiempo a mis (por ahora) escasas amistades. También me atrae la idea de sacarme el título de piloto de aviación y comprarme un jet… y tú deberías pensar en algo por el estilo.

-Verás; ya sé que le prometí a Cecilia, que dejaría de viajar por el tiempo y me dedicaría en cuerpo y alma a ella y a nuestro hijo; pero la verdad es que no dejo de soñar en un nuevo viaje… ir al Caribe del siglo XVII; aún no tengo claro si a Nassau o a Port Royal. Quiero vivir un tiempo entre piratas… e incluso convertirme en uno de ellos.

- Caramba Manuel, esto es peligroso. Soy consciente de tus avances en el Krav Magá; tanto que, no me gustaría tener una pelea contra ti; y eso que recibí entrenamiento en la lucha cuerpo a cuerpo y mantengo una excelente forma física. Pero no creo que sea un sitio apropiado para ir sólo… aunque lleves el traje antibalas. Si recibes el impacto de una bala de cañón probablemente no te perforaría, pero el impacto te arrastraría unos cuantos metros y te destrozaría internamente. Además, como supongo que irás sin casco, te recuerdo que el cuello puede ser rebanado por un sable de pirata… y tampoco puede salvarte de morir ahogado.

- Yo también estoy convencido que es peligroso; por eso albergaba la esperanza de que me acompañaras.

- Lo siento amigo, pero mi decisión es firme y no voy a volver a viajar por el tiempo ni a correr riesgos, a no ser que tenga que hacerlo para salvar a mi familia o a ti y la tuya… pero tampoco podría salvarte si te llevas la máquina.

- Lo entiendo y no te lo reprocho, pero los riesgos no me harán desistir de mi deseo de hacer este viaje. Lo único que me detiene es el daño que pueda causarle a Cecilia y que aún no sé cómo decírselo.

- No me gustaría estar en tu pellejo y no sé si te hago un favor con lo que voy a decirte; pero ya eres mayorcito, y la decisión es tuya. Si decides correr alguna aventura peligrosa, puedo proporcionarte una ayuda que reducirá notablemente los riesgos.

- ¿Sí? ¿Qué ayuda?

- Ya te lo diré cuando llegue el momento, aunque sería preferible que no llegara. Disfrutemos ahora de este viaje, la familia y estos mojitos. ¡Ah! Tenemos que establecer los turnos para la navegación de esta noche.

La puesta de sol fue maravillosa; se ocultó por detrás de la Mallorca, cuya silueta aún se divisaba por la popa del Aurora, que avanzaba suave y majestuosamente por el extenso y calmado mar, cuna de las más influyentes civilizaciones de la historia. En el cielo, una sinfonía de amarillos, naranjas y rojos de algunas nubes dispersas, contrastaban con el azul celeste, que se oscureció en pocos minutos. La débil luz de la luna, que se hallaba entre cuarto menguante y luna nueva, nos permitió disfrutar de un extraordinario cielo estrellado.

Me acosté temprano después de cenar; Marta haría el primer turno al timón, hasta las dos de la madrugada; la sustituiría yo hasta las cinco; hora en que Pedro me relevaría para entrar en el puerto de Alghero y atracar, aproximadamente a las seis. Lo único que debíamos hacer mi hija y yo, era vigilar que no se nos acercara ningún otro barco; en caso contrario despertar a Pedro para que corrigiera el rumbo. Al ocupar mi lugar al timón, mi hija me comentó que había estado acompañada por todos los demás hasta la doce y media. Dado que el yate navegaba con el piloto automático, se había entretenido escuchando música y sólo habían roto la rutina, los avistamientos de las luces de un barco muy lejos, por babor y las de un par de aviones comerciales, que nos sobrevolaron a gran altura. Durante mi guardia tampoco hubo ningún incidente que rompiera la rutina y a las cinco en punto, Pedro apareció en el puente de mando y yo me volví a acostar.

Me despertó a las nueve la llamada al desayuno. El Aurora estaba atracado y repostados los tanques de combustible y agua. La familia había contratado un mini bus de once plazas con conductor, para que nos llevara a Sassari, hermosa localidad situada a unos 30 Kms. al noreste. En su casco antiguo pudimos admirar la belleza de la catedral de san Nicolás de Bari, en cuyo interior nos deleitamos con sus hermosos frescos del siglo XVII; contemplamos también la fachada del palacio ducal, hoy utilizado como ayuntamiento. No dejamos de visitar la fuente de Rosello y la calle Marmora, donde se concentran hermosos palacios con coloridos jardines.

Volvimos a Alghero, despedimos al conductor junto al puerto y comimos en un restaurante de comida italiana. Al terminar subimos al yate a echar la siesta, porque el calor apretaba de lo lindo aquel día de principios de agosto. Después de la siesta propuse ir todos juntos a darnos una vuelta por Alghero; pero Marta ya había visto suficientes “edificios viejos” y se ofreció a quedarse a bordo, al cuidado de “sus” niños.

Los dos matrimonios nos dimos un extenso paseo por el casco antiguo, que data del siglo XII, admirando sus callejuelas y comprando algunos suvenires. Nos entendimos fácilmente con los naturales de la ciudad, porque la mayoría del personal de las tiendas y bares hablaban en catalán; es verdad que, algo diferente, pero fácilmente entendible. Regresamos al Aurora para recoger a mi hija y los bebés, y salimos a cenar todos juntos en uno de los excelentes restaurantes que están junto al puerto.

A la mañana siguiente después del desayuno, levamos anclas para abandonar el puerto y la bahía en dirección oeste; nuestro destino era la costa Paraíso a unos 150 Kms.; lo que nos llevaría unas tres horas y media. Una vez pasado el cabo de Gaccia giramos hacia el norte para dar la vuelta a la isla en el sentido de las agujas del reloj. Navegamos bordeando la costa hasta llegar al estrecho que separa las islas Plana y Asinara; allí giramos hacia el este hasta llegar a nuestro destino, la cala Sarraina. Nos dimos un largo baño en sus cristalinas aguas y después de una ducha para quitarnos el salitre, estrenamos la lancha auxiliar, con motor fuera borda, para llegar a la playa y comer en el restaurante “Oasis beach”.

A primera hora de la tarde, reemprendimos la marcha en dirección noreste, hasta cruzar el estrecho de Bonifacio, que separa Cerdeña de Córcega. Después de dejar atrás por nuestro estribor, las islas Razzoli y Santa María, pusimos rumbo sur. Llegamos al anochecer al puerto de la cala Gonone; cenamos a bordo y nos acostamos. Al día siguiente reemprendimos la marcha, de nuevo hacia el sur bordeando la costa. Al poco de salir hicimos un alto para visitar la bella gruta Bue Marino. Sesenta Kms. más al sur hicimos un alto para darnos un baño en la hermosa playa Su Sirboni, antes de continuar nuestro periplo hasta Cagliari, capital de la isla, a la que llegamos a primera hora de la tarde. Después de la siesta, aprovechando que el sol ya no apretaba como en las horas anteriores, dejamos a Marta al cuidado de los bebés y las dos parejas tomamos un taxi, que nos llevó al pueblo de Assemini, famoso por su cerámica, situado apenas a doce Kms. de distancia. Además de comprar algunas piezas, visitamos la parroquia de San Pedro.

Ya de vuelta al Aurora, Pedro y Ninette se quedaron a cargo de los pequeños, mientras Cecilia, Marta y yo salimos a cenar al restaurante Sa Domu Sarda, cercano al puerto, donde disfrutamos de una entrañable comida típica. Me sentía sumamente satisfecho de comprobar la excelente relación y complicidad existente entre mi mujer y mi hija.

Al día siguiente después de desayunar, salimos a dar una vuelta por la ciudad; visitamos el castillo de San Michele, el anfiteatro romano y los barrios de Marina e “il Castello”. En el mercado de San Benedetto, compramos lechugas, tomates, pepinos, aceitunas para preparar ensaladas, y vino, pescado y marisco, con los que Cecilia, nos preparó una exquisita comida; al término de la cual me eché una larga siesta para prepararme para la guardia que me esperaba por la noche.

A media tarde, partimos en dirección a Malta. Nos esperaban unas catorce horas de trayecto. Teníamos prevista la llegada al puerto de su capital (La Valletta) a la salida del sol. El Mediterráneo estaba algo más movido que en los anteriores trayectos; Pedro se acostó a las diez de la noche; el resto, entre las once y las doce. A esta misma hora por delante nuestro, empezamos a divisar las luces de Sicilia. Durante toda mi guardia estuve manteniendo la distancia de unas cinco millas con la isla, por el lado de babor. No podía dejar de pensar en cuál sería la sorpresa que Pedro me tenía reservada, para el caso de que decidiera correr una nueva aventura por el tiempo en solitario. Cuando me sustituyó, a las tres en punto de la madrugada, intenté sonsacarle algo, pero se mantuvo hermético y “echó balones fuera”.

- ¿Cómo tienes ganas de correr peligros con lo mucho que tenemos por vivir en esta época… y lo que te arriesgas a perder? Entiendo que vayas a Cuba a ver a los padres de Cecilia; pero mezclarte con piratas en el siglo XVII me parece una temeridad innecesaria.

-Verás compañero; el encuentro casual con la máquina del tiempo hizo que cambiara mi vida; despertó en mí ansias de vivir sensaciones que ni siquiera había soñado… y las hizo posibles. Es como una droga de la que no puedo prescindir, a pesar de que soy consciente de que arriesgo mucho. Pero no puedo evitarlo.

Me desperté mientras Pedro realizaba las maniobras de atraque en el puerto de La Valeta. Ya había rellenado los depósitos de combustible y agua de la lancha. Mientras desayunábamos hicimos planes para las excursiones del día. Un microbús con conductor nos llevó a Medina, la pequeña y antigua ciudad fortificada, sede de las múltiples órdenes de caballeros templarios, que construyeron allí sus palacios merced a su privilegiada situación (está situada en el centro de la isla y en uno de sus puntos más elevados). Quedamos maravillados por la luz de sus edificios y desde su muralla pudimos contemplar una fantástica vista de la isla y de su capital.

Volvimos a La Valeta; antes del almuerzo visitamos los jardines Upper Barrakka, situados en una loma, desde la que se disfruta de una vista privilegiada del hermoso puerto y las tres ciudades situadas al sur de éste (Cospicua, Senglea y Vittoriosa). Comimos en el restaurante Rampila, ubicado en un antiguo palacio en el centro de la ciudad. Durante la comida Marta dijo que ya había visto suficientes piedras y se ofreció a quedarse con “sus” niños en el Aurora para que nosotros pudiéramos visitar algunos de los innumerables edificios del tiempo de las cruzadas.

Quedamos absolutamente asombrados por la cantidad y belleza de las edificaciones, que construyeron los miembros de los distintos países y regiones europeas, que se agruparon bajo el nombre de caballeros de la orden de Malta, también llamados caballeros de la orden de san Juan; aunque lo que nos dejó absolutamente maravillados, fue la catedral de san Juan. El exterior es sobrio y austero, pero su interior está extremadamente ornamentado y decorado estilo barroco. Tiene ocho ricas capillas, dedicadas cada una al santo patrón de cada una de las secciones de la orden. Además de innumerables pinturas y esculturas, son de destacar las lápidas de mármol que cubren todo el suelo de la nave, donde yacen enterrados importantes caballeros de la Orden. Están ricamente decoradas con tallas en el mármol, que representan acontecimientos relevantes y los escudos de armas de los caballeros allí enterrados.

Al día siguiente después de desayunar, abandonamos el puerto y tomamos rumbo sureste, para rodear la isla. Al llegar al punto más meridional de ésta, empezamos a recortar la distancia que nos separaba de casa tomando rumbo oeste.

Enseguida llegamos a la Gruta Azul, un conjunto de cuevas marinas excavadas por la naturaleza, entre unos acantilados de roca. Las luces que el sol proyectaba en la roca eran de tonos azules muy potentes, de ahí que se le llame al lugar “Blue Grotto”. Me quedé en el yate al cuidado de los bebés, mientras Pedro acercaba a las chicas con la lancha auxiliar a contemplar de cerca las cuevas y darse un breve baño en sus transparentes aguas.

Regresaron a bordo y reanudamos el viaje. Nos quedaban mil Kms. y unas veintidós horas de navegación, para llegar a nuestro próximo destino (Mahón, en la isla de Menorca). En teoría deberíamos tener combustible más que suficiente para llegar, pero decidimos controlar el consumo para en caso necesario, repostar en Cagliari (Cerdeña), que se encuentra a mitad de camino.

El mar volvía a estar en calma, la camaradería reinaba en el Aurora; los bebés no daban apenas trabajo, incluso deseábamos que estuvieran más ratos despiertos para jugar con ellos; pero el trayecto se hizo un poco largo y pesado… al menos para mí. Poco antes de las once de la noche avistamos Cerdeña; ya habíamos recorrido la mitad del trayecto y en el depósito había más de la mitad del combustible, por lo que decidimos no detenernos a repostar y continuar viaje hasta Mahón. Las guardias nocturnas nos las repartiríamos Pedro y yo solamente. Él se hizo cargo de la primera, hasta las cuatro de la madrugada y yo tomé el relevo hasta que se despertó, alrededor de las diez. Las chicas y los bebés ya se habían despertado y todos habíamos desayunado, cuando el capitán hizo su aparición en el puesto de mando; Menorca asomaba a proa, sobre el horizonte.

Al mediodía, ya habíamos repostado el combustible y agua en el puerto de Mahón. Bajamos todos del barco e hicimos un paseo a pie por las estrechas calles de la ciudad vieja, antes de pararnos a almorzar a base de tapas en diferentes establecimientos del “mercat des peix”. También nos llevamos un buen número de tapas, pinchitos y quesos para la cena. Después de la siesta, mientras Pedro y yo nos quedamos al cuidado de los bebés, las chicas se fueron de compras. Volvieron al anochecer; mi hija no se olvidó de comprar un obsequio para su madre. Entre las adquisiciones trajeron una botella de la ginebra típica de Mahón, que casi consumimos aquella noche después de la cena.

A la mañana siguiente después de desayunar, levamos anclas para efectuar la última etapa de nuestro viaje, de vuelta a Sitges. Recorrimos la costa norte de la isla; dimos una vuelta por la cala Cabra Salada y nos dimos un baño en las transparentes aguas de la cala Algaiarens, antes de enfilar la proa a la Blanca Subur. Llegamos aún con sol, pero decidimos quedarnos a dormir en el Aurora y volver a casa a la mañana siguiente, en gran parte debido a que nos encontrábamos muy a gusto todos juntos.

Durante la cena hicimos un repaso de los lugares que habíamos visitado y cada uno expuso lo que más le había gustado o impresionado. Después de cenar nos deleitamos con el visionado del sinfín de fotografías y películas que habíamos hecho, por lo que nos acostamos ya de madrugada.

Recogimos nuestras pertenencias y las cargamos en los coches. Pedro dejó instrucciones para el servicio de mantenimiento del yate en el puerto, tanto en la parte mecánica como de limpieza. Cada familia volvió a su casa; mi hija se quedaría con nosotros los pocos días que quedaban de agosto.

Disfrutamos del hogar haciendo barbacoas, bañándonos en la piscina, tanto de día como de noche, escuchando música, sobre todo cubana, con la que Cecilia enseñó a bailar salsa a Marta e incluso lograron que yo me atreviera a hacer unos pinitos; sobre todo cuando llevaba un mojito de más. También le mostramos a mi hija las filmaciones de nuestros viajes por Italia, Grecia… e incluso Cuba, con los padres de Cecilia en 1959. No se extrañó de la antigüedad del yate y los vehículos que aparecieron en ella, porque aún se ven hoy en día, pero Cecilia y yo, mientras hacíamos el visionado, íbamos pensando en qué decir si salía alguna imagen inexplicable.

El problema lo planteó cuando nos pidió venir con nosotros, la próxima vez que fuéramos a Cuba. Le dijimos que lo tendríamos en cuenta, pero que esperaríamos que Jaime fuera algo mayor.

Me sentí feliz aquel mes de agosto, con mis amigos y mi familia; aunque a ratos busqué información sobre la piratería en el Caribe, el Mediterráneo y en el sudeste asiático… y a pesar de los inconvenientes y peligros que preveía, sentía crecer el deseo de vivir una aventura a bordo de algún barco pirata. Cecilia intuyó algo, porque una noche al acostarnos, me soltó sin preámbulos:

-Me gustaría saber qué te ronda por la cabeza.

- ¿A mí? ¿A qué viene esta pregunta?

-Aunque casi todo el tiempo te he visto satisfecho, feliz y alegre, hay momentos en los que tu mente se va no sé dónde y el brillo de tus ojos desaparece. Pareces un majestuoso león enjaulado, que añora sus tiempos de libertad. Yo soy completamente feliz y lo único que quiero hacer es volver a estudiar medicina; cosa que haré tan pronto contratemos una asistente que me ayude con la casa y con Jaime. Pero no sé si tus sueños son tan fáciles de cumplir… ni si nosotros cabemos en ellos.

-Puede que no sea el más expresivo de los hombres, pero no deberías tener ninguna duda respecto a mi amor por ti y por mis hijos. Respecto a mis sueños… no puedo evitar echar de menos viajar por el tiempo. Espero que, con el tiempo, encontraré algo en que ocupar mis energías y se me pase.

-Sé que lo intentas; pero me duele verte así y no me perdonaría si en el futuro, pudieras reprocharme que te hubiera cortado las alas; así que te libero de tu promesa de no hacer más viajes.

-Te lo agradezco; pero puedo esperar algún tiempo más y emplearlo en ver si encuentro una ocupación que me entusiasme y me permita estar a tu lado permanentemente.

-Y yo te agradezco el esfuerzo; pero, de todas maneras, sé cuánto anhelas viajar a otras épocas; así que insisto en liberarte de la promesa. Sólo me has de prometer que no correrás riesgos; menos ahora que Pedro no te acompañará.

-Durante las vacaciones me comentó que, si decidía volver a viajar, me proporcionaría algo que me ayudaría en este sentido.

- ¿Qué es?

-No quiso decírmelo…lo único que soy capaz de imaginarme, aparte del traje y las armas que ya tenemos, es un androide; aunque dudo que adelante tanto la ciencia en los próximos cuarenta años, como para replicar exactamente a un ser humano… o tal vez sí. Si finalmente decido volver a correr alguna aventura ya lo veré.

Agosto acabó, mi hija volvió con su madre, Cecilia contrató una asistenta y se apuntó a un curso a distancia de acceso a la universidad para mayores de veintiséis años. Nuestros amigos también contrataron una asistenta. Yo volví a mis clases de Krav Magá… y a soñar en ser un pirata. El gran dilema que planteaba la aventura era que, si me subía a un barco, ¿cómo podría volver a la máquina del tiempo? Aún en el caso de que pudiera, podrían pasar meses o años. La opción más segura era llevar la máquina a bordo; pero ¿cómo mantener oculta una esfera de cinco metros de diámetro y unos tres mil kilogramos de peso en un barco pirata? La única posibilidad que podía imaginar, era dejarla en cubierta, donde llamaría excesivamente la atención puesto que (por lo que yo sabía) no había ninguna abertura en aquellos barcos, lo suficientemente grande, como para permitir trasladarla al interior.

CAPÍTULO III

EL “SUSTITUTO” DE PEDRO

Uno de los días de finales de otoño, comuniqué a Pedro que Cecilia me había dado permiso para reanudar mis viajes por el tiempo y de paso le pregunté si él se había replanteado su decisión de no viajar.

-Lo siento compañero; pero cada día que pasa tengo más claro que las aventuras se han acabado para mí. El riesgo más grande que voy a correr será hacerme a la mar en el Aurora… siempre y cuando las previsiones del tiempo y el oleaje sean buenas. ¿Dónde planeas ir?

-Ardo en deseos de pasar un par de meses, entre la isla Tortuga y Port Royal, alrededor del 1665. En esa época la piratería en aquella zona estaba en su apogeo y a Port Royal se la denominaba la Sodoma del nuevo mundo… había una taberna por cada diez habitantes. Si fuera en marzo habría pocos mosquitos, por ser el final de la estación seca; tampoco es época de huracanes.

-Veo que tienes claros los aspectos positivos; pero ¿has tenido en cuenta los negativos? Así de repente, se me ocurre que la limpieza y la alimentación en los barcos (piratas o no), dejaba mucho que desear; las enfermedades de todo tipo eran comunes; además, si te embarcas puedes tener graves problemas para volver al lugar donde hayas dejado la máquina, por no hablar de la conciencia; es posible que tengas que matar a alguien. ¿estás preparado?

-Según he leído, los piratas de la isla Tortuga no efectuaban grandes desplazamientos; está muy cerca de La Española (actualmente Haití) y del paso de los vientos (el estrecho que separa Haití de Cuba), por donde navegaban los barcos que salían de Panamá, de vuelta a España. He pensado en pasar un mes o mes y medio allí y luego desplazarme con la máquina del tiempo a Jamaica y pasar en Port Royal un par de semanas. Tengo previsto llevarme una buena provisión de barritas energéticas, fármacos, la zodiac y un dron con cámara. Sí que me preocupa el tema de la seguridad; en caso de resultar herido no creo que tuviera posibilidades de ser atendido por un médico decente. Respecto a si me veo obligado a matar a alguien… no le he dado muchas vueltas. Supongo que en todas las aventuras que hemos tenido, ha existido esta posibilidad y sin embargo las hemos hecho. Mi intención no es hacerlo, pero si mi vida está en juego…

-Con respecto a eso, tengo una sorpresa para ti. Lo fui a buscar cuando tú y Cecilia… antes de irme a las Rocosas sólo. Volví a mi tiempo y me lo llevé, horas antes del gran tumulto que terminó con la destrucción del complejo científico-militar. Me acompañó durante mi estancia en el oeste de los EE. UU. Antes de ir a París lo vine a enterrar a nuestra finca, ya que supuse que, en la capital francesa de 1900 no me iba a hacer falta. Esperaba no tener que volver a usarlo, pero dadas las nuevas circunstancias creo que te vendrá muy bien para ir protegido.

También me llevé veinte cilindros de “combustible” cargados.

- ¿No será un androide de combate?

-En el futuro del que procedo habíamos desarrollado robots de combate, pero estábamos lejos de lograr que pasaran por humanos; en cambio… bueno, no te digo más; quiero ver tu cara de sorpresa cuando lo desenterremos. ¿Cuándo piensas partir?

-Entre un par de semanas y un mes. Mañana me llegará el dron que he comprado y quiero practicar un poco; además he de preparar el equipaje… y me gustaría que me enseñaras a utilizar el sextante.

Al día siguiente, tal y como estaba previsto me llegó el dron, un “DJI inspire”, profesional y carísimo. Pensaba utilizarlo desde el barco pirata para avistar posibles presas, ya que podía subir hasta dos mil metros, y con la antena especial que compré aparte, dirigirlo desde una distancia de diez Kilómetros. Además de las dos baterías que llevaba de serie, compré otras cuatro, porque no tendría oportunidad de recargarlas durante el viaje. No me fue difícil aprender a manejarlo, teniendo en cuenta que no pensaba hacer filmaciones con él; tan solo elevarlo, desplazarlo, mirar alrededor y traerlo de vuelta.

Dos días después el día despertó lluvioso; Pedro me llamó para decirme que el día siguiente sería ideal para desenterrar la sorpresa.

- ¿Desenterrar?

-Sí; la tierra estará blanda y será fácil; además no está enterrado muy hondo.

-De acuerdo; ¿qué vamos a desenterrar y dónde?

-En nuestra finca rústica; el qué… ya lo verás mañana.

No hubo manera de sacarle nada más. A la mañana siguiente después de desayunar y dejar a nuestros bebés al cuidado de sus respectivas asistentas, habiéndolas avisado que no volveríamos hasta media tarde, porque pensábamos quedarnos a comer por el camino, nos fuimos los cuatro, armados con un par de picos y otro de palas, hacia la finca rústica en la que reposaba desde hacía meses la máquina del tiempo. Pedro llevaba consigo y nos mostró por el camino un cilindro metálico, algo más largo que una lata de refrescos de 330 cl. En la parte inferior disponía de varias clavijas de conexión, diferentes a las habituales en los ordenadores actuales y en la parte superior, un matojo de fibras duras de unos veinte milímetros de longitud, que parecían pelo grueso y oscuro. Sólo comentó que era el “cerebro” de la sorpresa.

Disfrutaba como un niño del hecho de mantenernos a todos en vilo y no desvelar su secreto.

Nada más llegar a la finca, Pedro y yo nos pusimos manos a la obra, mientras las chicas inspeccionaban el interior de la casa y el hangar, y comprobaban que todo estaba en orden. Regresaron junto a nosotros que estábamos cavando delante del puesto de tirador, en el campo de tiro, justo en el momento en que mi pala dio con algo duro. Pedro me dijo que parara y a partir de ahí él acabó el trabajo. Lo primero que apareció fue un gran pedazo de lona del tipo que se utiliza para los toldos; una vez retirada, apareció un bulto envuelto en plásticos de algo más de un metro de diámetro y unos dos metros de largo. Los retiró y se desveló el misterio; apareció ante nuestros asombrados ojos, un espléndido gorila que parecía dormido.

-Os presento a Kong; el mejor guardaespaldas posible, para cualquier tipo de riesgos. Aquí tenéis, ciento treinta kilos de puro músculo y avances tecnológicos a vuestro servicio, entre los que se cuentan, una fabulosa visión, tanto diurna como nocturna, un extraordinario oído… e incluso está capacitado para efectuar pequeñas cirugías, como limpiar y suturar heridas, extraer balas o reparar huesos rotos. ¡Ah! También habla; y cuando ruge os aseguro que intimida al más valiente de los guerreros. Pero ya está bien de propaganda; parezco un vendedor anunciando su producto; mejor lo despierto y os lo presento.

Pedro, que estaba satisfecho y sonriendo de oreja a oreja, mientras los demás aún teníamos la boca abierta por la sorpresa, se agachó e introdujo con suavidad el cilindro que nos había mostrado en el coche, en un agujero que no habíamos visto, en la parte superior de la cabeza del “simio”. En un instante el gorila abrió los ojos, se incorporó, plantó sus brazos en el suelo, giró la cabeza a ambos lados, nos echó una rápida ojeada a los cuatro y se dirigió a Pedro, mientras los demás pasábamos de la sorpresa a la inquietud.

-Hola capitán Brown. No percibo ningún peligro. ¿Tiene alguna orden para mí?

La voz había sonado metálica, pero por los movimientos del “robot” y su aspecto, nadie podría decir que lo que teníamos delante, no era un poderoso “espalda plateada”.

-Hola Kong. A partir de ahora, llámame Pedro, que es como me llaman los amigos que me acompañan. Ellos son, Ninette, Cecilia y Manuel. También tendrás que protegerlos a ellos como a mí y podrán darte órdenes. ¿has entendido la orden?

-Órdenes asimiladas, Pedro

- ¿Cómo están tus baterías?

-Al 78 por ciento

-Bien; mientras preparo una demostración a tus nuevos protegidos, aprovecha para recargarlas.

Kong pulsó dos veces cada uno de sus pezones y el poderoso pecho se abrió, mostrando las placas solares del interior; se sentó echando los brazos hacia atrás y encarando los paneles hacia el sol. Pedro se dirigió al edificio a buscar un machete, una pistola y un AK 104. Mientras regresaba los tres nos quedamos observando a Kong; era magnífico.

Lo único que pude apreciar, diferente de un gorila auténtico y después de fijarme detenidamente, fueron los ojos. En realidad eran cámaras.

Pedro colocó un par de latas de refresco a cuatrocientos metros, otro par a unos cincuenta y regresó con nosotros; no habían pasado ni diez minutos.

Ordenó al gorila cerrar los paneles.

-Bien, ya estamos listos para la demostración. ¿nivel de baterías?

-90 por ciento

Pedro dejó las armas en el puesto del tirador y le dijo al gorila, que disparara a las dos latas más alejadas con el AK 104 y a las dos más cercanas con la pistola. Kong cogió el rifle, modificó el alza, quitó el seguro, puso el arma en modo semiautomático, apuntó un segundo y disparó. La primera lata saltó de su emplazamiento; dos segundos después, un nuevo disparo hacía saltar la segunda lata. Kong puso de nuevo el seguro al arma y la dejó en el suelo; a continuación, repitió la maniobra con la pistola y las dos latas más cercanas; corrieron la misma suerte que las anteriores.

Quedamos maravillados porque, mientras apuntaba tanto con la pistola como con el fusil sin utilizar ningún tipo de apoyo, el pulso no temblaba lo más mínimo.

A continuación, le ordenó que fuera a recoger las latas al trote y que las trajera al máximo de velocidad. Mientras marchaba al trote, pensé que me costaría seguirle el ritmo los cuatrocientos metros, pero cuando volvía a toda velocidad sobre sus cuatro patas, pensé en el pánico que infundiría a cualquier persona que viera acercarse a semejante “fiera”. Las dos chicas y yo mismo nos pusimos nerviosos; y eso que era nuestro guardaespaldas el que venía hacia nosotros como una locomotora desbocada.

- ¿Nivel de la batería?

-89 por ciento

-Se lo pregunto para que os hagáis una idea de lo rápido que carga y como se descarga con el esfuerzo. A paso normal podría andar cinco días sin parar, antes de agotar la batería. De todas formas, avisa al llegar al 50 por ciento, al 25 y al 10.

Pedro nos sugirió que nos tapáramos los oídos y acto seguido, ordenó a Kong que emitiera un alarido intimidante. Cecilia y yo aguantamos bien, pero Ninette se trastabilló y estuvo a punto de caer al suelo.

Una vez repuestos del susto, siguiendo a Pedro, todos nos dirigimos a un pino cercano; allí entregó un machete al simio y le pidió que saltara y cortara una rama situada a unos seis metros de altura. Kong se agachó para tomar impulso, saltó y le dio un mandoble a la rama con el machete; la caída de los aproximadamente ciento treinta kilos, desde unos cuatro metros, fue impecable y sobre sus patas, aunque produjo un perceptible temblor en el suelo; momentos después, con su mano libre, cogió al vuelo la rama de pino que caía tras él; había hecho un corte limpio, de un diámetro de unos seis centímetros.

-Hasta aquí la exhibición de sus cualidades físicas; Kong, muéstrales tus herramientas quirúrgicas.

El gorila abrió la “piel” de su abdomen; el espacio que en estos primates ocupa el sistema digestivo, la parte inferior de los pulmones, y otros órganos, en el robot, era un espacio casi vacío, cuya capacidad me pareció suficiente para almacenar ocho botellas de agua de un litro y medio. No estaba vacío porque tenía, sujetas a las paredes, un par de “manos” de recambio, aunque diferentes de las que llevaba puestas y un botiquín con herramientas suficientes para una operación quirúrgica de cierta envergadura.

-Como os he dicho antes, nuestro guardaespaldas está capacitado para reparar huesos rotos y curar heridas, tanto de cuchillo como de bala; incluso reparar alguna vena o arteria… lo que no tiene es sangre para hacer una transfusión. Él mismo se cambia las manos. Éstas que veis en su almacén, son más sensibles y delicadas que las que lleva habitualmente. ¡Ah! Toda su piel es blindada y su boca es como una súper-herramienta para prensar, doblar y cortar metales, etc.

La verdad es que, visto lo visto, casi prefería llevar a Kong a la aventura que pensaba vivir; aunque seguro que echaría de menos la compañía de Pedro. El gorila no dejaba de ser una máquina.

Preparé las dos mochilas que Pedro y yo habíamos utilizado, tanto en las Rocosas como en Egipto, el sextante, los prismáticos, también las armas, los machetes y la munición. Mientras tanto, Pedro dejó a Kong en modo reposo, después de avisarle que la próxima vez sólo me vería a mí; después iniciamos el camino de regreso a casa, aunque antes pararíamos a comer en un restaurante de carretera.

Durante la comida, el tema, como no podía ser de otra manera, fue Kong y mi futura aventura. Todos estábamos maravillados por las virtudes del poderoso gorila; tanto que incluso Cecilia quedó mucho más tranquila al saber que lo llevaría de guardaespaldas.

En los días siguientes me dediqué a preparar el dron, el botiquín con los medicamentos adecuados para las posibles indisposiciones, adquirir mapas de Tortuga, Jamaica y el Caribe, así como una caña de pescar telescópica y sus accesorios; no me olvidé de incluir entre el equipaje, varios encendedores de gas.

También visité a mi joyero, para que me proporcionara unos cuantos lingotes de oro y plata, de diferentes tamaños, no refinados.

Decidí por cuestión de espacio y peso, no llevar la zodiac.

Estábamos a mediados de diciembre y le comuniqué a Cecilia que, aunque pasaría aproximadamente un par de meses en la aventura, volvería a los dos días de la partida, para ayudarla con las compras y los preparativos de la navidad, que pasaría con ella, nuestro hijo, Pedro, Ninette, Aurora, mi hija y mi exmujer, a la que Cecilia había invitado personalmente.

Ninette se había ofrecido a ayudarla en la elaboración de la comida.

CAPÍTULO IV

PIRATA EN EL CARIBE (EL CONTACTO)

El sábado 17 de diciembre de 2011, después de un desayuno abundante, volví a la finca para dar inicio al viaje; me reuní con mi guardaespaldas, que salió del modo reposo con sólo decirle “hola, Kong”. Me respondió con un escueto “hola, Manuel”. Le di la mochila que había preparado para él, en la que iban el dron con sus baterías de repuesto, el AK 104 y la Smith and Wesson 911 con su munición, una bolsa con la mitad de los lingotes de oro y plata, una cantimplora con dos litros de agua y un machete espartano de 62 cm. de longitud, situado de tal forma que podía sacarlo rápidamente sin necesidad de quitarse la mochila. En la mía, en lugar del dron llevaba prismáticos de visión diurna y nocturna, brújula, sextante, la caña de pescar telescópica con sus accesorios y los mapas. También llevaba mi AK 104 con su munición, el cuchillo Aitor Jungle, cantimplora y un puñado de barritas energéticas. La pistola con su munición y la mitad del oro y la plata los llevaba en el chaleco y el machete espartano, colgado del cinturón de los pantalones. En la panza de Kong coloqué otra cantimplora de agua y el botiquín. Yo llevaba puesto mi traje térmico, el chaleco de combate, botas militares y encima, un pantalón de tela basta y un blusón grande de color caqui; completaba la indumentaria con un pañuelo anudado en la cabeza.

Se acercaba el mediodía cuando, con los nervios a flor de piel, subimos a la máquina para iniciar la aventura.

Aparecimos en la parte norte de la isla de Tortuga, unos cinco kilómetros al este del eje vertical, poco después de la salida del sol, a mediados de abril de 1660.

Aún no hacía dos años que, en Inglaterra había fallecido Cromwell; ahora estaba gobernada por el general Monck, contando con el respaldo del ejército. Este mismo mes Carlos II sería restaurado en el trono. Ingleses y franceses mantenían una alianza para combatir a España y todos los países estaban atravesando una grave crisis económica a causa de los costes de las guerras que mantenían desde hacía varios años y las dificultades causadas al comercio. Hacía ya cinco años que Inglaterra había conquistado Jamaica a los españoles; su capital, Port Royal, se estaba convirtiendo en el núcleo de la piratería en el Caribe y la Sodoma del nuevo mundo. En estos momentos aún lo era Tortuga, porque su anterior gobernador había ofrecido su puerto y su isla a los piratas, como base de sus operaciones, a cambio de una parte del botín. Hacía pocos días que acababa de llegar en una goleta, el francés Bertrand D’Ogeron, acompañado de ciento cincuenta hombres armados, contratados por la Compañía de las Indias Occidentales para cofinanciar partidas de piratas, amén de socavar la autoridad del actual gobernador-propietario, el también francés Du Rausset, con la intención de arrebatarle el control de la isla; hecho que se lograría cinco años más tarde, cuando éste último se vio obligado a venderle sus derechos de propiedad a la Compañía.

Kong y yo al salir de la nave, que se había posado entre abundante vegetación, sacamos las mochilas y después de limpiar un poco la zona con los machetes (lo indispensable para poder movernos), la cubrimos con la misma tela de camuflaje que Pedro y yo habíamos utilizado en nuestra expedición a las Rocosas. Dada la orografía del terreno, toda la costa norte de la isla estaba desierta y era de difícil acceso por mar. Cargamos las mochilas en las espaldas y emprendimos camino hacia el sur, donde estaba el puerto y los asentamientos. Como la isla tiene siete kilómetros en su parte más ancha, no tardaríamos mucho en recorrer el trayecto. Hacía poco que había salido el sol y el calor aún no había hecho acto de presencia. Estuvimos andando una hora aproximadamente por un terreno muy llano y con muchos árboles, pero sin llegar a ser una selva, por lo que avanzábamos relativamente rápido. El terreno salvaje dio paso a una plantación de tabaco, que atravesamos sin ver a nadie. Llegamos a lo alto de una loma, desde la que tuvimos una extensa panorámica del sur de la isla. El promontorio se extendía de este a oeste, todo lo que alcanzaba la vista; hacia el sur descendía por espacio de dos kilómetros hasta llegar al mar. Pudimos contemplar el puerto, en el que se notaba bastante actividad y algunos asentamientos; unos cercanos, otros que se perdían en la lejanía, entre plantaciones de cañas de azúcar, cacao y tabaco. Entre la loma en que nos encontrábamos y el puerto, divisamos los restos del fuerte de Rocher, construido por los franceses para protegerlo. Los españoles, después de reconquistar la isla y masacrar a sus habitantes, como no pretendían asentarse en ella, para evitar su defensa lo destruyeron antes de volver a sus bases en Cuba. Los franceses habían vuelto, al igual que los bucaneros y filibusteros, que se unieron a los pocos que habían escapado a la masacre.

La isla era el lugar donde se había formado la hermandad conocida como los “hermanos de la costa”; hasta ella llegaban barcos de contrabandistas, cargados con esclavos de África y partían con las bodegas llenas de azúcar, tabaco, cacao… cuando no, del oro y la plata, que los piratas habían saqueado mediante sus ataques, a los barcos españoles que regresaban a la metrópoli, con los beneficios de la colonización; también en los asaltos a algunas de las ciudades del nuevo mundo. La variopinta población estaba compuesta por franceses, holandeses, ingleses, algunos españoles y un buen número de africanos… en su mayoría esclavos; aunque algunos de éstos habían huido y deambulaban por la pequeña isla y otros, ahora libres, formaban parte de las tripulaciones de los barcos piratas.

Después de comer una barrita energética y echar un buen trago de agua, comenzamos a descender la loma en dirección al puerto.

- ¿Recuerdas cuál es tu misión, Kong?

-Yo no olvido nada. Mis instrucciones son protegerte y obedecerte.

Al llegar al fuerte hicimos un alto. Había leído que lo habían construido alrededor de una fuente, que brotaba continuamente procedente de un manantial subterráneo, que aseguraba el suministro de agua para mil personas. La pequeña isla no tiene ríos; el agua dulce que no procede de la lluvia debe obtenerse de pozos, a no ser que se tenga la suerte de encontrar una fuente como la del fuerte. Allí seguía brotando el agua y yo me alegré de saber dónde podría obtenerla.

-Kong, recuerda este lugar por si algún día te envío a buscar agua.

-Registrado Manuel.

Al poco rato entramos en el poblado que rodeaba el puerto; era media mañana y el calor húmedo ya empezaba a hacerse notar, pese a que yo apenas lo sentía gracias al traje térmico. No vimos a nadie mientras pasábamos entre las primeras chozas del perímetro. A medida que nos adentrábamos en la población, junto a casuchas de madera y palma, aparecieron los primeros lugareños que, sin excepción, se nos quedaron observando… principalmente a Kong, que avanzaba majestuoso a cuatro patas mirando constantemente a derecha e izquierda, atento a cualquier posible peligro para mí. Pasamos por delante de alguna cantina, de las que salieron varios individuos y alguna mujer que nos siguieron sin disimulo, aunque a una distancia prudencial. Kong se dio la vuelta, se puso a dos patas, soltó un rugido mientras enseñaba sus dientes, volvió a ponerse a cuatro patas y siguió caminando a mi lado. La distancia de nuestros seguidores se hizo mayor y algunos incluso volvieron sobre sus pasos.

-Muy bien hecho Kong

Le di una palmadita en el hombro; la aceptó con un suave gruñido.

Llegamos al puerto en el que había amarrados una docena de barcos, de tamaños variados, además de otros cuatro anclados en la pequeña bahía.

Frente al muelle se alineaba una larga fila de edificios; algunos de piedra, de dos o tres plantas; otros de madera, de una sola planta.

Distinguí varias tabernas y alguna tienda del resto de edificaciones; no pude apreciar su utilidad, pero en uno de los edificios de piedra, había dos hombres uniformados y armados que flanqueaban la puerta.

Me dirigí a una de las tabernas. Nada más entrar, la poca actividad se detuvo y todas las miradas se dirigieron al gorila. Antes de entrar me había desabrochado el blusón, dejado suelta la pistola del chaleco y sin sacarla, quitado el seguro; también comprobé que el machete podría salir con suavidad de su funda. Kong, sin que yo le dijera nada, echó una mano a su espalda por encima del hombro para comprobar que tenía el suyo accesible; lo cogió por la empuñadura y verificó que empezaba a salir sin dificultad.

Había una mesa libre en un rincón de la sala y nos sentamos en ella. Al poco, una mujer nerviosa, un poco entrada en carnes, de unos cuarenta y tantos años, que en su día debía haber sido hermosa, se acercó titubeante.

- ¿Es peligroso tu amigo?

- Si no le molestas, no

- ¿Qué os pongo?

- ¿Qué me puedes servir por esto?

Saqué un pequeño lingote de plata del bolsillo de mi chaleco y lo puse sobre la mesa.

-Con eso podéis comer y beber hasta reventar, a no ser que tu “amigo” coma y beba por cinco.

-Mi amigo no tomará nada. Yo quiero beber algo que no sea muy fuerte…  y un buen rato de tu tiempo.

-Eres lo bastante guapo como para que me tiente aceptar el trato, pero no creo que a mi hombre le hiciera gracia. Es muy celoso.

-Lamento que me hayas interpretado mal; sólo quiero hablar un rato; acabo de llegar a la isla y quisiera informarme de la situación aquí.

-Vuelvo enseguida.

Se marchó hasta la pared en la que habían apilados ocho barriles; del pie de los cuales cogió dos jarras de aproximadamente dos litros de capacidad; después de olerlas, primero una y después la otra, llenó cada jarra del líquido de dos barriles diferentes. Mientras se llenaban habló con un tipo enorme, con cara de malas pulgas que, mientras el resto de la cantina miraba a Kong, más o menos disimuladamente, tenía la vista clavada en mí. Cuando la mujer acabó de hablar y llenar las jarras, cogió un par de vasos de una estantería y volvió a mi mesa; depositó las vasijas y se sentó junto a mí, al otro lado de Kong; cogió el lingote y se lo guardó en el escote; a continuación, acomodó sus pechos con el gesto habitual en las mujeres y esbozó una sonrisa y una mirada que pretendía ser provocativa; aunque ya no podía provocarme, porque con la sonrisa, había mostrado una dentadura a la que le hacía falta algún diente y mucha limpieza.

El tipo de las malas pulgas no nos quitaba el ojo de encima.

Kong continuaba impertérrito, paseando la vista permanentemente por el local.

La mujer vertió parte del contenido de una jarra en ambos vasos y echó un trago corto.

-Esta jarra contiene guarapo; es jugo de caña de azúcar fermentado. Esta otra es de ron. Me llamo Michelle… ¿y tú?, y ¿de dónde eres?; hablas español, pero de una manera extraña. ¿No hablas francés?

-Lo siento, apenas entiendo unas pocas palabras en francés. Me llamo Manuel, soy español, pero de Catalunya. No hay muchos en el Caribe.

-Pues si te piensas quedar en Tortuga te conviene aprender francés. ¿Qué quieres saber Manuel?

Bebí la mitad del contenido de mi vaso y le añadí el ron, con lo que mejoró notablemente.

Estuvimos hablando por espacio de una hora aproximadamente. Me ofreció su cantina para comer, me indicó las tiendas donde podría cambiar lingotes por pesos (reales de a ocho), maravedíes, ducados o escudos, que eran las monedas de uso común en la Tortuga; en las mismas podría adquirir productos traídos de Europa. También me dijo dónde comprar una pequeña embarcación y conseguir tripulación, cómo enrolarme en un barco o donde conseguir un esclavo.

Me explicó que, si decidía dedicarme a la piratería debería respetar sus leyes; en cuyo caso podría estar tranquilo con respecto a mis compañeros, pero que, en caso de ser capturado, me esperaba la muerte o ser convertido en esclavo.

Me contó que Bertrand D’Ogeron había llegado días atrás y con el permiso del gobernador, estaba reclutando barcos y tripulaciones, para efectuar partidas de caza de jabalíes, cerdos y toros salvajes en la vecina isla de La Española (hoy Haití), para ahumar su carne y después partir a la captura de algún galeón, nao o carabela, que regresara a España con joyas, plata, oro o productos como tabaco, cacao o incluso maderas finas.

Tampoco se libraban de las citadas razias, barcos ingleses, holandeses e incluso portugueses (estos últimos escasos en el Caribe), que transportaran artículos manufacturados o esclavos africanos, si procedían de Europa o África, o bien el producto de su venta, ya fuera en metales preciosos o en materias primas, si procedían del nuevo continente.

En caso de no conseguir ningún botín en el mar, quedaba el recurso de asaltar y saquear poblaciones costeras en la isla Fernandina (hoy Cuba); aunque el botín de dichos saqueos era menor y estaba compuesto casi en exclusiva, por esclavos o personas libres a las que se esclavizaba.

Una vez consideró que me había contado todo lo que yo necesitaba saber, habiendo respondido a todas las dudas que le había planteado y dado cuenta de un par de vasos de guarapo y uno de ron, Michelle se levantó mientras yo le daba las gracias por la información.

-Me voy a preparar la comida; además de ser bastante vago, hoy mi hombre tiene trabajo gracias a tu amigo. Si esperas un rato te traeré un plato de guiso de bucán… va incluido en el precio que has pagado.

El bucán era originalmente la parrilla en la que los nativos del Caribe ahumaban la carne. Por extensión, se dio el mismo nombre a la carne ahumada y de ahí viene el nombre de bucaneros.

La historia de los bucaneros empezó en 1629, en la isla de San Cristóbal (hoy Saint Kitts) cuando los colonos ingleses y franceses fueron expulsados por una expedición española. Un grupo de franceses, después de pasar por varias islas vecinas, se asentaron en la parte occidental de la Haití, que había sido abandonada por los españoles por haberse agotado allí los filones de oro varias décadas atrás.

Los españoles al marcharse abandonaron reses y cerdos que, al no haber depredadores en la isla, se reprodujeron multitudinariamente.  

Algunos de los nuevos colonos se dedicaron a la agricultura, otros (los bucaneros) a cazar cerdos y reses salvajes, ahumar su carne y curtir sus pieles para venderlas de contrabando a cualquier barco que quisiera adquirirla, antes de atravesar el Atlántico y a un precio mucho más económico, puesto que no pagaban impuestos. Eran muy hábiles como cazadores y reconocida su puntería.

De nuevo, una expedición española masacró a la mayoría de los colonos. Los escasos supervivientes se trasladaron a Tortuga; allí se unieron a los filibusteros, que se dedicaban a saquear sin alejarse de la costa pequeñas poblaciones costeras del Caribe, a bordo de rápidas y pequeñas embarcaciones de cabotaje llamadas “fly boats”.

A partir de su unión se les denominó “piratas”.

Durante el tiempo que habíamos estado conversando con Michelle, por la taberna había habido un intenso tráfico de curiosos para observar, no sin cierta inquietud, a Kong; muchos de ellos habían consumido licor. Los ingresos extras habían hecho cambiar el gesto huraño del cantinero que, en ocasiones incluso esbozaba una sonrisa. Llevaba un rato esperando la comida cuando se acercó el cantinero; traía consigo un cigarro, una pipa y una vela encendida.

- ¿Te apetece fumar?, ¿prefieres cigarro o pipa?; invita la casa.

-Gracias, ahora no, pero después de comer me fumaría gustoso un cigarro.

Me entregó el cigarro nerviosamente sin dejar de observar a Kong.

-Hermoso animal; jamás había visto uno igual. ¿Qué es?; ¿es peligroso?

-Es un gorila, procede de África, tiene la fuerza de diez hombres y más vale no enfadarle.

Kong abrió los labios y mostró su dentadura. Los caninos en especial eran aterradores; el cantinero dio un paso atrás. En aquel momento llegó Michelle con un plato y una cuchara de madera.

-Espero que te guste; ¿traigo algo para tu amigo?

-No, gracias; él no come al mediodía. Huele bien; ¿qué lleva?

-Patatas guisadas con grasa, especias y carne de cerdo.

Al terminar la comida, después de dar buena cuenta de un café, el cigarro y otro vaso de ron se me cerraban los ojos; pregunté al patrón si podría echar una siesta en algún lugar. Me guio servilmente a una habitación contigua sin puerta, en la que había dos camastros y cuatro hamacas. Todas estaban vacías, salvo unas cuantas cucarachas; supuse que pulgas y piojos tampoco debían faltar.

Dejamos las mochilas bajo la hamaca en la que me tumbé y avisé al cantinero que procurara que no entrara ningún cliente más, si no quería tener un serio problema con Kong. Antes de quedarme dormido le di la orden a mi guardaespaldas, que no dejara que nadie entrase en la habitación.

Al término de la reparadora siesta salimos de la cantina.

En la primera tienda que encontré cambié mi mitad de los lingotes por un montón de monedas (muchos escudos, ducados y reales de a ocho y en menor cantidad cuartos de real). Creo que obtuve un buen cambio, merced a regatear con el propietario, que estaba visiblemente cohibido y nervioso a causa de la presencia de Kong.

Al salir de la tienda, con los ojos de los pocos lugareños que había en la calle fijos en nosotros, nos acercamos a la rivera para observar más de cerca los barcos amarrados. Destacaba la esbelta silueta de una fragata (supuse que sería la que había traído a D’Ogeron); calculé que mediría unos veinticinco metros de eslora y ocho de manga; era una nave “moderna” con una única cubierta artillada en la que descansaban quince cañones a cada banda; disponía de tres mástiles; los avances en el diseño de la quilla, velamen y timón, las hacían más maniobrables y rápidas que las “antiguas” y “panzudas” carabelas y naos que, con la misma eslora, tenían una manga dos metros mayor, lo cual las hacía idóneas para transportar más carga. Carabelas eran, la Pinta y la Niña; la Santa María era una nao, aunque este nombre (nave), se emplearía genéricamente para todos los barcos. Descansaban también en el muelle algunos ejemplares de carabelas, todas ellas dotadas de tres mástiles. Como que no quiero aburrir con datos que, probablemente cansarían al lector, no hablaré del tipo ni de la cantidad de velas y otros aparejos de los que iban provistos los navíos mencionados (velas latinas, cuadradas, cangrejas, foques, juanetes, etc.) Sí considero necesario decir que, en las naves de tres mástiles, el más cercano a la proa, es el trinquete, el del centro es el palo mayor, que además es el más alto y que, el más cercano a la popa es el palo de mesana. En los barcos de dos mástiles, reciben el nombre de mayor y mesana. En muchos casos se añadía un mástil horizontal que salía de la proa; recibe el nombre de bauprés. Entre éste y el primer mástil se colocaban velas triangulares o de cuchillo.

“Del bauprés colgaba la cabeza de Barbanegra, cuando el teniente Maynard regresó a Virginia, después de haberle perseguido y dado muerte”.

Al no ser experto en barcos, quizás me equivoque si digo que vi una carraca; era el tipo de navío con el que Magallanes partió a dar la vuelta al mundo; o tal vez era una nao. De lo que sí estoy seguro es de haber visto un bergantín; otro barco de diseño reciente en 1660. Tenía sólo dos mástiles, mediría unos veinte metros de eslora y siete de manga, contaba con dieciséis cañones y pese a ser más pequeño e ir menos armado que las fragatas, estos navíos eran muy apreciados por contrabandistas y piratas, dado que no necesitaban tanta tripulación y eran más rápidos y maniobrables.

La visión de las majestuosas naves me hizo pensar en que, a pesar de su magnificencia, había que ser muy valiente, estar desesperado, o ir forzado, para arriesgarse a atravesar subido en ellas el océano; ni siquiera en los enormes galeones, el más grande de los cuales (el Santísima Trinidad), llegaría a alcanzar una eslora de más de 60 metros y una manga de más de 16, tenía cuatro cubiertas artilladas y pesaba casi dos mil toneladas; sería construido en La Habana en 1769 y después de ser modificado en España dispondría de cuatro puentes.

En estas cavilaciones andaba, cuando apareció ante mí un elegante y estilizado balandro; medía unos dieciséis metros de eslora y no llegaba a seis de manga; estaba armado con cuatro falconetes pedreros (pequeños cañones), un solo mástil, bauprés y timón de codaste. Por la popa sobresalían dos “brazos” que sostenían en alto un pequeño bote a remos, de cuatro metros de largo. Aquél en particular, tenía una característica diferente; un pequeño castillo de popa sobresalía apenas un metro de la cubierta.

CAPÍTULO V 

LA SOCIEDAD

El balandro era un barco extremadamente maniobrable y rápido, incluso con poco viento. Al ser tan liviano y tener poco calado podía navegar a contraviento, a base de remos y moverse sin problemas por los bajíos. También fue muy utilizado por los piratas que, con pocos tripulantes lograron un gran número de capturas gracias a su rapidez y a la poca desconfianza que generaban en los grandes barcos de carga, por su reducido tamaño.

En cubierta descubrí un hombre joven, negro, de veintipocos años, que se aplicaba en darle una capa de barniz.

-Bonsoir Monsieur; ¿que voulez vous?

La voz me sorprendió; procedía de un hombre blanco que no había visto; también estaba en el balandro; parecía algo mayor que el negro.

-Buenas tardes; disculpe, pero no hablo ni entiendo muy bien el francés ¿habla Vd. español?

-Sí; y muy bien, según me han dicho en varias ocasiones.

-Estaba absorto contemplando este hermoso balandro ¿Es suyo?

- ¿Por qué quiere saberlo? ¿quiere comprarlo?

-Podría ser; o tal vez enrolarnos, según los planes que Vd. tenga.

- ¿Su “amigo” viaja con Vd.?

-Sí, desde luego; somos inseparables.

- ¿Pesa mucho?

-Unos ciento treinta Kilógramos… 12 o 13 arrobas.

- ¿Está domesticado o es peligroso?

-No es peligroso mientras no corramos peligro.

Kong se sentó en el suelo mientras el ¿francés? parecía rumiar su siguiente pregunta. No sé si, a consecuencia del gesto del robot, el individuo esbozó una sonrisa y después de darle unas breves órdenes al negro en francés, entre los dos tendieron un par de tablones entre la nave y el muelle y nos invitó a subir. Una vez en cubierta hicimos las presentaciones dándonos la mano los tres; el capitán se llamaba François Cruz y su ayudante Antoine.

Nos invitó a seguirle al camarote para charlar. Era muy pequeño; apenas cabíamos los cuatro alrededor de una pequeña mesa; tuvieron que descolgar las dos hamacas en las que dormían. Kong se sentó en el suelo y Antoine en una silla, dejándome a mí entre los dos.

Una vez tomado asiento, le manifesté mi extrañeza por su apellido. Sacó una botella de ron de un cajón de la mesa y llenó tres vasos. Mientras dábamos cuenta de ellos, explicó que su padre era natural de Sevilla y su madre de Toulouse; se habían conocido en la Española (Haití) y después de muchos años de dedicarse al contrabando (tarea en la que él mismo participó desde que cumplió diez años), habían vuelto a Francia hacía un par de años, en un barco que hacía la ruta del “comercio triangular”. Los barcos salían de Europa con destino a África cargados con productos manufacturados y armas; allí las cambiaban por esclavos negros que llevaban al Caribe, donde cargaban productos como el cacao, azúcar, tabaco y maderas nobles del nuevo mundo, para venderlos a su regreso a Europa. Admitió también haber participado junto a su progenitor (ya con más años), en algún que otro acto de piratería. No quiso especificar cuantos fueron, ni tampoco dar el nombre de ninguno de los navíos ni de las poblaciones asaltadas. Mientras le preguntaba dónde estaba su tripulación, llenó de nuevo los tres vasos.

-Se han ido con una de las partidas que promueve D’Ogeron; en principio a cazar cerdos y vacas para hacer bucán (carne ahumada) y después... No me gusta este tipo. Actúa como el dueño de Tortuga.

-Creo que deberás procurar que te guste, porque estoy convencido que lo logrará más tarde o más temprano. Sé que ha venido contratado por una poderosa compañía de comercio, para arrebatarle el control de la isla a su actual gobernador-propietario, Monsieur Du Rausset.

-Suponía que tramaba algo, aunque no imaginaba que se atrevería a tanto. Mantengo una buena relación con Monsieur Du Rausset; me cae bien porque mantiene el orden en la isla, dejando que cada cual viva como mejor le plazca. Pero me las apañaré; no me asusta navegar con tormentas y me adapto bien a los cambios. ¿Y tú, como lo sabes? ¿Eres uno de los hombres de D’Ogeron?

-No, tranquilo. He oído algunas cosas y he atado algunos cabos. Sólo soy un aventurero con ganas de ver cómo es el mundo más allá de mi tierra. Viajo sólo, con la única compañía de mi amigo Kong.

- ¡Vaya! Un aventurero que sabe utilizar la cabeza; la verdad es que no creía que fueras de su gente, sobre todo, porque ya vinieron a hacerme una oferta para que me uniera a ellos. Mi tripulación la aceptó… todos menos Antoine, que prefirió quedarse conmigo. Bueno, hablemos de lo importante; querías comprar mi balandro o unirte a mi tripulación. ¿Tienes mucho dinero?

-Creo que el suficiente

Al final decidimos asociarnos. Yo compraría las armas y su munición.

Se necesitaban de doce a dieciséis tripulantes. Si no encontrábamos entre ocho y doce candidatos para completar la tripulación, existía la opción de comprar esclavos. A François le repugnaba la esclavitud; Antoine formaba parte de un botín conseguido y en lugar de venderlo, le dio la libertad; éste por su parte, se lo agradecía permaneciendo a su lado a cambio únicamente de la manutención. Aunque era poco hablador, se expresaba muy bien además de, en su idioma natal, en francés y español. Había nacido ya esclavo en Cuba, por lo que creció con la lengua de sus padres y la del país; el francés lo había aprendido a partir de ser capturado en una plantación de caña de azúcar (de ello hacía ya cuatro años), durante una expedición de saqueo que, François y sus compinches habían cometido por el sur de la isla.

Aquella misma tarde, mientras Antoine se quedaba vigilando el barco, nos dimos una vuelta por la mayor parte de las tabernas del puerto. Aparte de media cogorza sólo conseguimos tres candidatos, que confirmaran su presencia para partir hacia la Española al cabo de tres días, a cazar y hacer provisión de carne ahumada, antes de ir a la busca de algún navío. El “respeto” que Kong infundía, no tuvo nada que ver con el escaso éxito de nuestra búsqueda; y eso que constaté que François era un personaje popular en el puerto; simplemente no quedaban marineros disponibles; la mayoría se había enrolado en las tripulaciones de D’Ogeron.

Hacía varias horas que el sol se había puesto, cuando regresamos al balandro. Mis nuevos socios seguirían durmiendo en el camarote del capitán. Yo dormiría en una hamaca de la bodega, que ocupaba todo el casco de la nave, salvo el pequeño camarote del capitán en la popa y un gran armario cerrado en la proa. Había en ella, además del velamen, cabos y remos, unos veinte toneles de unos doscientos cincuenta litros de capacidad.

Al despertar me quité el traje antibalas-térmico y lo guardé en la mochila. Antes de bajar a comprar todo lo que íbamos a necesitar para nuestra singladura, pregunté a François si tenía papel y lápiz para hacer una lista. Le alegró que supiera escribir; él también sabía y además estaba enseñando a su compañero; pero era bastante extraño para la época; al final, como una lección más, acabó confeccionándola Antoine. Al ver que Kong y yo cogíamos las mochilas, comentó que podíamos dejarlas a bordo porque siempre se quedaba alguien (normalmente Antoine). Aproveché la ocasión para advertirles que tocar o tan sólo mirar el contenido de las mochilas, supondría la pérdida de nuestra amistad y la rotura de nuestro pacto. Si se les ocurriera apropiarse de cualquier cosa de nuestras pertenencias, les perseguiríamos hasta darles muerte, si fuera necesario. La severa advertencia no les amilanó, pero su expresión se volvió seria.

-Verás Manuel; no vamos a tener en cuenta tu amenaza porque acabas de conocernos. Si nos conocieras sabrías que, con ponerlo como condición de nuestro pacto, habría bastado para que ninguno de los dos tocara, ni tan siquiera mirara vuestras cosas. Para que te quede claro a ti; si vuelves a amenazarnos tendrás que intentar cumplir tu amenaza.

-Lamento haberme excedido. Sólo quería destacar la importancia de nuestra condición. Es cierto que no os conozco lo suficiente; espero que esto se arregle en las próximas semanas. Os pido disculpas.

Le tendí la mano y François me la estrechó; Antoine puso la suya encima de las dos… e incluso Kong puso la suya encima. Este gesto hizo que se rompiera la solemnidad del momento y todos soltamos una carcajada. A continuación, me entregó una cerradura con llave para que dejara las mochilas en el armario que había en la parte de proa de la bodega; advirtiéndome que él tenía otra llave, pero que pronto tendríamos la compañía del resto de la tripulación. Propuse que Kong se quedara al cuidado del barco, mientras los demás hacíamos las compras; aceptaron con gran alegría por parte de Antoine y nos dirigimos a uno de los edificios de piedra, en cuya pared un cartel anunciaba “artículos de Europa”.

El local era enorme; estaba lleno de muebles, toneles y sacos; multitud de objetos se amontonaban en las estanterías de las paredes. Apenas habíamos traspasado la puerta, cuando de detrás del mostrador salió un individuo bajo y flaco que se abrazó efusivamente a mi socio.

-Hola François, viejo amigo. ¿Qué te trae por mi tienda?

-Vengo a comprar, si esta vez no me robas demasiado, viejo judío.

-Me duele que digas esto. ¿Qué pensarán tus amigos de mí? Siempre te he tratado como a un hijo. Te cobro menos que a nadie cuando compras y te pago mejor que a nadie cuando vendes.

Acto seguido, François me presentó al tendero (se llamaba Claude) y Antoine le leyó la lista de vituallas que habíamos calculado para seis semanas; incluía bananas, yuca, boniato, maíz, habas, arroz, frijoles, café, azúcar, bacalao y ron. No necesitábamos ollas, platos, vasos, ni los utensilios de cocina porque ya había en el barco. Una vez apartadas las vituallas, pidió cuarenta bolas de piedra “blandas” para los falconetes pedreros (al efectuar el disparo, las piedras se fragmentaban y dispersaban, en una lluvia de metralla) y otras tantas de plomo, así como cuatro barriles de pólvora, ochenta tacos de madera para fijar los proyectiles en la recámara, varios trozos de cuero para fijar la cuña al cuerpo del cañón y un buen fajo de cáñamo para mantener seco el fogón del mismo. Un sirviente de Claude preparó un carro y lo fue cargando con el género que íbamos cogiendo. Antoine controlaba que el género estuviera en buenas condiciones y que no se dejara nada. Claude por su parte, una vez seleccionado el género, lo anotaba en una lista con el precio al lado. Descubrí un hermoso catalejo en una de las estanterías y le pregunté a François si tenía uno. Antes de que respondiera, lo hizo el avispado comerciante diciendo que, “no como éste”; acababa de llegar de Europa y estaba equipado con las mejores lentes que se podían fabricar.

-Ya tengo uno y éste debe valer una fortuna.

-Comprueba si es mejor que el tuyo; si te convence no te preocupes por el precio; será mi obsequio para hacerme perdonar lo de esta mañana.

Salió a la puerta y miró con el catalejo los barcos atracados que estaban más alejados. Por la expresión de su rostro supe que, el artilugio había superado sobradamente la prueba. Mientras el Sr. Claude anotaba la venta en su lista, le pregunté a mi socio qué armas tenía. Me contestó que un par de arcabuces y diez espadas.

-Pregúntale a tu amigo si ha recibido de Francia mosquetes de chispa, y cuanto nos cobraría por diez

- ¿Mosquetes de chispa? ¿qué es eso?

Claude, que ya había terminado de anotar y sumar, abrió los ojos como platos y no hizo falta que le hiciera la pregunta.

-Es el arma que hace que cada hombre valga por tres. Un soldado puede efectuar tres disparos cada minuto; es más largo, pero más ligero que el arcabuz; tiene el doble de alcance y mucha más precisión; con el arcabuz el disparo efectivo no va más allá de treinta metros; estos mosquetes son efectivos hasta sesenta metros; en el mecanismo de disparo, en lugar de la mecha encendida, lleva una piedra de pedernal que provoca la chispa al accionar el gatillo; cada bola va con su carga exacta de pólvora en una bolsita de papel. Tengo cartucheras con cuarenta cargas cada una. Acaban de llegar de Francia y no las podrás encontrar iguales en el Caribe. Los vendo por cincuenta ducados, pero a ti te lo venderé por cuarenta y cinco, te regalaré una cartuchera con las cuarenta cargas para cada uno, además de tres piedras de pedernal de recambio.

- ¿Como? ¿cuarenta y cinco ducados? ¡Si un buen esclavo vale cuarenta! ¡Ni que dispararan solos! ¿Y si compramos diez mosquetes?

-No puedo rebajarlos más; en cuanto se corra la voz de que los tengo, me los quitarán de las manos y sabe Dios cuándo volverán a traer.

No hubo manera de que el “judío” los rebajara más; pero sí que lo convencimos para que nos vendiera también, dos pistolas del mismo tipo y los mismos accesorios, por treinta ducados cada una.

Mientras cargaban en el carro la caja con los diez mosquetes y las pistolas, le pregunté a François si para el barco necesitaba algo (cabos, velas, et.). Me contestó que no, que ya habían hecho las reparaciones necesarias y estaba listo para hacerse a la mar. Decidí comprar tres lámparas, tres velas y diez cartucheras más. A la vista del enorme importe de la factura, convencí a Claude para que nos regalara una cartuchera con cuarenta cargas para hacer prácticas, tres pantalones y tres camisas y un hermoso sombrero triesquinado. Lo hizo a regañadientes, pero cuando le pagué casi babeaba de placer.

Al llegar al barco, con la ayuda de Kong colocamos las vituallas y las armas en el pequeño cuarto de proa en el que estaban las mochilas; todas, salvo las dos pistolas y sus respectivas cartucheras, que entregué solemnemente a mis nuevos compañeros, que las aceptaron con gran alegría, en especial de Antoine, que suponía la había adquirido para mí.

Ya era mediodía y aproveché para invitar a mis amigos a comer. Les dije que necesitaba unos minutos para sacar monedas de la mochila y darle instrucciones y comida a Kong. François se llevó a su pupilo a cubierta para mostrarle el maravilloso catalejo, que también debería usar, porque era quien le sustituiría al timón durante sus descansos.

Mientras nos dirigíamos a la taberna que, según ellos era la mejor del puerto, me preguntaron por Kong; sabían que era un gorila porque Antoine lo había visto en algún libro en el que había dibujos; pero no se explicaban como una fiera, “entendía” mis instrucciones y era tan dócil. Les expliqué que lo había criado desde pequeño, pero que no se fiaran de su docilidad, porque cuando hubiera “follón” sacaría toda su fiereza. Mientras comíamos decidimos ir a hacer prácticas de tiro a las ruinas del castillo después de la siesta, cuando el sol ya no apretara tanto. Les avisé que se prepararan para varias sorpresas. François me expresó su preocupación por el gasto realizado; él tenía poco dinero y no sabía si yo disponía de suficiente dinero para la compra de los esclavos necesarios para completar la tripulación (al menos seis).

Él contaba con nosotros tres y los tres reclutados. Aunque para hacer navegar el balandro sólo se necesitaban cuatro, hacían falta entre seis y ocho más, para abordar con éxito naves del tipo carracas, carabelas o galeones.  Les dije que podíamos contar con Kong como uno más para navegar y que valía por dos o tres para los abordajes. Sonrió incrédulo.

-Se me ocurre que, en lugar de ir al castillo a hacer las prácticas de tiro, podríamos salir a navegar y hacer las prácticas cuando estemos algo alejados de los lugares habitados. Así, al no tener que quedarse para vigilar el barco, comprobareis las habilidades de mi compañero y si es capaz o no, de ser un buen marinero. ¡Ah! Y en lo referente al dinero, aún podemos comprar algunos esclavos. 

Volvimos a la nave, ansiosos de realizar las pruebas. Antes de soltar las amarras hablé en un aparte con Kong para darle instrucciones; debía obedecer las órdenes del capitán primero y de Antoine después, y procurar por ellos siempre que mi vida no estuviera en peligro. Protegerme y obedecerme a mí, seguía siendo la primera ley. No les hablaría a ellos y procuraría que no le oyeran hablar conmigo. Le dije que ellos debían seguir pensando que él era un gorila. Al preguntarle si me había entendido, respondió levantando y bajando la cabeza. Le pregunté si tenía alguna dificultad para entender lo que yo esperaba de él; movió la cabeza de lado a lado. Le guiñé un ojo, le di una palmada en la espalda y nos reunimos con los dos socios.

-Kong ya está preparado para atender vuestras órdenes; deben ser claras y concretas; cuando no tenga nada que hacer, mirará como pilotas la nave para aprender.

Los dos se quedaron con la boca abierta; al poco, François reaccionó y nos ordenó a los tres, subir a cubierta la vela cangreja y envergarla (fijarla al mástil); al no tener que ir muy lejos, sólo utilizaríamos ésta. Bajamos a la bodega; Antoine señaló la cangreja, que estaba enrollada y entre los tres la subimos a cubierta. Mientras tanto François había soltado las dos amarras que sujetaban el balandro al puerto. Él y yo separamos el barco del muelle, empujando con dos remos, mientras Antoine y Kong envergaban la cangreja al mástil. François se puso a la caña del timón, el aire infló la vela y el balandro enfiló la bocana del puerto en dirección sur.

Al dejarla atrás, el capitán dio instrucciones para variar la posición de la vela y giró la caña del timón, para tomar dirección este. Kong no perdió detalle de la maniobra. Como el sol aún lucía con fuerza, me coloqué el sombrero de pirata que le había comprado a Claude. Avanzábamos a buena velocidad bordeando la costa, pese a que no llevábamos todo el velamen.

Apenas llevábamos quince minutos navegando cuando enfilamos el balandro hacia la playa. A unos cincuenta metros de ella echamos el ancla, bajamos la barca y cargamos en ella cuatro mosquetes, las dos pistolas, la cartuchera que nos había regalado para practicar, el catalejo de François y nuestras mochilas; a golpe de remo, Kong nos llevó hasta la playa sorprendiendo de nuevo a nuestros amigos.

Bajamos a tierra firme, con cuidado de no mojar las armas recién adquiridas. Con hojas y piedras preparamos varios “blancos” y nos pusimos a cuarenta metros. El capitán hizo el honor de cargar el primer mosquete y hacer el primer disparo bajo la atenta mirada del resto; dijo que apuntaría medio metro más arriba para compensar la distancia. El disparo hizo saltar la arena un palmo a la derecha y medio palmo por arriba del Blanco. El siguiente en cargar y disparar fue Antoine; tampoco hizo blanco, se fue medio palmo a la izquierda, pero su disparo pasó a la altura del blanco. Yo fui el tercero; cargué mi arma, apunté unos treinta y cinco cms por encima y disparé; estaba preparado para un retroceso fuerte pero no tanto; supuse que me saldría un moratón en el hombro. No me dolió más, porque la piedra que hacía de blanco se desplazó de su lugar. Las felicitaciones de los dos nuevos socios pararon en seco al observar la seguridad y rapidez con la que Kong estaba cargando su mosquete; en sus asombrados rostros, los ojos parecieron a punto de salírseles de sus cuencas cuando la piedra que le servía de blanco saltó por los aires. Cuando se repusieron de la sorpresa, continuamos con las prácticas.

Kong y yo disparamos otras tres veces cada uno, con pleno de aciertos; ellos dispararon dieciséis veces cada uno, repartiendo los cuatro mosquetes y sus dos pistolas para que no se calentaran demasiado, con un muy buen porcentaje de aciertos.

-Bueno compañeros, llegó la hora de las sorpresas; ahora entenderéis porqué me puse un poco borde con lo de que no podíais tocar nuestras mochilas. No podemos conseguir más armas como las que vais a ver ahora; alegraos de que estemos en el mismo bando y no en contra; pero no preguntéis nada, pensad lo que queráis.

Capté su atención mientras me desabrochaba levemente la camisa y del chaleco sacaba la Smith & Wesson 1911; Kong por su parte sacó de su mochila la suya. Quité el seguro de la pistola e hice cinco disparos en unos quince segundos, logrando cuatro blancos. Los socios pasaron de sorprendidos a alucinados, cuando Kong hizo los mismos disparos, más rápido y con pleno de aciertos. Guardamos las pistolas y sacamos los AK 104; desplegamos las culatas y quitamos los seguros, ante la asombrada mirada de nuestros amigos.

-Prepara el catalejo capitán; ¿ves el cocotero que está a doscientos metros más o menos? ¿son doscientos metros Kong?

Kong asintió con la cabeza; yo ajusté el alza de la mira a la distancia y le dije a François que mirara el coco de la izquierda. Apunté y disparé; el grupo de cocos se movió.

- ¿Le he dado?

-Lo has agujereado por abajo… el agua está cayendo.

Le pasó el catalejo a Antoine, que echó una ojeada al coco.

Cuando yo observé por el catalejo ya había dejado de caer agua, pero se observaba claramente el agujero de la bala. Le dije a Kong que disparara una pequeña ráfaga de cinco a siete tiros al grupo de cocos. A simple vista pudimos observar el brusco movimiento del grupo, las salpicaduras del agua e incluso la caída de uno de los cocos. Volvimos a guardar los fusiles en la mochila y los cuatro nos dirigimos hacia el cocotero. Mientras caminábamos por la blanca arena, François no pudo contenerse.

- ¿Qué demonios son estas armas? Tan precisas a doscientos metros y sin recargar; ¿de dónde las habéis sacado?

-Armas muy avanzadas, tranquilízate; sólo las tendrás en contra si te peleas con nosotros. No hay más en todo el mundo, ni las volverás a ver cuándo nos vayamos. No puedo decirte más; además es posible que tampoco me creyeras. Siéntete afortunado por haberte asociado con nosotros.

Al llegar al pie del cocotero le pedí a Kong que hiciera caer los cocos; con un salto de unos cinco metros, se enganchó al tronco justo debajo del racimo; sacó el machete de la mochila de su espalda y con tres mandobles hizo caer los cuatro frutos que quedaban en la palmera. Antes de que bajara, le vi fijar la mirada en algún lugar del interior del bosque contiguo a la playa.

Dejamos los cuatro mosquetes apoyados entre sí con las culatas en la arena; con los machetes, los cuatro empezamos a cortar los cocos para extraerles la pulpa; Kong echaba miradas fugaces al bosque. Dejé de cortar, me aparté del grupo y me siguió bajo la extrañada mirada de nuestros socios, que no entendían qué pasaba. Le pregunté qué pasaba y me respondió en voz baja y dando la espalda a nuestros socios, que había un hombre de color observándonos a unos cincuenta metros, en el interior de la maleza. Volvimos junto a ellos y les informé del hecho; les pedí que siguieran con su tarea pero que se mantuvieran alerta, mientras Kong y yo intentábamos atrapar al intruso.

Nos separamos de nuestros socios caminando por la playa, en direcciones opuestas; cuando la distancia entre los dos fue de unos doscientos metros, giramos hacia el bosque y apretamos el paso para intentar coger al espía en una pinza. Con el machete iba abriéndome paso y avanzaba a buena velocidad. Al poco de haber girado hacia donde debía estar nuestro objetivo, oí el bramido de mi compañero y pude observar a unos treinta metros más adelante, movimiento entre la maleza; saqué la pistola y disparé un tiro al aire. Nuestro “objetivo” echó a correr en dirección a la playa perseguido de cerca por Kong y por mí, que no perdíamos su rastro gracias al movimiento que provocaba en la vegetación que se cruzaba en su huida.

Súbitamente, desapareció la maleza y apareció la playa. Los cuatro socios formábamos un cuadrado en cuyo centro estaba jadeando asustado, lo que supuse era un cimarrón (esclavo huido). Lo imaginé al ver los grilletes en sus muñecas y tobillos; el infeliz chico (no le hacía más de veinte años), había logrado romper las cadenas, pero no quitarse los grilletes. Intentamos tranquilizarle guardando los machetes y ofreciéndole comida (pulpa de coco), que devoró con ansia.

Después de quitarles el plástico, le ofrecí un par de mis barritas energéticas, que corrieron la misma suerte que los cocos. Mientras hablábamos entre nosotros para ofrecerle un puesto en la tripulación, nos dimos cuenta de que no nos entendía. Antoine, en su idioma natal, le preguntó si quería unirse a nosotros como hombre libre. Dada la cara de sorpresa del cimarrón, dedujimos que lo había entendido. Aceptó y a partir de ahí la cordialidad reinó en el grupo, a pesar de que el nuevo miembro no dejaba de mirar nerviosamente a Kong.

Volvimos todos al barco. Durante el viaje de vuelta Antoine le quitó los grilletes con las herramientas de la nave; Kong desinfectó y curó las heridas de muñecas y tobillos, así como los arañazos que se había hecho durante la reciente persecución.

Al llegar, aún con sol, propuse que antes de ir a cenar le compráramos un par de camisas y pantalones al “nuevo” en la tienda de Claude y después nos diéramos un necesario baño en la fuente del castillo. Todos aceptaron; salimos del barco dejando a Kong vigilando.

Después del reparador baño y antes de regresar a la nave, entramos a una cantina para cenar. También el nuevo, al que “bautizamos” con el nombre de Luis y enseguida empezó a mostrarse a gusto en su nueva “tribu”; en gran parte gracias a Antoine, que era el único que le entendía y lo había tomado bajo su protección.

Allí nos encontramos con los tres reclutados; los que invité a cenar y nos confirmaron que acudirían al día siguiente al alba para unirse a la expedición. 

La cena fue entretenida y aunque François tuvo que traducirme algunas cosas, en general entendí bastante bien las conversaciones. Me parecieron gente de confianza, con experiencia y bien dispuestos para la misión que nos esperaba.

Al salir, Antoine, que iba primero y mirando hacia atrás mientras hablaba con Luis, chocó con un gigantón que debía pasar de los ciento ochenta centímetros. Se disculpó, pero sus disculpas no fueron aceptadas por el individuo, que lo insultó metiéndose con el color de su piel. Antes de que nadie tuviera tiempo de reaccionar, yo le insulté a él y le reté a que, si tenía lo que teníamos los hombres, saliera fuera y me lo demostrara.

Mientras salíamos, seguidos de todos los de la taberna, que formaron un círculo a nuestro alrededor, recordé que me había quitado el traje antibalas y Kong estaba lejos.

Ahora iba a poder comprobar si había valido la pena, el dinero empleado en las clases de Krav Magá; aunque el precio de la comprobación podía ser mi vida.  

En medio de una gran expectación, a la luz de alguna antorcha y una hermosa luna llena, sacamos nuestros machetes. Después de unos breves momentos de observación, el gigantón se abalanzó sobre mí lanzando un golpe de machete; esquivé el golpe y al mismo tiempo efectué una maniobra que lo derribó. Sin darle tiempo a que se incorporara, me senté sobre su espalda y puse el filo de mi machete en su cuello. Las clases habían valido la pena.

-Si quieres seguir vivo, suelta el cuchillo y discúlpate con mi amigo.

Soltó el machete que cogí del suelo antes de levantarme; se levantó, se dirigió a Antoine y se disculpó. Mis amigos respiraban aliviados por mi rápida victoria y el resto de los que formaban el círculo estaban alucinados, por la breve exhibición de lucha que acababan de contemplar. Invité a los presentes a dar buena cuenta de un barril de ron en la taberna. Mientras empezaban a entrar, le devolví al gigantón el machete y también me disculpé por haber insultado “a un hombre honorable como él”. Me dio las gracias por no haberle degollado, dijo llamarse Marcel y estar en deuda conmigo.

-Mañana al alba, saldremos de expedición en el balandro del capitán François; iremos a Haití, para cazar y ahumar carne; después… ya veremos qué se cruza en nuestra ruta. Nos irían bien tres o cuatro miembros de la “hermandad”; pero no quiero que vengas si es por el compromiso adquirido; piénsalo mientras damos cuenta del ron.

Los siete miembros de la tripulación estábamos en la misma mesa, bebiendo con moderación, por recomendación del capitán, a causa del periplo que nos esperaba en pocas horas. Todos ellos expresaban su admiración por mi exhibición en la brevísima pelea ante un adversario a quién, pocos en la isla se hubieran atrevido a desafiar. François me confesó avergonzado, que estaba convencido de que se iba a quedar sin socio. Al poco se acercó Marcel con otros tres individuos.

-Mis amigos y yo nos uniremos gustosos a vuestra expedición, si nos aceptáis.

-El capitán es François; él es quien debe aceptaros.

-Por mí de acuerdo. Ya está completa la tripulación. Os espero al alba.

Regresamos contentos al balandro ya de noche, los cuatro limpios, con ropa nueva, comidos y algo bebidos.

Me despertaron cuando los primeros rayos de sol teñían de rojo las escasas nubes de un hermoso cielo; colocábamos las pasarelas, entre la cubierta y el muelle cuando vimos acercarse al resto de miembros de la tripulación. Todos subieron a cubierta; quedaron sorprendidos y algo asustados por la presencia de Kong. El capitán, flanqueado por Antoine y Luis por un lado y por mí y Kong por otro, sacó un manuscrito que levantó y mostró a todos, para leerlo a continuación.

-Sed todos bienvenidos. Antes de partir voy a leeros las condiciones y leyes que deberéis aceptar. Si alguno plantea alguna objeción, puede hacerla antes de partir y yo decidiré si se acepta o no; si alguno no está conforme, es muy libre de bajar del barco. Las condiciones son:

Somos doce; el gorila es un miembro más de la tripulación. Se os entregará un mosquete con su munición que, deberéis devolver a la vuelta. A los que no tengáis machete o espada, se os proporcionará una que os podéis quedar. El botín se repartirá en dieciocho partes. Dos partes para el gobernador, tres partes para mí y tres para Manuel, que es mi segundo; el resto una parte para cada uno. Si alguno de vosotros muere, su parte se dará a quien me designe; si no me designa a nadie se repartirá a partes iguales entre el resto. Si alguien pierde su brazo principal, antes de repartir el botín se le entregará el precio de seis esclavos. Si pierde el otro brazo, cualquier mano, pierna u ojo, siempre antes del reparto, se le entregará el precio de tres esclavos, por cada miembro. Si pierde un pie o el pulgar de cualquier mano, el precio de un esclavo. Ahora, las normas que deberéis acatar:

I. Todo hombre tiene derecho a provisiones frescas y tres vasos de ron al día, salvo en periodos de escasez o por el bien de todos.

II. El botín se repartirá uno a uno, por lista y a la vuelta; pero si alguien defrauda o engaña se quedará sin nada.

III. No se puede jugar a las cartas o a los dados por dinero.

IV. Las luces y velas se apagan a las ocho en punto de la noche: si algún miembro de la tripulación quiere seguir bebiendo, lo hará en cubierta.

V. Mantener el mosquete y sable limpios y aptos para el combate.

VI. No se permiten robos, niños ni mujeres en el barco. Si cualquier hombre robara o llevase mujer al barco disfrazada, sufrirá la muerte.

VII. Abandonar el barco o quedarse encerrado durante una batalla se castigará con la muerte o abandono en una isla desierta con una espada.

VIII. No se permiten las peleas a bordo. Se pondrá fin a la disputa en la costa, a espada, siendo declarado vencedor el que consiga la primera sangre del rival.

IX. No se tomarán esclavos; no forman parte del botín. Si alguno viene con nosotros por propia voluntad, formará parte de la tripulación sin derecho a más botín que su libertad.

X. Cualquier otra eventualidad se resolverá entre todos; cada hombre tiene un voto. En caso de empate, el del capitán decide.

Si alguien tiene algo que decir, que lo haga ahora… Los que estén de acuerdo, que vengan aquí a firmar o poner una cruz; los que no, pueden abandonar el barco.

Antoine estuvo traduciéndole a Luis todo cuanto decía el capitán.

Cinco firmamos; los demás pusieron una cruz junto al nombre que François fue anotando, debajo de las normas del documento que había leído, a medida que se lo iban diciendo. Incluido Kong que, (siguiendo mis instrucciones) puso una cruz junto al suyo, ante el asombro y la expectación general.

Después de la firma del documento, el capitán estableció que, él mismo y Antoine se turnarían al timón; Marcel y sus tres amigos se ocuparían de los cuatro falconetes de la proa, antes de los abordajes; Kong y yo nos situaríamos a su lado con nuestros “mosquetes”. El resto estarían atentos a sus instrucciones para modificar la posición del velamen y preparar el abordaje. Para concluir, los nuevos miembros bajaron a la bodega, donde Antoine les asignó la hamaca en la que dormirían y les hizo entrega de los mosquetes y sus cartucheras que, hasta la vuelta, deberían cuidar y mantener en perfecto estado y listo para entrar en combate.

Regresaron a cubierta con todas las velas a cuestas. Siguiendo las instrucciones de Antoine y con la ayuda de Kong, procedieron a envergarlas mientras Marcel y yo retirábamos los dos amarres y con los remos, separábamos el barco del muelle bajo la atenta mirada del capitán que, al timón, observaba satisfecho las maniobras.

CAPÍTULO VI

 BUCANERO EN EL CARIBE 

A media vela nos dirigimos a la bocana del puerto dejando atrás los barcos amarrados al muelle, así como a los que estaban anclados en la pequeña bahía. Al salir de la misma, el capitán dio instrucciones para fijar el velamen y el balandro, con viento favorable, tomó rumbo suroeste a una velocidad de diez nudos (18,52 Kms/hora). Nuestro destino era el rio de los Caimanes, en Haití, al oeste de Port de Paix, a unos diez Kilómetros de la salida.

El rio era navegable para nuestro balandro, lo remontamos un Kilómetro y medio aproximadamente, hasta que encontramos un lugar idóneo para fondear la embarcación y montar el campamento.

Antoine y su inseparable Luis, Marcel y yo salimos de expedición de caza. Además, les enseñaríamos el manejo de los nuevos mosquetes a los dos novatos (al resto ya se les instruiría más adelante).

Kong se quedó con el capitán, montando el campamento en el que pasaríamos al menos un par de noches, si la caza era buena, o más si nos costaba encontrarla.

Nos adentramos en la espesura abriéndonos paso a golpe de machete en dirección al sur. A un kilómetro del rio la espesa vegetación dio paso a un arbolado más “limpio” y pudimos andar más rápido, al no tener que usar los machetes. Habríamos andado unos trescientos metros, cuando descubrimos una piara de cerdos salvajes apenas a cien metros delante nuestro. Antoine cargó su mosquete mientras les explicaba el proceso, dejándolo amartillado y listo para disparar; también le indicó a Luis que, si disparaba hasta treinta metros debía apuntar al objetivo, pero que, entre treinta y sesenta debería apuntar más arriba (con los dedos de la mano, le indicó cuanto más arriba cada diez metros).

A continuación, cargaron sus mosquetes bajo la aprobadora mirada del instructor, mientras yo preparaba mi AK 104.

Decidimos que apuntaríamos a cuatro objetivos; el primero en disparar sería Luis y los demás lo haríamos al oír la detonación.

 Continuamos avanzando semi agazapados, procurando no hacer ruido, hasta situarnos a unos cuarenta metros de los animales. Por señas, Antoine les indicó que apuntaran cuatro dedos por encima del objetivo y todos apuntamos a la vez.

Al oír la primera detonación, los demás disparamos casi al unísono.

Dos hermosos ejemplares se tambalearon brevemente antes de desplomarse en el suelo; el resto emprendieron la huida, aunque uno de ellos cayó a los pocos metros.

Me giré para mirar a mis compañeros y descubrí a Luis sentado, con gesto de sufrimiento, agarrándose el hombro con su mano izquierda. Comprobé que no se había roto la clavícula y acto seguido le ayudamos a levantarse y nos dirigimos a cobrar nuestra caza; durante el trayecto Antoine le explicó cómo evitar las consecuencias del retroceso de la culata.

Corté con el machete tres lianas de grosor algo mayor de un dedo; pedí a mis compañeros que me ayudaran a colgar los tres cerdos por las patas traseras, de una majestuosa ceiba (árbol sagrado para los mayas). Una vez colgados les propiné un golpe de machete en el cuello y la sangre empezó a manar como una fuente; a continuación, dije a mis compañeros que iba a destripar un cerdo y que, si no sabían cómo hacerlo, me imitaran. Antoine y Luis sacaron sus machetes y se pusieron junto a un cerdo cada uno.

Antes de empezar le pedí a Marcel que cortara un par de palos de unos tres metros, lo suficientemente fuertes para transportar los cerdos. A continuación, abrí en canal al animal desde el rabo hasta el pecho, con cuidado de no cortar las tripas para no esparcir el contenido de éstas (Pedro me había enseñado, al destripar un venado en las Rocosas). Lo que me resultaba más repugnante venía a continuación; primero cortar y tirar el aparato reproductor; después seccionar el intestino grueso, junto al ano, manteniéndolo apretado para que no se derramara el contenido; ahora ya se podían sacar estirando, un montón de metros de “tripas” (intestinos grueso, ciego y delgado, páncreas, vesícula, hígado y estómago). Quedaron desparramados por el suelo colgando del esófago; extraje y también dejé colgando los pulmones. Con tres cortes, el animal quedó listo para cargar, llevarlo a ahumar y despiezar. Decirlo es fácil, pero nos llevó casi media hora hacerlo y eso que no los habíamos despellejado.

Marcel regresó con dos palos adecuados; descolgamos los cerdos, casi completamente desangrados; con las mismas lianas colgamos de las patas un cerdo en cada uno; al tercero lo partimos por la mitad y lo repartimos entre los dos palos.  Marcel y yo abrimos la marcha de regreso, cargando al hombro uno de los palos con un cerdo y medio entre los dos, Antoine y Luis nos seguían de cerca con una carga igual.

A nuestra llegada al campamento fuimos recibidos como héroes y con gran algarabía.

Los del campamento tampoco habían estado ociosos; habían estado recogiendo madera seca para cocinar, cortado ramas con hojas para ahumar la carne, recolectado un montón de cocos, batatas (moniatos), bananas y mangos… incluso había un fuego entre tres piedras de buen tamaño, sobre las que, una gran olla estaba siendo manipulada por un tal Pierre, que se había ofrecido como cocinero. Al parecer era experto en las artes culinarias, porque el guiso desprendía un aroma exquisito.

Según me dijo François, Kong se había ganado la confianza del resto de la tripulación, al haber atendido sus indicaciones, e incluso se había ganado su admiración al subir a varias palmeras y hacer caer los cocos.

Sin dejar de atender la olla, Pierre dio instrucciones a tres voluntarios que dijeron tener experiencia, para que trocearan los cerdos antes de ponerlos en el bucán para ahumarlos. A Kong y a otros dos los envió a por hojas de palmera para cubrir el “ahumadero”; a Marcel y otro, los envió a cortar estacas para hacer la estructura en la que se apoyarían las hojas de palmera.

Antes de comer, François propuso a Pierre como capitán de intendencia (cargo muy importante en un barco pirata, porque además de la comida, era el responsable del reparto del botín). Además, era de los pocos que sabía escribir. Todos sin excepción le votamos.

 La comida transcurrió en un ambiente alegre y de gran camaradería; el capitán permitió un vaso extra de ron. Entre el estómago lleno, el calor y el ron, pese a que algunos miembros de la tripulación se pusieron a entonar canciones que no sonaban del todo mal, me quedé dormido, al igual que algunos más.

Al despertar de la siesta, el capitán, Kong y dos más partieron de expedición a por más carne. Pierre pidió que, a ser posible, le trajeran una vaca.

A los que nos quedamos nos ordenó preparar otro ahumadero y recoger más madera y fruta; aunque no se dirigió a mí por respeto a mi grado (al ser el segundo de a bordo, en ausencia del capitán yo asumía sus funciones), me puse a la tarea como uno más, sobre todo para dar ejemplo. No muy lejos del campamento descubrí un par de mameyes de más de veinte metros de altura cargados de frutas; abrí y probé un mamey; estaba en su punto de madurez, por lo que, cargué tantos como pude y volví al campamento a pedir ayuda, para poder hacer una gran provisión de aquellos maravillosos frutos.

Cuando Pierre se dio por satisfecho con el material recogido, decidí darme un refrescante baño en las limpias y tranquilas aguas del rio en el que, majestuoso, estaba fondeado nuestro balandro. Salvo Pierre, que seguía atendiendo el ahumadero y obviamente la partida de caza, que aún no había regresado, el resto (completamente desnudos), nos metimos en el agua.  Mientras gozaba del baño caí en la cuenta de que no sabía el nombre del balandro (era seguro que debía tener).

Unos gritos de alegría advirtieron de la llegada de la expedición. Todos salimos del agua, nos pusimos los pantalones y vitoreamos a los cazadores, mientras les liberábamos de su pesada carga; un hermoso buey, destripado y descabezado. Kong venía al frente, llevando sobre sus hombros las puntas de las dos estacas, de las que colgaba, además, la cabeza del animal; los otros tres iban detrás soportando a duras penas el peso.

Mientras Pierre y sus tres ayudantes se dedicaban a despellejar y trocear el buey, François explicó a todos que, además de una puntería excelente, el gorila tenía una visión extraordinaria, que había visto la presa mucho antes que el resto y los había guiado hasta ella; además poseía una fuerza descomunal y buena prueba de ello era el sudor que los empapaba por el esfuerzo realizado entre los tres para seguir su ritmo; también aseguró que, aunque no hablara, demostraba tener más inteligencia que la mayoría de la gente que él conocía.

Kong escuchaba silencioso, pero sin perder detalle del trabajo de Pierre y sus ayudantes. Los vítores que siguieron al discurso del capitán fueron recibidos por Kong con la mueca de abrir la boca y retraer los labios. Los más cercanos dejaron de vitorearle, asustados por la visión de sus caninos.

El grupo se dispersó; François y los otros dos dejaron las armas en el pabellón (conjunto de fusiles colocados con las culatas apoyadas en tierra, enganchados por su parte superior), formado por los tres mosquetes de la expedición de la mañana; a continuación, el capitán y los otros dos se desnudaron y se metieron en el agua.

En un aparte le pregunté a Kong como andaba de batería; me respondió que al setenta por ciento; pero que subiría al barco ahora que todos estaban en tierra para recargar. Al nombrar el barco recordé que le quería preguntar el nombre a François; volví a quitarme los pantalones y me uní a los bañistas; entre ellos aún hablaban maravillas del comportamiento del gorila. Le pregunté directamente al capitán por el nombre del barco y por qué no lo llevaba pintado. 

-Con el tiempo se borró y debido a las actividades a las que me dedico, prefiero no dejar ese rastro. Mi padre le puso “Etoile de Toulouse”, por mi madre (Estrella de Toulouse). 

Cuando salimos del agua, los ayudantes de Pierre estaban colocando grandes trozos de buey en el bucán que habíamos construido por la tarde y ya empezaba a sacar humo; un gran pedazo de costillar se empezaba a asar junto a una hoguera de leña seca; Pierre informó al capitán que aquella sería nuestra cena; estaría lista a la puesta de sol.

Faltaba más de una hora; François me pidió que lo acompañara a su cabina y así lo hice. Antes de subir al barco descubrió el montón de mameyes y cogió dos. Al llegar a la cubierta descubrimos a Kong, que ya había plegado sus paneles solares y nos saludó con su mueca habitual. Ya en su cabina cortó los frutos por la mitad y me ofreció uno; también sacó un par de cigarros, una botella de ron y dos vasos. Mientras llenaba los vasos yo saqué un encendedor de gas y le ofrecí fuego. Se lo regalé advirtiéndole que lo manejara con delicadeza y que dejaría de funcionar cuando se le acabara el líquido del depósito. 

-No dejas de sorprenderme amigo mío. ¿Guardas muchos más ases bajo la manga? 

-Ya me quedan pocos capitán; pero alguna sorpresa más sí tendrá. 

-Está bien; esperaré impaciente a que me sorprendas de nuevo. He querido hablar contigo antes de hacernos a la mar para explicarte mis planes… y conocernos mejor. Lo primero que necesito saber es ¿Piensas quedarte mucho tiempo por la zona?  

-No. Sólo voy a acompañarte en esta expedición. Cuando volvamos a Tortuga me iré… Kong y yo nos iremos. 

-Si vuestro destino es algún lugar del Caribe, podemos pasar por allí. 

-Te lo agradezco François; pero antes de partir hemos de volver a Tortuga forzosamente; a ser posible dentro de seis o diez semanas. 

-Lamento sinceramente que no podáis quedaros con nosotros. Espero que las circunstancias nos permitan cumplir tus deseos. Confío en que las cosas saldrán bien; la tripulación muestra buenas habilidades y excelente predisposición. Si no se arredran cuando llegue la acción nos lo vamos a pasar bien y si tenemos suerte, puede que consigamos un buen botín. ¿Te espera alguna mujer en algún sitio? 

-Sí; y un hijo que aún no ha cumplido su primer año. 

-Me alegro por ti y lo lamento por mí y por Antoine; esperaba que esta sociedad durara muchos años. Juntos podríamos superar la fama y fortuna de Francis Drake; es posible que el rey Luis XIV nos llenara de honores en París. 

-Lamento defraudarte compañero, pero yo prefiero no esperar mucho del futuro… Carpe diem; memento mori. 

-Mi educación no incluyó el latín; porque eso es latín ¿no? 

-Sí. Yo tampoco sé latín; pero eso significa algo así como “vive y disfruta cada momento de cada día, recuerda que morirás”; y cuando llegue ese momento… se acabó. 

- ¿No crees en Dios, Manuel? 

-No compañero; creo en el honor, la amistad, la palabra dada y el amor. Que todos los hombres y mujeres tienen derecho a vivir su vida como les plazca, si no perjudican a los demás. También creo que hay mal nacidos, sin los cuales el mundo sería un lugar mejor. 

-Comparto estas ideas; ¿qué me dices de la esclavitud?, los indios y negros. 

-Hay pájaros blancos, hay pájaros negros y los hay de todos los colores del arco iris; les damos diferentes nombres, pero si vuelan son pájaros. Los que andan a dos piernas y son capaces de razonar y hablar son hombres. He visto rubios y pálidos del norte de Europa, morenos como tú o como yo, más morenos como los musulmanes, negros, amarillos y de color cobrizo. El color de la piel no le quita a nadie su humanidad, ni concede a nadie superioridad o privilegios respecto a los demás. 

-Me alegra que también coincidamos en esto. ¡Te echaré de menos, cuando te hayas ido! 

-Yo también a ti; pero “carpe diem” 

Alcé mi vaso; François hizo lo propio y brindamos por el honor, la amistad, las mujeres y una buena singladura. Consumimos los cigarros vaciamos los vasos y bajamos a compartir la cena con los “camaradas”.

El capitán anunció que aún pasaríamos otra noche en aquel lugar.

A la mañana siguiente Marcel, yo y dos de los que habían participado en las cacerías del día anterior nos quedamos vigilando la nave, preparando ramas y madera seca para ahumar la carne que cazaran los dos grupos que salieron de safari y a familiarizarse con los nuevos mosquetes. Uno iba encabezado por Antoine; le acompañaban su inseparable Luis, Pierre y otro expedicionario. En el grupo del capitán, iba Kong y otros dos.

Los dos grupos tuvieron éxito; el grupo de Luis consiguió un par de cerdos y el del capitán un buey, algo más pequeño que el del día anterior.

Mientras preparaban el bucán y la comida, recomendé a Pierre, en presencia del capitán, que siempre que pudiera diera verduras y frutas frescas a la marinería para evitar el escorbuto. Los dos prometieron que así lo harían. La comida consistiría en tiras de beicon de uno de los cerdos cazados el día anterior y ya ahumados, con batatas, cocinados a la brasa. Antes de la comida me comí un mango (tengo entendido que la fruta es más saludable antes de la comida que como postre). Ante la extrañeza que mostraron al verme comer el mango, se lo hice saber a todos y me fui a dar un baño antes de comer, para refrescarme. Todos me imitaron; incluido Pierre, aunque antes indicó a Kong cuando debería retirar las batatas y la carne del fuego.

Al llegar junto a mí me preguntó en voz baja si podía confiar en que el gorila lo haría bien. Le dije que podía estar tranquilo.

Apenas pasados diez minutos, un poderoso gruñido de Kong cortó de raíz las animadas conversaciones de los bañistas; a continuación, con el habitual gesto del brazo, nos llamó a la mesa. Obedecimos y nos pusimos en fila para recibir nuestra ración… que estaba en su punto.

La tarde transcurrió ociosamente en medio de tragos de ron, cigarros y canciones. Antes de que el ron hiciera demasiado efecto, aún hicimos una pequeña pero provechosa batida por los alrededores, para recoger más mangos, bananas y mameyes. Al regresar volví a darme un refrescante baño; partiríamos al alba del día siguiente y no sabía cuánto tiempo pasaría antes de poder darme otro. Mientras lo hacía, varios miembros de la tripulación subían con una cuerda cubos de agua del rio, para llenar los bidones del barco. Después del baño, antes y después de la cena, volvieron el ron, el tabaco y las canciones.

Con los primeros rayos de sol subimos al barco cuatro grandes barriles de carne ahumada, varios sacos con la fruta recolectada, unas cuantas pilas de madera seca y el menaje de cocina. La bodega estaba llena y los hombres deseosos de entrar en acción.

Soltamos las amarras, levamos el ancla y L’Etoile de Toulouse empezó a deslizarse río abajo con suavidad y gracias al impulso de la corriente. François al timón, situó el barco en el centro de la corriente y ordenó a los hombres envergar las velas; Kong ayudaba con el velamen, yo estaba a su lado en la popa, Antoine en la proa vigilaba la profundidad del agua y que no hubiera obstáculos que pudieran dañar el casco.

Al llegar a la desembocadura, después de perder el impulso del rio y teniendo en cuenta la dirección del viento, ordenó fijar las velas. El barco, después de algunos quejidos de la madera, tomó rumbo oeste en dirección al paso de los Vientos (la franja de mar de poco más de cien kilómetros, que separa Cuba de Haití).

Por este paso navegaban los barcos que iban de España a Colombia, Panamá, Centroamérica y el sur de México.

Navegábamos sin perder de vista la costa por babor (izquierda); cuando desapareciera al cabo de unos ochenta kilómetros (unas cinco horas), habríamos llegado al paso. A partir de allí dejaríamos atrás Haití, para dirigirnos a Cuba… mi añorada Cuba.

Antoine se puso al timón; François a su lado, oteaba de vez en cuando el horizonte con su nuevo catalejo, intentando descubrir alguna presa. El resto holgazaneábamos por cubierta, pendientes de sus órdenes.

Llevábamos tres horas de navegación, cuando el capitán ordenó desventar las velas; había descubierto una enorme tortuga laúd navegando tranquilamente a unos cincuenta metros de la proa. En pocos segundos la velocidad del barco disminuyó, Antoine le dejó el timón y corrió desde el castillo de popa hasta la proa, donde cogió y extendió una tupida red de unos seis metros de diámetro, de la que salía un largo cabo. Maniobrando hábilmente el timón y dando órdenes para que se tensionara o destensionara el velamen, situó el balandro por la amura de proa, justo detrás de la tortuga. Kong no había perdido detalle de la maniobra. Antoine lanzó con habilidad la red que cayó sobre el animal; a continuación, cuatro hombres se pusieron a jalar el cabo. Con gran esfuerzo entre los cuatro lograron subirla a bordo; medía más de un metro y medio de largo. Pierre decidió dejarla viva… de momento; sería carne fresca y confeccionaría una buena sopa más adelante.

François dio la orden de volver a fijar las velas. Antes de que los marineros se pusieran a ello les grité que no lo hicieran. El capitán sorprendido, me lanzó una mirada inquisitiva; con el brazo le señalé a estribor; una gran aleta sobresalía del agua a unos cuarenta metros y se acercaba lentamente. Ordené que prepararan un par de garfios de abordaje y bajé a la bodega a por el AK 104. Cuando volví, ya estaban preparados y la aleta seguía acercándose; estaba a quince metros y el gran tiburón blanco de cinco o seis metros, empezó a girar hacia la proa. Quité el seguro y puse el arma en automático. A unos diez metros del animal, disparé dos ráfagas de unas ocho balas, apuntando a la cabeza. Las salpicaduras de las balas en el agua fueron seguidas por una erupción, provocada por las tremendas sacudidas del tiburón. De haber sido lava, todos los del barco habríamos sufrido tremendas quemaduras, sino muerto. Por suerte sólo era agua y quedamos más o menos empapados y el balandro balanceándose a causa del breve maremoto que nos sacudió durante unos segundos. Con el cese de los estertores del escualo, se produjo un incómodo silencio y toda la tripulación se quedó con la boca abierta, mirándome; bueno, en realidad miraban mi “mosquete”. 

-El pez ya está pescado. Hay que subirlo a bordo. 

Los marineros de los garfios se los lanzaron al tiburón y tirando de las cuerdas lo acercaron al casco. Cinco hombres y Kong fueron necesarios para, después de enormes esfuerzos, subirlo a bordo. Una vez izado, el capitán repitió la orden de fijar las velas y varios marineros se pusieron a la tarea; mientras Pierre y dos hombres más se dispusieron a cortar en pedazos el tiburón. Antes de empezar, Pierre exigió en voz alta que finalizara la pesca y amenazó con que, si a alguien se le ocurría pescar una sardina, ocuparía su lugar en el mar. Todo el mundo se rio de la amenaza, pero al pasar cerca de François para ir a guardar el arma, me dijo en voz baja que quería hablar conmigo. Subí con la mochila los cuatro escalones que daban acceso al castillo de popa, donde el capitán aguantaba el timón y me puse a su lado. No se anduvo por las ramas y me preguntó directamente. 

-Manuel, ¿Qué tipo de mosquete es éste? ¿de dónde ha salido? Ya sé que me dijiste que habría más sorpresas; me gustaría ser discreto y no hacer preguntas, pero esto es inexplicable y no me entra en la cabeza. ¿Cuántas balas has disparado sin recargar? ¿Cómo puede ser? ¿Qué eran aquellas cosas que salían por un lado del arma y que han caído al agua mientras disparabas? En la anterior ocasión no me había dado cuenta porque miraba al blanco y no al arma. Necesito una explicación.

Aún faltaban un par o tres de horas para la comida; François me caía bien y estaba convencido de que era un hombre honorable, a pesar del “trabajo” que desempeñaba. Pensé que, si teníamos que pasar un mes o mes y medio en aquella “bañera”, sería mejor despejar sus dudas. 

-De acuerdo. ¿Quieres que Antoine también lo sepa? 

-Es un hermano para mí; y también debe estar preocupado. 

Llamó a Antoine y yo a Kong, al que pedí que trajera su mochila. Una vez los cuatro estuvimos en el castillo de popa, le pedí a Kong que, de espaldas a la cubierta, les mostrara sus baterías y su “barriga”.

Los ojos abiertos y la expresión de ambos me confirmaron que había logrado lo que pretendía. Le pedí a Kong que los cerrara y fuera a vigilar a proa, mientras yo les contaba a nuestros alucinados amigos todo lo que deseaban saber. 

-He empezado por enseñaros a Kong, porque es tan increíble como lo que voy a contaros. Habéis podido ver que Kong no es un gorila; es un robot… una máquina dotada de inteligencia. No te mentí cuando te dije de dónde venía; lo que no te dije es… de “cuando” venía. Venimos de dentro de trescientos cincuenta años. Vinimos en una nave que, en lugar de viajar por mar, lo hace por el tiempo. 

- ¿Dónde dejaste la nave? Puede que alguien la encuentre y te la robe. 

-Tranquilízate; está bien escondida y aunque alguien la encuentre, no podría subir a ella ni causarle daños… o eso creo. 

Les enseñé los exactos mapas del Caribe que había traído conmigo y el sextante que, descubrí con pesar, no podría utilizar, al no tener ningún instrumento preciso para determinar la hora exacta; les dije que los mapas serían suyos cuando me marchara. También les mostré el dron, que utilizaríamos aquella tarde y les anuncié que volaba como los pájaros y que nosotros desde el barco podríamos ver lo que él veía.

No podían creer que aquel artilugio sin alas pudiera volar. Les expliqué que las hélices giraban gracias a unas baterías parecidas a las que movían a Kong; que tenían una duración limitada y que Kong volvía a cargar las suyas con el sol, gracias a los paneles del pecho. También les enseñé y expliqué el funcionamiento de las armas y balas. 

-Quiero agradecerte que hayas compartido tu secreto con nosotros. En realidad, tu historia sería increíble si no hubiéramos visto al gorila y todo lo que nos has enseñado; gracias. Mantendremos el secreto y haremos lo que esté en nuestras manos para que volváis a Tortuga. Aún tengo un par de preguntas, si quieres responderlas. ¿A qué has venido? ¿Por qué me elegiste a mí? 

-El mundo es muy diferente en muchos aspectos en mi tiempo; sobre todo en los países ricos y avanzados… digamos culturalmente. Se puede viajar desde España hasta Cuba en una nave que vuela, con más de cien personas a bordo, en diez horas. Con unas pequeñas máquinas, podemos conversar con personas que están al otro lado del mundo e incluso vernos. La nave de viajar por el tiempo cayó en mis manos accidentalmente. Respondiendo a tus preguntas; he decidido vivir durante un tiempo en esta época porque me fascinaba por lo que había leído en los libros; y respecto a por qué te elegí a ti… te cruzaste en mi camino y creo que puedo confiar en vosotros. 

Quedaron en silencio intentando asimilar lo que acababan de oír, cuando Pierre anunció a gritos que la comida estaba preparada.

Mientras comíamos dejamos atrás la costa noroeste de Haití; pronto el mar nos rodearía por todas partes y en unas horas divisaríamos Cuba; pero aún nos faltaban entre uno y dos días, si el viento era favorable, para recorrer los trescientos kilómetros que nos separaban de nuestro primer destino, la bahía de Santiago de Cuba.

CAPÍTULO VII 

CUBA, OTRA VEZ SANTIAGO 

Ardía en deseos de ver la querida ciudad en un tiempo tan anterior al que ya la había conocido; y eso que ya la había visitado con cincuenta años de diferencia; aunque para mí habían pasado menos de diez.

Pensar en la ciudad me trajo el recuerdo de mi amada Cecilia y nuestro hijo Jaime. Con su evocación me sumergí en la nostalgia. 

-Te doy un doblón por tus pensamientos, amigo. 

- ¿Qué? ¡Ah! Hola François; estaba pensando en Santiago; estuve allí por primera vez en el año 2000, fui de vacaciones en avión; volví al año siguiente del mismo modo porque me había seducido la ciudad y una mujer.

Volví a Santiago (aunque pueda sonar extraño), con la nave del tiempo en 1956. Fue entonces cuando conocí a mi mujer. Después, tres años más tarde para ella, aunque apenas unos días para mí, volví y me la llevé a mi tiempo, ya en el 2010. Volvimos un par de veces en 1960 para comprobar que sus padres seguían bien tras la revolución que hubo. Nos casamos y hace unos meses nació nuestro hijo. 

-Me he hecho un lío, pero he entendido que esta ciudad es especial para ti, que estás enamorado y echas de menos a tu familia. Lamento haber cortado tus pensamientos. 

-No lo lamentes; volveré con mi familia y recordaré siempre con cariño haber compartido estos momentos contigo. 

-Gracias, “mon ami”. Yo tampoco os olvidaré. 

Aquella tarde en el castillo de popa preparé el dron para su primera misión de reconocimiento, bajo la atenta mirada de mis dos amigos, que seguían sin poder creer que aquel artilugio pudiera volar. Cuando estuvo preparado, pedí a Kong que distrajera a la tripulación mientras yo lo hacía despegar hacia la popa. Bajó del castillo de popa y gruñendo se dirigió a la proa; todas las miradas se dirigieron hacia él. Aproveché el momento para poner en marcha las cuatro hélices y despegar el dron hacia la popa, a baja altura; cuando estuvo a cien metros lo hice subir mientras seguía alejándose hacia el este. Enseguida lo perdieron de vista. François cogió su catalejo y aún pudo encontrarlo. Les dije que se olvidaran del dron y miraran la pantalla de los mandos. Allí volvía a estar Haití, vista desde dos mil metros de altura y unos dos kilómetros más cerca que nosotros. Hacía un par de horas que la habíamos perdido de vista. Hice dar la vuelta al pájaro y lo dirigí hacia el oeste; enseguida, un balandro apareció en la pantalla. La sorpresa y las dudas se reflejaban en los rostros de mis amigos. Detuve la marcha del dron a doscientos metros de nuestra popa sin modificar la altura. Amplié el zoom y pudimos vernos nítidamente en la pantalla. En aquel momento me maldije por no haberme traído una cámara fotográfica o filmadora, para guardar un recuerdo de mis amigos. Antoine levantó la vista y al poco señaló el pequeño punto en el cielo que era nuestro cacharro. François lo enfocó con el catalejo y confirmó lo dicho por Antoine. 

-Despídanse de él caballeros; vamos a explorar. 

Lo puse en marcha de nuevo a gran velocidad hacia el oeste, a Cuba.

Al llegar a diez kilómetros de nuestra proa lo detuve; maniobrando la cámara y el zoom descubrimos la isla que surgía hermosa en medio del extenso mar. Cerca de la costa pudimos divisar algunas pequeñas embarcaciones que, estaba claro, eran barcas de pesca; no vimos ningún gran barco.

Mientras volvía el dron, enfocaba con el zoom a babor y a estribor, sin descubrir ninguna vela.

Mis compañeros aún no se habían repuesto de la impresión, cuando el dron aterrizaba en la popa, oculto a la vista de la tripulación. Quedaba el treinta por ciento de la carga de las baterías y sólo disponía de otros dos pares de ellas; por lo que, a partir de ahora, debería utilizarlo con cuentagotas. Así se lo hice saber a mis amigos. 

-No te preocupes “mon ami”, en las cantinas de los puertos, con ayuda de ron, se consigue mucha información. Si no conseguimos un buen objetivo en Santiago lo buscaremos en Trinidad, o en la isla de Pinos. Rodearemos Cuba y volveremos por la Habana, los cayos del norte y Baracoa. ¿Has estado allí? 

-En la Habana tres veces; en el resto no. También me gustará verla en esta época. 

-Tanto en Santiago como en la Habana habrá que ir con cuidado; hay muchos soldados, los puertos están al final de una bahía; a la entrada de cada una de ellas hay fortalezas impresionantes provistas de muchos cañones. No deberíamos tener problemas para entrar, pero si descubren nuestras intenciones los tendremos para salir, si salimos. ¡Ah!... pero en cuanto veamos tierra ahumaremos el tiburón, así, además de hacernos pasar por marineros que buscan trabajo, podremos simular que somos comerciantes. Aunque llevemos contrabando, lo único que podría costarnos, sería tener que sobornar a alguien, o en el peor de los casos, que nos incautaran la mercancía. 

Hacía poco que se había puesto el sol cuando llegamos a la altura de la punta Caleta; la luna estaba empezando su fase menguante, por lo que la luminosidad era buena. Volví a sorprender a mis amigos dejándoles mirar por el catalejo de visión nocturna. Continuaríamos navegando toda la noche, bordeando la costa y a la salida del sol estaríamos a unos treinta kilómetros de la entrada de la bahía de Santiago. Un buen lugar para ahumar el tiburón y pasar otra noche, antes de meternos en la boca del lobo. Antoine estaba feliz de hacer su guardia al timón con el nuevo catalejo y sus amigos Luis y Kong, para atender las posibles modificaciones del velamen. También le había contado que la visión de Kong en la oscuridad era aún mejor que la del catalejo.

Por mi parte, le había preguntado a Kong si tenía algún sistema de grabación de imágenes. Me contestó que guardaba las últimas cien horas con los ojos abiertos; que, a partir de ahí, se iban borrando a medida que se grababan las nuevas imágenes. Cuando cerraba los ojos para descansar (nunca dormía; sus oídos estaban alerta), la grabación se paraba. También me dijo que disponía de otra memoria para almacenar imágenes, que no se borraba, de veinticinco horas. Le pedí que guardara las imágenes más relevantes de nuestra aventura; en especial con François y Antoine, para poderlas enseñar a nuestro regreso. Me dijo que había entendido lo que quería.

A la salida del sol habíamos llegado y anclado en el pequeño golfo que formaba la playa de Sigua, junto a la desembocadura del río del mismo nombre. Bajamos a tierra y pasamos el día ahumando tiburón, entre baños, comidas, bebida y canciones. También dormimos en tierra.

Al alba del día siguiente colocamos los grandes pedazos del tiburón en toneles, como habíamos hecho con la carne y los subimos a bordo. A pesar de que el precio del pescado era menor que el de la carne, podíamos pasar perfectamente por pacíficos comerciantes, aunque ilegales en Cuba, por no pagar tributo a la corona española.

Por suerte para nuestros intereses, a finales de octubre del año anterior España y Francia habían firmado el tratado de paz de los Pirineos. La firma del tratado nos beneficiaría, siempre y cuando la noticia hubiera llegado a Santiago. Para no levantar sospechas, durante el trayecto retiramos de la cubierta dos de los cuatro falconetes.

Aún no era mediodía cuando llegamos a la entrada de la bahía; los guardias que nos abordaron con una chalupa nos dejaron pasar sin mayores problemas, después una breve inspección del barco… y obsequiarles con una garrafa de ron y unos pedazos de carne de cerdo ahumada. Por suerte, la noticia del tratado de paz había llegado.

En la media hora que aún faltaba para llegar al puerto, después de pedirle permiso a François para cambiarme en su camarote, me puse el traje antibalas; sus características térmicas también me facilitarían el paseo que pensaba dar; el calor húmedo era sofocante.

El capitán, Marcel y otro recorrerían algunas cantinas del puerto para intentar conseguir información; Kong y yo subiríamos casi un kilómetro por la empinada cuesta que hoy es la calle Francisco Vicente Aguilera, hasta llegar a la catedral y la casa del gobernador. Nos veríamos en un par de horas en el barco para comer. François me recomendó ser cauteloso con las investigaciones y no despertar sospechas (bastante iba a llamar la atención el gorila). Kong llevaba su mochila; yo dejé la mía en el camarote del capitán. No llevaba el AK 104 pero sí la Smith & Wesson en el chaleco, debajo del blusón y el machete al cinto.

La ciudad aún no era la populosa urbe que yo conocí, pero sí una dinámica y gran población, con muchos comercios y bastantes casas señoriales rodeadas por cuidados jardines. Por sus calles circulaba mucha gente, un buen número de carretas y algún que otro lujoso carruaje, pese a que, el calor asfixiante no invitaba a pasear por ellas.

Llegamos en medio de una gran expectación a la plaza rectangular (hoy en día es el parque Céspedes) en uno de cuyos lados estaba la catedral y en otro, la casa del primer gobernador de Cuba, Diego Velázquez (no confundir con el pintor del mismo nombre)

Eché de menos “mi” añorado hotel Casagranda, donde, en el futuro había conocido a Magalys. También recordé a Cecilia, a sus padres y a su amiga Laura. El espacio del hotel lo ocupaban ahora varias tiendas y una cantina; me dirigí a ella seguido por mi guardaespaldas, bajo la atenta mirada de los dos soldados que estaban de guardia en la puerta de la casa del gobernador. No pude obtener información; el hombre que me sirvió ron me dijo que, si quería enrolarme en algún buque, sería mejor que preguntara en las cantinas del puerto. Al salir de la cantina tuve una hermosa vista del puerto y descubrí que no era la ciudad lo que me seducía, sino lo que había vivido en ella.

Volvimos al barco; aún no me había puesto la comida en el plato cuando subieron a bordo nuestros amigos. Les informé que mis investigaciones habían sido infructuosas; ellos en cambio, habían obtenido información que podía ser interesante. El capitán empezó explicando los descartes; un poderoso galeón de dos cubiertas artilladas partía al día siguiente hacia España; demasiados cañones y soldados. Otro galeón, éste con una sola cubierta artillada, partía en dos días con el mismo destino y una carga de azúcar, cacao y maderas nobles. También lo había descartado, porque aquella carga tenía mucho valor en Europa, pero no tanto en las Antillas; además sospechaba que saldrían y harían el viaje juntos, al menos hasta dejar atrás las peligrosas aguas del Caribe. El objetivo más viable aún tardaría un par de semanas en zarpar; un rico comerciante iba a España con su esposa en un galeón de carga, con cacao, azúcar y tabaco. Era lógico suponer que volvía con la fortuna lograda, para retirarse. Estaban buscando tripulación; pero según les habían dicho, era inútil presentarse sin referencias. Aunque fuera una nave de carga llevaba algunos cañones a bordo. Decidimos salir inmediatamente de Santiago y detenernos brevemente en la Habana. Si no encontrábamos algún barco para asaltar en el trayecto, esperaríamos el galeón del comerciante en el paso de los Vientos.

Abandonamos la bahía de Santiago sin problemas y pusimos rumbo oeste. Las corrientes marinas nos favorecían; van en dirección este a oeste en toda la isla; por lo que el trayecto que ahora iniciábamos por el sur, lo haríamos con rapidez; otra cosa sería la vuelta por el norte, sobre todo a partir de la Habana. François calculó que, aun pasando un día en la capital, si no surgían inconvenientes llegaríamos al cabo Maisí en ocho días (el citado cabo es la punta más oriental de Cuba y el lugar donde empieza el paso de los Vientos).

Aunque el comerciante saliera algún día antes de lo previsto, llegaríamos a tiempo para interceptarlo. Pocas horas después de la partida, el sol se puso por la proa y navegamos toda la noche, a unos diez nudos, sin perder de vista la costa a estribor.

 Al alba llegamos al cabo Cruz; lo supimos porque la tierra que, desde que salimos de Santiago nos había acompañado por estribor, desapareció; la veíamos alejarse a nuestra popa. Allí François giró veinte grados hacia el norte, lo que nos debería llevar en un día y medio a la isla de Pinos (hoy isla de la Juventud). Deberíamos pasar a unos treinta kilómetros por estribor, de los cayos del sur de Cuba y a unos cien de las islas Caimán por babor, un día después de la partida.

Gracias a los vientos y las corrientes favorables llegamos a la isla antes de la puesta de sol del segundo día. El capitán decidió pasar la noche en tierra. Después de cenar y antes de irme a dormir decidí dar un paseo. Seguido por Kong, eché a andar por la playa descalzo; la luna ya estaba en cuarto menguante pero la visibilidad era buena. El mar parecía una balsa de aceite sin oleaje. Llevábamos andado apenas un kilómetro cuando me pareció ver a lo lejos, como si una piedra de buen tamaño se desplazara. Nos acercamos y pude contemplar a una enorme tortuga carey que estaba haciendo el nido; poco después hizo la puesta de sus huevos. Una hora más tarde la tortuga regresó al mar y nosotros volvimos con nuestros compañeros.

Con las primeras luces del día abandonamos la isla de Pinos; el viento y las corrientes nos empujaban a una velocidad de más de diez nudos.

A media tarde pasamos por delante del cabo de San Antonio, el punto más occidental de la isla de Cuba. Una vez rebasado, el balandro puso proa hacia el norte; a partir de ahí no contaríamos con la ayuda de las corrientes marinas, sólo nos impulsarían las velas.

Continuamos navegando toda la noche; el mar nos había tratado con benevolencia desde que habíamos partido de Tortuga; sólo habíamos “sufrido” algunos cortos, aunque intensos aguaceros que eran bien recibidos porque aliviaban el calor sofocante.

Quedaban pocos días para que acabara abril; las intensas tormentas tropicales y los huracanes no empezarían hasta julio… y para entonces ya haría tiempo que estaría en casa. No nos habíamos cruzado con ningún barco digno de ser asaltado, las únicas velas que avistamos pertenecían a pequeñas embarcaciones de pesca.

El amanecer nos ofreció un maravilloso espectáculo; el sol se levantó por nuestra proa; los reflejos de la luna en el agua y el fulgor de las estrellas en el cielo dieron paso a una sinfonía de azules, rojos y amarillos, realzados por la presencia de numerosas nubes que salpicaban el cielo.

CAPÍTULO VIII 

SAN CRISTOBAL DE LA HABANA 

Estábamos a unos doscientos kilómetros al oeste de la Habana; si los vientos nos eran favorables, llegaríamos a la bahía antes de que cerraran la entrada con una cadena. Cada día al caer la tarde, disparaban un cañonazo para avisar a los pescadores o cualquier nave que se encontrara cerca, que debían entrar a la bahía, porque poco después un barco extendía una gruesa y pesada cadena de unos doscientos cincuenta metros, para impedir el paso por la noche a piratas y posibles invasores; la cadena se colocaba entre el castillo de San Salvador de la Punta, situado en la parte occidental y el castillo de los tres Reyes Magos del Morro, una inexpugnable fortaleza elevada con un foso de seis metros de ancho, en la parte oriental.

En esta fortaleza se guardaba oro y plata, esmeraldas de Colombia, caobas de Cuba y Guatemala, especias, palo de tinte, maíz, patatas, mandioca, azúcar, tabaco y cacao; eran las materias primas que llegaban en los veleros al puerto mejor protegido de América entre marzo y agosto, para formar los grandes convoyes que, custodiados por las naves militares, partían en días señalados rumbo a España.

Con ellos, miles de marinos, funcionarios, colonos, comerciantes y aventureros llegaban a la incipiente ciudad, que crecía desde el puerto a ritmo vertiginoso.  

La primera vez que estuve en Cuba (en el año 2000) pude ver la ceremonia del disparo del cañón, a cargo de una tropa con uniformes de época; aunque obviamente, ningún barco arrastraba cadena alguna para cerrar el puerto.

En los tenderetes que en el siglo XX había alrededor del castillo, probé por primera vez un guarapo; el zumo que se obtiene exprimiendo la caña de azúcar entre dos rodillos metálicos; líquido empalagoso a más no poder que mejora notablemente al añadirle una buena proporción de ron.

L’Etoile de Toulouse y su tripulación sacaron a relucir sus cualidades marineras y llegamos a la entrada de la bahía antes del disparo del cañón. Accedimos al enorme y bullicioso puerto, después del preceptivo soborno a base de ron y carne ahumada; el sol iniciaba su ocaso.

La ciudad había empezado a adquirir relevancia en el siglo XVI gracias a su ubicación; en la entrada al golfo de México y a unos doscientos Kilómetros al sur de Florida; pero sobre todo por la magnificencia de su puerto natural y las características de su bahía que, al permitir la concentración de un gran número de barcos, convirtieron a San Cristóbal de la Habana, en el punto de partida de la flota de las Indias. Por si fuera poco, por allí pasa la corriente del golfo que, subiendo por el canal de Bahamas y después de recorrer las costas de Florida, se dirige de América a Europa, empujando a los barcos y acortando el tiempo empleado en tan larga travesía.

Esta actividad llevaba desarrollándose desde hacía cien años y aún se mantendría otros cien. Desde el momento en que se decidió que la ciudad fuera el punto de partida de la flota, los gobernadores de Cuba trasladaron la sede que, hasta el momento había sido Santiago, a la Habana.

También eran célebres sus astilleros, gracias sobre todo a las maderas de los árboles del nuevo mundo; se decía que, mientras un barco construido en Europa duraba entre doce y quince años, los construidos con cedro americano y otras maderas, duraban más de treinta.

En octubre de 1769 se botaría en estos astilleros el navío de línea Nuestra Señora de la Santísima Trinidad; fue el navío más grande de su época, por lo que recibía el apodo de el Escorial de los mares, y fue uno de los pocos de cuatro puentes que existieron. Llegó a estar provisto de ciento cuarenta piezas de artillería; fue el buque insignia de la armada española y durante más de treinta años participó en numerosas batallas navales, tanto en el Atlántico como en el Mediterráneo. Se hundió el 24 de octubre de 1805 al sur de Cádiz, a causa de los daños sufridos en la batalla de Trafalgar; había sido capturado por los ingleses, que intentaban remolcarlo al puerto de Gibraltar para repararlo.

François, Marcel y otros dos bajaron a tierra con los últimos rayos de sol, en busca de información. En 1660 aún no se había empezado a construir la muralla almenada de cinco kilómetros de longitud que, años más tarde, protegería la ciudad de los ataques por tierra. Volvieron media hora más tarde con un comerciante que se llevó cuatro barriles de tiburón ahumado y dos de carne de cerdo; a cambio nos dejó seis barriles vacíos, cuatro garrafas de ron, unos cuantos doblones y una muy esperanzadora información. El negocio para él fue bueno, ya que la mercancía era reciente y no estaba grabada por el impuesto a la corona.

Según nos comentó el comerciante, estaban llegando procedentes de España y África, buques que traían armas, esclavos y productos manufacturados. Estos buques, dentro de cuatro meses harían el viaje de regreso fuertemente escoltados, cargados de oro; pero los que ahora llegaban no llevaban escolta ni gozaban de más protección que la ofrecida por los no muy numerosos guardacostas que patrullaban las aguas cercanas a la Habana.

Afloraron los nervios y las ganas que teníamos todos los miembros de la tripulación de entrar en acción. François decidió repartir el dinero de la venta a partes iguales entre todos y concedernos permiso para que bajáramos a tierra a gastarlo. Recibieron la noticia y el dinero con gran algarabía; aún más, cuando comuniqué que Kong y yo nos quedaríamos vigilando el balandro. No obstante, Antoine y Luis (nuestros negros libertos) se ofrecieron a quedarse para que yo pudiera bajar y disfrutar de todos los placeres que la ciudad ofrecía; les agradecí el gesto, pero no me apetecía beber ron en oscuras cantinas, ni disfrutar de los favores sexuales de prostitutas, digamos no demasiado escrupulosas con la higiene, al menos según los criterios de mi época.

Además, no había ni rastro del hotel Sevilla, ni del Floridita o la Bodeguita del Medio, ni de los músicos callejeros, ni del Tropicana… ni de Alexia; casi nada de lo que añoraba de “mi” Habana. Les obsequié con las monedas de Kong y mías que Pierre (como jefe de intendencia) había repartido.

No tardaron mucho en regresar. Ya era tarde y lo único que hicieron fue una inspección del terreno para saber dónde dirigirse al día siguiente.

Luis ya empezaba a chapurrear algunas palabras en castellano e iba perdiendo día a día, el miedo y la timidez lógicas en un esclavo recién liberado.

A la mañana siguiente, cuando las calles de la ciudad empezaban a llenarse de gente, toda la tripulación bajó a tierra. Los dos negros iban en el centro del alegre grupo; habría jurado que no era casual que los otros ocho se habían conjurado para protegerlos de, vete a saber qué peligros pudieran acecharles. Los vi alejarse en dirección a lo que creí, en el futuro sería la calle Obispo; acababa de perderlos de vista cuando me percaté del paso de un carro junto al barco, cargado de cañas de azúcar.

Llamé la atención del carretero y le pregunté si podía venderme algunas cañas; detuvo la carreta y miró a su alrededor; cuando volvió a mirarme ya había sacado del bolsillo de mi chaleco una moneda de un real y se la mostré; asintió y volvió a inspeccionar nerviosamente a su alrededor. Bajé por la pasarela, le di la moneda, cogí seis largas cañas y volví a subir al balandro. Supuse por sus gestos que el carretero no era el propietario de la mercancía, sino un esclavo que la llevaba donde quiera que su dueño lo hubiera enviado.

Kong, desde la cubierta, no había perdido detalle de la maniobra. 

- ¿Guardarás las imágenes de la compra? 

-Y el audio también 

-Buen chico. Tengo que pedirte un nuevo favor ¿podrías exprimir el jugo de un par de cañas, estrujándolas con las manos? 

Sin esperar la respuesta le di una palmada en el hombro y bajé a la bodega a buscar una de las cazuelas de Pierre, para recoger el líquido.

Subí de nuevo a la cubierta y le di la cazuela a Kong.

Mientras él exprimía las cañas, yo con el foque (una de las velas del bauprés) me hice un toldo al pie del castillo de popa para estar a la sombra; el sol empezaba a lucir con fuerza. Me senté dejando a mi lado, además de la mochila, el machete y una botella de ron; Kong me devolvió la cazuela, en la que había casi tres litros del líquido extraído de las cañas; a continuación, se tumbó en cubierta y abrió el pecho para recargar sus baterías; la borda del balandro lo mantenía a salvo de las miradas de la gente que pasaba por el puerto. Le añadí algo más de medio litro de ron a la cazuela; me di cuenta de que Kong me observaba y supuse que me grababa; alcé la cazuela en un brindis. 

-Salud familia; estoy en el puerto de la Habana en 1660; supongo que a estas alturas de la película, grabada por mi fabuloso guardaespaldas y reportero, ya lo debéis saber. Los compañeros se han ido a disfrutar la ciudad; incluso el cocinero. Hoy toca agua de coco, frutas y guarapo. ¡Lástima de no tener una novela para leer y música! Pero es justo decir que no es demasiado dura la vida de pirata… de momento. 

Eché un buen trago de guarapo; lamenté no tener hielo. Kong hizo la mueca habitual de levantar los labios y mostrar los dientes; me pregunté si tendría sentido del humor. 

- ¿Tienes sentido del humor, compañero? 

-No; pero sé distinguir un chiste o una frase ingeniosa. 

Me quedé alucinado y pensé que, a falta de un buen libro, podía hablar con él… y tal vez debería hacerlo; no únicamente para combatir el aburrimiento, también para saber de lo que era capaz y reforzar nuestro vínculo.

De la conversación que mantuvimos, deduje que le “gustaban” mis palmaditas en la espalda y no era “insensible” a los halagos.

No le molestaba que lo enviara a la bodega a buscar un cigarro.

Cuando le dije ¿a qué esperas?, volvió a hacer su mueca y fue a buscarlo.

Me puse el cigarro en la boca y le entregué el mechero para que me diera fuego. Inclinó la cabeza hacia un lado y tras un momento de ¿duda?, encendió el mechero. 

- ¿Has dudado cuando te he dado el mechero? 

-Me ha sorprendido; siempre he visto que lo encendías tú mismo. 

-Verás compañero, quiero conocerte mejor, saber de qué eres capaz. No hemos tenido muchas ocasiones de hablar y aprovecho ahora, que podemos hacerlo libremente. 

-Mi procesador era el más avanzado, en el tiempo en que fui creado; estoy preparado para aprender, tanto de la información directa que recibo, como de las consecuencias de mis acciones, o las de los demás. 

- ¿Qué opinas de la esclavitud? 

-Según mi normativa general es algo execrable; según la información general insertada, es una lacra que ha sufrido la humanidad desde sus orígenes. La experiencia vivida con Luis confirma los datos; la actitud de François, Antoine y tú al respecto, es positiva. 

-Si tuviéramos un esclavo ¿qué pensarías? 

-Que vuestra actitud sería negativa; pero por encima de la normativa general están las instrucciones básicas. Primero, proteger tu vida; segundo, acatar tus órdenes; tercero, acatar las órdenes del capitán y de François. 

- ¿Qué pasaría si te dijera que me mataras? 

-Es la única orden tuya que no puedo cumplir. La primera es prioritaria. 

- ¿Te gusta o te molesta, que te dé una palmadita en la espalda? 

-No tengo emociones ni sentimientos. Entiendo lo que es; la muestra de tu aprobación por mi actuación. Aunque no me proporciona ninguna satisfacción, es positivo saber que estás satisfecho. 

- ¡Ah! Otra cosa. Si yo muero, quiero que vuelvas junto a Pedro en la máquina del tiempo. Te llevarás mis cosas en la mochila… y le dirás a Cecilia que la he amado hasta mi último aliento. ¿Podrás hacerlo? 

-Tengo los datos suficientes para hacerlo. Asumo que es una instrucción básica, pasa a ser prioritaria a la de obedecer al capitán. 

De pronto se me ocurrió, que podía asegurarme de que yo no moriría. Di instrucciones a Kong para que, en caso de que muriera, él volviera cinco minutos antes de nuestra partida y me avisara. Como no lo había hecho, di por seguro que no fallecería; aunque existía la remota posibilidad de que él tampoco hubiera podido regresar.

Estuvimos hablando largo rato. Fue extraño, pero empecé a ver a Kong como a un amigo; a pesar de que todas sus respuestas indicaban que tan sólo era una máquina programada para proteger y obedecer.

No obstante, ya no podía verlo así; si él corría peligro, yo estaba dispuesto a arriesgar mi vida para salvarlo.

El día transcurrió plácidamente entre tragos de guarapo y agua de coco, comida a base de mamey y mango, tres o cuatro cigarros y conversaciones con mi amigo. A ratos también nos asomábamos por la borda para observar el incesante movimiento de gente y la actividad portuaria. En esos momentos, la visión de Kong despertaba sorpresa y curiosidad entre los transeúntes que pasaban cerca.

Por la tarde, con los últimos rayos de sol, regresaron todos nuestros compañeros. Los descubrí entre los viandantes de diversas razas, carros y carrozas que pululaban por el puerto, cuando estaban a menos de cien metros del barco. Al verlos me alarmé un poco y avisé a Kong; uno de ellos andaba tambaleándose; lo llevaban entre dos, a los que pasaba el brazo por los hombros; era de color y por su ropa supuse que era Luis. Kong, gracias a la óptica de sus ojos, me notificó que no se veía ninguna herida y que, por la expresión de su cara, deducía que estaba borracho.

Al subir a bordo comprobé el buen ojo de mi guardaespaldas; el joven Luis llevaba una cogorza de campeonato… y no era el único; todos los demás apestaban a ron y andaban tambaleándose en mayor o menor grado; algunos estuvieron a punto de caer al subir por la pasarela. François y Pierre, que eran los que lo llevaban mejor, nos explicaron que, además de beber, todos habían asistido al “bautizo” sexual del muchacho, oficiado por una maravillosa y dulce mulata bien provista de prietas carnes. Les recriminé que le hubieran dejado beber tanto, como para llegar al lamentable estado en que se encontraba.

En su defensa alegaron que no había bebido mucho y que, si estaba como estaba, era porque tampoco estaba habituado a beber. Al menos, una amplia sonrisa iluminaba el rostro del joven, que se había quedado plácidamente dormido en la cubierta.

Pierre y otros dos subieron de la bodega una buena cantidad de mangos, mameyes y batatas, para cenar; todos cenamos en la cubierta salvo el joven Luis, que seguía durmiendo la mona. Las conversaciones y los chistes se centraron en el tamaño del miembro del muchacho, que despertó la envidia de sus compañeros y describían como se habían abierto los ojos de la mulata de prietas carnes, al descubrirlo.

Después de la cena, mientras volvían a beber y entonaban canciones, bajé a dar una breve vuelta por las calles cercanas al muelle para estirar las piernas; a mi lado, Kong escrutaba cualquier posible peligro. 

Su andar a cuatro patas, majestuoso e intimidante provocó murmullos de admiración por doquiera que pasamos.

Completamente involuntario, fue el susto tremendo que les dio a un par de individuos que, al salir de una cantina, se dieron de bruces con él; y a otro, que era bajito y al doblar una esquina se encontró su cara apenas a un palmo de la de Kong. Si cualquiera de ellos hubiera tenido un corazón débil, habría caído como fulminado por un rayo. 

-Espero que guardes las caras de estos individuos; la familia se reirá mucho con sus expresiones. 

Para no correr el riesgo de provocar algún infarto, decidí acortar el paseo y volver al barco.

Cuando llegamos la fiesta había decaído; sólo François, Antoine y Pierre, seguían charlando en la cubierta, otros tres habían bajado a sus hamacas, cuatro se habían quedado dormidos en la cubierta, bajo un maravilloso cielo en el que las estrellas destacaban sobremanera, gracias a la escasa luz que proporcionaba la luna, al estar ya al final su ciclo menguante.

Me quedé un buen rato en silencio tumbado en la cubierta, contemplando el maravilloso espectáculo que me ofrecía el universo. Eché de menos a todas las mujeres que había amado; la nostalgia me invadió hasta tal punto que las lágrimas acudieron a mis ojos. Finalmente bajé a la bodega y me tumbé en la hamaca para dormir, no sin antes agradecer a la diosa fortuna que me hubiera colmado con sus favores. 

 

CAPÍTULO IX 

PIRATA EN EL CARIBE 

Al alba nos despertaron los bramidos de Kong. Antes de irme a dormir le había sugerido a François que sólo él hiciera la guardia para dejar que la tripulación se recuperara. Con los primeros rayos de sol, había llegado la hora de partir de la Habana.

En pocos minutos todos estaban a pleno rendimiento; habíamos soltado amarras, se habían retirado los tablones que servían de pasarela, y navegábamos sólo con el foque y el contrafoque hacia la salida de la bahía. El resto del velamen estaba listo para ser tensado y navegar a toda vela, en cuanto saliéramos a mar abierto. Al único que se le notaban los efectos de los excesos del día anterior era al joven Luis; andaba por cubierta como un zombi, aunque tal vez era su mente la que no quería dejar atrás lo sucedido el día anterior; espabiló después de un par de gritos del capitán y alguna burla, en ningún modo hiriente, de varios de sus compañeros.

Pasamos entre los dos castillos que custodiaban la entrada de la bahía sin problemas y se fijó el velamen siguiendo las instrucciones del capitán, que estaba al timón y puso rumbo al este.

Volvimos a colocar los dos falconetes que habíamos retirado antes de entrar en Santiago y todos revisamos y preparamos nuestras armas para entrar en acción; se notaban las ganas y el nerviosismo en todas las caras.

Al mediodía habíamos dejado atrás la bahía de Matanzas y estábamos a punto de hacer lo propio con Varadero, sin que Antoine, Kong ni yo, que escrutábamos el horizonte en busca de algún barco que asaltar, hubiéramos visto ninguna vela. A media tarde habíamos dejado atrás los cayos Cruz del padre, Ranas y Cabezos, cuando por fin divisé con el

catalejo, unas velas a nuestra proa que navegaban hacia nosotros.

La algarabía se desató cuando informé del descubrimiento al capitán.

Al poco rato, con menos distancia entre los dos, pude confirmarle, después de consultarlo con Kong, que se trataba de un barco de dos mástiles y bauprés con bandera española; la obra muerta no sobresalía mucho del agua y calculé que, en su cubierta artillada debía haber entre dieciséis y veinticuatro cañones.

Le pasé mi catalejo y él me cedió el timón diciendo que lo mantuviera firme. Kong y los encargados de los falconetes estaban en la proa preparados; el resto, repartidos por cubierta, habían dejado los mosquetes pegados a la borda ocultos a la vista desde el exterior. En cinco minutos miró por el catalejo cuatro veces, mientras le daba vueltas a su cabeza. Por fin, después de la quinta ojeada, gritó más que habló. 

-Maldita sea mi suerte, es un bergantín español; no es de carga, es de los que se dedican a patrullar estas costas. No corremos peligro porque estamos en paz con ellos y no tenemos aspecto de piratas. Si quieren comprobarlo y nos abordan, comprobarán que no tenemos ningún botín a bordo. 

Cuando faltaban quinientos metros para cruzarnos, un cañonazo restalló en el bergantín; la bala impactó en el agua a cien metros a proa del balandro; era una clara señal de que nos detuviéramos.

François ordenó desventar el velamen y que se apartaran de los falconetes, advirtiéndonos que nos iban a abordar para una inspección.

Al poco volvió a mirar por el catalejo; al bajarlo su expresión había cambiado; con voz calmada pero fuerte, ordenó que todo el mundo se mantuviera alerta y con los mosquetes y sables escondidos pero a punto.

Eran piratas, aunque llevaran uniformes españoles. Les haríamos creer que no lo habíamos descubierto y dejaríamos que nos engancharan con los garfios y se prepararan para abordarnos.

Kong y yo a su orden, empezaríamos disparando varias ráfagas, que serían la señal para el resto.

Los cuatro de los falconetes bajaron tranquilamente a la bodega a por sus mosquetes y sables, mientras Antoine se ponía al timón y yo sacaba el AK 104 de la mochila escondida en la borda. 

- ¿Cómo sabes que son piratas y no un patrullero español? 

- El capitán del balandro es el hombre de D’Ogeron que vino a buscarme para que me uniera a ellos y se llevó a la mayoría de mi tripulación, prometiéndoles la protección de Francia, salario fijo y la parte del botín. 

-Bueno, al fin entraremos en acción, aunque no consigamos botín. 

-Es posible que nuestra fortuna no nos abandone aún, y que estos mal nacidos hayan conseguido alguno; si es así, se lo podemos “requisar”. Además, estoy pensando que L’Etoile ya tiene demasiados años y este bergantín se ve muy nuevo; tal vez sean tan amables de cambiárnoslo.

La única pega es que, un bergantín necesita el doble de tripulación que mi balandro. 

El barco “español” se puso a nuestro lado. Doce hombres estaban ocupados con las jarcias (cabos), en cubierta, o subidos en las escalas; cinco con los garfios y la pasarela que iban a colocar, otros ocho con mosquetes en las manos y en medio de éstos el capitán.

Todos observaban confiados la maniobra e incluso alguno había descubierto a Kong y lo señalaba con el dedo a sus compañeros; el único que estaba alerta era el timonel, que se preocupaba de la maniobra.

Una tensa espera se produjo mientras fijaban los garfios; pero en el mismo momento en que la pasarela se apoyó en el regala (la tabla que remata la borda), François dijo “ahora”. Kong desde la proa y yo desde el castillo de popa, sacamos a la vez las armas y al cabo de un segundo disparamos una ráfaga de diez o doce tiros cada uno hacia los que tenían los mosquetes, pillándolos en medio de nuestro fuego cruzado; al acabar las descargas, nuestros compañeros ya estaban apuntando con sus mosquetes al capitán, que además de ser el único que había en pie en la cubierta, tenía los brazos en alto y estaba en shock.

“Nos rendimos”, fueron las únicas palabras que salieron de su boca.

François llamó a Antoine para que lo sustituyera al timón y seguido por mí, bajó del castillo de popa y se dirigió a la pasarela. Antes de cruzarla, ordenó a Kong y a los tres compañeros que estaban más cerca que lo siguieran; al resto les ordenó mantenerse atentos para evitar sorpresas. Acababa de cruzar, yo estaba en medio y los otros tres esperando su turno para hacer lo propio cuando oímos un golpe contra la madera… Kong había dado un salto de unos cuatro metros, desde la proa de nuestra embarcación a la cubierta del bergantín, con el AK 104 en una mano y el machete en la otra; por si esta espectacular actuación no había causado bastante efecto, soltó un gruñido que hubiera helado la sangre del soldado más valiente.

Una vez los seis estuvimos en el bergantín, mientras François le quitaba la pistola al capitán francés y le ordenaba (en francés), que hiciera bajar a los que estaban en las escalas, comprobé que había quince en el suelo; diez de ellos tumbados boca abajo con las manos en alto; cinco gimoteando de dolor por las heridas causadas por Kong y por mí. 

- ¿Tienen médico a bordo? 

-Sí; está en la bodega, preparando su maletín, por si era necesario. 

-Llámele; ¿hay alguien más?, si miente le mato aquí mismo. 

Lo dijo, poniendo la boca del cañón de su pistola en la frente del capitán francés, con una frialdad que, hasta a mí me heló la sangre… aunque me alegré de que, un hombre con aquel temple estuviera en mi bando.

El francés, después de un rápido recuento, dijo que no había nadie más y llamó al médico por la escotilla.

El médico subió y empezó a atender a los heridos. Le dije a François que iba a dar una vuelta por la bodega, por si el capitán mentía.

Los que estaban en las escalas ya habían bajado y François ordenó alinear a los prisioneros que no estaban heridos junto a la borda de estribor (el lado que tocaba a nuestro barco); así estarían entre dos fuegos si intentaban sublevarse. Me dirigía a la puerta del camarote del capitán situada bajo el espléndido castillo de popa, cuando me fijé en el timonel, que estaba fijo como un mástil agarrado a la caña del timón.

Iba a decirle que se mantuviera así, cuando escuché un disparo y sentí un tremendo golpe en mi escápula izquierda que me hizo trastabillar.

Enseguida reaccioné y dolorido me giré levantando la AK 104, dispuesto a disparar a mi atacante. El capitán francés aún apuntaba la pistola hacia mí con gesto de sorpresa. Agradecí llevar el traje antibalas y el chaleco; ¿de dónde cojones había sacado la pistola? ¿cómo no le vigilaban? Todo esto pasó por mi mente en un momento.

Iba a descargarle una ráfaga, cuando me di cuenta de que mis compañeros estaban detrás atando a los prisioneros. No podía dispararle sin herirlos a ellos. Oí otro disparo; la cabeza del capitán se movió bruscamente, un momento antes de caer pesadamente sin vida sobre la cubierta. Era François el que había disparado; ahora venía corriendo hacia mí. Bajé el fusil. 

-Lo siento, mon ami; ¿estás herido? Me he distraído un instante y este cabrón ha sacado una pistola que debía llevar escondida. Lo siento, no pensé que pudiera llevar otra cuando le quité la del cinto. Lo siento mucho; déjame ver la espalda; he visto que la bala te daba de lleno. 

-No te preocupes, mon ami; no estoy herido; es posible que tenga un hueso con una pequeña fisura, aunque lo más probable es que sólo me salga un buen moratón por el fuerte golpe de la bala. ¿Ves? este tejido es antibalas; otra sorpresa del futuro. 

Le mostré mi espalda y el agujero en el blusón y el chaleco. 

-Bueno capitán, ¿qué te parece? ¿cambiamos de barco?

-Sólo si encuentro a ocho por lo menos, que sean aceptables y quieran pasarse a nuestra tripulación; de momento he visto a cuatro que es muy probable que lo hagan; aunque sería bueno encontrar doce. Ellos eran veintiocho y no estaban sobrados para hacer asaltos, aunque tú y Kong valéis por cuatro cada uno… por lo menos. 

El médico estaba revisando a cuatro de los heridos (el quinto había fallecido), el timonel seguía aferrado al timón, los veinte miembros restantes de la tripulación estaban siendo inmovilizados lejos de las armas; le pedí a Kong que inspeccionara mi hombro.

Los “ojos” de Kong incorporaban, entre otras capacidades, visión de rayos X. Confirmó lo que me yo suponía; un tremendo hematoma que, por suerte no había llegado a fracturar el hueso. Le ordené que echara un vistazo a los heridos y después viniera a informarme. François estaba interrogando a los prisioneros; le informé de que iba a inspeccionar las bodegas.

No encontré nada que no fuera habitual en un barco, aunque debo reconocer que se notaba un orden y limpieza más típico de los barcos militares que de las embarcaciones piratas.

Kong volvió a mi lado cuando me disponía a entrar en el camarote del capitán. 

-Está atendiendo a tres de los heridos; deberías advertirle que sea más meticuloso con la esterilización, pero parece que sabe lo que se hace. Al cuarto lo ha descartado porque tiene un par de balas alojadas en sitios delicados; yo tendría bastantes posibilidades de salvarlo si actuamos rápido. 

Subí a cubierta para exponerle la situación de los heridos a François. Ordenó a dos de los prisioneros que trasladaran con cuidado el herido descartado por el médico, al camarote del capitán; al médico le dijo que pusiera más énfasis en la desinfección. Me dijo que podía estar tranquilo con los dos que iban a trasladar el herido grave; que habían sido miembros de su tripulación, había hablado con cada uno de ellos por separado y habían decidido volver con él.

Llevamos al herido inconsciente entre los tres, con mucho cuidado, al camarote del capitán; Kong ya había despejado la enorme mesa y allí lo dejamos. Les ordené que salieran, se quedaran en la puerta y no dejaran que nadie, salvo el capitán, entrara. Apenas hubieron cerrado la puerta, mi compañero abrió su estómago, extrajo el botiquín y extendió las herramientas quirúrgicas y los productos que iba a necesitar, con seguridad y rapidez; a continuación, procedió al cambio de manos; se quitó las propias de un gorila y las sustituyó por las que (según había dicho Pedro) eran más hábiles y delicadas. Mientras hacía el cambio le pregunté si iba a necesitarme; me contestó que le buscara algún trozo de tela limpia y que me esperara hasta que empezara a operar y se hiciera una idea más exacta de la situación del paciente; ya me avisaría cuando pudiera irme. En uno de los armarios del capitán encontré un par de camisas limpias; se las mostré al “cirujano”, que dio el visto bueno y se las di. Tenía un frasco con un pulverizador en la mano, con el que había rociado las herramientas; roció con él una camisa y sus dos manos; era el desinfectante; hizo lo mismo en las dos heridas de entrada de las balas y el herido soltó un leve gemido; a continuación cogió otro frasco con pulverizador y roció brevemente la zona de una herida; era la anestesia e iba a empezar.

Mientras Kong intentaba salvarle la vida al herido, me dediqué a abrir las puertas de los armarios de la habitación; las abrí todas salvo una puerta doble en la base, protegida con barrotes de hierro, fijados por una cerradura. En la mesa del capitán, la mayoría de los cajones inferiores tenían ojo encima del pomo; los superiores sólo pomo. No quise abrir ninguno para no molestar el trabajo del cirujano. A los cinco minutos Kong me dijo que podía irme; si necesitaba ayuda daría un bramido. Dije que avisaría a los guardias para que estuvieran atentos.

Salí y cerré rápidamente la puerta; avisé a los dos guardianes para que me avisaran rápidamente si el gorila lanzaba un gruñido.

François seguía con los interrogatorios individualizados; cuatro de los ya interrogados estaban sentados en el suelo entre los cañones y ya sin ataduras; el médico, según me pareció, había pasado a atender a su segundo cliente. Me dirigí al capitán difunto y le cacheé los bolsillos sin encontrar nada; levanté la falda de su chaqueta y descubrí, colgada del cinturón de los pantalones, una argolla con cuatro llaves. Se las entregué a François, recomendándole que no las perdiera. 

-Esperemos que la fortuna siga con nosotros y abran algo interesante. ¿Quieres que haga algo? 

-Me quedan tres por interrogar, aparte de los heridos y el timonel. Interrógalo a él… pregúntale por qué me dejó para irse con D’Ogeron y decide si crees que puede quedarse con nosotros. 

Subí al castillo de popa; al llegar junto al timonel eché un vistazo al panorama que se extendía a mis pies; estaba algo más elevado que el del balandro, que parecía pequeño en comparación con el bergantín; calculé medía el doble de eslora; esperaba que fuera algo más alto, pero caí en la cuenta de que la bodega inferior estaba repleta de sacos; no pude dejar de pensar en el relato bíblico de David y Goliat. Por fin me dirigí al timonel, que me miraba inquieto. 

- ¿Conoces a nuestro capitán? 

-Sí; he viajado con él varias veces. 

- ¿Temes por tu vida? 

-Me gustaría seguir vivo; pero eso no depende de mí. 

- ¿Qué crees que está haciendo el capitán?

-Los que ha desatado, son todos salvo uno, antiguos miembros de alguna de sus tripulaciones que, supongo han decidido volver con él… y él los ha aceptado; el resto, o no han querido o él no los quiere. 

- ¿Crees que a ti te querría en su tripulación? 

-Si ha aceptado a los siete que ha desatado, supongo que a mí también me aceptará. Todas las veces que viajé con él trabajé bien y no le causé problemas. 

- ¿Por qué le abandonaste y te fuiste con D’Ogeron? 

-Soy piloto… un buen navegante. En su tripulación la plaza estaba ocupada por él y Antoine; aunque, en ocasiones me dejaba pilotar. Él sabe que no me fui por dinero ni porque no le apreciara; simplemente quería hacer lo que me gusta. 

- ¿Temes por tu vida si no te unes a su tripulación? 

-No; él no matará a nadie por eso; dejará vivos a los que no se le unan. 

-Parece que lo conoces bien. ¿Cambiará de barco? 

-Apostaría a que sí. Aunque reducida, tendrá suficiente tripulación. A pesar de que le tiene mucho cariño al viejo balandro que le dejó su padre, su raciocinio prevalecerá. Con este barco podría ser el amo del Caribe. 

- ¿Cómo te llamas?; ¿Quieres unirte a nosotros? 

-Dominique y sí. 

Bajé a cubierta pensando que François me había dado una tarea fácil; que él ya sabía todas las respuestas y tenía tomada la decisión.

Cuando llegué a su lado, estaba dando órdenes a Pierre y Marcel para que trasladaran al balandro a los prisioneros atados y los dos heridos que ya habían sido atendidos. Ellos dos y otros dos vigilarían armados, mientras el resto de los antiguos y los nuevos, trasladaban el velamen y los cabos del balandro al bergantín; también debían trasladar los falconetes, la pólvora y las balas; así como los barriles de agua, ron y ahumados, dejándoles sólo provisiones para tres días y los remos. Teniendo en cuenta que la costa estaba a la vista y podrían llegar sin demasiado esfuerzo en menos de un día, era más que suficiente. 

-He decidido que el piloto no es de fiar; que se vaya al balandro. 

La cara de sorpresa que puso François fue todo un poema. 

- ¿Por qué? 

-Ja, ja, ja. Tendrías que verte la cara. Tranquilo “mon ami”; es broma; es mi pequeña venganza por hacerme averiguar algo que tú ya sabías. 

-Lo siento; ayúdame a quitarles las chaquetas a los dos cadáveres y dejarlas con el resto; tal vez nos sirvan pronto. Luego echaremos los cuerpos al mar. 

Después de eso nos dirigimos al camarote del capitán; antes de entrar, ordenó a los dos guardias que se unieran a los que se afanaban en el traslado. Una vez dentro, vimos que Kong, ya con manos de gorila, estaba limpiando meticulosamente su instrumental y las manos “delicadas” y más hábiles. Le expliqué su utilidad, mientras el “cirujano” acababa su tarea y guardaba las herramientas meticulosamente ordenadas en su estómago, ante la cara sorprendida (una vez más) de François.

Nos dijo que el herido estaba bien y que en pocos días ya podría volver a la actividad. François le miró la cara para ver si lo reconocía, en el mismo momento que el individuo abría los ojos. 

- ¡Hombre Jean Luc!; tu amigo Dominique se alegrará de que estés vivo y fuera de peligro. ¿Quieres quedarte conmigo?, ¿o prefieres seguir con tus nuevos camaradas? 

-Con usted capitán; ¿Dominique está bien?  ¿también se queda? 

-Está bien y también se queda. 

Nos hizo una señal y Kong y yo le seguimos fuera del camarote. En voz baja le preguntó a Kong si se podía trasladar al herido a una hamaca o litera de la bodega. Respondió, también en voz baja, que él mismo lo haría enseguida y volvió a entrar al camarote. François me pidió que lo esperara un momento en la puerta y subió a decirle al piloto que su amigo se recuperaría pronto y también se quedaba. Jean Luc salió en brazos de su cirujano (aunque él no lo sabía), blanco como el papel y una expresión de terror en su rostro.

El médico del barco acababa de terminar su trabajo con el último herido y se puso en pie. Su cara reflejó nítidamente la sorpresa e incredulidad que le produjo ver vivo y con los ojos abiertos, al marinero que había descartado atender, por considerar que no había nada que pudiera hacer por él. Antes de que lo bajara por la escotilla, le preguntó si se encontraba bien; el herido contestó con un casi inaudible “si”, mientras Kong hacía su habitual mueca de retraer los labios y mostrar la dentadura mientras levantaba la cabeza.

En aquel momento, el capitán bajaba del puente de mando. Le dijo al médico que indicara a Kong donde acomodar al herido en la bodega.

Dirigiéndose a Pierre, le ordenó que se ocupara de que trasladaran al balandro el herido que acababa de atender el médico.

CAPÍTULO X 

EL BOTÍN DEL PIRATA 

-Este camarote es una maravilla. ¿Quieres ocuparlo tú, Manuel? 

- “Mon ami”, esta pregunta está de más; tú eres el capitán. 

-Pero estoy en deuda contigo; gracias a vosotros dos tenemos este estupendo bergantín sin disparar un solo tiro, ni sufrir el más leve rasguño… y por mi culpa, a ti podían haberte matado; la tripulación lo entendería. 

-Es posible que algún día puedas saldar tu deuda, pero éste es el camarote del capitán y tú eres el capitán… un gran capitán me parece; además, creo que tus hombres lo saben. Me ha parecido ver en la bodega un camarote ¿de oficiales?; este será más apropiado; y si no es así, me gustan las hamacas. 

-Está bien; como quieras. ¿Has visto por aquí alguna botella de ron? 

-En los armarios no; los cajones de la mesa no los he tocado porque Kong estaba operando encima y ese armario cerrado tampoco. Ahora tú tienes la llave… supongo. 

Empezó a abrir los cajones que no necesitaban llave. En el de arriba a la derecha había un par de pistolas preparadas para disparar. El de debajo de éste contenía el diario de a bordo. Los otros dos de abajo estaban cerrados con llave.

Abrió el de arriba de la izquierda y aparecieron dos botellas de ron y dos vasos; me los dio para que los llenara mientras él abría el segundo cajón y sacaba una caja repleta de cigarros, de la que extrajo dos. Le pasé una copa y él me ofreció un cigarro. 

- ¿Cómo has convencido a los hombres que querías, para que volvieran contigo? 

-No ha sido difícil; en primer lugar, está el miedo a que los que no accedan a pasarse sean ejecutados; los que me conocían sabían que no corrían ese peligro; pero ellos se habían dado cuenta de que, la protección de Francia en el mar no sirve de mucho y la posibilidad del botín se les había esfumado; sin contar el hecho de que el capitán y los dos oficiales eran, digamos que excesivamente estrictos; alguno de los que tienen latigazos en la espalda, jamás los habrían recibido conmigo. Casi todos querían pasarse, por eso he hecho la selección. 

Después de un buen trago y un par de bocanadas, François sacó las llaves. Al abrir los cajones de la mesa encontramos varias bolsas repletas de monedas de diferentes valores, pero que representaban una pequeña fortuna. Con gran alegría, abrió el candado del armario reforzado con barras de hierro; contenía un pequeño baúl de un metro de largo por medio de ancho y una altura de unos setenta centímetros.

Al abrirlo, nos quedamos boquiabiertos y sin poder articular palabra.

Estaba repleto de lingotes de oro y plata, perlas, piedras preciosas y joyas… y allí estábamos nosotros, plantados como si hubiéramos echado raíces, con los ojos fijos en el tesoro, como pasmarotes, con la boca abierta.

Al cabo de un rato nos miramos; François se abalanzó sobre mí y nos fundimos en un largo abrazo. 

- “Mon ami”; la diosa fortuna nos ama. Estos malnacidos habían logrado un gran botín… y ahora es nuestro. Vamos a acabar el trabajo y se lo comunicaremos a los compañeros. 

Cerró de nuevo el baúl, el armario y los cajones, se puso las llaves al cinto y salimos a la cubierta. Faltaba poco para acabar de traspasar el material del balandro al bergantín y bajamos a las bodegas. En la superior había un par de pequeños camarotes para oficiales, debajo del camarote del capitán; en el centro del barco estaban las provisiones, el menaje de cocina, el armamento, y las velas y jarcias traídas del balandro; en la proa, literas y hamacas indicaban la zona de la tripulación; allí, el médico estaba al lado de Jean Luc hablando con él, asombrado de que estuviera vivo y maravillado por el aspecto de la cirugía que Kong había practicado. Al llegar nosotros, preguntó quién había hecho la operación. Al decirle que era yo, me rogó que le explicara cómo y con qué material lo había cosido. Le contesté que tal vez se lo explicaría, si decidía quedarse con nosotros y el capitán lo aceptaba; siempre y cuando se comprometiera durante un año con él.

La propuesta fue bien recibida por François (era muy difícil encontrar médicos); el galeno, tras reflexionar unos instantes, le juró al capitán que lo acompañaría en sus viajes durante el próximo año... siempre y cuando los conocimientos que yo le ofreciera valieran la pena.

En la bodega inferior, el montón de sacos y barriles que lastraban el barco, eran de azúcar, café, cacao y ron (nos lo dijo el médico); y producto también del botín conseguido, antes de toparse con nosotros.

Subimos los tres a cubierta. Pierre y Marcel se acercaron para informar que ya había terminado el traspase del material, salvo lo que había en los cajones de la mesa del capitán.

François volvió a L’Etoile de Toulouse por última vez y se fue a su camarote; yo le seguí como guardaespaldas, el médico también vino para echar un último vistazo a los tres heridos y dejar unas breves instrucciones para el cuidado de sus heridas. Al salir del camarote, con un saco con sus últimas pertenencias, el capitán le dijo a Antoine que abandonara el timón y el barco. Después de entregarles a los quince prisioneros una navaja para que pudieran desatarse, ordenó a su tripulación abandonar el balandro.

Él y yo fuimos los últimos en cruzar por las pasarelas; Kong retiró los dos garfios y de un espectacular salto se plantó en la cubierta del bergantín. Mientras retiraban las pasarelas, el capitán ordenó a Marcel que pusiera los hombres necesarios a las velas y les transmitiera sus órdenes.

Subió al castillo de popa y empezó a dar órdenes; los dos barcos se separaron lentamente. Nuestro bergantín giró ciento ochenta grados y pusimos rumbo al este.

Aún faltaba un rato para la puesta de sol; dejó a Dominique al timón, nos llamó a Pierre y a mí y volvimos a su camarote. 

- “Monsieur Pierre”, escoja un ayudante; si es posible me gustaría que fuera voluntario; espero que hoy nos haga una buena cena, nos la hemos ganado. Antes de ir a prepararla, como responsable del reparto del botín, voy a mostrarle lo que hemos conseguido. 

A Pierre los ojos se le abrieron como platos cuando vio las bolsas de las monedas y tuvo que apoyarse en la mesa del capitán cuando François abrió el cofre. Al fabuloso botín, había que añadir lo que pudiéramos conseguir por la venta del montón de sacos de azúcar, café, cacao y los barriles de ron que atiborraban la bodega. Les sugerí que podríamos tener siempre café a punto, aunque fuera frío. Se sorprendieron, pero aceptaron la propuesta.

Salió del camarote dando saltos de alegría y gritando a los cuatro vientos, la noticia del botín. Al momento, su alegría se contagió a toda la tripulación; incluidos los nuevos miembros que, lo único que sabían del botín conseguido en el asalto que habían realizado hacía dos días, eran los sacos y barriles de la bodega.

Pierre y su nuevo ayudante, el joven Luis, prepararon una cena exquisita y abundante a base de carne a la parrilla y fruta; el capitán autorizó doble ración de ron y obsequió con un cigarro a todo el que quiso fumar. La celebración duró hasta bien entrada la noche y enseguida las dos tripulaciones fueron una sola. Se establecieron los turnos; Kong se quedaría junto al timonel, vigilando.

Dormí en el camarote del segundo; el otro camarote, lo compartían Antoine y Pierre.

A la mañana siguiente continuamos navegando, sin perder de vista los cayos que asomaban en el horizonte a estribor. Me reuní con François.

- ¿Vas a seguir navegando con bandera española? 

-Sí; hasta que no abandonemos aguas cubanas; he ordenado que los uniformes estén a punto; será más fácil sorprender a algún mercante. Aunque dado el botín que ya hemos logrado, no voy a correr riesgos si no veo que es una presa fácil. 

Al llegar a la altura del cayo Romano tomamos rumbo sureste, por el canal de Bahamas.

El médico comprobó asombrado, lo rápido que se recuperaba Jean Luc de sus heridas, al verlo pasear por la cubierta (por indicación mía, que le había trasladado las órdenes de Kong). Tuve una larga charla con François, antes de decidir contarle el secreto al médico. Era necesario hacerlo si el robot debía instruirlo en la ciencia de Esculapio; condición necesaria para que contara con médico en las próximas expediciones.  Me preocupaba que el secreto dejara de serlo. De momento sólo lo sabían Antoine y François; para el resto Kong era un gorila, extraordinario, pero un simio, al fin y al cabo. Mi socio me tranquilizó al decirme que creía que se podía confiar en el médico; pero que, aunque quisiera divulgar el secreto, lo único que podría conseguir sería buscarse problemas. ¿Cómo iba a explicar que Kong era una máquina inteligente? Además, si alguien comprendía el concepto, le tomaría por loco y no se lo creería.

Al final decidimos que enviaría al médico al camarote del capitán; allí, yo haría la introducción y luego dejaría que Kong le diera algunas clases y resolviera las dudas que le planteara.

Esperamos la llegada de “Monsieur Vincent” (así se llamaba el médico) con el instrumental más fácil de replicar por un buen herrero, encima de la mesa del capitán, envuelto en tela; también pusimos un puñado de papeles en blanco, plumas y tinta para dibujar y hacer anotaciones; además de una botella de ron y dos vasos. Yo estaba sentado en la silla del capitán y Kong de pie a mi lado. Llamó y le invité a entrar; le pedí que tomara asiento y le ofrecí un vaso de ron. Lo cogió, pero no bebió.

-Monsieur Vincent; ¿es Vd. un hombre de ciencia o cree en Dios? 

-Soy un hombre de ciencia y también creyente. 

-Se lo he preguntado porque, a partir de ahora verá y oirá cosas increíbles. Si no es un hombre de ciencia, es posible que crea que lo que verá y oirá es obra del diablo; le aseguro que no es así, que hay quien está mucho más avanzado en medicina, de lo que es habitual en Europa. Pero si cree que la investigación y el conocimiento científico, son obra del diablo, no vale la pena continuar. Por ejemplo, si cree que investigar el funcionamiento del cuerpo en cadáveres es diabólico, vale más que se quede con sus supersticiones. ¿Quiere continuar? 

Bebió un buen trago y carraspeó, antes de responder. 

- “Monsieur Manuel”; los avances científicos y médicos se consiguen gracias a la investigación y experimentación que hacen las mentes brillantes, no por inspiración divina. Tengo reparos a experimentar con cadáveres, pero es por respeto a los muertos; no por causas morales. Ahora bien, si profanar un cadáver me permitiera salvar una vida, lo haría sin dudar. 

-Me alegra oír esto, Vincent. Celebro que no sea Vd. un obcecado e intolerante creyente. Prepárese para recibir la mayor sorpresa de su vida. ¿Había visto algún gorila antes? 

-Sí; pasé en África unos meses y allí los vi. Aunque jamás hubiera creído que se pudieran domesticar así. 

- ¿Domesticar? No, no; Kong no está domesticado, es mi amigo. Es un amigo muy especial… que habla. Además, en realidad fue él, el que operó a Jean Luc; él es quien le proporcionará la información que le ayudarán a mejorar como médico y cirujano.

El doctor Vincent no se inmutó; de un trago terminó su vaso de ron y se puso en pie; durante unos segundos pensó qué decir. 

- “Monsieur”; le agradezco el vaso de ron, pero la broma es demasiado estúpida; si pretende reírse de mí, no me hace ninguna gracia y si lo dice en serio, es que está Vd. loco de atar. 

-Esperaba una respuesta parecida a ésta. Vd. tiene una parte de razón; es increíble; pero, ni es una broma, ni me burlo de Vd., ni estoy loco. Kong, por favor; dile a “Monsieur” Vincent, qué opinas de lo que he dicho. 

Miré a Kong, sin dejar de observar por el rabillo del ojo al médico que, también se había girado hacia él. 

-Todo lo que le ha dicho Manuel es cierto. Operé a Jean Luc porque Vd. lo había descartado y sabía que yo podría salvarle. Estoy dispuesto a compartir con Vd., conocimientos que pueden serle útiles. 

Las manos y piernas del médico empezaron a temblar; tuvo que apoyarse en su silla para no caer. Con la boca abierta y los ojos a punto de salírsele de las órbitas, logró sentarse de nuevo. Llené de nuevo su vaso de ron.

Echó un largo trago mientras Kong dejaba al descubierto las herramientas quirúrgicas que había preparado.

Al verlas, volvió a levantarse, mientras murmuraba una y otra vez “Ce n’est pas possible”. Durante unos segundos sus asombrados ojos, viajaron del instrumental a Kong y de Kong al instrumental.

Interrumpí el trance del doctor. 

-Bien doctor; creo que yo estoy de más aquí; ustedes tienen mucho de qué hablar; les dejo solos; está Vd. en buenas manos.

Salí a la cubierta, con la satisfacción del deber cumplido.

La puesta de sol nos pilló cerca de Puerto Padre sin que hubiéramos avistado otras velas que las de pequeñas embarcaciones de pesca.

François hizo cambiar la bandera y poner la francesa; según me dijo, porque al día siguiente llegaríamos a Baracoa, el último puerto antes de llegar al extremo oriental de la isla. Había estado allí en otras ocasiones; era un buen mercado para el contrabando que efectuaban, tanto franceses como holandeses. Conseguiríamos mejores precios, si repartíamos el producto entre Baracoa y Tortuga, que si lo vendíamos todo en la isla.

El alba del noveno día desde nuestra salida de Santiago, nos encontró navegando plácidamente al norte de la bahía Nipe y rumbo sureste.

Al mediodía, si no surgían inconvenientes, llegaríamos a Baracoa.

Debían ser las diez cuando divisamos, muy lejos aún, un gran barco que al parecer se nos acercaba por la proa. Veinte minutos más tarde pudimos distinguirlo bien; llevaba el camino inverso al nuestro, era un gran galeón con dos cubiertas artilladas y bandera española. François me comentó que debía llevar bastante carga, cuando pudo apreciar su línea de flotación. Decidió no atacarlo, dado el número de cañones del navío… y que nuestras bodegas ya estaban repletas. Nos cruzamos a quinientos metros de distancia por babor; llevaban abiertas las troneras de los cañones por precaución; nosotros no.

Conforme a las previsiones del capitán, atracamos en Baracoa poco después del mediodía. El puerto fue el primer asentamiento de la isla, después de la llegada de los españoles. En 1518 había recibido el nombramiento de ciudad. Fue la primera capital y también el primer obispado de Cuba. A pesar de ello, el único medio de comunicación con el resto de la isla era por mar. No había caminos que la comunicaran, ni tan solo con las ciudades más cercanas; al estar incomunicada del resto de la isla por tierra, su escasa población se dedicó al contrabando con franceses e ingleses.

Mientras efectuábamos la maniobra, seis individuos se acercaron al barco hablando amistosamente. A François no le gustó. 

- ¡Malditos ladrones! Se están poniendo de acuerdo para rebajar los precios. Con cuatro de ellos ya he hecho negocios; a los otros dos no los había visto nunca. Esta negociación va a ser dura. 

-Creo que me fue bien, tener a Kong a mi lado en Tortuga. 

Aún estábamos amarrando el buque, cuando François se asomó por la borda del castillo de popa; saludó efusivamente a los comerciantes y les dijo que traía azúcar, café, cacao, ron, algo de pólvora y un par de barriles de tiburón ahumado.

Uno de los comerciantes que conocía, le felicitó por su nuevo barco en nombre de todos.  Pidió permiso para subir a bordo, a revisar la mercancía. François se lo dio y me pidió que fuera con él. 

-Vamos a recibirlos. Dile a Kong que se quede a tu lado mientras estén a bordo; creo que será bueno ponerlos nerviosos. 

Los visitantes subieron; se hicieron las presentaciones y tal como yo había previsto, la incomodidad, sino el miedo, se apoderó de los visitantes.

Inspeccionaron la carga y se mostraron satisfechos por el estado de los sacos. Subimos al camarote del capitán a negociar la venta. Los visitantes permanecían de pie frente a la mesa; François se sentó en su silla, Kong llenaba seis vasos de ron mientras yo les ofrecía un cigarro, que todos aceptaron. Kong fue entregando uno a uno los vasos mientras yo les ofrecía fuego con mi mechero de gas.

Las buenas maneras del principio de la negociación se fueron perdiendo poco a poco; los precios ofrecidos por los comerciantes hicieron que François se pusiera en pie y gritando, les invitó a terminarse el ron y largarse de su barco. Les dijo que no había ido a Baracoa para que un puñado de ladrones le robara; que hasta ahora creía que eran gente honesta y por eso les había llevado su género. Los comerciantes argumentaron que no podían vender tanto producto al por menor y que deberían venderlo a otros comerciantes, con lo que su comisión se reduciría notablemente; también estaba el hecho de que, con el tiempo, parte de la mercancía se echaría a perder; además hicieron una velada alusión al hecho de que, algo, era mejor que nada… y doblaron el precio de su oferta, “para no perder a un proveedor al que tenían en mucha estima”. Estaban bastante intimidados por el tono de François y un gruñido de Kong.

François aparentó calmarse al oír la oferta; se bebió de un trago el contenido de su vaso y mantuvo un largo silencio, que hizo aumentar visiblemente el nerviosismo de nuestros invitados. Continuó con voz pausada y una sonrisa en los labios. 

-Han sido una maniobra muy hábil, ponerse de acuerdo para negociar; pero antes de que continúen insultándome o pretendan robarme, les informo que, varios de mis hombres han muerto por conseguir este botín y no estoy de humor para escuchar más tonterías. Por respeto a que en anteriores ocasiones me trataron bien, voy a decirles yo el precio de cada producto. Es exactamente el doble de su última oferta; cada uno de ustedes puede comprar la cantidad de sacos y barriles que quiera, a ese precio, o no comprar nada y tranquilamente abandonar mi barco; pero les recomiendo por su bien, que no intenten regatear el precio. Les dejamos unos minutos con nuestro “peludo” amigo, para que se lo piensen y lo hablen si quieren. Si yo estuviera en su lugar no me movería mucho ni tocaría nada. 

Kong volvió a gruñir y mostró los intimidantes caninos.

Una vez fuera de su camarote me guiñó el ojo. 

-Dentro de poco veremos si ha funcionado. El precio que he pedido es el mismo que saqué hace unos meses; aunque entonces tenía mucho menos género y fui ofreciéndolo tienda por tienda. Me daría por satisfecho si nos compran una cuarta parte de lo que tenemos en la bodega. En la Habana habríamos conseguido un precio mejor, pero es mucho más peligroso, porque la corona española vigila estrechamente a los comerciantes para que paguen sus impuestos. Si no tienes una buena red allí es imposible hacer negocios; y aun teniéndola, te arriesgas a ser expropiado y que te metan en la cárcel. 

-Ha sonado muy dramático lo de nuestros compañeros muertos. ¿Cuántos fueron? ¿cero o ninguno? 

François me guiñó un ojo con una sonrisa y volvimos al camarote.

El que había llevado la voz cantante fue el primero en hacer el pedido. Volvería al cabo de una hora con el dinero y el carro para recoger el género. Todos los demás también lo hicieron y acordaron venir con intervalos de media hora. Al terminar, les acompañamos hasta la pasarela; ellos se quejaban de que iban a perder dinero con la operación y François les dijo que, le permutaba el barco a cualquiera de ellos, a cambio de su negocio. Ninguno le tomó la palabra.

Después que los comerciantes hubieron abandonado el barco, el capitán llamó a Pierre, que ya había terminado de preparar la comida; le hizo entrega de las notas de los pedidos con su importe y le comunicó el orden en el que vendrían a pagar y recoger la mercancía. El jefe de intendencia avisó a doce de los hombres que ya estaban comiendo, para que, al terminar, se dedicaran a subir a la cubierta los sacos y barriles que él les fuera indicando; también les notificó el lugar que ocuparía cada uno: tres en la bodega, para colocar los sacos en la plataforma; otros tres los izarían con los polipastos hasta la cubierta; los otros seis, los trasladarían hasta los carros de los comerciantes.

François y yo comimos en el camarote del capitán, el mismo rancho que los demás. En los barcos piratas todo el mundo comía lo mismo; más o menos en función de hambre, pero la misma comida para todos; no había menú especial para nadie. El privilegio del capitán era que, él tenía en su camarote unas piezas de fruta y alguna botella de ron.

Me comentó que sondearía a los comerciantes, uno por uno, para cambiar los lingotes de oro por ducados y reales de a ocho. Le dije el precio al que me los habían pagado a mí en Tortuga. Sonrió y me dijo que creía que era un buen precio, pero no pensaba que lo pudiéramos conseguir, aunque se alegró de saberlo para negociar mejor.

Acabábamos de comer y salimos a cubierta, donde ya estaba preparado el primer pedido, en el momento que llegaba el primer comerciante. Después del protocolario saludo y de que el comerciante hubiera inspeccionado los sacos y un barril, le hizo entrega a Pierre de una bolsa con el dinero de la transacción. Pierre lo contó mientras empezaban a cargarle la mercancía en el carro, bajo la vigilancia del carretero. François se llevó al comerciante a su camarote, le mostró tres lingotes de oro y otros tres de plata y le pidió una oferta. Cuando volvieron a salir, pidió a Kong que le hiciera de guardaespaldas para ir a la tienda del mercader, a cobrar los lingotes.

Regresaron al mismo tiempo que llegaba el carromato del segundo comerciante.

Las mismas operaciones que con el primero, se realizaron con éste y con los otros cuatro. Todos adquirieron también, tres lingotes de oro y tres de plata; Kong acompañó en todas las ocasiones a François.

Aún faltaban tres horas para la puesta de sol; el capitán repartió unas cuantas monedas a toda la tripulación, para que pudieran bajar a celebrar el negocio. Avisó que aquella noche no habría cena en el barco, solamente alguna fruta. Todos bajaron, incluido Jean Luc, a quien el doctor recomendó no hacer esfuerzos y moderarse en el consumo de alcohol.

En el bergantín quedaron François y Pierre, que se dedicaron a poner al día el libro de cuentas, donde se anotaba el botín que al final del viaje se repartiría en función de lo establecido en la hoja que todos firmaron al empezar el viaje (la asamblea decidiría si los nuevos incorporados recibirían la misma parte). El médico se quedó para seguir recibiendo enseñanzas de Kong; estaban enfrascados en sus asuntos en el castillo de proa… y yo me quedé vigilando, paseando por la cubierta.

Interrumpí a los “contables” con la excusa de pedirles un vaso de ron y un cigarro; aprovecharon para beber conmigo y celebrar el éxito de la venta (en las bodegas sólo quedaba un tercio de la carga y sería fácil colocarla en Tortuga). En el cofre apenas quedaban lingotes; ahora, junto a las perlas, joyas y piedras preciosas, había doce grandes bolsas repletas de escudos, ducados y reales de a ocho.

Les pedí que, si no tenían inconveniente, en mi parte del botín pusieran dos hermosos y elaborados collares que me llamaron la atención, en medio aquel auténtico tesoro. Me dijeron que no habría ningún inconveniente; los hombres preferían dinero en efectivo, o en su defecto, perlas o pequeñas piedras preciosas, porque en estos últimos casos, siempre quedaban a expensas de poder conseguir un buen trato con el joyero de turno. Las joyas, piedras preciosas y perlas sólo interesaban a los ahorradores; y de éstos, no había muchos entre la marinería.

El sol se estaba poniendo tras las montañas del oeste de Baracoa; Kong se quedó vigilando el barco y el resto de los humanos del navío bajamos a tierra a estirar las piernas. Al poco, nos encontramos un grupo de nuestra tripulación y Pierre se unió a ellos, dejándonos al capitán, al médico y a mí.

Nos metimos en una cantina y durante la conversación en la cena aproveché para preguntar a “Monsieur Vincent” si encontraba interesantes los conocimientos de Kong y como consecuencia, se comprometía a navegar durante un año con François. 

-Sí, desde luego; es una “criatura” extraordinaria que me ha enseñado mucho. Cuando encuentre un buen herrero le haré construir algunas herramientas que facilitarán mi trabajo; también compraré o recogeré algunas hierbas que me permitirán hacer mejores medicinas. Por fortuna he tomado nota de todo, porque si no, me sería imposible recordar cuanto me ha dicho. Yo cumpliré mi palabra… pero no puedo entender por qué quieren que me quede con ustedes si ya lo tienen a él. No me lo explico.

Le confesé al doctor que Kong y yo nos iríamos lejos cuando regresáramos a Tortuga. Se dio por satisfecho con la explicación y le confirmó a François que cumpliría su palabra de estar con él, al menos un año; confiaba que después, tendría suficiente dinero para abrir una consulta en el puerto.

Le informé, atribuyéndolo a mi intuición y no a lo que sabía, que Tortuga dejaría en pocos años de ser un puerto importante; que el que estaba en auge ahora era Port Royal, en Jamaica. Pero que, los piratas, más tarde o más temprano, serían perseguidos por todas las naciones y no habría albergue seguro para ellos en ningún lugar.

Les recomendé que, como mucho en un plazo de veinte años, dejaran de ser piratas y se aposentaran como pacíficos civiles. Sugerí la Habana, como un buen lugar para establecerse, dado su crecimiento demográfico y la calidad de sus defensas; también los cultivos de azúcar, café y cacao, como buenos negocios.

Al volver al barco nos encontramos al último grupo de la tripulación que regresaba. En él iban entre otros, Antoine y el joven Luis que, esta vez, había disfrutado de su desahogo sexual en la intimidad y sin que un coro de compañeros lo jaleara.

A la mañana siguiente salimos de Baracoa con rumbo sureste. Nuestro destino era el cabo Maisí, el punto más oriental de Cuba. Esperaríamos en su parte norte, ocultos de la vista de cualquier barco procedente de Santiago, que vendría forzosamente por el sur. Utilizaría el dron para vigilar y descubrir la posible presa, con tiempo de sobra para preparar el ataque.

Llegamos poco después del mediodía y anclamos el barco a cincuenta metros de la playa. Comimos a bordo y mientras la mayoría echaba la siesta, envié al dron en misión de reconocimiento. Apenas lo separé del barco, lo hice subir a un kilómetro de altura y desde allí escudriñé el mar, desde la línea de la costa hacia el sureste. El mar reflejaba maravillosamente el sol; por desgracia, ninguna vela rompía la monotonía del oleaje. Por la tarde preparamos un campamento en la playa, mientras Marcel y ocho artilleros probaban los cañones.

Su objetivo eran unas palmeras situadas en la playa a trescientos metros del barco (la distancia estaba certificada por Kong). El primer tiro quedó corto, el segundo alto, pero los otros ocho no se dispersaron más allá de tres metros del objetivo. De ser un barco le habrían impactado los ocho. Después de las prácticas de tiro, sólo tres quedaron de guardia en el barco. Antes de cenar me di un baño completamente desnudo en las cálidas aguas del Caribe bajo la atenta mirada de Kong, que vigilaba por si aparecía alguna aleta. Apenas había luz; la parte iluminada de la luna era una finísima hoz, que indicaba el inicio del cuarto creciente. Después de cenar, mientras las canciones salían de las gargantas de la exultante tripulación, mi guardaespaldas subió a lo alto de una pequeña loma para otear hacia el sur con su privilegiada visión nocturna en busca de velas. Al volver, François fue a reunirse con él en un aparte; informó que no había visto ningún barco con rumbo noreste, que es el que debería llevar nuestro objetivo. Sí que había divisado un par de galeones en dirección suroeste, ambos provistos de dos cubiertas artilladas; estaban atravesando el paso de los Vientos. François dedujo que debían ser barcos negreros, que se dirigían a Santiago, Panamá o Venezuela; tanto por el rumbo como por la época del año. También me anunció que, dado que eran dos y debido a su poderío artillero, no íbamos a atacarlos. 

 

CAPÍTULO XI 

EL GALEÓN DEL SR. QUINTANA 

A la mañana siguiente después de desayunar, François, Kong y yo, subimos a la pequeña loma con el dron; le puse el segundo par de baterías dado que las del primer par ya estaban agotadas; lo elevé hasta los mil metros y lo envié a ocho kilómetros en dirección sureste. Tuvimos una hermosa visión de la bahía de Ovando… pero la imagen que nos hizo dar un vuelco al corazón fue el hermoso velamen de un majestuoso galeón que estaba a punto de llegar a ella, navegando hacia nuestra posición. Estaba a doce o catorce kilómetros del lugar en que nos hallábamos. Dado que estos barcos navegaban a seis o siete nudos, se cruzaría con nosotros en una hora u hora y media como máximo.

François y Kong emprendieron una veloz carrera de vuelta al campamento mientras yo hacía volver el dron y lo guardaba en la mochila. Cuando llegué, las dos barcas de desembarco ya estaban llevando hombres y el material de la cocina al bergantín. Al poco, volvieron a recogernos a los últimos que quedábamos en la playa. Subimos a bordo en medio de la vorágine creada por el zafarrancho de combate e izamos los botes. Diez minutos más tarde las instrucciones estaban dadas, todos sabíamos lo que debíamos hacer y estábamos preparados para entrar en acción. Kong estaba en el castillo de popa, junto al capitán; le avisaría cuando estuviera a trescientos metros del galeón para abrir fuego con los cañones. Yo en la proa, avisaría en cuanto lo viera asomar por detrás del montículo que, en estos momentos nos ocultaba al uno del otro, para fijar las velas que nos darían impulso. Tras diez minutos de tensa espera, aparecieron el bauprés y los foques de nuestra presa.

Di el aviso; los hombres a cargo de las velas procedieron a fijarlas y el barco se puso en movimiento. Tomamos rumbo sureste; como el galeón navegaba con rumbo noreste, pasaríamos en vertical por delante de él. Vi con mi catalejo, que en el galeón estaban preparando los cuatro cañones que llevaban en la proa, dos en la amura de babor y otros dos en la de estribor.

Aún no habíamos llegado a la vertical de su proa, cuando uno de nuestros cañones disparó; la bala impactó al lado de la roda, entre uno y dos metros por encima de la línea de flotación; sus dos cañones de la amura de babor abrieron fuego y quedaron cortos por algo menos de cincuenta metros; nuestro segundo cañonazo impactó en la borda, atravesando la cubierta; diez segundos después, nuestro tercer cañonazo hizo lo mismo que el segundo; otros diez segundos más tarde, el cuarto impactó en el trinquete, un metro por encima de la cubierta. Unos diez segundos después (ya habíamos atravesado la vertical de su proa), nuestro quinto disparo impactó en uno de los cañones de la amura de estribor, casi en el mismo momento en que arriaban la bandera y empezaban a hacer lo propio con las velas, en señal de rendición.

François hizo maniobrar el barco para ponernos a estribor del galeón; Kong vino a la proa para ayudarme a cubrir con las AK 104, que no hubiera disparos de cañón.

Al cabo de una media hora que se hizo larguísima, los barcos estaban casi inmóviles, con las velas arriadas, uno al lado del otro. Tres garfios los fijaron finalmente. Kong de un salto, subió a la cubierta del galeón (un metro por encima de la nuestra), mientras François, con ayuda de un rudimentario megáfono, les ordenaba que se echaran al suelo. Tras unos segundos en los que nadie se movió, Kong soltó un aterrador gruñido y disparó una ráfaga al aire. Todo el mundo en el galeón se echó al suelo inmediatamente, al tiempo que los primeros asaltantes llegábamos a la cubierta, pasando por encima de la borda.

François hizo acudir al capitán del galeón, mientras los demás colocábamos a la tripulación capturada, alineados en el lado de estribor de la nave, tumbados en el suelo y comprobábamos que no tenían armas escondidas. Tres marineros habían resultado heridos a causa de los cañonazos; tanto nuestro doctor como el suyo se pusieron enseguida a curarlos. Se podían apreciar daños en la cubierta; el más peligroso el del trinquete; había sido mordido por una bala; no parecía que fuera a quebrarse, mientras no tuviera que soportar la tensión de las velas; pero tendrían que parar en algún puerto para repararlo o sustituirlo.

François preguntó al capitán, después de haberlo cacheado y retirado de su cinturón una pistola y un manojo de llaves, si quedaban más hombres en las bodegas. Después de contar los prisioneros y los heridos, confesó que llevaba dos pasajeros en un camarote de la bodega superior y debía haber tres “cobardes” escondidos en las bodegas.

Precedidos por el capitán del galeón, bajamos hasta la bodega inferior, François, Pierre, Kong, yo y otros dos hombres. El capitán gritó a los cobardes para que salieran; nada se movió; disparé una pequeña ráfaga de cuatro o cinco disparos que hicieron saltar varias astillas. No hubo respuesta ni nada se movió.

Pierre y uno de los hombres se quedaron para revisar la bodega, por si encontraban algo para llevarnos al barco; el resto subimos a la bodega intermedia; volvió a gritar y yo volví a disparar una pequeña ráfaga, con el mismo resultado. Subimos a la bodega superior y llamó de nuevo; no disparé porque unos brazos en alto salieron de diversos escondites. Pasaron por delante del capitán que les amenazó, si no los mataban los piratas, con darles cincuenta latigazos a cada uno. Los tres subieron a cubierta escoltados por Kong y el otro marinero. 

François preguntó al capitán donde estaban los dos pasajeros. Señaló uno de los camarotes de la popa. Le ordenó que los hiciera salir. 

-Señor Quintana, hemos sido abordados por piratas; no nos harán daño si obedecemos sus órdenes; salgan por favor. 

A los pocos segundos oímos el ruido de la cerradura manipulada por dentro; se abrió la puerta y apareció un hombre bien vestido, cercano a los sesenta años con las manos en alto; justo detrás y pegado a él, un muchacho vestido con blusón y unos pantalones, que apenas mediría un metro y medio de altura; llevaba la cabeza cubierta por un sombrero y además temblaba visiblemente.  François ordenó:

-Subamos a su camarote capitán; vamos a ver que pueden ofrecer para que les dejemos seguir su camino. 

El capitán del galeón empezó a subir las escaleras seguido por el señor Quintana y el joven. Cuando éste puso el pie en el primer peldaño, François lo cogió por un brazo y me lo entregó, guiñándome un ojo. 

-Manuel, llévate el joven al camarote y que te indique donde esconden el dinero y las joyas. Tienes media hora; cierra con llave. De nada. 

El Sr. Quintana inició una protesta; François le hizo subir las escaleras clavándole la boca del cañón de la pistola en su abultada barriga.

Me quedé sólo con el muchacho que seguía con la cabeza gacha y temblando. Le hice entrar en el camarote e intenté tranquilizarle. 

No te preocupes, no vamos a hacerte daño a ti ni a tu padre… ni a nadie de la tripulación. Sólo tienes que decirme donde guardáis el dinero y las joyas. Por cierto, ¿Cómo te llamas? 

El muchacho seguía temblando y con la cabeza cubierta por el sombrero, agachada. De pronto, la frase de François cobró sentido para mí. Le quité el sombrero y una larga y cuidada melena negra se desparramó por sus hombros.

Al verse descubierta, levantó la cabeza y me miró; incluso dejó de temblar. Unos intensos y hermosos ojos de color castaño oscuro me miraban expectantes; y yo me quedé fascinado por la belleza de aquella jovencísima cara. Cuando me hube recuperado de la sorpresa volví a dirigirme a ella. 

-Te he preguntado cómo te llamas y donde guarda el dinero tu padre. 

-Mi nombre es Victoria; creo que el dinero lo guarda en un pequeño cofre que está en este armario… y no es mi padre, es mi marido.

- ¿Marido? ¿Qué edad tienes? 

-Diecisiete. 

- ¿Cuánto hace que te casaste? 

-Seis meses 

- ¿Estabas enamorada de él o de su dinero? 

-Yo no quería nada de él; mis padres y yo éramos sirvientes de su mansión. Él me obligó a casarme amenazándome con acusarles de ladrones; incluso les pagó por mí cuarenta ducados. 

Unas lágrimas empezaron a asomar por sus hermosos ojos, mientras avergonzado, notaba sus esfuerzos por evitar que se desparramaran.

Le pedí disculpas y busqué con la mirada el armario en cuyo interior debía estar el cofre con la fortuna de su marido. Estaba cerrado con llave. Miré a la puerta y descubrí colgando del cierre, por la parte interior un grupo de llaves que colgaban. Cerré con llave y saqué el manojo de la cerradura. Abrí el armario y allí estaba el pequeño cofre; lo puse sobre la mesa que había en la habitación y después de probar con un par de llaves se abrió. Varios collares, pendientes, pulseras y anillos descansaban sobre tres sacos; dos pequeños con perlas y piedras preciosas respectivamente y otro, más grande y pesado, repleto de ducados de oro y plata. Victoria me confesó que su marido había vendido todas sus posesiones y negocios en Santiago y volvía a España, a vivir plácidamente de los réditos de su fortuna.

Me di cuenta de que respiraba con dificultad. La hice ponerse de espaldas y le levanté el blusón por detrás hasta la altura de sus hombros. Una tosca y larga gasa daba varias vueltas a su tórax impidiéndole casi respirar, supuse que, para ocultar sus senos. Se la quité desde su espalda, mientras ella se cubría pudorosamente los pechos con sus brazos y el blusón. Mientras se recuperaba aspirando ansiosamente el aire, acaricié suavemente la zona de su espalda que había quedado profundamente marcada por la presión de la gasa. Se dejó hacer y al poco emitió un profundo suspiro.

Mis manos se deslizaron desde su espalda hasta sus pechos, sin que ella opusiera resistencia cuando pasaron por debajo de sus brazos. Su piel era fina como la seda; sus pechos del tamaño y duros como melocotones. Los acaricié con las palmas de mis manos, mientras con los pulgares e índices le frotaba los pezones. Enseguida me puse a besarle el cuello y darle suaves mordisquitos en el lóbulo de la oreja. Mi mano derecha abandonó su pecho y bajó por su vientre hasta la cintura, pasó por debajo de sus pantalones hasta llegar al monte de Venus; la palma de mi mano se posó sobre su suave vello púbico; pese a la presión de sus piernas, mi dedo corazón empezó a friccionar ansiosamente su clítoris mientras seguía besándola en el cuello y acariciando sus senos.

Al poco la despojé del blusón, la cogí en brazos y la llevé a la cama sin que hubiera oposición por su parte. Me desnudé rápidamente mientras contemplaba su bien formado cuerpo; quedé prendado de los duros pezones que emergían altivos de sus hermosos pechos, que bajaban y subían al compás de una jadeante respiración. Mi verga, al quedar libre de la presión del ajustado traje antibalas, se levantó en todo su esplendor ante la atemorizada mirada de Victoria. Me había propuesto ser tierno con ella; pero la contemplación de aquel cuerpo menudo y perfectamente formado, unido al hecho de que debía llevar unas tres semanas sin hacer el amor, me hizo abalanzarme sobre ella como un animal en celo. La penetré furiosamente y pude notar el esfuerzo de su vagina para abrir paso a mi pene; por suerte estaba bastante lubricada. Un pequeño gemido de ella dio paso al frenesí sexual. Empecé a percutir con mi pene como un poseso; mis manos apretaban, ora sus pechos, ora sus nalgas.

Mis labios buscaron y encontraron sus carnosos labios. Apreté con fuerza sus pechos; mientras tanto, el vaivén de mi pene al impactar contra ella provocaba el movimiento de toda la cama. Al fin, entre gemidos de ella y un extraordinario estremecimiento por mi parte, llegué al orgasmo.

Al cabo de unos segundos la abracé con una mano en las nalgas y pasé la otra por su espalda; sin separarnos me di la vuelta y ella quedó encima mío. Pesaba muy poco y continué basándola mientras mis manos acariciaban la sedosa y sudada piel de su espalda y nalgas.

Podía notar aún, la presión de su vagina en mi verga. Nuestros corazones latían acelerados mientras ella aspiraba el aire a bocanadas, ahora libre de la presión de mi peso; notaba la presión de su vagina alrededor de todo mi pene y cogiéndola por las axilas, la hice subir retirando mi verga de su sexo. Me moví hasta situarme debajo de ella, con mi cabeza entre sus muslos. Era obvio que estaba sorprendida; restregué mi lengua y mis labios contra los labios de su coño, saboreando el salado sabor de su sexo mientras mis manos apretaban sus nalgas y sus suaves muslos acariciaban mis mejillas.

Su mano agarraba mi pene, a escasos centímetros de su cara, inmóvil e ignorante; le dije que se lo pusiera en la boca, lamiera y chupara.

Continué lamiendo y mordisqueando con mis labios su sexo y muslos, mientras mis manos apretaban sus nalgas. Ella puso dubitativamente mi verga entre sus labios y empezó a lamer; después se la introdujo más profundamente y empezó a chupar torpemente.

El estallido del orgasmo llegó de nuevo para mí y ella apretó sus muslos contra mis mejillas en un inútil esfuerzo por cerrarlos, pero casi me asfixia, mientras se atragantaba con mi semen.

Quedé extenuado, pero increíblemente satisfecho, con el ligero peso de Victoria sobre mí y la suavidad de su piel sobre la mía; con su sexo a escasos centímetros de mi cara y el mío entre sus manos.

Estaba acariciando suavemente sus nalgas y sus pechos, cuando unos golpes aporrearon la puerta del camarote.

-Manuel, es hora de partir; toma lo que sea de valor y sube a cubierta; nos vamos en diez minutos. 

La aparté suavemente de encima mío; me levanté y limpié mis partes bajas con la sábana de la cama. Estaba poniéndome el traje antibalas cuando ella me pidió que la llevara conmigo. Le dije que no podía; que, aunque lejos, tenía una mujer y un hijo que me estaban esperando.

Ante su mención, la conciencia, que había estado dormida hasta ahora, se despertó y recriminó mi nueva infidelidad; también que hubiera sido con una menor. Esto último no lo acepté como pecado; Victoria ya era una mujer casada y probablemente, le había proporcionado una satisfacción que su viejo marido era incapaz de darle, suponiendo que lo pretendiera; cosa que no creía.

Ella insistió y suplicó que no la dejara con su marido. Según dijo, era un ser malvado que la echaría de su casa en cuanto se cansara de disfrutar de su cuerpo y sólo se había casado, después de amenazar a sus padres y a ella misma, por guardar las formas ante sus amigos, la élite política y religiosa de Santiago.

Se puso de rodillas y me pidió entre sollozos, que me la llevara y la dejara en cualquier puerto; ella encontraría la forma de volver con sus padres.

Ya había terminado de vestirme. Le dije que se vistiera.

Mientras se volvía a poner el blusón y los pantalones, saqué varias piedras preciosas y perlas de las bolsas del cofre y me las guardé en uno de los bolsillos del chaleco, en el que llevaba la pistola y los cargadores. Mi intención era dárselos a ella, para facilitarle la tarea de volver con sus padres, pero era consciente de que robar una parte del botín supondría, si me descubrían, una sentencia de muerte por parte de mis compañeros.

Cogí un par de vestidos de su armario (los que me parecieron más cómodos) y los guardé en mi mochila.

Subimos a la cubierta con la mochila a la espalda, el pequeño cofre bajo el brazo y Victoria pegada a mí con la cabeza gacha y el sombrero ocultando su hermosa melena negra.

François, Pierre y Kong estaban esperándonos, vigilando a los prisioneros que estaban atados. François me explicó que habían obtenido del capitán, una bolsa con doblones de oro, unos cuantos arcabuces, cuatro barriles de pólvora y dos de ron. Con respecto al comerciante, le “habíamos aliviado” de cuatro sacos de especias de Asia, cuyo valor le hubiera reportado una pequeña fortuna, si hubiera podido venderlas en cualquier puerto de Europa y unos cuantos más de cacao, café azúcar y tabaco. Volvíamos a tener una buena carga en la bodega.

Entregué el cofre a Pierre, avisándole de que, aunque pequeño, estaba lleno de diamantes, perlas y joyas. Su sonrisa fue tan grande como la desesperación de la mirada del mercader. Cruzó la pasarela hasta nuestro barco levantando el cofre, provocando gran algarabía entre la tripulación. François se dirigió a mí. 

-Vámonos Manuel; tenemos viento favorable. 

-Ella viene con nosotros. 

- ¿Qué? No puede ser. Mi tripulación no secuestra mujeres. 

-Ni la he violado ni voy a secuestrarla; ella me lo ha pedido. 

Miró a Victoria, que había levantado la cabeza y lo miraba a él sin decir nada, pero con una evidente súplica en su expresión.

Con una reverencia un tanto teatral cedió el paso a la muchacha que, aliviada, atravesó la pasarela mientras las miradas de toda la tripulación se fijaban en ella. François la siguió dando órdenes para fijar las velas y poner rumbo a Tortuga. Kong y yo, después de retirar los garfios, fuimos los últimos en volver al bergantín. Se retiraron las pasarelas y nos separamos rápidamente del galeón.

Observé que nuestra tripulación se había incrementado en dos “morenos” más; supuse que debían ser esclavos a los que se les había ofrecido la libertad a cambio de servir como tripulación.

Tomamos rumbo este; el puerto de Tortuga estaba a algo más de doscientos kilómetros; si la fortuna seguía a nuestro lado llegaríamos al día siguiente, entre la tarde y la noche en función de los vientos.

François y Pierre se dirigieron al camarote del capitán para depositar en él las joyas y el dinero del botín; además anotarían en el libro la relación de todo lo obtenido. Hoy podríamos comprobar los avances de Luis, como aprendiz de cocinero de Pierre.

Acompañé a Victoria a mi camarote. Como teníamos agua más que suficiente, le llevé un par de cubos que vertí en un pequeño barreño para que pudiera asearse. Puse los dos vestidos sobre la cama y abrí la puerta para irme. 

-Lo siento Victoria. Lo de antes no he podido evitarlo; pero haré lo posible por que no vuelva a suceder. Te ruego que me perdones, por no haber sido capaz de contenerme. 

-Pues yo no lamento que haya pasado; a pesar de todo, la verdad es que ha sido placentero; mi marido sólo se preocupa de su propia satisfacción y jamás ha sido tierno como tú. Te recordaré mientras viva... y si cambias de opinión, puedes tomarme cuando quieras. 

Cerré la puerta al salir y le pedí a Kong que vigilara para que nadie la molestara.

CAPÍTULO XII 

EL AMOR NACE EN EL BERGANTÍN 

Me dirigí al camarote del capitán maldiciendo mi estúpido sentido moral; no cesaba de repetirme a mí mismo aquella sentencia que dice “cuando llegues a viejo, es mejor arrepentirse de lo que has hecho, que de lo que has dejado de hacer”. Tenía casi cincuenta años, aunque me conservaba en excelente forma física y gozaba de buena salud, la naturaleza es inexorable y según sus leyes, el declive ya había empezado… aunque me fuera difícil aceptarlo.

Estaban acabando de anotar el listado del botín, tremendamente satisfechos por el resultado; le pedí permiso a François, serví tres vasos de ron y encendí un cigarro. Pierre se marchó al poco, una vez concluida la tarea, para revisar la comida, que no debería tardar en estar a punto. 

-Somos muy ricos Manuel. Hemos conseguido una auténtica fortuna sin una sola baja ni heridos; y todo gracias a ti y a Kong. Por cierto, ¿Cómo está tu espalda? 

-Sólo un gran moratón y un pequeño dolor, pero nada más. 

-Quise que perdonaras mi distracción, cediéndote el privilegio del capitán… ¿no te aprovechaste de ella? 

-Te dije que no la había violado. No la violé porque ella no se resistió, pero sí que me aproveché… aunque en cierta manera lo lamento.  

Le expliqué la historia de Victoria; que había decidido protegerla durante los pocos días que me quedaban en esta época y no volver a tocarla. Después, algo inquieto, le confesé que había apartado algunos diamantes y perlas del botín para entregárselos a ella y que pudiera regresar a Santiago con sus padres e iniciar una vida sin problemas económicos.

Se puso serio y me observó durante unos instantes que se me hicieron eternos. 

-Según las leyes piratas debería hacerte colgar del cuello.

Por suerte para ti, también soy un estúpido romántico… y tu amigo.

Si no se los has dado aún, dáselos inmediatamente y convéncela para que, si alguien lo descubre, diga que ella se los había robado a su marido antes del asalto. ¿Dónde está ahora? 

-Se está aseando en mi camarote y Kong vigila que nadie la moleste. He pensado cedérselo, yo iré a dormir con el resto de la tripulación. 

-Aquello estará muy lleno; hay dos nuevos miembros, dos esclavos del barco que he liberado y se han unido a nosotros. Haré que te pongan una hamaca aquí. ¿Crees que ya habrá terminado? Me gustaría hablar con ella; podemos comer aquí los tres. 

-Supongo que sí. Vamos, te la presentaré. Después, mientras la distraes un poco yo aprovecharé para asearme también y quitarme el traje antibalas. Protege, pero aprieta y es molesto… porque supongo que se acabaron los riesgos ¿no? 

Llamé a la puerta y pedí permiso para entrar. La abrió y los dos nos quedamos extasiados al verla, incapaces de articular palabra. Victoria, vestida de mujer, era la viva imagen de la ternura, dulzura… y estaba increíblemente atractiva. Recordé sus últimas palabras “si cambias de opinión, puedes tomarme cuando quieras”. No lo hice porque allí estaba François; de no ser así me habría echado encima de ella otra vez. Le di los diamantes y las perlas; le expliqué que los había cogido para ella antes de entregar el botín y la instruí sobre lo que debería decir, si alguien (en el barco o en Tortuga) le preguntaba de dónde las había sacado; también le expliqué el porqué.

Con lágrimas en los ojos me dio un largo abrazo mientras no cesaba de darme las gracias, ante la mirada sorprendida de François.

Les pedí que me dieran diez minutos para asearme, antes de reunirme de nuevo con ellos para comer en el camarote del capitán.

Me aseé con la misma agua de Victoria; después lavé brevemente el traje antibalas. Recogí mis cosas y las guardé en la mochila, me la colgué al hombro y subí a cubierta.

Antoine, François y Victoria estaban en el puente de popa; a ella se la veía radiante sujetando el timón, con su larga y ondulada melena agitándose al viento.  Tan pronto me vio le entregó el timón a Antoine y bajó a mi encuentro saltando los escalones alegremente; François la seguía sin perderla de vista con ojos de “ternero degollado”.

Luis tuvo la amabilidad de traernos la comida al camarote y preparar la mesa; se le notaba orgulloso del resultado de su primera experiencia al mando de la cocina. Una vez hubimos probado el primer bocado le felicitamos; tenía sobrados motivos para estarlo. Se marchó del camarote del capitán y nos dejó solos a los tres.

Un incómodo silencio se instaló entre los tres; parecía que ninguno se atrevía a ser el primero en hablar. Para romper el hielo propuse un brindis “por la buena fortuna, la libertad y los vientos favorables”; alzamos la copa y François añadió “y por las mujeres hermosas”, mirando fijamente a Victoria. Bebimos y me di cuenta del rubor que asomaba en las mejillas de ella. Se repuso rápidamente y propuso otro brindis. 

- ¿Puedo brindar por ti Manuel? Un hombre maravilloso y generoso, que me ha liberado de una triste vida y me ha devuelto la libertad y la posibilidad de volver a ver a mis padres. Aunque envidio a la mujer que te espera, os deseo sinceramente a los dos, una larga vida y felicidad. Capitán… ¿a usted le espera alguna mujer hermosa en Tortuga? 

-No; no tengo la fortuna de mi amigo Manuel. A mí no me espera ninguna mujer… ni hermosa ni fea. 

-Es extraño que un hombre tan… tan agradable como usted, no tenga mujer. ¿Acaso es usted muy exigente? 

-No, no; aún no la he encontrado. No hay muchas mujeres en Tortuga… y desde luego ninguna tan hermosa como tú. 

- ¿Es lo único que espera de una mujer? ¿que sea hermosa? 

-No, qué va. Me gustaría que, además, fuera inteligente y con carácter. 

- ¿Lo ve? Lo que yo decía. Es usted muy exigente. ¿Debe ser también virgen, la mujer que busca? 

Me pareció que Victoria estaba jugando al gato y al ratón con François.

Mi amigo, que había demostrado habilidad, sangre fría, valor e inteligencia, tanto en los negocios como en la batalla, parecía un jovencito confuso, tímido y azorado, ante la muchacha.

Recobró su aplomo y respondió algo que yo haría mío, siglos más tarde, aunque en realidad, había sido algunos años antes: 

-Todos los hombres quieren ser el primero en la vida de una mujer; los inteligentes solo aspiran a ser el último en la vida de su amada. 

- ¡Vaya! Esto que acaba usted de decir es muy bonito. ¿Y tú Manuel? ¿fuiste el primero en la vida de tu amada? 

La “desvalida muchachita” que había liberado, se estaba convirtiendo aceleradamente, en un diablillo capaz de revolucionar el mismísimo cielo. No entendía por qué me tuteaba y a François (mucho más joven) le trataba de usted. Decidí seguir el juego, empezando la guerra.

Era consciente de que, lo que iba a decir borraría cualquier posibilidad de volver a acostarme con ella… y me dolía en el alma. 

-No. No fui el primero en su vida; y no me importa en absoluto. Es más; creo que me quiere mucho más de lo que merezco. Aunque la ame con todo mi corazón, soy incapaz de resistir a la tentación de seducir a una bella mujer, si además es joven, inteligente, tiene carácter... y es dulce como la miel. Mi alma es suya pero la carne es débil.

¡Por cierto! Ya que hablo de amor y parejas… Vosotros dos formáis una pareja preciosa; sois jóvenes, guapos, valientes e inteligentes… además de ricos. Y no lo digo porque os quiera a los dos. Cualquier estúpido lo vería desde lejos. Además, aunque no hayáis dicho nada, es evidente que os gustáis. Aún estaré unos días en Tortuga. Si os casáis pronto me gustaría ser el padrino. ¿Qué os parece? 

Victoria, que se había ruborizado cuando empecé a hablar de ellos como pareja, se bebió de un trago lo que quedaba en su vaso de ron, se atragantó y lo vomitó; por suerte giró la cabeza y el líquido se desparramó por el suelo y no en la mesa.

François estaba petrificado en su silla, con unos ojos como platos y la expresión de un colegial pillado en falta.

Tan pronto como Victoria se recuperó, volví a la carga. 

-Acabo de hacer lo que en mi país llamamos “romper el hielo”. No sé si en el Caribe sabéis lo que es el hielo. Seguramente quedará más claro si utilizo la expresión “dar el primer paso”. Tan pronto acabe de comer (y ya falta poco), iré a fumar un cigarro a la cubierta. Os dejaré solos para que os vayáis conociendo mejor. 

Durante el resto de la comida hablamos poco, “¿un poco más de ron?”, “la carne está exquisita”, “hace calor” … etc. etc. Los chicos comían con la cabeza gacha, pero de vez en cuando se dirigían fugaces miradas que no se encontraban. Al terminar, me levanté y cogí un cigarro. 

-Es hora de libraros de mi incómoda presencia. Voy a buscar café y os traeré un par de vasos. Tenéis mucho de qué hablar; podéis empezar por explicaros vuestra vida, o mejor aún, dónde se conocieron vuestros padres. No os preocupéis; cuando traiga el café llamaré antes de entrar. Espero que, para entonces, ya hayáis empezado a hablar. La reunión ha empezado muy bien, pero se ha vuelto un poco aburrida. 

Me dirigí a la cocina a por los cafés. Sabía que estaba bien lo que había hecho, pero no podía dejar de maldecirme por ello. Me moría de ganas de tener una larga sesión de sexo con Victoria, con tiempo para que mis dedos, mis labios y mi lengua recorrieran lentamente cada centímetro de su cuerpo, para sentir de nuevo en mi piel la sedosidad de su piel, magrear a conciencia sus nalgas y sus senos; deseaba penetrarla tiernamente, pero también salvaje y brutalmente por cada abertura de su anatomía; oírla gemir de placer y sentir sus estremecimientos cuando nos sacudiera un orgasmo.

Pero ya era tarde para lamentarme; acababa de echar por la borda esa posibilidad. Intenté consolarme pensando que los apreciaba a ambos y que, con un poco de suerte, acabarían formando una bonita familia.

La naturaleza estaba de su lado; ambos eran jóvenes, apasionados e inteligentes… incluso lo suficientemente calculadores, como para saber que les sería muy difícil encontrar una pareja como la que ahora tenían delante. Sólo hacía falta una pequeña chispa para que estallara el amor. Deseé de corazón que se produjera.

Le pedí a Kong que me ayudara con los cafés. Al llegar a la puerta de su camarote pegué la oreja a la puerta; pude oír que Victoria era la que estaba hablando, pero no entendí lo que decía. Llamé y me autorizaron los dos al unísono. Abrí y dejé que Kong entrara con la bandeja y la dejara sobre la mesa entre los dos. Me sorprendió que Victoria no mostrara temor por la proximidad del gorila, incluso extendió un poco la mano para tocarlo, aunque se detuvo y no llegó a hacerlo. 

- ¡Qué animal tan extraordinario y hermoso! ¿De quién es? 

-Es mi amigo y protector… y a partir de ahora cuidará también de ti. ¿verdad Kong? 

Mi amigo respondió con su mueca habitual; mirando a Victoria echó hacia atrás los labios dejando a la vista su poderosa dentadura; se dio la vuelta, mostrándole su poderosa espalda y salió del camarote; le seguí y cerré la puerta tras de mí.

La pareja estuvo en el camarote del capitán hasta un poco antes de la puesta de sol. Yo andaba por cubierta, cuando los vi subir los escalones que unían la cubierta con el puente de popa; François le había cedido el paso gentilmente. Una vez arriba, ella dio un traspiés y se apoyó en él para evitar caerse; él la cogió por la cintura hasta que ella recuperó el equilibrio, para enseguida soltarla avergonzado; ella le dijo algo y se agarró a su brazo. Habría apostado toda mi fortuna contra un solo maravedí, a que el traspiés de ella no había sido accidental.

Apoyaron sus codos en la barandilla de la popa del barco, pero Victoria ya no soltó el brazo de François. Delante de ellos, la parte inferior del disco solar había empezado a perderse por el horizonte; se estaba desarrollando una maravillosa puesta de sol. Saqué una moneda del bolsillo. Kong estaba a mi lado observando también a la pareja. 

-Cara; la besa antes de que se ponga el sol; cruz; no la besa. 

Salió cara. Al poco, la fortuna siguió sonriéndome; gané la apuesta. Faltaba poco para que el sol se escondiera, cuando ella, con un “descuidado” movimiento para retirar la melena de su cara, puso sus labios cerca de los de François… que no tuvo más remedio que caer en sus redes.

Absorto en la puesta de sol y la pareja, no me había dado cuenta de que casi toda la tripulación estaba en la cubierta esperando la cena, contemplando la misma escena que yo. El beso se prolongaba y temí que se asfixiaran; de pronto un fuerte silbido inició una algarabía de gritos y aplausos, que rompieron el encanto del momento.

Sorprendida, la pareja deshizo el abrazo; François le dijo algo breve al oído, a lo que ella contestó con parecida brevedad. Después de un nuevo comentario de él, ambos bajaron del puente de popa cogidos de la mano y recorrieron el trayecto que los separaba de la marmita en la que Pierre había preparado la cena. La tripulación les hizo un pasillo por el que pasó la pareja, con reverencias a la muchacha y palmadas en la espalda al capitán. Me sentí feliz y emocionado por ellos; al llegar junto a mí ella se soltó de su mano y me abrazó. 

-Gracias Manuel; gracias… por todo. 

El abrazo empezaba a durar mucho, pero Victoria no se separaba de mí. La mano de François se posó en el hombro de ella y por fin se soltó. Tanto sus ojos como los míos estaban bañados en lágrimas; iba a enjuagarlas, pero François nos abrazó a los dos. Los vítores, gritos y silbidos se recrudecieron.

Finalmente, todos recogimos nuestra cena y buscamos un lugar en la cubierta; unos se sentaban sobre rollos de jarcias, otros sobre los cañones y otros sobre barriles. Yo me senté entre dos cañones, en el suelo de la cubierta, con la espalda apoyada en la borda, Kong vigilaba en la proa que el camino estuviera despejado. La feliz pareja vino donde yo estaba, me pidieron que les hiciera sitio y se sentaron junto a mí; Victoria estaba entre los dos. 

-Me hace feliz ver que las cosas empiezan bien entre los dos. Os deseo que sigan así largos años; sois dos personas maravillosas a las que llevaré en el corazón… donde quiera que esté. 

-Nosotros te estamos muy agradecidos. François es muy tímido con las mujeres y le has ayudado con tu sugerencia. De todas formas, hemos decidido conocernos bien antes de dar ningún paso… definitivo. Tú sabes que me casaron contra mi voluntad; la próxima vez que lo haga será con el hombre que yo ame y quiero que sea la definitiva. 

-Creo que es muy sensato que os toméis un tiempo para conoceros; lamentaré no estar aquí para hacer de padrino. Las cosas importantes requieren su tiempo de maduración. Me alegra comprobar que, además de ser poseedora de una gran inteligencia y una belleza excepcional, pese a lo joven que eres, tienes la cabecita muy bien amueblada. François tiene suerte de que esté esperándome una familia maravillosa; de no ser así lucharía encarnizadamente por ti. 

- ¿Cómo se llaman tu mujer y tu hijo? ¿qué edad tiene el chico? 

-Cecilia y Jaime; pronto cumplirá un año… aunque también tengo una hija, Marta, de un matrimonio anterior, que es dos años mayor que tú. 

Pude ver el asombro en las caras de los dos, pese a la exigua luz que proporcionaban las escasas lámparas de aceite de la cubierta.

Aproveché para cambiar de tema y sugerir a François que, ahora que era sumamente rico, abandonara el contrabando y la piratería; que pensara seriamente en la sugerencia que ya le había hecho, de establecerse en la Habana. Contestó que lo estaba meditando; había pensado hablar con el Sr. Claude (el comerciante de Tortuga que nos había vendido los mosquetes). Había sido un gran amigo de su padre y se tenían un mutuo afecto y confianza. Pensaba plantearle la posibilidad de asociarse y abrir un negocio en Cuba. Si no lo aceptaba, él estudiaría correr la aventura en solitario, aprovechando el viaje que pensaba hacer a Santiago con Victoria, para conocer a sus padres.

La noticia pilló por sorpresa a la muchacha, que se puso a llorar de felicidad. François la abrazó tiernamente y la besó en la frente.

Al conocer la relación de François y el Sr. Claude, entendí porque no había regateado con él cuando compramos los mosquetes.

Decidí que había llegado el momento de dejarlos solos de nuevo; me levanté y les hice una sugerencia, antes de ir a ver a Kong a proa. 

-Hace una noche fantástica; en el puente de popa las estrellas brillan en todo su esplendor, gracias a la escasa luz de la luna, que solo muestra una estrecha hoz. 

Durante un par de horas después de la cena, la tripulación que tenía ración extra de ron estuvo cantando canciones que me parecieron más románticas y menos obscenas que las habituales. Le pedí a Kong que borrara la parte de la grabación en la que François me entregaba a Victoria y la de mi salida del camarote con ella; le expliqué el porqué. Eché de menos a Cecilia; habría deseado compartir con ella la brisa marina, el cielo estrellado y mis sentimientos.

Sentí envidia de aquella pareja que, en la popa, estaban viviendo el florecimiento del amor. Antes de irme a dormir fui a su encuentro. 

-Chicos; yo ya me voy a dormir, pero tengo un dilema. Decidme, ¿voy al camarote del capitán o al mío? 

François me miró con expresión sorprendida. Victoria lo pilló enseguida. 

-Por favor, déjame el tuyo; quisiera dormir sola. Esta mañana era propiedad de un canalla, que me había separado para siempre de mis padres y estaba muy triste. Cuando nos asaltasteis temí que me violaran, vete a saber cuántos hombres, y después ser vendida como esclava. Pero Manuel me trató con dulzura y… y me liberasteis. Y esta tarde… me estoy enamorando de ti. No quisiera irme a dormir, por si al despertar resulta que es un sueño. Pero necesito estar sola para dar descanso a la agitación de mi corazón. 

François se inclinó y la besó en la frente. 

-Esperaré todo el tiempo que necesites; te quiero. 

-Está bien tortolitos; os dejo. Buenas noches; me voy a tu camarote capitán; procura no hacer mucho ruido cuando entres. 

Cuando desperté, el sol ya lucía radiante, aunque aún no hacía calor. Salí a cubierta y me serví un buen vaso de café; de nuevo eché de menos un poco de leche, mantequilla y un crujiente croissant. Me di cuenta de que a lo lejos por estribor se divisaba tierra; supuse que era Haití. Cerca, un poco a babor de nuestra proa, aparecía lo que debía ser nuestro destino, la isla Tortuga.

En el puente de popa Dominique estaba al timón; François también estaba allí observando a Victoria que, a su vez le hablaba cariñosamente a Kong mientras le acariciaba la espalda. El gorila estaba impasible; me pregunté si llegaría a soltar un gruñido de placer y qué estaría pasando por su cabeza (procesador). Al darse cuenta de mi presencia, me hicieron señas para que me uniera a ellos.

Después de darles los buenos días, le pregunté a François si mis suposiciones eran correctas. 

-Sí “mon ami”; en menos de dos horas estaremos en el puerto. Hablaré con el Sr. Claude para venderle la mercancía y que venga a valorar las joyas y perlas. Después podremos repartir el botín. 

La muchacha manifestó sus ganas de pisar tierra firme; nunca antes había estado en un barco. Dos días y medio de navegación habían sido más que suficientes para ella. No se explicaba, cómo los piratas podíamos soportar tanto tiempo embarcados. 

 

CAPÍTULO XIII 

EL REPARTO DEL BOTÍN 

A media mañana atracábamos el bergantín, apenas a cien metros del almacén del Sr. Claude. Bajaron François y Victoria; el resto nos quedamos en el barco para decidir en asamblea, que parte se llevarían los once miembros de la tripulación que se habían pasado después del primer asalto y si se hacía partícipes del botín a los dos últimos.

Pierre llevó la voz cantante y yo estaba a su lado, como segundo de a bordo. La euforia era grande dado el excepcional botín conseguido; la generosidad y el compañerismo de la tripulación original, se puso de manifiesto al aceptar todos compartir el botín a partes iguales con los nuevos compañeros, incluida Victoria. Todos conocían su historia.

Pierre anunció que la pólvora, arcabuces, mosquetes y cañones, pertenecían al barco, que era de François, al igual que la comida y el ron. Los hombres podían quedarse una espada o machete. El botín se dividiría en treinta y cinco partes; dos para el gobernador de Tortuga, tres partes se quedarían en al barco, para cubrir posibles reparaciones, gastos de preparación de la próxima expedición, comprar comida cuando se acabasen las existencias y cubrir cualquier contingencia imprevista; era un fondo común que pertenecía a todos por igual. Tres partes para el capitán, otras tres partes para el segundo y una para cada uno de ellos.

Anunció que todos podrían comer y dormir en el barco y que la ración de ron era de tres vasos al día. También advirtió que siempre habría dos hombres en guardias de ocho horas; que para dichas guardias no contábamos el capitán y el segundo, Victoria, el médico, Kong y los dos cocineros. Eso representaba una guardia de ocho horas, cada tres días. Los dos cocineros se repartirían el trabajo de hacer las comidas y el médico debía personarse en el barco una vez al día.

Para terminar, les recomendó que, dado que todos iban a tener mucho dinero, lo depositaran repartido, entre el fondo común del barco y el almacén del Sr. Claude, que era persona seria y de confianza. Que podrían retirarlo en el momento que quisieran y estuvieran donde estuvieran. La idea fue bien acogida por la tripulación.

El final de la asamblea coincidió con la llegada del Sr. Claude, acompañado de nuestros amigos. Nada más subir les comuniqué que Kong y yo dejaríamos el barco y nos albergaríamos unos días en alguna posada, antes de partir. Que quería ir de caza además de pasar algunos ratos más con ellos, siempre que no les molestara mi presencia. Los dos protestaron por mi sugerencia y me dijeron que me echarían muchísimo de menos.

François, Pierre y el Sr. Claude bajaron a la bodega a inspeccionar la carga. Mientras tanto Victoria (que quería pasear), nos acompañaría a Kong y a mí a una posada que me recomendó el comerciante.

Marcel establecería los turnos de guardia.

Pagué el alquiler de una habitación por cuatro días. No me pusieron obstáculos por Kong.

Al salir de la posada, en el comercio del Sr. Claude que ahora atendía un sirviente, le compré a Victoria un precioso parasol. Ella me lo agradeció con un beso en la mejilla. Dimos un paseo por el puerto; iba cogida de mi brazo porque según me dijo, aún le parecía que el suelo se movía (le sucede a mucha gente después de navegar varias horas). Regresamos al barco a comer. En el camarote del capitán estaba el comerciante, que comería con nosotros, acabando de cerrar el trato.

Mientras comíamos, sugerí a François que se hiciera una parte más del botín para obsequiársela a D’Ogeron; le habíamos sustraído un barco y estaba adquiriendo poder en la isla; consideraba importante darle una muestra de que no queríamos enemistarnos con él. Tanto al Sr. Claude como a Victoria, la idea les pareció muy acertada (y eso que ellos no sabían que yo le había dicho a François, que D’Ogeron sería el gobernador dentro de cinco años). Por su parte, nos comunicaron a Victoria y a mí, que aquella noche estábamos invitados a cenar en la casa del comerciante, situada detrás de su gran almacén. También, que habían llegado a un acuerdo para las mercancías: El Sr. Claude las pagaría todas al mismo precio que el conseguido en Baracoa; pero esta tarde sólo se llevaría aproximadamente un tercio.

Al día siguiente por la mañana, lo llevarían a él y al resto de la mercancía en el bergantín a Port de Paix, (en Haití, apenas a una hora de viaje) donde intentaría venderlo a unos comerciantes conocidos.

A no ser que surgieran problemas, estarían de vuelta a media tarde.

Habían valorado las joyas, piedras preciosas y perlas, algo por debajo de su valor; no representó ningún inconveniente, porque en cada parte habría el mismo número de ellas. François ya había hecho saber a Pierre que yo deseaba tres collares (no había puesto objeciones porque la tripulación prefería las monedas y las perlas, o el oro y las piedras preciosas por separado mejor que en una joya)

El Sr. Claude estaba maravillado por el magnífico botín conseguido, y más asombrado aún, de que lo hubiéramos conseguido sin haber sufrido una sola baja ni un herido. 

-Eso se lo debemos a Manuel y a su inseparable gorila. 

-Y a la pericia y fortuna de François; que además se lleva la mayor y más hermosa de las joyas. Permitidme un brindis por Victoria. 

-Gracias Manuel. Quiero aclarar que va por buen camino, pero aún no es el dueño de “esta joya”. Aunque creo que pronto le entregaré mi corazón, antes de que me lo robe… si es que aún lo quiere, ahora que será muy rico. 

Al terminar la comida, el comerciante le dio a Pierre la lista de las mercancías que se llevaría al almacén, para que las fueran subiendo a cubierta; fue a buscar el dinero y un par de carros para trasladarlas. Por mi parte, les comuniqué a François y a Victoria que me trasladaba a la posada a echar una siesta; que ya no dormiría en el barco ni les acompañaría a Haití, porque por la mañana quería ir a cazar, para ofrecer una cena de despedida a la tripulación.

-Por favor, déjame ir contigo de caza. 

-Si François no tiene inconveniente… 

-François no es mi dueño, que yo sepa. No volveré a ser la esclava de nadie; seis meses han sido más que suficientes. Si quiere que sea su mujer tendrá que aceptarlo. Le respetaré y no le avergonzaré en público, pero seremos dos iguales en privado. Si acepta eso, podemos seguir adelante; si no puede o no quiere aceptarlo, no tenemos futuro juntos. 

-Estoy absolutamente de acuerdo… y tampoco tenía inconveniente en que fueras de caza con él. Manuel ¿vas a ir con tu fusil? 

-Sí y también vendrá Kong. ¿Por qué? 

-Desde el primer momento decidí que no tendría secretos para ella. Pero tú tienes un secreto. Cuando en el futuro hablemos de ti (y seguro que lo haremos), quisiera poder hacerlo libremente, sin pensar en qué puedo y qué no puedo contar. Si te parece bien me gustaría que ella también supiera lo que yo sé. 

-De acuerdo; Victoria, mañana vas a recibir la mayor sorpresa de tu vida. 

- ¿No me puedes adelantar algo?; por favor. 

-No; tendrás que esperar a mañana. 

- ¡François! 

-Es su secreto y a él le corresponde desvelarlo. 

Les dejé, con una sonrisa en los labios de él y un mohín de disgusto en el rostro de ella. Él pasó su brazo por el hombro de ella y la atrajo hacia sí; ella le rodeó la cintura con sus brazos… y se besaron dulcemente.

Estaba a punto de abandonar el barco, cuando François gritó: 

-Después de la siesta, ven al reparto y no te olvides la cena en casa del Sr. Claude. 

Cuando regresé al barco, Pierre y el capitán estaban de rodillas en el suelo; entre ellos había treinta y seis bolsas o pequeños sacos, obsequio del comerciante para hacer el reparto del botín. Todas tenían encima, una pequeña fortuna de un importe, si no igual, casi exacto; veintisiete de ellas tenían encima escudos de oro, reales de a ocho, piedras preciosas y perlas. Los veinticuatro marineros (entre los que se incluían Kong, el médico y Victoria), cogerían una, después de que se hubiera guardado en el interior del saco; otras tres se quedarían de fondo en el barco; los nueve restantes, contenían menos monedas, piedras preciosas y perlas; pero lo compensaban con hermosas joyas (collares, anillos y pulseras). François me dejó elegir a mí primero, antes de guardar las joyas en el saco. Después, él eligió otras tres también a la vista. Las tres que quedaban con joyas serian, dos, el “tributo” al gobernador Du Rausset y una, el obsequio de desagravio para D’Ogeron.

Después del reparto decidí ir, en compañía de Kong, a darme un baño a la fuente del derruido Fort de Rocher y ponerme el blusón y los pantalones limpios, antes de ir a cenar a la casa del comerciante. François llevaría a Victoria a la misma casa, donde se hospedaría como invitada por tiempo indefinido; después iría a entregarle su tributo al gobernador, el señor Du Rausset, de nombre Jeremie Deschamps; uno de los más antiguos habitantes de la isla, colocado en su puesto por el rey Luis XIV de Francia, aceptado por la Cofradía de los Hermanos de la Costa (los piratas y contrabandistas) y reconocido por el gobernador inglés de Jamaica, a cambio de su fidelidad y subordinación a Inglaterra.

Gracias a esta habilidad para estar a bien con todos (salvo con España), había convertido a la isla en el epicentro de la piratería del Caribe.

A partir de ahora (1660) la isla perdería esta privilegiada posición en favor de Port Royal que, en los próximos años sería conocida como la Sodoma del Nuevo Mundo. Se estima que había una taberna por cada diez habitantes; la mayoría de los hombres se dedicaban a la piratería y las mujeres a la prostitución. La amistad del Sr. Du Rausset con los ingleses le costaría el puesto de gobernador de Tortuga en 1665. La Compañía Francesa de las Indias Occidentales pondría en el cargo a D’Ogeron.

Después del baño nos dirigimos a la tienda-almacén del Sr. Claude. En la puerta nos esperaba un muchacho de unos diez años, que dijo llamarse Paul y se asustó por la impresionante estampa de Kong; le animé a cogerle de la mano. Atravesamos la tienda y salimos a un hermoso patio ajardinado, al fondo del cual se alzaba una majestuosa mansión colonial, en cuyo amplio porche, el anfitrión y la parejita tomaban un refrigerio atendidos por un sirviente.

Al vernos llegar, François y Victoria sonrieron al ver a Paul llevando a Kong de la mano; el Sr. Claude mostraba su sorpresa y el sirviente se alarmó al ver a Paul y al gorila. Paul por su parte, lucía una sonrisa de oreja a oreja y una expresión de orgullo en la cara. No soltó la mano de Kong hasta después de que el Sr. Claude hubo llamado y presentado al resto de sirvientes de la casa. Eran dos parejas de color (una de ellas, los padres de Paul); habían sido esclavos hasta que el comerciante les había dado la libertad; ahora trabajaban para él, tanto en el cuidado de la casa y el jardín, como en la tienda. Vivían en unas dependencias que había en el jardín y además del alojamiento y la comida, percibían un pequeño salario por sus servicios.

Antes de cenar, nuestro anfitrión nos mostró la parte de atrás de la casa… que en realidad era la parte delantera. Había un amplio patio amurallado que daba a una calle que corría paralela a la del puerto.

CAPÍTULO XIV 

UNA SOCIEDAD PROMETEDORA 

Durante la cena el Sr. Claude nos informó que era viudo; su mujer había fallecido hacía cinco años (François ya conocía su historia) a causa, según dijo, del dolor y la pena que le causó la noticia de la muerte de su hijo; el muchacho se había alistado en la marina francesa, ansioso por recorrer el mundo y había fallecido en uno de los combates, de las innumerables guerras que tenían lugar.

Ahora se sentía feliz porque Victoria había accedido a ser huésped de su gran casa, aliviándole así de su soledad.

François le propuso asociarse en sus negocios; él aportaría, además de su trabajo, el barco y su parte del botín (el comerciante conocía su valor). Dejaba a su criterio, el porcentaje que recibiría en los futuros beneficios.

El Sr. Claude se mostró sumamente feliz por la propuesta. Unas lágrimas asomaron a sus ojos. Confesó que, desde que enviudó, él mismo había pensado muchas veces en hacerla. Sentía un gran cariño por François y por sus padres. Si no la había hecho era por el temor a verla rechazada, dado que él ya era un “pobre viejo” y François un joven independiente, que tal vez no deseara comprometerse.

El acuerdo fue fácil y llegó rápidamente; las decisiones las tomarían de común acuerdo; los beneficios se repartirían al cincuenta por ciento. Victoria viviría en la casa mientras quisiera… y si se casaban, les nombraría herederos a cambio de su promesa de cuidarlo, si llegaba el momento en que él no pudiera valerse por sí mismo.

Durante el resto de la velada, les advertí de los cambios que tendrían lugar en los próximos años en el Caribe:

En octubre de 1662 los piratas tomarían Santiago; después, ya no volvería a ser saqueada. En 1665, Du Rausset sería cesado como gobernador y sustituido por D’Ogeron. Les dije que a veces tenía premoniciones que se cumplían siempre. François sabía la verdad.

Le recomendé que abandonara la piratería y se dedicara al comercio y el contrabando; también serían rentables los cultivos de azúcar, cacao tabaco y café... y durante algunos años al menos, el ahumado de carne y el curtido de pieles.  Advertí a François que se abstuviera de navegar entre julio y noviembre, pero especialmente entre mediados de agosto y mediados de octubre, por ser la temporada de huracanes.

También le prometí que antes de irme, le enseñaría como fabricar un artilugio, para defender su barco de posibles ataques de piratas.

Al terminar la velada, Victoria y el Sr. Claude se fueron a sus aposentos, François y yo nos fuimos de la casa por la entrada principal, dando un breve paseo antes de retirarnos; él a su barco y Kong y yo a nuestra posada. 

- ¿Van bien las cosas entre tú y Victoria? 

-Yo me estoy enamorando perdidamente de ella; no sé si ella siente lo mismo por mí. 

-Estate tranquilo por eso; por mi experiencia con las mujeres (y en eso lamentablemente, te llevo un montón de años), estoy convencido de que ella también se está enamorando de ti. 

-Pero no parece sentir la misma pasión que siento yo. 

-Ten en cuenta que hace dos días, era casi una niña a la que habían separado de sus padres y amigos, convertido en una esclava sometida a un marido viejo, que no la amaba y solo la tenía en cuenta para desahogarse sexualmente. Ahora acaba de despertar del mal sueño; es, si no rica, si adinerada; empieza a descubrir el amor contigo. Muchas mujeres ya se habrían echado a tus brazos sin pensarlo; pero ella es inteligente y tiene carácter; no la atosigues, sé paciente y deja que se le pase la resaca. No creo que tardes en conseguir su amor… y sus favores. 

-Me avergüenza preguntarlo, pero… ¿Cómo es en la cama? 

-No lo sé; te dije que no la violé y es cierto; pero ella estaba asustada, no sabía cuántos irían detrás mío. Yo fui tierno y ella simplemente me dejó hacer. Cuando llamaste a la puerta del camarote me suplicó que me la llevara. Lo único que quería era volver con sus padres. Por eso le di los diamantes y las perlas. Pero apareciste tú. Ahora que sabe que puede hacerlo ya no le urge volver con ellos, aunque sigue deseándolo. Igual le sucede contigo; supongo que quiere disfrutar de que es libre, antes de entregarte su corazón. 

-Gracias Manuel; por lo que hiciste por ella… y por mí. ¿Iréis con cuidado mañana en la cacería? 

-No te preocupes, cuidaremos de ella. ¿Verdad Kong? 

-Sí, seguro. 

A la mañana siguiente, el interior de la tienda del Sr. Claude y parte de la calle estaba “tomada” por hombres de la tripulación que, siguiendo la sugerencia de Pierre, efectuaban o habían efectuado ya, el depósito de la mitad de su botín. Victoria extendía recibos y François anotaba en una hoja por cada tripulante, el efectivo, las piedras preciosas y las perlas que el comerciante dictaba, por si se perdían los recibos; al lado de cada anotación ponía el precio a partir del cual podía venderlas.

Varios de los miembros de la tripulación le compraron ropa y pistolas de chispa; a todos les hicieron un pequeño descuento sobre los precios marcados. Al terminar, Victoria y uno de los empleados del Sr. Claude se quedaron al cuidado de la tienda, mientras éste y François iban a guardar a un lugar seguro y secreto de la propiedad, los depósitos de la tripulación.

No tardaron en regresar; la chica se despidió de ellos hasta la tarde con un abrazo al Sr. Claude y un cariñoso beso en los labios a François.

El gran grupo se dirigió al barco y nosotros tres emprendimos la caminata en dirección al derruido fuerte. Victoria iba vestida con pantalones, blusón, chaleco y un sombrero de ala ancha, por debajo del que salía su hermosa cabellera negra.

Nada más dejar atrás las últimas chozas, empezó el interrogatorio 

- ¿Puedes decirme ya, cual es el secreto que tenéis tu socio y tú? 

-Caramba; ¿has podido dormir esta noche? 

-Desde que me “capturaste” he dormido muy bien… solo tenía miedo de despertar, por si resultaba que era un sueño. Pero ahora es un buen momento; antes de empezar a cazar. 

- ¿Secuestrar? (protesté con una amplia sonrisa); ¡si te pegaste a mí como una lapa! ¡Fui yo quien no pudo librarse de ti! 

-Vamos; no cambies de tema y cuéntame vuestro secreto. François y tú ¿no seréis un par de… de pervertidos?; ya sabes qué quiero decir. 

- ¿Cómo? ¿Te parecí un “pervertido” en el camarote? 

Por unos breves instantes volvió a ser una niña tímida y avergonzada; pero se repuso y volvió a la carga. 

-No tengo experiencia en esto… por favor ¿quieres decírmelo? 

-Está bien; voy a hacerlo. Prepárate para escuchar algo increíble; pero te juro por mi familia, que es cierto y que no estoy loco.

Es probable que François te haya dicho de dónde vengo; el secreto está en de “cuando” vengo… Kong y yo hemos venido en una nave que nos permite viajar en el tiempo. Hemos venido del año 2010; de dentro de trescientos cincuenta años.

Se detuvo y nos miró a los dos, con gesto disgustado. 

-Por favor; si no me quieres contar el secreto no lo hagas, pero no te burles de mí; hace tiempo que dejé de ser una niña y lo que me estás diciendo es… imposible. 

-Te he dicho que no te mentiría. Ya falta poco para llegar al fuerte; allí te lo demostraré. Mientras tanto piensa que tus antepasados tampoco habrían creído que un hombre podría hundir un barco con un cañonazo y creían que la tierra era plana. A partir de ahora, los avances de la ciencia se sucederán cada vez más rápido; en un futuro aún lejano, los hombres y mujeres viajarán en máquinas que volarán por el aire a gran velocidad. Cuando yo era pequeño, una de estas máquinas llevó a un hombre a la luna. 

Volvimos a andar. Debajo de mi blusón llevaba el chaleco; saqué la Smith & Wesson de once balas, comprobé que estaba puesto el seguro y se la entregué. La estuvo mirando largo rato sin decir nada; de vez en cuando nos miraba a Kong y a mí.

Llegamos a los restos del fuerte, dejamos las mochilas en el suelo, al lado de la pequeña balsa que formaba la fuente, a unos diez metros de un mango que lucía orgulloso sus frutos. 

-Esto que me has dado se parece a una pistola. ¿Lo es? 

-Sí. Es una máquina de las más simples de mi tiempo. ¿Crees que Kong podría hacer cinco disparos con ella, sin recargarla y darle a cinco de esos frutos en menos de diez segundos? 

-Claro que no 

-Kong por favor; si eres tan amable... Victoria; piensa que no le he dicho lo que debe hacer; por lo tanto, si lo hace… significa que nos entiende.

Se quedó petrificada cuando Kong le tendió la mano, pidiéndole la pistola. Se la dio, con la sorpresa dibujada en su hermoso rostro. Kong quitó el seguro del arma y apuntó. Ella miró en la dirección que señalaba el brazo del Gorila. Cinco disparos en cinco segundos; cinco mangos destrozados; una gran bandada de pájaros surgió de entre los árboles… y Victoria cayó de culo en la hierba con la boca abierta y una expresión de asombro en sus ojos. 

- ¿Empiezas a creer que no te miento? 

-Pero… pero… ¿nos entiende? ¿un gorila? 

-Kong; ahora que está sentada y no puede caerse; explícale tú mismo qué eres. Por favor, utiliza un lenguaje que pueda entender una persona de esta época 

-Soy una máquina con aspecto de gorila, dotada de una especie de cerebro, que también es una máquina, que me permite pensar, hablar y actuar en base a las instrucciones para las que fui creado. La principal de ellas es proteger la vida de Manuel y obedecerle. También, porque él me lo ordenó, proteger la tuya. Lo que acabo de decirte te lo podría repetir en diez idiomas. Puedo ver en la oscuridad y el interior de la carne. Veo que no te has roto ningún hueso al caer; si lo hubieras hecho podría repararlo sin que sintieras ningún dolor. Podría decirte mucho más, pero creo que de momento ya es suficiente. 

Me hubiera gustado saber, qué le pasaba por la cabeza en aquellos momentos a Victoria. Le pedí a Kong que me dejara el dron y subiera a lo alto del promontorio que atraviesa la isla de este a oeste, para descubrir alguna manada de cerdos salvajes, mientras yo le hacía una demostración del aparato a nuestra asombrada amiga. Si encontraba las maderas adecuadas, le pedí que construyera unas parihuelas para transportar la caza.

Preparé el dron y le expliqué a Victoria qué eran y para que servían las baterías. También le dije que Kong funcionaba con ellas, pero que las suyas se recargaban con el sol.

Cuando lo tuve preparado, dejé que lo pesara y le pregunté si creía que aquel artefacto podría volar. 

-Hace media hora habría dicho que no; pero ahora… 

-Cuidado y no lo pierdas de vista. 

Puse en marcha las hélices; lo elevé unos seis o siete metros y le mostré en la pantalla del mando, nuestra propia imagen. 

-Dios mío; somos nosotros ¿Cómo es posible? 

-Vamos a ver si encontramos el barco de François; ya estará a mitad de camino de Port de Paix. Mira el dron. 

Lo hice subir a veinte metros y aceleré para enviarlo hacia el sur. Le sorprendió la velocidad con que se perdió de vista. Me preguntó cómo lo haría volver. Le dije que no se preocupara y que observara la pantalla. Nos sentamos en la hierba, a la sombra de una ceiba, y con la cámara del dron rastreé el estrecho que separaba Tortuga de Jamaica. No tardé en divisar un barco de dos mástiles. Acerqué el dron por la popa y aumenté el zoom. Era el bergantín de François; él estaba al timón y no había nadie más en el castillo de popa. 

-Dios mío; si es François; míralo. ¡Oh! Es increíble. 

-Voy a intentar acercarme, a ver si nos ve y nos saluda. 

- ¿Él podrá vernos? 

-Él a nosotros no; pero si descubre el dron, sabrá que lo estamos observando; no será fácil porque está más lejos de lo que parece, además está a sus espaldas. 

Casualmente, en aquel momento se giró y descubrió el aparato; saludó con el brazo. Hice que el dron bailara un poco y él contestó levantando el pulgar. A continuación, lo hice volver. Cuando estaba a diez metros de nosotros activé el zoom y Victoria pudo ver su rostro llenando la pantalla. Le dije que se preparara, que en cuanto hubiera recogido y guardado el dron en la mochila nos iríamos a buscar a Kong. Ella dijo que iba a refrescarse un poco en la fuente que teníamos al lado.          

CAPÍTULO XV 

VICTORIA Y LA CAZA 

Acababa de guardar el dron, cuando oí cuatro disparos a lo lejos; me giré para ver qué estaba haciendo Victoria. Había dejado en el césped los zapatos, el chaleco, el sombrero y los pantalones. El agua de la balsa de la fuente apenas llegaba a sus rodillas; se estaba dando una ducha con el blusón puesto, apenas a cinco metros de donde yo estaba. El blusón mojado estaba pegado a su piel y se había vuelto transparente. 

-El agua está deliciosa; ven a refrescarte Manuel. 

-No soy de piedra y tú eres demasiado tentadora; dudo que pueda comportarme si me acerco. 

-Entonces saldré yo. 

Mientras se acercaba, se quitó el blusón por encima de la cabeza y se plantó completamente desnuda delante mío. Fui incapaz de moverme.

Sólo pude balbucear una insegura pregunta: ¿Y François? 

-Pronto seré suya y de nadie más; pero antes quiero que me vuelvas a tomar como la primera vez, para que pueda disfrutar todo lo que no pude entonces por estar terriblemente asustada. Enséñame a darte placer; haré lo que tú quieras; y tú puedes hacer conmigo lo que quieras. 

Me desnudé con su ayuda; la abracé apretándola con fuerza y besé sus labios; mi lengua volvió a abrirse paso entre sus labios, pero esta vez me devolvió los besos. Mientras nos besábamos, le apretaba sus nalgas y sobaba sus pechos; le pedí que me arañara suavemente la espalda. Lo hizo con menos suavidad de la que me hubiera gustado. Sólo con un gran esfuerzo pude contener mis ansias de penetrarla salvajemente.

La deposité suavemente en la hierba sobre mi blusón.

Mis dedos, labios y lengua recorrieron su cuerpo hasta aprendérselo. Ella intentó coger mi pene pero no la dejé; le dije que esperara. Sus jadeos se hicieron intensos cuando, poniéndome de rodillas entre sus piernas, se las levanté y puse sobre mis hombros. Le mordisqueé la parte interior de sus muslos y la agarré de los pechos; su cabeza se apoyaba en el suelo, sus hombros en mis rodillas y mis labios y mi lengua se entregaron con frenesí a besar y lamer su sexo, mientras mis mejillas disfrutaban de la calidez y tersura de sus muslos. Sus jadeos se convirtieron en gemidos y me pidió que la penetrara. No lo hice aún y continué lamiendo y besando su coño, mientras magreaba sus senos. Veía por encima del monte de Venus, cómo el éxtasis se reflejaba en su cara, mientras sus dedos se crispaban entre sus cabellos. Pocos segundos más tarde, las intensas sacudidas de su menudo cuerpo, la contracción de sus muslos sobre mi cara y sus gritos de placer, me indicaron que estaba teniendo un intenso orgasmo.

La deposité con suavidad en el suelo y sus piernas se cerraron. Se las abrí de nuevo y me eché sobre ella. Mi verga penetró en su mojada vagina, ajustándose como un guante de cirujano. Puse sus piernas alrededor de mi cintura, mis manos apretaron sus pechos, la besé y empecé un suave vaivén; enseguida lo convertí en frenéticas sacudidas. Dejé que mi pecho se apoyara sobre sus senos, mis dedos se enredaron en su pelo y froté su cuero cabelludo; continué penetrándola frenéticamente, mientras sus manos arañaban mi espalda y sus gemidos no cesaban.

Las sacudidas de un intensísimo orgasmo dieron paso a una placentera extenuación; con mis últimas fuerzas la cogí y me giré, dejándola encima de mí. Mientras jadeábamos para reponernos del esfuerzo, recorría su espalda y sus nalgas con mis dedos; ella me respondía con sus besos, hurgando con los dedos en mi pelo y moviendo su pelvis, lo que provocaba un agradable roce entre mi, todavía duro pene y su lubricada vagina. 

- ¡Dios mío, Manuel! Jamás creí que el sexo pudiera ser tan excitante. 

-Lo es. Y aún será mejor cuando, además, sientas amor. 

-Pero si yo te quiero. Hoy no me habría entregado a ti si no te amara. ¿Tú no me amas? 

-Ningún hombre que pase diez minutos a tu lado, podría evitar enamorarse de ti; a no ser que sea estúpido y ciego. Yo pensaba en ti y en François. ¿Le amas a él?; porque yo sé que él te ama con todo su corazón y si tú no sientes lo mismo no deberías darle falsas esperanzas. 

- ¡Claro que lo amo!; ¿por qué no puedo amaros a los dos? Sentía que entre tú y yo faltaba algo. Además, te vas a ir y no volveré a verte. Quería disfrutar de una manera total y sin reservas de los placeres que intuí, cuando me poseíste por primera vez. No pude hacerlo porque estaba sorprendida y muy asustada. Además, me hiciste cosas que jamás habría imaginado; quería disfrutarlas ahora que confío en ti. Quiero tener un buen recuerdo de ti. 

- ¿Te refieres al 69? 

- ¿69? ¡Ah! El número es bastante explícito. Supongo que sí. ¿Hay más? 

-Vamos a refrescarnos un poco y después continuamos averiguando. 

Nos levantamos, le puse los brazos alrededor de mi cuello y la besé de nuevo. Levantándola por las nalgas, hice que cruzara sus piernas por mi cadera. Era tan liviana, que no me costó ningún esfuerzo llevarla hasta debajo del chorro de la fuente. El contraste entre el frescor del agua y el calor de su cuerpo hizo que apretara su cuerpo contra el mío.

Sin soltar el abrazo, nos lavamos. Ella lavó delicadamente mi miembro con una mano, provocando una nueva erección; yo hice lo mismo con su vagina. Mi dedo corazón empezó a acariciar la entrada de su ano; Separó sus labios de los míos y me miró sorprendida. 

-Te estás equivocando de lugar, Manuel. 

- ¿Tú crees? 

Le introduje lentamente las falanges distal y media, mientras las movía como si estuviera tocando la cuerda de una guitarra. Por la expresión de su cara, deduje que le incomodaba la experiencia y retiré el dedo; dejé que el agua corriera unos cuantos segundos por la “zona afectada”.

Volví a salir del agua con mi ligera “carga”, la deposité de nuevo sobre mi blusón y me tendí sobre ella con una rodilla doblada, para aliviarle el peso; mi miembro descansaba sobre su vello púbico y la parte inferior de su abdomen. 

- ¿Te ha molestado lo que acabo de hacer? 

-No; molestar no; pero me ha producido una sensación repugnan… desagradable, más bien. 

-Entonces, de penetrarte por ahí ni hablar ¿no?     

-Por favor no… aunque si tú lo deseas, hazlo. 

-En el sexo todo vale, siempre que lo quieran los dos. Pese a que tienes un culito de lo más tentador, no voy a hacerlo… Aunque tal vez no pueda evitarlo, si enloquezco de pasión. 

Recibió la amenaza con una sonrisa seductora y volví a la acción.

Le hice el amor, tierna y también apasionadamente; la penetré en diferentes posturas. Cuando hicimos la del perrito, la animé a frotarse el clítoris, mientras yo la penetraba y magreaba sus senos. Volví a meter el dedo por su ano, en el mismo momento que a ella la sacudía el enésimo orgasmo. El último y esta vez de los dos, llegó más tarde, al término de un excitante sesenta y nueve. 

-Por favor, Victoria; dime que ya has tenido suficiente, no puedo más. 

No podía verle la cara; estaba encima de mí; su húmedo sexo a escasos centímetros de mi boca; con mi verga en la suya, su lengua y sus labios aún jugueteaban con ella y una mano acariciaba mis testículos.

Se giró y se dejó ir encima de mí, apoyando su cabeza en mi pecho. 

- ¡Vaya!; ahora que empezaba a pillarle el gusto al sexo. 

-Eres el mismísimo diablo en un cuerpo de mujer; ten piedad de mí. Ya tengo una edad y no puedo más. 

-Puedes estar tranquilo; yo también estoy agotada. Feliz y extasiada, pero no tengo fuerzas ni para vestirme; me quedaré un rato encima tuyo.

También te estoy muy agradecida, por todo lo que has hecho por mí y lo que me has enseñado. Siempre te llevaré en mi corazón. 

-Eres una muchacha… una mujer maravillosa; decidida, inteligente, valiente y sumamente hermosa. Soy yo quien debe estar agradecido de que me hayas concedido tu afecto. ¿Cómo se te ocurrió depositarlo en un viejo como yo? 

- ¡No digas eso! Tú no eres viejo y eres muy atractivo. Me sentí segura desde el mismo momento que aceptaste llevarme contigo. Supe que podía confiar en ti y abrirte mi corazón; que me protegerías y no me harías daño, ni permitirías que nadie me lo hiciera. Me entristecí cuando me dijiste que otra mujer te estaba esperando; pero lo compensaste, empujándonos a François y a mí, el uno a los brazos del otro. Sentí, al poco de hablar con él, que podría encontrar la felicidad a su lado. A partir de mañana ya podré entregarme a él sin reservas. 

Volvió a apoyar su cabeza en mi pecho; besé y acaricié su pelo e intenté grabar en mi memoria el tacto de su piel y la belleza de su cuerpo.

Estuvimos un buen rato abrazados, inmóviles y en silencio. Finalmente se separó de mí y se tumbó a mi lado mirando el espléndido azul del cielo. Yo me desplacé a gatas por los escasos tres metros que nos separaban de la balsa de la fuente y me metí en el agua. Victoria intentó ponerse en pie y seguirme, pero sus piernas le fallaron y quedó sentada en la hierba sobre su hermoso trasero. Me miró asustada. 

- ¡Oh, Dios mío!; las piernas no me sostienen. Manuel, ¿qué me pasa? 

Con paso inseguro salí del agua y me acerqué a ella. 

-Demasiados orgasmos para una sola sesión, muñeca. Acabas de subir mi autoestima hasta el infinito. Desgraciadamente, no podré hacer propaganda de ello; pero me conformaré con recordar esta imagen. Ahora en serio; tranquila, enseguida se te pasará. 

La ayudé a ponerse en pie y fuimos abrazados hasta la fuente.

Mientras el agua nos caía encima, continuamos abrazados, nos dimos muchos besos y nos dijimos muchos “te quiero”. Estuvimos así varios minutos; hubiéramos querido detener el tiempo. Ninguno de los dos queríamos que llegara el final.

La llegada de Kong puso fin al “sueño”. Además de la mochila, llevaba en un hombro una pesada estaca de la que colgaban ocho hermosos lechones, ya destripados. Yo le recibí desnudo; Victoria salió del agua y se tapó por delante con su blusón. Le sugerí que los dejara colgados entre dos ramas de la ceiba que nos daba sombra y que aprovechara para recargar las baterías, mientras Victoria y yo nos secábamos, tumbados desnudos al sol.

Cuando vio a Kong abrir su pecho para desplegar los paneles solares,

dejó caer el blusón al suelo. Los tres nos tumbamos sobre la hierba.

Cuando estuvimos secos, nos dispusimos a vestirnos. Entre el calor del sol y el recuerdo de la mañana, mi pene volvía a tener un buen aspecto.

Ella me preguntó si quería volver a “jugar”. Estuve tentado de pedirle que me dejara penetrarla por detrás, pero decidí no hacerlo.

Estaba seguro de que accedería si se lo pedía, pero me había dicho que le repugnaba y, por otra parte, dado el tamaño de su cuerpo y su juventud, temía provocarle algún desgarro. Le supliqué por favor, que no me tentara, a no ser que estuviera dispuesta a cargarme a cuestas para volver a casa.

Nos vestimos, cogimos unos mangos del mismo árbol en el que Kong había hecho la exhibición de tiro por la mañana y nos los comimos sobre la misma hierba en la que se había desatado nuestra pasión.

Estábamos a punto de irnos; le estaba dando instrucciones a Kong sobre las imágenes que debía borrar y lo que debía decir, si hablaba sobre la jornada de caza con alguno de los que conocían su secreto. De repente se puso tenso; me dijo que se nos acercaba rápidamente una manada de siete u ocho animales.

Preparamos las AK 104 en modo automático; le di a Victoria mi machete y le dije que se pusiera detrás de Kong.

Al poco, aparecieron en semicírculo a nuestro alrededor, nueve perros salvajes con actitud agresiva, atraídos seguramente por el olor de los lechones. La muchacha estaba aterrorizada. Me dolió verla así y ordené a Kong abrir fuego, mientras yo también disparaba una ráfaga. Cuatro perros sufrieron los impactos y se desplomaron; los otros cuatro salieron huyendo a la carrera. Volví a mirar a Victoria; estaba con las manos tapándose los oídos, pero su expresión era de alivio.

Recargamos los cargadores, mientras le mostraba mi fusil a Victoria y le explicaba brevemente su funcionamiento.

A primera hora de la tarde volvimos de la cacería a casa del Sr. Claude.

El calor era asfixiante; por suerte Kong llevaba los lechones sin necesidad de ayuda; los sirvientes nos dijeron que tenían un asador adecuado, que ellos se ocuparían de prepararlos y asarlos para la noche.

Dejé a Victoria en la casa y me fui a la posada a dormir una reparadora siesta (Kong se quedó, ayudando con los lechones).

Después del reparador descanso, pasé a recoger a mis amigos y nos dirigimos al puerto; el bergantín ya estaba cerca.

François fue el primero en cruzar la pasarela; los novios se echaron, el uno en los brazos del otro; se abrazaron y besaron apasionadamente.

Se dijeron mutuamente lo mucho que se habían echado de menos, ante las miradas alegres de toda la tripulación y del Sr. Claude, al que se le notaba sumamente satisfecho. Yo, ya no podía estarlo. Aunque Victoria había venido hasta el barco cogida de mi brazo, tuve la certeza de que ya era una página pasada en su vida. Antes de volver a casa, avisé a la tripulación que se prepararan para una cena de despedida a base de lechón asado y les pedí que ocho de ellos, vinieran a buscarlos a la tienda del comerciante, justo antes.

Sentados en el amplio porche que daba al jardín y con una copa de vino en la mano, relatamos nuestro respectivo día.

Victoria explicó que, a pesar de haber disfrutado del paseo, de nuestra compañía y de la experiencia, había descubierto que le entristecía ver matar a los pequeños lechones y que no pensaba volver a cazar.

También contó nuestro peligroso encuentro con los perros salvajes y como habían huido después de que yo les disparara y Kong les gruñera y atacara amenazadoramente. Me di cuenta de lo hábil que había sido al narrar la aventura, sin hacer referencia a nuestras “increíbles armas”, de las que el Sr. Claude no tenía conocimiento.

Ni ella ni François hicieron referencia a la visita del dron.

Por su parte, los viajeros traían excelentes noticias:

Cuando aún no habían soltado amarras, habían recibido la visita de D’Ogeron y tres de sus hombres; no iban en plan amistoso.

Le invitaron a él solo, a charlar en el camarote del capitán. Allí François le explicó el intento de asalto por parte de su barco y la estratagema del capitán, de hacerse pasar por un guardacostas español. Él había descubierto el engaño antes de ser abordado, gracias a que vio con el catalejo, que era el mismo que había intentado reclutarle y se había llevado a casi toda su tripulación. Así pudieron sorprenderles y capturar el barco.

En la batalla, su capitán y otro miembro de la tripulación resultaron muertos y otros cuatro heridos.

Varios de los marineros que lo habían abandonado, aceptaron volver con él y al resto los dejó en su balandro, sin velamen, pero con comida y bebida suficiente, cerca de la costa de Cuba a la altura de Camagüey.

Suponía que regresarían en cuanto pudieran hacerse con alguna vela.

D’Ogeron pareció aceptar “deportivamente” la pérdida del bergantín. Incluso agradeció el obsequio de la bolsa con una parte del botín como desagravio; al marcharse se disculpó por haber retrasado su salida.

François y el Sr. Claude le manifestaron que estaban muy satisfechos de haber podido conversar con él y se ofrecieron para prestarle sus servicios, en calidad de comerciantes y contrabandistas, a buen precio; para “compensar los quebrantos que la desdichada acción de su infortunado capitán le habían causado”.

También le expusieron que esperaban poder serle de utilidad, dado que tenían muy buenas relaciones con el gobernador; aunque no veían con buenos ojos, la relación de éste con Inglaterra.

En su opinión D’Ogeron salió del barco satisfecho. De una parte, había obtenido una compensación (pequeña, eso sí); pero aquellos dos importantes comerciantes de la isla, cercanos al gobernador, le habían manifestado discretamente, que estaban dispuestos a ayudarle en su tarea de “segar la hierba bajo los pies” del gobernador Jeremy Deschamps, Sr. Du Rausset.

En cuanto al viaje en sí, todo había ido estupendamente. El Sr Claude había presentado a su nuevo socio a los comerciantes conocidos de Port de Paix, les había ofrecido los servicios de su bergantín y vendido toda la carga, con un satisfactorio beneficio.

CAPÍTULO XVI

EMOTIVA DESPEDIDA 

Coincidiendo con la puesta de sol, llegaron ocho marineros al jardín.

Los lechones estaban a punto; tenían un aspecto estupendo y olían de maravilla. Dejamos uno para la servidumbre de la casa y el resto nos fuimos a cenar al barco.

Además de los siete cerditos, le había comprado al comerciante un barril de vino y otro de ron. No quería cobrarlo; sólo lo hizo cuando le hice ver que aquella cena era mi despedida de la tripulación… y de todos ellos.

Fuimos recibidos en el bergantín con gran algarabía y muestras de afecto. Pierre había preparado en la cubierta una gran mesa, a base de tablones y caballetes, sacados de vete a saber dónde, para veintisiete comensales (Kong tenía sitio, aunque no cubiertos). En lugar de sillas, había más tablones, que se apoyaban en pequeños barriles, rollos de cabos, e incluso algunas cureñas de los cañones.

La cena se desarrolló en un ambiente alegre y de gran camaradería.

Todo el mundo contaba anécdotas del provechoso viaje. Kong era el protagonista de muchas de ellas; el otro tema de conversación era la comunicación que había hecho el capitán, al respecto de que el barco, a partir del último viaje, se dedicaría únicamente al comercio. Los únicos disparos que haría la tripulación, sería en las partidas de caza de cerdos y vacas salvajes, para ahumar carne… a no ser que algún pirata intentara abordarles. A todos les pareció bien, pero todos bromeaban sobre el peso que había tenido Victoria en la toma de la decisión.

Después de haber dado buena cuenta de los lechones, de una buena parte del vino, e incluso de una más pequeña de ron, aparecieron frutas y café… y más botellas de ron.

Antes de que el alcohol nublara mis ideas, pedí permiso a François para dirigirme a la tripulación. Él mismo pidió silencio y les comunicó que yo quería dirigirles unas palabras.

 -Antes de nada, quiero agradeceros vuestra presencia en esta cena. Le pedí a François celebrarla, porque quería despedirme de todos vosotros.

Mi tiempo aquí se está acabando; muy pronto regresaré a mi casa. Allí me esperan una mujer y un hijo. Ardo en deseos de volver a estar con ellos; pero una parte de mi corazón se quedará con vosotros.

Jamás olvidaré este viaje. Algunos os habéis convertido en grandes amigos; a aquellos con los que no he tenido el suficiente trato para llegar a la amistad, os considero unos excelentes compañeros. Os deseo una larga y feliz vida a todos. 

Un estallido de vítores, aplausos y brindis siguió a estas palabras.

Pedí de nuevo silencio. Cuando volvió, proseguí: 

-Entre las cosas que echaré de menos, está el no poder ser el padrino de la boda del capitán y esta maravillosa chica que se llevó secuestrada de un barco.

Han decidido tomarse su tiempo y no podré estar presente.

Pero no quiero irme sin conseguir un compromiso por su parte.

En mi tierra es tradición que el hombre ofrezca a la mujer un anillo de compromiso, y le pida que se case con él más adelante. Si ella acepta unirse a él en matrimonio, coge el anillo y se lo pone en el dedo. Después se besan apasionadamente. Si ella no tiene intenciones de casarse con él, rechaza el anillo. 

Saqué del bolsillo un vistoso anillo de oro, coronado con un enorme rubí, rodeado por ocho pequeñas esmeraldas. Nuevos vítores y brindis. 

- “Monsieur” capitán: Le hago a usted este regalo… que espero ver lucir en el dedo de Victoria en breves momentos. 

De nuevo vítores, aplausos y brindis.

François cogió el anillo, me dio las gracias y un largo abrazo.

Al separarnos, se arrodilló ante Victoria con el anillo entre los dedos.

-Victoria, amada mía ¿querrás casarte conmigo? 

El silencio se podía cortar. Ella se llevó el dedo índice a sus labios y miró al cielo con expresión dubitativa. Por unos instantes, todos contuvimos la respiración.

El brillo de sus ojos y la sonrisa que se dibujó en su boca pusieron fin al suspense, un segundo antes de que le dijera “si François; me casaré contigo”, cogiera el anillo y le besara apasionadamente.

Una nueva explosión de júbilo sacudió la cubierta del barco.

Al terminar el beso, se puso el anillo en el dedo corazón de su mano izquierda.

¡Qué extraños son los sentimientos! Por un lado, estaba feliz por mis amigos; de otro, me dolía su ya cercana pérdida… y ¿por qué no? el adiós definitivo a cualquier posibilidad de sexo con Victoria.

Entre copas de ron, empezaron las canciones. François se levantó y fue a mezclarse con sus hombres; se llevó con él al Sr. Claude y yo me quedé “solo” con Victoria en la punta de la mesa.

Nuestras miradas se encontraron y tomé su ensortijada mano.

En voz muy baja nos declaramos nuestro amor, expresamos la tristeza por el próximo adiós y nos prometimos el uno al otro, llevarnos siempre en el corazón.

Las lágrimas que brotaron en nuestros ojos certificaron la agridulce declaración.

La magia se disolvió en el momento que ella separó su mano de la mía y se secó las lágrimas; yo me pasé las mangas del blusón por los ojos y mejillas, para hacer lo propio con las mías. 

-Gracias Manuel, una vez más… gracias por todo. 

-Gracias a ti Victoria. Te amaré mientras viva. Prométeme que serás feliz y que me llevarás en un cálido rinconcito de tu corazón. 

-Te lo juro. Seré feliz por los dos… y siempre estarás en mi corazón.

Poco después me despedí de mis amigos; había decidido irme al día siguiente por la mañana. El Sr. Claude no lo veía claro; que el supiera, no había ningún barco que saliera de la isla; pero me pidió que pasara por la tienda; quería obsequiarme con unas botellas de ron de una reserva especial. También nos despedimos de cada uno de los miembros de la tripulación. Todos nos desearon buen viaje y aseguraron que nos echarían de menos. Kong y yo nos fuimos a la posada mientras las canciones continuaban en el bergantín.

A la mañana siguiente hicimos las mochilas, me puse el traje térmico para no pasar calor durante la larga caminata que nos esperaba y nos fuimos a la tienda. Además del comerciante, que me obsequió con tres botellas de ron “especial”, estaban François y Victoria (con blusón y pantalones). Habían decidido acompañarnos. No pude evitarlo, pese a que les advertí que, entre la ida y la vuelta les esperaba una caminata de aproximadamente cuatro horas. François me enseñó una bolsa en la que llevaba suficiente agua y frutas, para no pasar hambre ni sed.

Después de despedirnos del Sr. Claude emprendimos la marcha. Al principio íbamos en silencio, pero enseguida empezamos una animada conversación, con anécdotas de la expedición que había culminado con el secuestro de Victoria. Apenas dejamos atrás el poblado, Kong (que se había mantenido en silencio) se añadió a ella.

No tardamos mucho en llegar a lo alto del promontorio que atraviesa la isla de este a oeste. A partir de ahora iniciaríamos un leve descenso hasta la nave. Me di la vuelta para contemplar por última vez el puerto y las ruinas del fuerte de Rocher. Me fue inevitable pensar en la mañana del día anterior; miré a Victoria, que me estaba mirando dulcemente y sin duda también rememoraba lo mismo.

Antes de reemprender la marcha, pregunté a Kong si disponía de algún reloj y un mapa de coordenadas interno. Su respuesta fue afirmativa. Le pedí que guardara las coordenadas en las que estábamos.

Ante la expresión extrañada de nuestros amigos, les dije que les daría una sorpresa.

A los cinco minutos de reemprendida la marcha por un terreno despejado, le pedí a Kong que guardara la hora, minuto y segundo.

Escuchamos un lejano trueno. Todos miraron al cielo buscando su origen; yo miré hacia atrás y pude ver el destello de una esfera metálica.

No quise ver más, ni que ellos descubrieran la sorpresa que les había preparado. Continuamos la marcha y seguimos contándole a Victoria anécdotas de la expedición, anteriores al encuentro con ella y su barco.

François también le explicó cómo nos habíamos conocido, y cómo había temido quedarse sin socio, cuando por defender a Antoine de un insulto de Pierre, le había retado a cuchillo. Le explicó lo asombrados que quedaron todos los espectadores ante el rápido en inesperado desenlace de la pelea; que le había perdonado la vida al enorme adversario, cuando ya le había puesto el cuchillo en su yugular.

Aproximadamente una hora y media más tarde llegamos a la nave.

Abrí la puerta y les mostré el interior. Volvieron a maravillarse.

Les invité a subir y viajar en el tiempo, aproximadamente una hora y media atrás. Les dije que se ahorrarían una larga caminata.

Subieron, aunque la preocupación se reflejaba en su rostro. Dentro de la nave, quedamos un poco apretados.

Kong me dio las coordenadas y la hora que le había pedido que registrara. Puse en marcha la nave, ante el nerviosismo de nuestros invitados. Unos instantes después vi en la pantalla, que nos habíamos desplazado con éxito. Abrí la puerta y salimos al exterior.

Les señalé a un grupo de cuatro individuos que se alejaban de donde estábamos nosotros. Le pasé a François el catalejo de visión nocturna, que había preparado. Después de mirar por él, se quedó asombrado y se lo pasó a Victoria, que observó también el grupo. 

-Somos nosotros. ¿Cómo es posible? 

-Porque hemos vuelto una hora y media hacia atrás en el tiempo. ¿Recordáis el trueno?; era la aparición de la nave. 

Estuvieron mirando por el catalejo hasta que el grupo desapareció de su campo de visión. 

-Queridos amigos; ha llegado el momento de la despedida. Debéis separaros unos cincuenta pasos de la nave. Oiréis un ruido fuerte y a continuación desapareceremos. 

François abrazó a Kong y luego a mí; Victoria hizo lo mismo con lágrimas en los ojos. Le entregué el catalejo de visión nocturna y los mapas del Caribe a François (ya no se acordaba de que se los había prometido).

Cuando iban a marcharse, Victoria le pidió a François unos momentos a solas conmigo. 

-Te espero al otro lado de la nave… a cincuenta pasos. 

Apenas desapareció de nuestro campo de visión, Victoria me rodeó el cuello con sus brazos y sus labios besaron los míos. Esta vez fue su lengua la que buscó y encontró la mía. Yo la apreté con fuerza por la cintura y la espalda; por un momento estuve tentado de magrear sus nalgas y su pecho, pero me contuve y continué besándola.

Se soltó de mi cuello y mis labios con lágrimas en los ojos. Continué con el abrazo unos segundos más y la dejé ir.

Sin decir nada se dio la vuelta y se alejó corriendo y llorando, tras los pasos de François.

Subí a la nave y cerré la puerta. Con los ojos empañados, vi por la pantalla el encuentro de la pareja; ella se abrazó a él que, cariñosamente enjuagó sus lágrimas. Abrazados, miraron hacia la nave. Kong y yo volvimos a casa.      

CAPÍTULO XVII 

EN CASA POR NAVIDAD 

Regresamos el domingo 18 de diciembre de 2011, a primera hora de la mañana. Después de guardar la nave y las armas, llamé a Pedro para ver si le parecía bien que dejara a Kong en la finca rústica en modo descanso. 

- ¡Hombre Manuel, qué alegría! ¿Has vuelto entero? ¿No llevarás una pata de palo o un garfio por mano? ¿tal vez un parche en el ojo? 

-No; todo ha ido bien. Kong es un excelente guardaespaldas… y tampoco nos arriesgamos demasiado. 

-Por cierto; no me acordé de decirte que graba lo que ve; también tiene un reloj interno, y un sistema por el que siempre sabe las coordenadas en las que está. ¿Cuánto tiempo has estado haciendo de pirata? 

-Entre dos y tres semanas. Lo de la grabación lo descubrí a tiempo; lo del reloj y las coordenadas cuando nos íbamos; pero no ha habido problemas. 

-Lamento no haber caído en la cuenta antes de que os fuerais. Puedes dejarlo suelto por la finca, con instrucciones de que sea prudente.

Si le instruyes en cómo poner en marcha el ordenador y conectarse a internet, podrá instruirse en historia o medicina… o lo que él quiera. También podrá editar la película del viaje y enviarla a tu dirección de correo electrónico. 

-De acuerdo. ¿Comemos juntos? Voy a llamar a Cecilia para decirle que ya he llegado y estaré ahí en tres o cuatro horas, en función de lo que tarde en instruir a Kong.

Hablé con Cecilia para decirle que ya estaba de vuelta sin novedad; que había hablado con Pedro para decidir qué hacía con el guardaespaldas y que la recogería para ir a comer con ellos y contarles la aventura.

Le expliqué a Kong cómo poner en marcha el ordenador, conectarse a internet y por Skype. Creamos un correo electrónico a su nombre. Él podía pasar sus ficheros al ordenador por medio del Bluetooth. Le sugerí que aprendiera historia o lo que le gustara a él, pero que tuviera cuidado de no saturar su capacidad. Le dije que nos mantendríamos en contacto por Skype, le agradecí sus servicios y me despedí con un abrazo.

Cogí la bolsa con el botín, subí al coche y me fui a casa.

Cecilia se mostró extrañada por la efusividad de mis besos y abrazos, tanto a ella como a Jaime. 

-Para ti me fui ayer; pero para mí han pasado unos veinte días. Al final, no fui a Port Royal; os echaba de menos. 

Al mostrarle el botín, quedó maravillada. 

-Había pensado en regalaros los collares a ti, Marta y Ninette. Si te parece bien, elige el que más te guste y después uno para mi hija. El otro se lo llevamos ahora a Ninette. A Marta se lo daremos el próximo domingo cuando venga, como regalo de Navidad. 

-También podrías tener un detalle con tu exmujer. Ya que no hay más collares no estaría mal un broche, una pulsera o unos pendientes. Parece que, en vez de un barco, hayas asaltado una joyería. Además, hay varios diamantes, perlas y escudos de oro. 

-No fue un barco, sino dos. Y al que nos proporcionó mayor botín no lo asaltamos nosotros; fueron ellos los que quisieron asaltarnos. Se quedaron sin barco, sin botín y nos llevamos parte de la tripulación… pero ya te lo explicaré en casa de nuestros amigos, mientras comemos. 

Llevamos el collar para Ninette (Cecilia llevaba puesto el suyo) y dos de las botellas del ron; una como obsequio y otra para abrirla y probarlo.

Nuestra anfitriona se mostró encantada con el collar. La comida, como siempre que ella cocinaba, fue exquisita.

Yo hablé largo y tendido sobre mi aventura. Todos (incluido yo) expresamos los deseos de ver la filmación de Kong; aunque a mí me producía un cierto temor, por si mi guardaespaldas no eliminaba todas las escenas “comprometidas”. De todas formas, como me tenía que enviar la grabación por correo electrónico y no iba a caber en un solo fichero, confiaba poder eliminar las tomas inconvenientes antes de editarla.

La semana que teníamos por delante sería un poco ajetreada. Entre las compras de los obsequios para los niños (habíamos decidido hacer los regalos en Navidad), la decoración de la casa y la preparación de la comida, Cecilia estaba un poco nerviosa.

Kong me envió varios ficheros por correo electrónico y edité una película de cinco horas. Por suerte, en todas las imágenes que salía con Victoria estaba también François, salvo en el episodio de la caza y algo en la cena, cuando el capitán se fue a cantar con la tripulación; pero no estaba la conversación que mantuve con ella. Además, desde el primer día se la veía “flirtear” con él.

El día de Navidad todo salió estupendamente. Rosa y Marta llegaron con un poco de antelación a la comida, trayendo regalos para los dos pequeños. Mi hija (a la que le había ido muy bien su primer trimestre de la carrera de Historia en la Universidad), estaba feliz de poder volver a disfrutar de “sus bebés”. Tanto ella como su madre se mostraron abrumadas por el valor y la belleza de las joyas que les regalé. Rosa, incluso le preguntó a Cecilia si no le molestaba que le hubiera hecho un regalo tan caro. Se quedó más tranquila, cuando le dije que ella misma me lo había sugerido y que por el dinero no debía preocuparse, porque las inversiones nos habían hecho muy ricos. Les hice saber que eran joyas del siglo XVII, procedentes de Hispanoamérica casi con total seguridad, por si Marta quería estudiar su manufactura.

Mi exmujer también quedó impresionada por los “cambios” que había hecho en la casa. No había vuelto desde nuestro divorcio, más de dieciséis años antes (antes incluso, de mi primer encuentro con la máquina. Había comprado la parcela de al lado y había hecho una casa nueva con gimnasio, piscina climatizada y un enorme garaje).

La comida fue excelente y se desarrolló en el ambiente festivo y familiar típico de estas fechas.

A media tarde se fueron Rosa y Marta. Mi hija había quedado por la noche con unos amigos de la universidad. Me prometió venir algún fin de semana a casa para estar con su hermano, aunque también pensaba estudiar. Si no lo había hecho desde las vacaciones de verano, era porque además de estudiar se había sacado el carnet de conducir.

Para que no tuviera excusas, le entregué las llaves del Seat León que me había comprado cinco años antes para no llamar la atención y apenas había utilizado (además del Range Rover, que era el que más usaba, en el garaje también tenía un Mercedes de lujo y un Ferrari).

Cuando se hubieron ido, les propuse a mis amigos ver las cinco horas de grabación de mi aventura. Todos aceptaron la propuesta con ganas.

Mientras preparaba la conexión del ordenador con el televisor, Pedro me preguntó si había pensado en contarle a mi hija que tenía una máquina del tiempo. 

-Sí, lo he pensado. Me gustaría hacerlo; probablemente le gustaría incluso poder viajar y vivir algunos de los momentos de la historia, que deberá estudiar. Pero, por otro lado, pienso que sería una carga para ella; no poder contárselo a su madre... o a una futura pareja. 

-Pienso que tu hija va a estrechar el contacto contigo, con Cecilia y con su hermano. En mi opinión, más tarde o más temprano deberá saberlo. Deja que lleve esta carga y que, si quiere, disfrute de las ventajas de poder viajar en el tiempo. 

-Lo pensaré un poco y tomaré la decisión. Veamos la grabación.

CAPÍTULO XVIII 

LA PELÍCULA DE KONG 

Empecé explicando que la breve caminata con la que empezó la cinta, en realidad duró un par de horas; a continuación, la vista del fuerte derruido y el puerto al fondo; parte de mi charla con la posadera, para ponerme al corriente de la situación en la isla; el ambiente del local y la curiosidad de los clientes por Kong; unos planos rápidos de la comida y la siesta. Se extendió un poco en la visita al almacén donde cambié lingotes por monedas; también en el paseo por el puerto, vistas de los barcos y el encuentro con François y Antoine. No dedicó mucho tiempo al “tour” que hicimos por varias tabernas para conseguir tripulación, antes de irnos a dormir, aunque, en el camino entre una y otra consiguió una hermosa puesta de sol tras las palmeras.

Durante la proyección, además del sonido de ésta, yo iba haciendo comentarios y los tres espectadores alabaron la calidad de la grabación; también expresaron su satisfacción por ver el Caribe real de 1660.

El segundo día empezó con el incidente de las mochilas y mi petición de disculpas a mis nuevos socios; le siguió la visita a la tienda del Sr. Claude para comprar las armas. Avisé a los espectadores, que este personaje tendría al final una gran relevancia. A continuación, vino un amplio reportaje con nuestra primera navegación en el balandro, las prácticas de tiro en las que dejamos asombrados a nuestros socios y la captura de Luis (el cimarrón); la rotura de sus grilletes y las curas de Kong.

Les expliqué (no había película porque Kong se había quedado en el barco) la pelea a cuchillo con Pierre; mi preocupación por no llevar el traje antibalas y saber si me valdrían de algo las clases de Krav Magá.  

Cecilia expresó su enfado. 

- ¿Retaste a un duelo a muerte a un pirata de un metro ochenta y cinco? 

-Tranquila; le perdoné la vida y se unió a la tripulación. Era un tipo majo.

La filmación del tercer día incluía la llegada de la tripulación al barco, la lectura del capitán de las normas y las condiciones del reparto del botín; la breve navegación hasta Haití, la preparación del campamento en el rio de los caimanes para ahumar la carne. No filmó ni la caza ni el destripado de los cerdos, porque no vino en la expedición; pero sí, mi llegada con Marcel cargando las piezas y la preparación de la comida, en la que Pierre fue nombrado jefe de intendencia por el capitán. 

- ¿Este tipo tan alto y fuerte que va contigo es con el que te peleaste? ¿sin el gorila para protegerte y sin traje antibalas? Dios mío, no soy viuda de milagro. ¿Cómo se te ocurrió hacer una tontería así? 

-Por si te sirve de algo, fue la única tontería que hice… y porque me di cuenta demasiado tarde de la imprudencia. 

El reportaje siguió con la caza y el destripado de animales que hicieron por la tarde el grupo de Kong, el ahumado de la carne, el baño en el rio y la cena con canciones del campamento.

La filmación del cuarto día fue similar, aunque más corta que la del anterior; la caza de Kong y su grupo, la recolección de frutas y vegetales de la tarde, las comidas, los baños en el rio y las canciones.

El quinto día volvió la navegación y la emoción, con la pesca de la tortuga y la “caza” del tiburón. Espectaculares imágenes de los estertores de la bestia y la difícil subida a bordo del enorme escualo. También las caras de estupor de François y Antoine, cuando les confesé que éramos viajeros del tiempo y se lo demostré con Kong y el dron. Acabó con una espectacular puesta de sol sobre el mar y una lejana y pequeña franja de tierra, que ya era Cuba.

La grabación del sexto día fue breve; además de una bonita salida del sol, el desembarco en la bahía de Sigua (cerca de Santiago), el ahumado del tiburón, comidas, baños y canciones.

Avisé a Cecilia, que el séptimo día vería su ciudad, trescientos años antes de que naciera y que tal vez la decepcionaría un poco.

Empezó con la colocación de grandes trozos de tiburón ahumado en barriles y su traslado a bordo; pronto apareció el castillo del morro y los guardias que sobornamos con ron y cerdo ahumado, el breve recorrido por la bahía y el amarre en el puerto. Kong captó fielmente el ambiente del puerto y de la ciudad, durante el recorrido que hicimos a pie desde el barco hasta la catedral, tanto a la ida como a la vuelta.

Cecilia se emocionó, e incluso Pedro se conmovió un poco al ver las imágenes de la ciudad en la que había vivido durante tres años… casado con Cecilia.

Mientras dejábamos Santiago había grabado la conversación en la que hablamos de asaltar el galeón del comerciante que, en unos días volvería a España.

A partir de allí unas breves imágenes de navegación, que nos llevaron a la noche del octavo día, ya en la isla de Pinos, donde grabó nuestro paseo por la playa y el encuentro con la tortuga que desovaba. 

Los dos días siguientes y la mayor parte del onceavo las solventó con breves imágenes de navegación y la tripulación, bajo un par de aguaceros.

Al atardecer del onceavo día llegamos a la entrada de la bahía de la Habana. Magníficos planos de los dos castillos que la custodian. Ya en el puerto filmó el desembarco y el regreso de la tripulación, además de la guardia que él y yo hicimos en el barco.

La grabación del doceavo día era más extensa; empezó con la marcha de la tripulación, de nuevo a excepción de Kong y de mí. Una muestra del movimiento de la gente en los muelles del puerto, mi compra de varias cañas de azúcar, Kong exprimiéndolas para hacer guarapos. El brindis y saludo que le mandé a la familia desde 1660, un buen rato de nuestra conversación, en la que le pedí que, si yo moría en aquel viaje, él regresaría para decirle a Cecilia lo mucho que la amaba. También la estratagema que usé para asegurarme de que no moriría; le ordené que regresara antes de la partida para avisarme… como no lo había hecho, significaba que no iba a morir. 

- ¿Por qué no bajaste a tierra en la Habana con el resto? 

-Temía llevarme una decepción. Allí no estaban la Bodeguita del Medio, el Floridita, el Tropicana, ni los músicos callejeros. Además, quise charlar con Kong para conocernos mejor. Hasta entonces no me lo había planteado ni tenido oportunidad. Desde entonces dejé de verlo como un robot y lo vi como un amigo. 

La grabación continuaba con escenas del ambiente del puerto por la tarde y la llegada de los compañeros, llevando a Luis borracho. También la explicación que dieron los compañeros de su bautismo sexual y del tamaño de su “miembro”. Después, el paseo que mi guardaespaldas y yo dimos por las calles cercanas al puerto, con las caras aterrorizadas de varios individuos que casi se dieron de bruces con nosotros.

Mis amigos se rieron de las expresiones de los infortunados.

Acabó el día con una vista del maravilloso cielo estrellado que nos brindó la Habana.

El treceavo día empezó con un corto resumen de nuestra partida de la capital y su bahía; un poco de navegación… hasta la aparición de las velas de un bergantín a lo lejos y por nuestra proa. Quedó perfectamente reflejado el ajetreo de la tripulación, las órdenes del capitán, la posterior decepción al creer que al barco era un guardacostas español y la definitiva preparación de la estratagema a seguir, al darse cuenta de que era un barco pirata. La tensión se notaba mientras el bergantín se fijaba a nuestro estribor. Todo estalló y casi terminó cuando disparamos nuestras ráfagas. Fue impactante ver el efecto de la ráfaga de Kong, en la fila de los desprevenidos asaltantes; cómo los que no resultaron heridos se echaron al suelo; la rápida rendición de la nave, la atención a los heridos y el disparo del capitán del navío a mi espalda.

Al poco, mientras la cámara me filmaba girándome y apuntándolo, se oyó un disparo y pudo grabar al desdichado capitán cayendo a la cubierta, por el tiro en la cabeza que le disparó François.

Siguieron las imágenes en las que Kong analizaba mi espalda con rayos X y la confirmación de que no había rotura. A continuación, unos cuantos planos de la operación que salvó la vida de Jean Luc y su traslado en brazos del cámara a la bodega. Después, unas imágenes en la que se veía el cambio de barco, otras en las que Pierre anunciaba a toda la tripulación, la extraordinaria riqueza del botín; cómo nos separábamos de nuestro viejo balandro sin velas y el jolgorio de la cena que vino después.

En el catorceavo día, lo único reseñable fue el asombro del médico al descubrir las aptitudes de Kong y alguna de las indicaciones que le dio.

En el decimoquinto día, la grabación mostraba cómo nos cruzamos con un galeón español fuertemente armado, la llegada al mediodía al puerto de Baracoa y la aparición de los comerciantes, las negociaciones, la venta, el trasiego de mercancías y su misión de guardaespaldas de François, al ir a las tiendas de los comerciantes para cambiar los lingotes por monedas.

El decimosexto día mostraba la llegada al cabo Maisí, donde íbamos a esperar al galeón de Santiago; las prácticas de tiro con los cañones y el desembarco en canoas, para montar el campamento en la playa. Por la noche, mi baño en la playa y la vista de dos galeones armados en la distancia, gracias a la visión nocturna de Kong.

El decimoséptimo empezó con la subida a la pequeña loma, que efectuamos el capitán, Kong y yo, para hacer volar el dron, cómo vimos en la pantalla la aparición de nuestra presa, para a continuación iniciar una vertiginosa carrera, la recogida a toda velocidad del campamento y el embarque de toda la tripulación. También dejó constancia de lo rápidamente que se hicieron los preparativos para el asalto.

Captó la aparición del galeón tras el monte que nos ocultaba; cómo preparaban los cañones que llevaban en la proa. Después, nuestros cinco cañonazos, el arriado de su bandera y el desventado de sus velas.

Siguió la aproximación y el abordaje, la inspección de las bodegas y la captura de los cobardes escondidos. A continuación, el traslado de mercancías y el botín obtenido del capitán a nuestro barco, unas imágenes de la atención a los tres heridos del galeón.

Al plano del daño causado al trinquete, le siguió la aparición mía y de Victoria en cubierta, con el cofre del comerciante y su entrega a Pierre; cómo lo mostraba a la tripulación y los vítores de los compañeros, para pasar a la conversación mía con François, en la que le dije de llevarnos a la chica y que no la había violado ni la secuestraba, que ella lo había pedido. 

- Manuel, ¿qué es eso de que no la has violado ni la secuestras? 

-Quise explicarle a François que ella venía por voluntad propia (ya os expliqué la historia de su boda forzada). Además, era corriente que las mujeres de los barcos asaltados por piratas, en especial si eran hermosas y ricas, fueran violadas y secuestradas para después pedir rescate por ellas o vendidas como esclavas a cualquier burdel. Suponía que él era contrario a esa bárbara costumbre y por eso quise dejárselo claro. 

La filmación continuaba cuando François y yo llamábamos a la puerta del camarote de Victoria en la que Kong hacía guardia, su aparición vestida de mujer, cómo le hacía entrega de las joyas y perlas que había robado para ella, así como las instrucciones que le di sobre lo que debía decir, ante cualquier pregunta de la tripulación (robar parte del botín podía haberme costado la vida), el abrazo que me dio y su marcha hacia la cubierta con François. Mientras pasaban las imágenes de mi reencuentro en cubierta con la pareja, la entrada al camarote del capitán para comer, y cómo Kong me ayudó a llevar los cafés, expliqué la conversación que mantuve con los dos para que rompieran el hielo.

Lo siguiente fue la salida de los dos tortolitos del camarote ya bien entrada la tarde, las estratagemas de ella para cogerse a él y el beso de la puesta de sol… seguido de la algarabía de la tripulación.

El decimoctavo día empezó con las imágenes de Victoria en el castillo de popa, hablando y acariciando a Kong como si de un gatito se tratara, bajo la atenta mirada de François, mi llegada al mismo y la afirmación del capitán de que ya faltaba poco para llegar al puerto.

Le siguió el amarre, la partida de François y Victoria a ver al Sr. Claude y la asamblea de la tripulación, para decidir si los nuevos tenían derecho al mismo botín que la tripulación inicial.  Cuando volvió la pareja con el comerciante, yo le notifiqué al capitán que dejaba el barco y Kong y yo nos íbamos (con Victoria) a buscar una pensión. También grabó el beso que me dio en la mejilla, cuando le compré el parasol y que se cogió a mi brazo al salir a la calle.

Ante el gesto irritado de Cecilia, le expliqué que aún se le movía el suelo por el viaje en barco.

La grabación continuaba con la comida en el camarote del capitán, con la pareja y el comerciante, en la que decidieron llevar al día siguiente, parte de la carga a Port de Paix y yo iría a cazar; también la petición de Victoria de venir conmigo y Kong. A continuación, venía el reparto del botín. Mis amigos quedaron maravillados de la cantidad de joyas, perlas y monedas que, estaban esparcidas a montoncitos en la cubierta.

Le seguía el baño en la fuente del fuerte y la cena en casa del Sr. Claude, en la que decidieron asociarse y les ofreció su casa y nombrarles herederos. Después, la conversación que sostuve con François al salir, a la que había suprimido el momento en el que me preguntó cómo era Victoria en la cama.

La grabación del decimonoveno día empezó con la tienda del comerciante, abarrotada por la tripulación que, depositaba en ella parte del botín, la despedida de la pareja y el inicio de nuestra caminata, en la que Victoria me preguntó por nuestro secreto. Antes de llegar a la fuente del castillo, en vista de que no quería creerme le mostré la pistola. Una vez allí Kong hizo la demostración de tiro y habló. Después de que la impresión la hiciera caer al suelo, le pedí a Kong que me diera el dron y fuera a inspeccionar el terreno para la caza.

Las siguientes imágenes eran de la caza de los ocho lechones.

Expliqué a mis amigos, que mientras tanto estaba mostrándole el dron a Victoria y como vimos el bergantín y a François al timón.

Después se veía como Kong colgaba los lechones en la ceiba, la recolecta de mangos y la comida en la hierba.

A continuación vino el aviso de Kong, la preparación de las armas y la aparición de la manada de perros salvajes, las ráfagas y la huida. Después el regreso a casa del comerciante, donde los criados se hicieron cargo de la preparación de los lechones, con la ayuda de Kong y Victoria, mientras yo me iba a la posada a echar una siesta. Mi regreso a la casa y la salida con Victoria a recibir al bergantín. El abrazo y los besos de la pareja y el regreso a casa, con la charla que mantuvimos en el porche mientras se acababa de asar nuestra cena.

La fiesta de despedida empezó con la llegada de los miembros de la tripulación que llevaron los lechones al barco, donde estaba preparada la mesa. La alegría que reinó toda la noche, mi discurso de despedida y el regalo que le hice al capitán de su anillo de compromiso, como le pidió a Victoria que se casara con él y como ella aceptó.

Cuando François se fue a cantar con la tripulación, Kong había grabado y yo no había eliminado, la mirada que nos dirigimos durante unos segundos Victoria y yo, mientras nos dábamos la mano por debajo de la mesa. No grabó la conversación, la escena acababa cuando Victoria y yo nos secábamos las lágrimas. De todas maneras, estaba convencido de que, a Cecilia aquella escena le había sentado muy mal.

A continuación, vino la despedida de cada uno de los miembros de la tripulación y nuestra salida del barco.

La grabación del vigésimo y último día empezó con la visita al almacén donde nos esperaba la pareja para acompañarnos; continuó con la larga caminata hasta la nave, e incluso el pequeño viaje que les di a la pareja. La sorpresa que se llevaron al verse ellos mismos alejándose y comprobar que efectivamente habían viajado en el tiempo; acabó con los abrazos de despedida y la sugerencia de que se apartaran de la nave. 

- ¡Caramba, Manuel! ¡Qué buena película! ¡Y qué estupenda aventura! casi lamento no haberte acompañado; aunque estoy convencido que Kong lo hizo mucho mejor de lo que yo podría haberlo hecho.

CAPÍTULOXIX 

UNA NUEVA VIAJERA 

Una ligera cena y la despedida de nuestros amigos deberían haber puesto fin a aquel feliz día de Navidad… pero Cecilia estaba mosqueada. 

- Ha sido un día estupendo; ¿puedo saber qué te pasa? 

-No veo nada clara tu relación con la chica. Sospecho que hubo algo más de lo que se ve en la película. 

- ¡Vaya! ¿Puedo saber el qué? 

-Ya sé que dijiste que no la violaste; pero eso no significa que no te acostaras con ella. También está la forma en que te miraba, sobre todo en la cena. Además, durante la cacería sólo cazó el gorila. ¿Qué estuvisteis haciendo vosotros?

 -Por favor; acababa de conocerla, era casi una niña y estaba angustiada. Un viejo malnacido la había separado de sus padres y acababan de capturarla unos piratas. La tranquilicé, la traté amablemente y le prometí que nadie le haría daño, que sólo queríamos el botín. Logré convencerla y fue entonces cuando me pidió que la dejara en cualquier puerto para poder volver con sus padres… por eso cogí los diamantes y las perlas que decidí darle, para que pudiera hacerlo. Al poco rato ya casi los había liado a ella y a François; es normal que me estuviera agradecida. Respecto a lo de la cacería; acababa de explicarle que veníamos del futuro y mostrado que Kong no era un gorila, lo envié de expedición, mientras yo monté y le enseñé cómo funcionaba el dron; con él busqué y vimos el barco y a François; cuando lo hube recogido e íbamos a reunirnos con Kong, ya había regresado con la caza. Al ver a los lechones muertos, a Victoria le dieron pena y no quiso seguir.

-Sé por lo que he visto, que no hay ninguna prueba; pero algo me dice que tuviste un asunto con ella. 

-A eso se le llaman celos infundados. Ni tuve oportunidad, ni lo hubiera hecho; yo te quiero a ti. 

- ¿Y esas miradas y las lágrimas de la cena? 

- ¡Por Dios Cecilia!; ¿tan poco te fías de mí? Eres capaz de no creer lo que es evidente: que la chiquilla a la que había liberado, a la que proporcioné una pequeña fortuna que le permitía tomar sus decisiones, que estaba enamorada de François con el que la comprometí en matrimonio, era una muchacha agradecida, que sabía que al día siguiente me iría para siempre de su vida… y sí; por mi parte debo reconocer que, si tú no hubieras estado esperándome, probablemente hubiera intentado conseguir algo más que su corazón; pero precisamente porque le cogí cariño y yo ya tengo mi vida contigo la empujé a los brazos de François, que era un tipo excelente, joven, rico y que además de ser mi amigo bebía los vientos por ella; además… si era más joven que mi hija; ¿tan canalla crees que soy? ¿de verdad me ves así? 

-Manuel; no lo lleves a ese terreno. No estoy hablando de violación ni de abusos a una menor, aunque tuviera diecisiete años. Lo que te digo es que, sabiendo lo seductor que eres y lo que te gusta seducir, no puedo dejar de pensar que la muchacha… te entregó algo más que su corazón.  

-Pues ya no sé qué decir o qué hacer para que me creas. ¿Acaso no te demuestro mi amor en nuestro día a día? ¿No me ves feliz de estar casado contigo y tener a nuestro hijo Jaime? No entiendo tus celos y lo peor es que no sé qué puedo hacer para que me creas. Es alucinante porque el celoso debería ser yo. 

- ¿Tú? ¿por qué?

-Para empezar, eres un bombón de veinticinco años y yo casi te doblo la edad. Dentro de poco irás a la universidad a estudiar medicina. Seguro que todos tus compañeros se sentirán atraídos por ti. Cuando tengas treinta, seguirás igual de atractiva y yo ya tendré cincuenta y tres; tú harás guardias nocturnas con jóvenes doctores, rodeada de camas por todos lados. 

-Esto es absurdo. 

- ¡Vaya! Mis celos son absurdos ¿y los tuyos no lo son? 

Bajó los ojos avergonzada; la abracé, le dije lo mucho que la quería y la deseaba. Le juré que, para mí no había otra mujer más que ella; la besé en la boca… y acabamos haciendo el amor apasionadamente.

Haberle mentido no hizo que me remordiera la conciencia; ¿de qué habría servido confesarle la verdad? Sólo le habría hecho daño, no aportaba nada positivo a nuestra relación y yo no quería hacerla sufrir. Además, tal vez ésta sí que fuera mi última infidelidad.

Ya había viajado a los lugares y las épocas en que quería conocerlos. Al menos de momento, no me llamaba la atención viajar sólo a ningún otro lugar.

Mi hija volvió con más regalos para los niños, el día de reyes. Nos había avisado y organizamos una comida con Pedro y Ninette, para contarle nuestro secreto y poner a su disposición la máquina del tiempo.

Llegó sobre las doce del mediodía; nuestros amigos ya estaban en casa.

Después de entregarles los juguetes a sus “niños” y mientras las chicas acababan de preparar la comida, le propuse ver una película.

Al poco de empezar ya preguntó dónde había ido de excursión. 

-A la isla Tortuga, la de Haití. 

- ¿La de los piratas? ¿Cuándo fuiste? 

-En 1660 

-Venga ya, ¿después del viaje por el Mediterráneo en el yate de Pedro? 

-Si 

Las imágenes me habían mostrado caminando entre las primeras chozas del pueblo y ahora estaba en la taberna, charlando con la posadera. 

- ¡Anda! Has rodado una película de piratas. ¡Qué sorpresa! ¿desde cuando eres actor? 

-Deberías prestar atención a los diálogos. Son interesantes. 

Vio el ambiente de la cantina, el cambio de lingotes por monedas, con el regateo y ahora veía el puerto. 

-Está muy bien ambientada y estos barcos parecen realmente antiguos. 

-En 1660 no eran viejos, aunque ya tenían sus años. 

En la película hablaba con Antoine, junto al balandro. 

- ¿Quién es el amigo al que hace referencia? No ha salido aún. 

-Ni lo verás. Es el que filma. Se llama Kong. Es un gorila androide. 

- ¡Qué me dices! Y que hace un androide en una película de piratas. Es absurdo. 

-Sería absurdo si fuera una película de piratas, pero no lo es si viajo en una máquina del tiempo a 1660.

-Vamos papá, deja ya de intentar tomarme el pelo. ¿Dónde está ahora el gorila? 

-Tanto él como la nave del tiempo están en una finca rústica que tenemos en Lérida. Si quieres, nos conectamos con Kong por Skype y podrás hablar con él. Ya verás luego la aventura. 

Aceptó, y mientras me conectaba Marta preguntó a Pedro, de qué iba la broma.

Pedro le respondió muy seriamente que no era ninguna broma y que, por increíble que le pareciera todo lo que le había dicho era cierto… y que se preparara para llevarse la sorpresa más increíble de su vida.

Después de una breve espera, Kong apareció en pantalla. Él nos veía a Marta y a mí. 

-Hola Kong; te presento a Marta, mi hija. Creo que me oíste hablar de ella con Victoria y François ¿verdad? 

-Así es Manuel; concretamente en la primera cena que hizo Victoria en el bergantín, después de que se dieran el primer beso con François, durante la puesta de sol. Los tres estabais cenando entre dos cañones y yo estaba vigilando en la proa. 

Marta ya no sonreía. Estaba mirando fijamente al “gorila” que hablaba. 

- ¿Podrías decirle en qué año sucedió esto y dónde? 

-En 1660 d.C. en el paso de los Vientos, entre Cuba y Haití. 

- ¿Eres tan amable de mostrarle tus paneles solares, para que vea que no eres una persona disfrazada de gorila? 

-Desde luego.

Se echó un poco hacia atrás y abrió su pecho. Pudimos ver claramente los paneles solares abiertos y las baterías en el interior de su pecho. 

- ¿Qué estás estudiando en el ordenador? ¿medicina? 

-No; mi programa ya es muy completo, he decidido estudiar historia. Sois muy interesantes los humanos y esta materia me permite aprender sobre vosotros. 

-Precisamente mi hija Marta ha empezado la carrera de historia en la universidad; supongo que no te importará echarle una mano.

-Será un placer serle útil; aunque tal vez sea ella la que me pueda echar una mano a mí.

Marta se había quedado muda por la sorpresa; imaginé que era incapaz de aceptar lo que estaba viendo y oyendo.

- ¿Cómo es posible que tú tengas una máquina para viajar por el tiempo? No eres científico, ni siquiera militar.

-Es una larga historia que te contaré. De momento, sólo te diré que llegó a mis manos por casualidad. Después Pedro, que antes se llamaba James Brown y era militar, o tal vez debería decir, será militar dentro de unos cuantos años, vino a recuperarla. Aunque yo ya había conseguido información para hacerme rico y arreglaros económicamente la vida a tu madre y a ti. ¿Recuerdas que os di un número premiado de la primitiva? Después volvió y nos asociamos; a partir de ahí conocimos a Cecilia a la que rescatamos de Cuba a finales de 1958. A Ninette la trajo Pedro de París, de finales del siglo XIX, enferma de tuberculosis para curarla. Los dos hemos estado en la noche triste, en Tenochtitlán en 1520, en las Rocosas en el año 1845, en Egipto en 1816, en Cuba, tanto antes como después del triunfo de la revolución. Por cierto; este último viaje para hacer de pirata lo hice yo sólo porque Pedro ya no quiere viajar por el tiempo; en su lugar me acompañó Kong que también es un producto del futuro, como guardaespaldas.

Como puedes suponer, no deberás hablar con nadie (ni siquiera con tu madre) de la máquina del tiempo. Si te lo hemos contado a ti es porque hemos pensado que tal vez, algún día pueda interesarte viajar a algún momento de la historia. Naturalmente te acompañaría; al menos en los primeros viajes. Puedes viajar al momento y el lugar que quieras, pasarte allí meses y volver a la media hora de la partida.

Por último, el próximo fin de semana que vengas iremos a ver la nave y a que conozcas personalmente a Kong. ¿Quieres seguir viendo la película? 

Cecilia y Ninette aparecieron en el comedor, avisando que la comida estaba lista y que deberíamos dejar el visionado para más tarde.

Entre todos preparamos la mesa, mientras respondíamos al aluvión de preguntas de Marta; aunque la mayoría las dirigió a Cecilia y a Ninette, interesándose sobre todo en las épocas que habían vivido, antes de ser traídas al presente y cómo les había afectado el cambio. Al terminar la comida me pidió que la llevara a ver la nave y a Kong; finalmente, como era viernes, quedamos en ir al día siguiente. Llamó a su madre y le avisó que pasaría conmigo el fin de semana y volvería el domingo. Por la tarde acabamos de ver la película, que ahora mi hija ya veía con otros ojos.

Quedó impresionada con la pesca del tiburón, pero, sobre todo, al ver las ráfagas de Kong y mías, en la que abatimos a cinco de los asaltantes del balandro. Coincidió con Cecilia que había sido una temeridad irresponsable haber retado a aquel pirata gigantón, a pesar de mis clases de Krav Magá. Aquella noche apenas pudo dormir, debido a los nervios y las ganas de ver a Kong y la máquina del tiempo.

Desayunamos temprano y nos fuimos los dos solos a la finca. Durante el trayecto, le expliqué toda mi historia desde el momento que la nave apareció en la parcela. Le extrañó un poco que Pedro continuara siendo mi amigo pese a haberle “robado” a Cecilia.

-Un clavo saca otro clavo. Él estuvo tres años fuera y encontró a Ninette, a la que trajo al presente enferma de tuberculosis. Les ayudamos en la recuperación de la enfermedad y a “ponerla al día” ... y nos perdonó. 

Kong salió a recibirnos. Después de presentarlos le dije a Marta que podía abrazarlo; cosa que hizo, aunque con ciertas reticencias. Kong le devolvió el abrazo con suavidad exquisita. 

-Hola Kong; ¿cómo te van las cosas? ¿has estudiado mucho? 

-Hola Manuel. He aumentado mi base de datos con nuevos conocimientos; aunque me ha sorprendido descubrir contradicciones y diversidad de opiniones respecto a los mismos hechos. Tengo una lista de consultas para que me resuelvas. 

-No sé si estaré capacitado para eso; pero espero ayudarte a formar tu propia opinión al respecto de los hechos del pasado. En primer lugar, debes consultar varias fuentes; ya irás descubriendo las que son fiables y las que no. En segundo lugar, debes tener en cuenta que normalmente la historia la escriben los vencedores; por lo que conviene conocer también la versión de los vencidos y analizar las consecuencias antes de formarte tu propia opinión. Por poner un par de ejemplos de la conquista de América: Según los españoles, llevaron la cultura y el verdadero dios a muchos pueblos salvajes, pero creo más acertado decir que lo que hicieron, a base de cometer innumerables crímenes y atropellos, fue destruir la cultura y las creencias de los pueblos conquistados e imponer las de los conquistadores. Y si hablamos de América del norte, allí los nativos fueron casi exterminados, y los pocos que quedaron fueron expulsados de sus tierras y encerrados en reservas. Desde la antigüedad, los mayores crímenes contra la humanidad se cometían en nombre de dios y por la grandeza de la patria; en los últimos años se cometen en nombre de la libertad. En realidad, era y sigue siendo, por la ambición y las ansias de poder de unos pocos. Ésta es mi opinión… tú deberás formarte la tuya. Vamos a enseñar la nave a mi hija. 

Le enseñé la nave a mi hija y la añadimos al personal autorizado para su utilización; además del hangar le mostré la casa de la finca y las armas; no le di las claves de acceso porque debería venir siempre acompañada por algún miembro de las dos parejas… al menos de momento. Le dije a Kong, que ella también entraba bajo su protección y estaba autorizada a darle órdenes. Desde el primer momento me pareció (aunque no debería ser posible) que se establecía un buen “rollito” entre los dos. Empezaron a hablar de historia, de la universidad, de los conocimientos y descubrimientos de Kong sobre la materia… El gorila aprovechó la conversación para pedirme, si era posible, disponer de una pequeña cuenta bancaria, con el objeto de pagar por internet algún curso que le parecía interesante y algunos materiales que precisaba, para mejorar el rendimiento y la capacidad del ordenador de la finca. Le di las claves para que accediera a mi cuenta, aunque le dije que, a partir de una cierta cantidad me pidiera antes autorización. También le advertí que tuviera cuidado de no colapsar la capacidad de su propia memoria. Me contestó que esto lo tenía siempre presente, que era extraordinariamente grande, pero además tenía un dispositivo de seguridad y otro de alarma, por si llegara a utilizar un setenta y cinco por cien (en aquellos momentos, no llegaba al veinticinco por cien). También disponía de un sistema antivirus, infalible ante cualquier virus que hubiera hasta dentro de cincuenta años.

Después de la visita y mientras Marta y yo tomábamos un refrigerio, Kong planteó: 

-No entiendo a la humanidad. Tenéis leyes y códigos éticos que son aceptados mayoritariamente, pero que también son infringidos por casi todo el mundo en mayor o menor medida. ¿Cómo es posible? 

-Porque los seres humanos y el resto de los animales no estamos programados como tú. No nos introducen en el cerebro instrucciones, conocimientos, ni habilidades. Nacemos con unos instintos básicos y vamos aprendiendo con el paso del tiempo. Cada uno de nosotros recibe informaciones y educación diferentes, en función de nuestro entorno social y cultural, e incluso de la época en la que vivimos.

Desconozco la información que te han dado. Si has visto algún programa científico o cultural, habrás podido comprobar que todos los recién nacidos (sean humanos o de la mayoría de cualquier otro animal) nacen indefensos e inadaptados para procurarse comida; pero llevan en sus genes “instrucciones básicas”; son las que hacen, por ejemplo, que el corazón bombee la sangre y los pulmones inspiren y expiren el aire de forma inconsciente. También están dotados del instinto de supervivencia; es ese instinto el que hace que un recién nacido busque la teta de su madre para obtener la leche, o que se agarre a ella para no caer (eso los que no pueden andar desde que nacen) El temor, el miedo, la prudencia y el valor forman parte de ese instinto, evitan que corramos riesgos, que podrían provocarnos la muerte o accidentes graves, o que seamos capaces de luchar por conseguir la supervivencia. Aunque sea común a todos, no todos lo tenemos en la misma medida, ni reaccionamos igual ante circunstancias parecidas; por ejemplo, hay quien se enfrenta a un peligro para vencerlo y hay quien huye de él.

Otro instinto muy poderoso es el instinto sexual. Este instinto es el que proporciona la continuidad de las especies. Los machos acostumbran a intentar aparearse con la mayor cantidad posible de hembras y las hembras intentan seleccionar el macho más adecuado para que sea el padre de su prole. Hay numerosas excepciones; especies que optan por la monogamia y una vez elegida la pareja, se unen para toda la vida. En el caso de los humanos no es así, aunque las costumbres sociales así lo establecen; los instintos son más fuertes que las normas. Por eso hay infidelidades, divorcios y existe la prostitución. Como en el caso anterior, el instinto es más o menos intenso en los diferentes individuos; hay quién apenas siente el deseo sexual y hay grandes obsesos del sexo. Por desgracia, la cultura impuesta, en especial por los líderes religiosos, ha convertido el sexo en algo oscuro y pecaminoso, provocando traumas en muchos individuos, o como mínimo sentimientos de culpa.

También está el denominado instinto social. Algunas especies animales no lo poseen y sus individuos viven vidas solitarias, salvo en la época de apareamiento; pero muchísimas especies vivimos en manadas, bandadas o comunidades. Este instinto es el que nos hace querer destacar en el grupo, buscando poder, riquezas, notoriedad o reconocimiento. La característica de este instinto es la ambición; como en todos los casos, está presente en todos los individuos en mayor o menor medida. El exceso de esta característica, sobre todo en los dirigentes políticos y religiosos, es el origen de la mayoría de las guerras y los crímenes que los humanos hemos perpetrado.

Para acabar con esta breve disertación, que espero te sirva para entender el comportamiento de los humanos, te hablaré de mis ideas sobre la inteligencia y la religión:

Las especies animales que han llegado a nuestros días son las que se han ido adaptando a su entorno natural para poder sobrevivir. Las que no se han adaptado, han desaparecido. Los humanos somos la evolución de unos simios en los que se desarrolló especialmente, el raciocinio y el lenguaje, amén de la habilidad manual. La capacidad de razonar hizo que aprendiéramos a sacar provecho del entorno, utilizando el fuego, construyendo herramientas e incluso aprendiendo a cultivar vegetales y a domesticar animales. No obstante, sus limitados conocimientos no les permitían dar explicación a fenómenos naturales como los rayos, los truenos o las erupciones volcánicas; mucho menos el funcionamiento de su cuerpo o cerebro. Imagínate el desconcierto de una madre, que ve y habla en sueños con un hijo, muerto tiempo atrás por una fiera, una enfermedad o cualquier accidente. A partir de ahí algunos “listillos” se inventaron seres sobrenaturales y todopoderosos, de los que se autonombraron representantes. Con el paso del tiempo y mejores o peores modificaciones, aparecieron las diferentes religiones, que prometen la vida eterna. No deja de ser significativo que todas premian la bondad, la obediencia y el sometimiento a sus leyes, y solo premian la lucha si es contra los enemigos de dichas creencias. Estas creencias convienen a las clases dominantes, que han favorecido su expansión y mantenimiento a través de los siglos, a pesar de que los avances en los conocimientos de la humanidad demuestran claramente, lo insostenible de la idea de un creador todopoderoso y eterno. 

Por otro lado, siempre ha habido personajes inquietos que no aceptan los principios establecidos sin más; gente curiosa e inquisitiva que analiza los hechos y saca sus propias conclusiones e incluso a veces, se revela contra las creencias y las situaciones que considera injustas. Espero que esta explicación sirva para ayudarte a entender los motivos que nos mueven a los humanos y comprender las causas de los diferentes acontecimientos de la historia. Te recomiendo que además de estudiar historia, veas documentales de naturaleza y culturales; pero, sobre todo, que lo analices todo y saques tus propias conclusiones. 

-Así lo haré Manuel. Tendré en cuenta todo lo que me has dicho. 

A continuación, Marta y Kong se pusieron a hablar de los estudios de ella en la universidad. Quedaron en que se conectarían por Skype y le daría el temario del próximo trimestre, para que Kong estudiara lo mismo y pudiera ayudarla, contrastando información y opiniones. Ella expresó su deseo de hacer cuanto antes, un viaje en el tiempo a algún momento de los que tuvieran que estudiar, para comprobar “in situ” los hechos acaecidos.

Me sorprendió la respuesta de Kong: “será un placer acompañarte”.

Me planteé si era posible que el androide tuviera algo equiparable a los sentimientos, o si sólo era una adaptación del lenguaje. También si tenía inteligencia y curiosidad, o simplemente capacidad de aumentar su base de datos. Se lo preguntaría a Pedro en cuanto volviera a casa.

Siguieron hablando sobre el temario que Marta había dado en el primer trimestre y contrastaron sus conocimientos. Kong había aprovechado el tiempo, parecía una enciclopedia y eso que no sabía los temas que ella había dado, por lo que no los había estudiado específicamente. Pero lo que más me sorprendió fue que creí percibir empatía y satisfacción por su parte. ¿Sentimientos en un robot? ¿era posible? 

-Bueno, va siendo hora de despedirse; Cecilia y tu hermano nos esperan para comer. Kong, nos veremos por Skype y volveremos pronto. 

-Gracias, me gusta veros y conversar con vosotros. 

Marta se despidió con un emotivo y largo abrazo de su nuevo amigo. Le prometió que intentaría conectarse cada día por Skype para conversar con él y explicarle como le había ido en clase… y para que no estuviera tan sólo. 

Durante el trayecto de vuelta a casa dio rienda suelta a su excitación, describiéndome lo maravilloso que era Kong, lo mucho que podría ayudarla en sus estudios… y las ganas que tenía de viajar con él y conmigo a algún acontecimiento del pasado. 

-Bueno, tranquila, lo haremos; ten en cuenta que hay que planificar y preparar concienzudamente cada viaje. Antes de ir al salvaje oeste americano aprendí a montar a caballo; para ir a hacer de pirata, me fue muy bien haber tomado clases de Krav Magá. Hay viajes que tienen la dificultad añadida del lenguaje. Además del castellano y catalán, me defiendo con soltura en inglés y francés. Para otros idiomas necesito un artilugio traductor que levanta sospechas en épocas antiguas. Decidimos ir a Egipto en 1816 y no en la época de los faraones, porque ya se podía hablar en inglés o francés, aunque para entendernos con los nativos Pedro disimuló el aparato traductor con un turbante. De todas maneras, el pasado estará ahí siempre; no tengas prisa por ir… aunque comprendo tu impaciencia. Por último, ten en cuenta que tenemos el combustible limitado; así que, selecciona bien los lugares a los que ir… y mantén el secreto de la nave; no debes contarlo absolutamente a nadie; ni a tu madre, ni a tu mejor amiga, ni a tu novio, si lo tienes. 

-No te preocupes; entiendo lo del secreto y pienso mantenerlo… y no, no tengo novio. Pero que conste que Pedro y tú os saltasteis la norma. 

-Mantener el secreto será tu decisión. Si decides contárselo a alguien, será tu responsabilidad; sólo quiero hacerte ver la importancia de mantener el secreto y que te imagines lo que puede suceder si se hace público. Como mínimo nos requisarían la máquina… y no quiero ni pensar lo que harían con ella los políticos, militares y los poderes económicos que nos gobiernan. 

Al llegar a casa la mesa ya estaba preparada; también estaban nuestros amigos.

Durante la comida Marta contagió su alegría e ilusión a todos los comensales, incluidos los bebés, que pronto cumplirían un año… y que, tal vez en el futuro, la acompañarían en la extraordinaria aventura de los viajes por el tiempo.

Pero de momento yo había cumplido mis más fantásticos sueños y había logrado mantener en secreto mis infidelidades: Cecilia seguía a mi lado y además había recuperado al amor de mi hija. La única aventura que deseaba por el momento era asesorar y acompañar a Marta en sus primeros viajes y regresar a casa para disfrutar de mi familia.

CAPÍTULO XX 

MARTA Y KONG 

Mi cuadragésimo noveno cumpleaños (el 7 de febrero de 2012) cayó en martes. Decidimos celebrarlo el sábado siguiente; habíamos pensado hacerlo con una comida en casa a la que invitaríamos a nuestros amigos Pedro y Ninette, la pequeña Aurora y mi hija Marta.

A petición de Marta cambiamos los planes; en lugar de comer en nuestra casa del Baix Llobregat, lo haríamos en un restaurante cercano a la finca rústica y pasaríamos allí el fin de semana.

El motivo de la petición fue, el creciente afecto que sentía por su nuevo amigo Kong. Todos los días se conectaba con él por Skype al terminar las clases de la universidad, cotejaban los conocimientos adquiridos y charlaban durante horas. Desde la festividad de reyes, había ido sola dos fines de semana a hacerle compañía a la finca “para que no se sintiera sólo”, aunque a su madre le había dicho que estaba con Cecilia, Jaime y conmigo.

Todo esto lo averigüé porque mi ex mujer (Rosa) me había llamado preocupada por el hecho de que nuestra hija se pasaba horas en su habitación, hablando por internet con un “compañero de la universidad” y creía que podía ser un novio; admitió que los oía hablar de historia, pero se lamentaba de que no le había dejado ver al chico; también desde la fiesta de reyes, había protegido su ordenador con contraseñas para que nadie tuviera acceso a él y quería comprobar si era cierto que había pasado con nosotros los dos fines de semana.

Intenté tranquilizarla confirmándole que había estado con nosotros y asegurándole que no debía preocuparse, puesto que nuestra hija era una chica inteligente, mayor de edad, con una cabeza muy bien “amueblada” y era normal que, a sus diecinueve años, quisiera tener su espacio íntimo.

Le aseguré que intentaría averiguar si sucedía algo “anormal” y que para ello pediría la colaboración de Cecilia, a la que Marta veía más como una amiga que como lo que era, su madrastra.

El sábado a primera hora mi hija se presentó en nuestra casa y desde allí hicimos juntos el camino hasta la finca de Lérida. Se empeñó en ir en el asiento trasero y ocuparse de su hermano. Durante el trayecto la puse al corriente de la preocupación de su madre por su “amigo” de estudios e internet. 

-Sabía que estaba algo preocupada, pero no tanto como para llamarte a ti. Me sabe mal tener secretos para ella; sólo vive para sus negocios y para mí; la única vida social que hace es con empleados, clientes o proveedores. De hecho, estoy pensando en contarle lo de Kong, si pudiera hacerlo sin explicarle lo de la máquina del tiempo. ¿Crees que podría colar que es un robot experimental de una empresa de Pedro, con el que interactúo, mientras los dos aprendemos historia? 

-Me parece un buen argumento; además de justificar el secretismo, te sirve de ayuda en tus estudios y te permite ganar un dinero (que yo te ingresaré cada mes). Informaremos a Pedro y a Kong durante el encuentro, sobre todo para que el gorila no haga alardes excesivos cuando tu madre lo vea por la pantalla. 

-Gracias papá; también por el “sueldo”, pero ¿podrías no llamarle gorila? Es inteligente, es mi amigo y tiene sensibilidad. 

- ¡Vaya! Ahora soy yo el que empieza a preocuparse… ¿no te estarás enamorando de tu “sensible amigo”? 

- ¡Papá! ¿qué dices? 

-Vamos Manuel; no seas malo y no pinches a tu hija. Es natural que le tenga cariño a Kong; al fin y al cabo, la gente les coge cariño a sus mascotas. Si Kong es capaz de aprender y formarse opiniones, ¿no crees que es normal que, aunque de forma racional y no sensible, sienta… apego o simpatía por Marta? 

-Está bien; me rindo. Os pido perdón a las dos, por burlarme de vuestros sentimientos. Tal vez sean los celos, al ver a mis “chicas” prendadas de los encantos de un… de Kong. 

Unas alegres risas y algún que otro comentario irónico sobre mis celos, pusieron fin a la tertulia.

La felicidad flotaba en el ambiente; hasta el pequeño Jaime daba muestras de alegría al más mínimo gesto de su hermana.

Me sentía feliz y también ilusionado de poder llevar a mi hija a vivir la fantástica experiencia de un viaje por el tiempo. Llevaba días pensando en cuales serían el destino y la época más adecuados; debería ser un período interesante de la historia para que le sirviera en sus estudios; por supuesto, no pensaba ir a ningún lugar que representara una amenaza para ella y (a ser posible) esperaba que Kong pudiera acompañarnos, aunque siempre llamaría la atención y si el destino elegido no encerraba peligro, era preferible no llevarlo. 

-Por cierto, Marta ¿ya has pensado a que lugares y acontecimiento del pasado te gustaría ir? 

-He pensado en varias opciones, pero es que hay tantas… Como además el combustible es limitado, he decidido esperar hasta que tenga que hacer el trabajo de final de carrera para vivir los acontecimientos sobre los que tenga que hacerlo. Aunque estoy impaciente por hacer un viaje al pasado, creo que no debo excederme para que Jaime y Aurora puedan hacer algún viaje cuando crezcan. 

Me alegró que Marta tuviera presentes a su hermano y la pequeña Aurora; también reflexioné sobre el “combustible” de la nave. Los veinte cilindros originales estaban a punto de agotarse; Pedro había traído otros veinte cuando se trajo a Kong. Teniendo en cuenta la cantidad de viajes que habíamos hecho, pensé que aún disponíamos de mucho combustible; pero antes de crearle falsas esperanzas a mi hija, decidí hablar con Pedro sobre la capacidad de los “nuevos” cilindros.

Cuando llegamos a la puerta de la valla de la finca rústica, el androide nos estaba esperando; Marta bajó del coche y corrió a abrazar al simio. Nos dijo que haría el camino hasta la casa con Kong.

Estábamos descargando del coche los accesorios del bebé, a punto de abrir la puerta de la casa, cuando nos dimos cuenta de que Kong venía al trote, llevando en sus espaldas a mi hija que, abrazada a su cuello, sonreía alborozada.

Al llegar junto a nosotros se bajó, le dio las gracias mientras le abrazaba y a continuación, le estampó un par de besos en las mejillas.

No me sorprendió el cariño que Marta le mostraba a su “mascota”. Lo que me desconcertó fue la impresión que yo percibí, de que el androide parecía sentir el mismo afecto por ella. No dije nada porque supuse que eran imaginaciones mías. 

-Si te gusta cabalgar, podemos comprar un caballo para tu cumpleaños… aunque no sé si otra mascota pondría celoso a Kong. 

-No quiero un caballo; Kong no es una mascota, es mi amigo y un estupendo compañero de estudios. ¿verdad que sí Kong? 

-Me halaga que me consideres un amigo; espero merecer esta consideración. 

Preparamos las armas, para que Marta se iniciara en su uso; estábamos practicando cuando llegaron nuestros amigos.

Después de los saludos y una vez abiertos los regalos, le pregunté a mi socio sobre la capacidad de los nuevos cilindros, explicándole que el motivo era la preocupación de mi hija por dejarles la suficiente carga para que en el futuro, Jaime y Aurora también pudieran viajar por el tiempo. 

-Por eso no hace falta que te preocupes. Los viejos cilindros no, pero los nuevos que traje se recargan con electricidad. Tendremos que hacer que nos instalen una línea de 400 kW; se consumen algo más rápidamente que los antiguos, pero al ser recargables, podréis hacer tantos viajes como queráis. 

La noticia fue acogida con gran alegría, especialmente por Marta y por mí.

Durante la comida debatimos todos sobre la época y el lugar más interesante para viajar; al ser la primera experiencia de Marta debería ser un momento interesante de la historia que no fuera peligroso; podríamos ir durante un par de días de las vacaciones de semana santa de la universidad, aunque estuviéramos allí una o dos semanas.

El primer destino que sugirió mi hija fue París, en las semanas previas a la toma de la Bastilla. 

-Sin duda es un momento interesante de la historia; pero para sacarle provecho deberíamos contactar con los cabecillas de la revolución por un lado y por otro con miembros de la aristocracia. Para ser tu primer viaje, lo veo excesivamente peligroso.

Todos coincidieron en la peligrosidad de la aventura, máxime teniendo en cuenta que seríamos extraños, tanto para unos como para otros. 

Sugerí viajar a Florencia o Roma en el renacimiento y contactar con alguno de los grandes genios que desarrollaron allí su arte; Rafael, Miguel Ángel o Leonardo. Tal vez podríamos conseguir alguna de sus obras, aunque obviamente nunca aparecería en los libros de historia (al sustraerla de su tiempo, como mucho podría quedar alguna referencia). Se sabe que Leonardo da Vinci pintó “Leda y el cisne”, cuadro desaparecido, del que otros artistas hicieron copias.

A todos les pareció bien mi idea; incluso a Marta que fantaseó con la idea de ser retratada por el mismísimo Leonardo, aunque sólo le hiciera un boceto. 

-Es una idea genial; ya tenemos excusa para entrar en contacto con cualquier artista; como pintor prefiero a Rafael y como escultor a Miguel Ángel; aunque dudo que les dé tiempo a hacerte un retrato. Tendremos que conformarnos, con unos bocetos o una obra ya realizada, aunque esto último lo veo difícil porque acostumbraban a trabajar sobre encargos. 

Después de la comida, nuestros amigos y la pequeña Aurora volvieron a su casa; nosotros regresamos a la finca donde, además de hacerle compañía a Kong, empezaríamos a concretar y organizar el viaje a la Italia del Renacimiento. Gracias a que el pequeño Jaime se echó una buena siesta, pudimos empezar los cuatro (Kong, Cecilia, Marta y yo mismo) con el análisis de la situación.    

CAPÍTULO XXI 

ELIGIENDO DESTINO 

En 1453 se produjo la caída de Constantinopla a manos de los otomanos, lo que provocó el final del Imperio Bizantino; como consecuencia hubo un extraordinario éxodo de sabios, cargados de escritos y documentos de la Grecia clásica, que fueron acogidos con los brazos abiertos en las principales ciudades-estados de la antigua Italia.  En dichas ciudades y gracias al comercio, familias de banqueros, mercaderes, comerciantes y artesanos ya habían superado en riquezas a la antigua nobleza terrateniente y se habían hecho con el poder de estas. Habían utilizado su dinero para embellecer tanto sus palacios como sus ciudades, a la par que creaban bibliotecas y escuelas para recuperar el saber de las antiguas culturas, en especial griega y romana.

Ciudades como Padua, Ferrara, Mantua, Venecia, Milán y especialmente la Florencia de los Medici se disputaban la supremacía, además de con guerras, intrigas y alianzas variables, embelleciendo sus espacios públicos con grandes edificios para demostrar su poderío económico y conseguir influencia en Roma (los estados pontificios). A petición del papado, varios artistas notables de Florencia viajaron a Roma para realizar allí sus obras y varios miembros de la familia Medici serían elegidos Papas a principios del siglo XVI.

Un año antes de la caída de Constantinopla, había nacido Leonardo da Vinci; ocho antes Botticelli; entre veinte y treinta años más tarde nacerían Miguel Ángel, Tiziano y Rafael. Todos ellos estudiaron y dejaron su impronta y muchas de sus obras en Florencia, gracias al mecenazgo de los Medici (en especial de Lorenzo, el Magnífico) y del talento de los artistas que les precedieron. Entre los primeros “renacentistas”, destacaron Bramante, Brunelleschi, Giotto, Donatello, Mantegna y Fray Angélico.

En aquel tiempo aún no recibían el calificativo de artistas ni de renacentistas; se les consideraba artesanos y muchos de ellos, destacaron en diversas disciplinas: pintura, escultura, orfebrería, arquitectura, etc. Pero ninguno tan polifacético como Leonardo, que además de destacar en varias disciplinas artísticas, lo hizo también como científico, matemático, botánico, músico e investigador en campos tan diversos como la anatomía, óptica, hidrodinámica, ingeniería civil o armas de guerra. 

No tardamos mucho en decidir que iríamos a conocer a Leonardo; lo siguiente que debíamos determinar era, en qué momento de su vida.

Fue hijo ilegítimo de Messer Piero Fruosino di Antonio (notario y canciller de la república de Florencia) y de Caterina di Meo Lippi (joven campesina). Su padre estaba prometido con Albiera degli Amadori, hija de una rica familia Florentina, con la que se casó ocho meses después del nacimiento de Leonardo. Los primeros años de su vida los vivió en la casa materna. Cuando tenía cinco años su madre se casó con un campesino local y Leonardo pasó a vivir en la casa de la familia de su padre (en Vinci), donde fue tratado como cualquier hijo legítimo, aunque nunca legalizaron su situación. Ser hijo ilegítimo no estaba mal visto en aquellas épocas, pero algunas profesiones y estudios, como la de notario, les estaban vetados. Su educación corrió a cargo de su abuela paterna, Lucía di ser Piero di Zoso, que era ceramista y lo inició en las artes. Dado que su padre debido a su profesión se ausentaba frecuentemente, fue sustituido por el hermano de éste, Francesco (hacendado rural, como su abuelo), quince años mayor que Leonardo, tanto en su educación como en el cuidado emocional del chico.

Con toda seguridad, en sus caminatas por el entorno rural despertó tanto el amor por la naturaleza, como la imaginación y la fantasía del niño; juntos despedazaban animalillos, los recomponían intercambiando sus miembros y los dibujaban, creando criaturas grotescas y pavorosas.

La esposa de su padre falleció sin tener descendencia en 1464 (Leonardo tenía doce años). Apenas un año después, Messer Piero volvió a casarse, esta vez con Francesca Lanfredini, hija de un prominente notario florentino. El matrimonio se instaló en una casa situada en una esquina de la plaza de la Señoría y allí fue a vivir Leonardo, al terminar su escolarización.

Hay constancia de que en 1466 (ya tenía 14 años y había dado muestras de un gran talento artístico y curiosidad por aprender) figura como aprendiz en el taller del pintor, escultor y orfebre Andrea del Verrochio, el más importante de Florencia junto al de Donatello. La ciudad vivía grandes turbulencias políticas desde la muerte de Cosme de Medici (1464), que no terminaron hasta que, en 1469 Lorenzo de Medici tomó el control y a partir de ahí Florencia se convirtió en la ciudad más esplendorosa del renacimiento.

Giorgio Vasari, primer autor de las biografías de los más importantes artistas del renacimiento, cuenta que Andrea del Verrochio, al ver las facultades de Leonardo para la pintura, decidió dejar de pintar y dedicarse a la escultura y orfebrería. También está confirmado que Leonardo continuó colaborando con su antiguo maestro, cuando ya tenía su propio taller.

Nos hicimos una idea del aspecto juvenil de Leonardo porque, al parecer, el joven aprendiz sirvió de modelo para la escultura del David de su maestro e incluso aparece como ángel en algún cuadro. También hay historiadores que sostienen que el propio Leonardo, ya maduro, se utilizó como modelo para su dibujo “el hombre de Vitrubio”. De lo que no cabe duda, es que el joven era un chico agraciado y bien formado físicamente.

Su intelecto y curiosidad fueron extraordinarios y abarcaron innumerables campos de la ciencia y las artes. Esta dicotomía no era tal para Leonardo; él no concebía la una sin la otra.

Abrió su propio taller en 1476, a los veinticuatro años. Era incansable mientras investigaba o resolvía cualquier asunto que despertara su curiosidad, o componía un cuadro; pero le aburría y perdía interés en cuanto se enfrentaba a un trabajo rutinario como pintar. Fue por eso por lo que, dejó varios cuadros inacabados y muy pocos concluidos (con absoluta certeza, no puede afirmarse que pintara más de doce cuadros, aunque si participó en algunos más).

Contrasta la escasez de su obra pictórica, con los más de siete mil documentos que han llegado a nuestro tiempo; contienen sus bocetos, investigaciones, y proyectos artísticos y científicos.

Su falta de formalidad para cumplir los contratos fue una constante en su vida, que actuó en detrimento de su nombre y le hubiera costado muchos disgustos, de no haber sido porque, entre las dotes del genio, figuraban una extraordinaria capacidad de seducción y la habilidad diplomática suficiente para lograr que sus incumplimientos tuvieran manga ancha.

Sirva de ejemplo de lo citado anteriormente, que cuando en 1481 el Papa pidió a Lorenzo de Médici que le enviara a Roma varios pintores para pintar los muros de la Capilla Sixtina (el techo lo pintaría Miguel Ángel entre 1508 y 1512), el autócrata florentino, conocedor de la informalidad de Leonardo, envió a Roma a Botticelli, Ghirlandaio, Perugino y Cósimo Roselli.

Tal vez molesto por no haber sido enviado a Roma, o quizás porque su espíritu inquieto necesitaba nuevos retos, Leonardo marchó a Milán; es posible, aunque no se puede afirmar, invitado por Ludovico Sforza.

No se sabe con certeza en qué momento abandonó Florencia; aunque a principios de 1483 ya tenía instalado su taller en Milán y firmó un contrato para pintar la Virgen de las Rocas.

En estas fechas era una ciudad pujante regida por Ludovico Sforza, que se había hecho con el poder tras el asesinato de su hermano; recibía a multitud de pintores, escultores, arquitectos y otros artesanos; rivalizaba con Florencia Génova y Venecia.

El artista y arquitecto más afamado de la ciudad era Donato Bramante, con el que Leonardo estableció una gran amistad y compañerismo intelectual (ambos eran apasionados de la lira, las matemáticas y la arquitectura, profesión que consideraban más pura y noble que la pintura (años más tarde, Bramante proyectó la Basílica de San Pedro de Roma).

Hasta finales de 1499 permaneció en la ciudad (unos dieciocho años), bajo el mecenazgo de Sforza. Sin duda los más prolíficos de su carrera; además de ser valorado como pintor, logró un gran reconocimiento en la corte, en la que fue nombrado “maestro creador del ducado” y recibía más encargos y proyectos de los que podía absorber. También ocupó el puesto de director de escenografía y vestuario de las representaciones teatrales y construyó un autómata robótico con armadura de caballero. En su momento empezó a trabajar en una colosal estatua ecuestre de Sforza; por desgracia no llegó a realizarse y esta vez no fue por culpa de Leonardo; el bronce con el que iba a construirse debió destinarse a fabricar cañones.

Durante su larga estancia en Milán germinó el científico; desarrolló varios extensos y concienzudos estudios sobre óptica, botánica, animales, fenómenos atmosféricos y geología. Los dibujos de dichos estudios son sumamente meticulosos y revelan sus amplios conocimientos de geometría y matemáticas.

Fue en esta época cuando pintó “La Última Cena”, su mayor obra pictórica en el refectorio del convento de Santa María delle Grazie.

La escena representa el momento de sorpresa y estupor de los discípulos, después de que Jesús les comunicara que uno de ellos le había traicionado.

En ella se demuestra el dominio de la composición, la perspectiva y el claroscuro del genio.

Los preparativos para la composición de la obra fueron tan extensos como cabe suponer, para un artista tan meticuloso como Leonardo, que no escatimaba tiempo ni dedicación a cuidar incluso los más mínimos detalles, hasta conseguir un resultado satisfactorio.

Lamentablemente, Leonardo decidió no ejecutarla al fresco tradicional; técnica mediante la cual, se aplica el pigmento sobre el yeso aún fresco.

Entre las posibles causas por las que tomó esta decisión, me inclino por dos:

La primera es que la pintura al fresco no permite el “sfumatto”, efecto pictórico muy del gusto de Leonardo.

La segunda es que la técnica del fresco obliga a pintar con rapidez y seguridad (mientras se mantiene fresco el yeso). Eso no le gustaba.

La pintó con temple y óleo sobre dos capas de yeso enlucido.

La decisión se ha demostrado errónea con el paso del tiempo, que ha deteriorado irremediablemente la magnífica obra.

En diciembre de 1499 (Leonardo ya tenía 47 años), abandonó Milán.

Las tropas francesas de Luis XII habían tomado la ciudad meses antes, expulsando a Ludovico Sforza. Leonardo colaboró con ellas, probablemente proyectando armas y fortificaciones defensivas. Corrieron rumores de que su antiguo mecenas se preparaba para reconquistarla y el artista, temiendo las represalias, se fue a Mantua.

Leonardo y sus acompañantes fueron acogidos calurosamente por la marquesa Isabel de Este, mujer instruida, mecenas de múltiples y diversos artistas. Su familia era originaria de Ferrara y una de las más poderosas y ricas de Italia; además había fraguado, a base de ventajosos matrimonios de sus miembros, importantes alianzas por todo el país.

La marquesa, que acumulaba pinturas, esculturas, miniaturas y monedas, requirió los servicios de Leonardo apenas éste llegó a Mantua. El artista hizo un dibujo suyo, un estudio para un cuadro que no llegó a materializarse porque a principios del 1500 Leonardo marchó a Venecia, ciudad que mantenía una antigua y profunda rivalidad con Milán y la familia Sforza.

Poco tiempo permaneció en la ciudad de los canales, porque en el mes de abril regresó a Florencia (dieciocho años después de su partida).

Fue recibido como un héroe conquistador que regresa a casa; su fama había crecido extraordinariamente gracias a los múltiples trabajos, investigaciones, espectáculos y obras de arte que había realizado en Milán.

Nada más llegar recibió el encargo de pintar “La Virgen y el Niño, con Santa Ana”; también empezó “La Virgen del huso”, encargado por el rey Luis XII de Francia; dada la creciente influencia francesa en la península, estar a bien con el monarca podía asegurarle el porvenir.

Permaneció en la ciudad hasta 1508, salvo unos meses de 1502, en los que viajó por los dominios de César Borgia, hijo ilegítimo del papa Alejandro VI, para inspeccionar las fortificaciones de sus ciudades y villas, así como realizar mapas topográficos.

En 1503 recibió el encargo de pintar a la esposa del mercader de sedas, Francesco del Giocondo (la Gioconda). No lo acabó hasta 1507, entre otros motivos porque, de un lado actuaba como embajador de la República, lo que le obligaba a viajar con frecuencia y de otro se había enfrascado en la disección de cadáveres para el estudio de la anatomía humana y la confección de una enciclopedia que nunca llegó a compilar, aunque dejó una extensísima documentación, con dibujos y anotaciones.

En 1508 se trasladó de nuevo a Milán; no volvería a Florencia salvo dos breves visitas en 1513 y 1515.

Allí trabajó en tres de los cuadros que llevaba consigo, organizó espectáculos, estudió el agua, el cosmos, los orígenes de la tierra y retomó su interés por el vuelo.

Conoció a Francesco Melzi, que quedó vinculado a su casa como aprendiz y ayudante, ordenando sus papeles y ayudándole con la correspondencia.

En 1513 el papa León X (hijo de Lorenzo de Médici) lo invitó a Roma. En el transcurso del viaje visitó brevemente Florencia.

Durante su estancia en la ciudad eterna pintó el “San Juan Bautista” y se reencontró con su amigo Bramante, con el que colaboraría en el proyecto de construcción de la basílica de San Pedro.

No hay constancia de que se relacionara con Rafael o Miguel Ángel, que también estaban en la ciudad en aquel tiempo.

En 1515 formó parte de una gira papal, que recaló en Florencia primero y Bolonia después. En esta última ciudad conoció al nuevo monarca francés, Francisco I, que quedó maravillado al conocer personalmente al artista.

En 1516, a sus sesenta y cuatro años, Leonardo viajó a la ciudad francesa de Amboise, invitado por el rey francés. Sería el viaje más largo y el último.

Llevaba consigo tres cuadros (La Gioconda, La Virgen y el Niño con Santa Ana y su último cuadro, el San Juan Bautista) además de libros, cuadernos y multitud de manuscritos.

En 1518 la salud de Leonardo comenzó a empeorar.

El 23 de abril de 1519 Leonardo redacto su testamento, en el que dejaba las pertenencias que tenía consigo a Francesco Melzi, la casa y el jardín de Milán se los dejó a Salai, un aprendiz al que Leonardo estuvo muy unido durante los años de su primera etapa en Florencia; a sus múltiples hermanos les legó sus cuentas bancarias florentinas.

No se sabe con certeza la fecha exacta de su muerte, aunque según Vasari, ocurrió el 2 de mayo de 1519. Fue enterrado en Amboise.

La iglesia, el cementerio y la tumba del genio (entre otras muchas), fueron destruidos durante la revolución francesa. 

Durante la cena, debatimos sobre el momento más interesante en el que visitaríamos a Leonardo y la conveniencia o no, de llevar a Kong.

Después de un largo debate, dudábamos entre dos momentos de su vida; al principio de su ingreso como aprendiz en el taller de Verrochio, o al poco de abrir su propio taller. Decidimos posponer la decisión hasta la mañana siguiente. Llegamos a la conclusión de que, llevar a Kong supondría llamar demasiado la atención y no compensaba los escasos peligros que preveíamos.

CAPÍTULO XXII 

LOS PREPARATIVOS DEL VIAJE 

Mientras desayunábamos decidimos viajar a Florencia en la primavera de 1476. El genio acababa de abrir su propio taller y la ciudad vivía un momento de gran esplendor artístico y económico, bajo la tutela de Lorenzo de Médici (el Magnífico), aunque no estaba exenta de intrigas palaciegas y conjuras de los rivales de la todopoderosa familia.

Después del desayuno regresamos a casa para comer allí. Durante el trayecto le expliqué a Marta todos los preparativos necesarios antes de emprender el viaje:

En primer lugar, elegir el lugar idóneo para dejar la nave y ocultarla; una zona boscosa que no fuera de paso y (a ser posible), que no estuviera demasiado lejos de Florencia.

En lo referente a la indumentaria, aprovecharíamos la cercanía del carnaval para adquirir varios disfraces.

Le propondría a mi joyero, intercambiar algunas joyas que había conseguido en el Caribe por pequeños lingotes de plata y oro.

Nos haríamos pasar por matrimonio; comerciantes de telas de Barcelona interesados en adquirir obras de arte. Pensaba tomar unas clases de italiano; confiaba que entre lo que pudiera aprender en las pocas semanas que quedaban y mis conocimientos de catalán y francés tendría suficiente para hacerme entender.

Para ganarnos la buena predisposición de Leonardo, propuse obsequiarle una balanza mecánica de precisión de dos platillos, con su juego de pesas, un par de vasos de medición de un litro, una lupa y un microscopio simple. A mis dos chicas les pareció excelente idea.

También le expliqué a mi hija que en el equipaje deberíamos incluir además de un botiquín, algunas barritas energéticas, algo de agua, mapas y brújula. Dado que Kong no nos acompañaría, uno de los dos llevaría una pequeña filmadora GoPro disimulada en el vestuario.

Pensaba llamar a mi “amigo” el policía, para ver si me podía proporcionar un par de pequeños subfusiles y munición. La AK 104 era innecesariamente grande y difícil de esconder para este viaje. En caso de no conseguirlos, me conformaría con las pistolas y los cuchillos, aunque confiaba que no los necesitaríamos. Dada la forma de la vestimenta de la época, los podría ocultar en el chaleco y Marta llevaría un cinturón de combate debajo de la falda. 

-Habrá que pensar en cómo cargar un baúl con el equipaje y la ropa de repuesto; no sé si podremos alquilar un carruaje cerca de donde aterricemos. 

-Papá, ¿por qué no llevamos a Kong?; no creo que llamara tanto la atención; he visto un cuadro de Vasari sobre Lorenzo de Médici recibiendo embajadores, en el que aparecen camellos, una jirafa y loros, junto a mastines y caballos. 

- ¿De Vasari?; entonces debe ser bastante posterior a la fecha en que iremos nosotros y pudo haberse permitido esa “licencia poética”. 

-Bueno sí; unos 75 años más tarde. Pero los italianos estaban habituados a ver animales salvajes en el circo desde los tiempos de la antigua Roma. Además, él podría cargar el baúl sin problemas… y tú te ahorrarías tener que comprar subfusiles y las explicaciones que supongo deberías dar. 

-Está bien; despertará una curiosidad que no me gusta, pero nos ahorrará algunos problemas y tal vez esa misma curiosidad nos abra algunas puertas interesantes. Puedes avisarle de que le llevaremos, pero deberá comportarse como un gorila…pacífico. 

Marta dio rienda suelta a su alegría con una amplia sonrisa y aplausos; su hermano también empezó a patalear y aplaudir.

Antes de llegar a casa nos detuvimos a comer en un restaurante del pueblo.

Durante la comida, la impaciencia se reflejaba en la cara de mi hija que, nada más traspasar la puerta de casa se fue a buscar mi ordenador para conectarse con Kong y comunicarle que nos acompañaría en la expedición.

Me resistía a aceptarlo, pero habría jurado que la mueca que hizo el androide era una muestra de alegría; aunque mi sentido común insistiera en que la había hecho, no porque se sintiera feliz, sino para complacernos.

Las semanas que faltaban para emprender el viaje pasaron en un suspiro gracias a los preparativos. Calculamos que cinco o seis días de estancia serían suficientes. Debido a la proximidad del carnaval, me fue fácil adquirir tres disfraces para cada uno; para Kong adquirí un disfraz de monje franciscano; con la capucha puesta y una barba postiza, esperaba que no llamara mucho la atención. Advertí al simio que debía instruirse para conducir un carruaje de caballos. Mi joyero me cambió tres pulseras del botín de mi aventura pirata, por pequeños lingotes de oro y plata; seguramente, en alguno de los bancos del siglo XV de Florencia, me las cambiarían por florines, sueldos y denarios (las monedas de la época). También pensaba llevar algunas de las monedas que había traído, aunque esperaba no tener que usarlas y que siguieran formando parte de la hermosa colección de joyas, monedas y artículos diversos que estaba acumulando en los diversos viajes al pasado.

Para llevar los artículos más valiosos, compré un par de bolsos de cuero, tipo mochila, de aspecto rústico; para guardar los vestidos y las piezas de arte que adquiriéramos allí, pude conseguir un viejo y pesado baúl de madera.

Ojalá hubiera dispuesto de más tiempo para hacer algo más que chapurrear el escaso italiano que pude aprender; pero estaba convencido que me las apañaría y en último caso, siempre podría echar mano disimuladamente de Kong.

El carnaval llegó y pasó; todo estaba preparado para el primer viaje de Marta; las armas, los regalos para Leonardo, el botiquín y las vestimentas; mis chaquetillas cubrían perfectamente el chaleco militar y permitían sacar rápidamente la pistola; Marta llevaría la suya en el bolso y Kong pasaría completamente desapercibido, porque habíamos conseguido una máscara de carnaval de hombre barbudo; una vez cambiadas a las manos de cirujano, con la capucha puesta, la cabeza algo agachada y echando los hombros hacia abajo, nadie dudaría que fuera un fraile franciscano. Una vez visto el resultado de su disfraz, pensé que había sido una tontería pensar en dejarlo; además sería de una ayuda inestimable con el italiano o el latín y para conducir un carro de caballos (si hacía falta), desde cerca del punto de “aterrizaje” hasta Florencia.

Nuestro destino era un terreno abrupto y boscoso a poco más de un kilómetro al este de Strada in Chianti, pequeño núcleo urbano donde esperaba poder alquilar o comprar un carro, con el que llegar hasta Florencia, que se halla a diez kilómetros al norte. Decidimos salir el lunes posterior al domingo de ramos, estar allí seis o siete días en función de la disponibilidad de Leonardo y volver el miércoles, a los dos días de la partida.

El lunes 2 de abril, Marta llegó temprano y nerviosa de casa de su madre.

Por mi parte ya había cargado el equipaje de mano en el todo terreno, que nos llevaría en algo más de una hora a la finca rústica donde nos esperaban Kong (que sabía que debía llevar las manos “humanas”), las armas, el baúl, los disfraces y la nave. Desayunamos en compañía de Cecilia y Jaime un nutritivo desayuno, porque ignoraba cuanto tardaríamos en poder volver a comer.

Nada más llegar a la finca, después del habitual y emotivo abrazo entre Marta y Kong, nos disfrazamos, cargamos el baúl y las mochilas en la nave y Marta se puso a los mandos, bajo mi supervisión. Puso en marcha el ordenador, le di las coordenadas, la hora y la fecha de destino… y empezó el viaje. 

CAPÍTULO XXIII 

EN LA FLORENCIA DE LOS MÉDICI 

A los pocos segundos, Marta se giró hacia mí. 

- ¿Ya está?, ¿ya hemos llegado? 

-Sí; estamos a unos doce kilómetros al sureste de Florencia, a las ocho de la mañana del lunes 29 de mayo de 1476… si no me he equivocado al dictarte las coordenadas. 

Salimos de la nave; estaba posada en un terreno no demasiado abrupto y boscoso, cargamos los bolsos a las espaldas y después de que Kong hubiera bajado el baúl que contenía los trajes, el botiquín y los obsequios que pensábamos entregarle a Leonardo, cerramos la puerta y cubrimos la nave con la tela de camuflaje que teníamos desde la primera expedición a Tenochtitlán.

El sol lucía esplendoroso a través de los árboles y prometía un caluroso día; pero en aquella hora de la mañana aún refrescaba. 

-Si estamos donde pretendía, dentro de poco más de un kilómetro hacia el oeste, encontraremos nuestro primer destino: Strada in Chianti. 

Kong cargó el baúl con aparente facilidad a su espalda e inició la marcha, seguido de Marta y conmigo cerrando la fila. Aguantaba el baúl con una mano, en la otra llevaba el machete con el que iba cortando los pequeños matorrales que se interponían en nuestro camino.

A los quince minutos y como por arte de magia desapareció la maleza; frente a nosotros apareció un camino rural, detrás del cual, entre las ondulaciones del terreno se sucedían campos de labranza y pequeños huertos y granjas, alrededor de un grupo no muy numeroso de rústicas casas y establos, que se apiñaban en los aledaños de una modesta y vieja ermita.

Estábamos a menos de cien metros de las primeras casas de Strada in Chianti, cuando vimos venir hacia nosotros un tosco carro de dos ruedas, tirado por un flaco jamelgo y conducido por un hombre a pie, que no dejó de mirarnos desde que nos descubrió. Cuando llegó a nuestra altura le hicimos gestos para que se detuviera y así lo hizo.

No dejó de observar al fraile que cargaba un baúl, mientras yo le preguntaba, entre gestos y un torpe italiano, si en la villa podríamos conseguir un carro para llevarnos a los tres a Florencia.

Al parecer lo entendió; incluso se ofreció, a cambio de una pequeña moneda, a llevar el baúl en el carro hasta la casa de Piero (el posadero), que disponía de un transporte digno de “eminencias” como nosotros.

La posada de Piero estaba situada en la plaza central, al lado de la iglesia.

Nuestro “taxista” aporreó la puerta y cando salió Piero le explicó la situación; el posadero, después de asegurarnos que su carruaje era el más lujoso y cómodo que había por los alrededores, se ofreció a llevarnos por el módico precio de tres sueldos (un sueldo era aproximadamente lo que recibía al día un oficial cualificado; equivalente a doce denarios).

Le dije que le daría cinco, si esperaba a cobrar a que una vez en Florencia, hubiera cambiado mi oro por monedas en la oficina de un cambista. Las dudas que reflejaron su rostro, se evaporaron cuando le mostré un par de lingotes de oro de cien gramos cada uno y tampoco tuvo inconveniente en darle tres denarios a nuestro “taxista” por los servicios prestados.

Mientras Piero preparaba los caballos y el carruaje, su mujer nos hizo pasar al interior de la sencilla posada y nos trajo un buen pedazo de beicon, queso, aceitunas, pan y vino. Entre Marta y yo hicimos los honores a las viandas, acompañándolas de pan untado con aceite; estaban exquisitas; lástima que el vino no estaba ni mucho menos a la altura, al menos para mi gusto.

Mientras duró el ágape, Kong estuvo sentado con la cabeza gacha sin decir palabra. Ante la insistencia de la patrona en que comiera, se disculpó amablemente en un correctísimo italiano, diciendo que sus votos le impedían comer más de una vez al día y de forma frugal; lo hizo sin levantar la cabeza. La mujer expresó su sorpresa por el hecho de que un hombre que comía tan poco tuviera un cuerpo tan grande y fuerte.

Piero entró por la puerta, nos avisó de que el carruaje estaba preparado y que podíamos partir cuando quisiéramos. Nos despedimos de la señora Paola, agradeciéndole sus atenciones y nos dispusimos a subir al carro.

Lo primero que me llamó la atención era que el carro no disponía de asiento del conductor y por desgracia, tampoco de amortiguadores. Mientras Kong cargaba el baúl, le hice la observación a Marta y nos preguntamos donde se sentaría el cochero. Apenas nos hubimos sentado Piero nos dio la respuesta sin hablar; de un salto se subió a lomos de uno de los dos caballos que tiraban del carro y emprendimos la marcha hacia Florencia. Por suerte, sobre los tablones en los que íbamos sentados, el cochero había puesto almohadas.

Unas dos horas de traqueteo más tarde, llegamos a lo alto de una pequeña loma, desde la que pudimos ver Florencia desde el sureste; la ciudad estaba rodeada en su totalidad por una muralla y el Arno la atravesaba de este a oeste. Los principales edificios y el taller de Verrocchio estaban en la parte norte, por lo deberíamos cruzar el río por uno de los cuatro puentes que unían las dos partes de la ciudad; le pedí a Piero que nos cruzara por el puente Viejo, que ya en aquel tiempo estaba ocupado por tiendas; pero no las joyerías que lo ocupan hoy en día; en aquellos días las tiendas eran carnicerías. En el exterior de las murallas, entre campos de cultivos diversos, huertos y corrales, también había numerosas casas dispersas; en el río se distinguía la actividad de una pequeña flotilla de barcas de pesca.

Al poco de cruzar el puente llegamos a la plaza de la Signoría; nuestro cochero paró frente a un comercio de cambio. Kong se quedó con el cochero y Marta y yo entramos al establecimiento.

Nos presentamos como un matrimonio de comerciantes de telas de Barcelona, en camino a Venecia, interesados en adquirir algunas obras de arte en Florencia. Saqué un par de lingotes de oro de doscientos gramos cada uno, que después de ser meticulosamente pesados por el cambista quedaron transformados en veinticinco florines de oro, trescientos sueldos y mil denarios, una vez descontada la comisión habitual en las transacciones; a petición mía, fueron repartidos en partes aproximadamente iguales en tres bolsas. Al terminar la transacción y después de comentarle que probablemente volveríamos a cambiar más lingotes, preguntamos al Sr. Paolo (así se llamaba el cambista) por una posada en la que pasar cinco o seis días en Florencia. Amablemente nos acompañó a la salida y nos señaló con el dedo un establecimiento situado a un lado de la plaza, asegurando que era una posada limpia y su dueño (de nombre Francesco) era conocido suyo y honesto; además nos autorizó a que le dijéramos que íbamos de su parte.

Al llegar a la puerta de la posada, Kong descargó el baúl mientras yo le pagaba los cinco sueldos acordados al cochero, que se deshizo en agradecimientos y nos deseó una feliz estancia en Florencia y un buen viaje de regreso a casa.

Aún no se había montado en el caballo, cuando se abrió la puerta de la posada y apareció un hombre seguido de dos muchachos jóvenes.

Le pregunté si era el Sr. Francesco y ante su extrañeza por el hecho de que supiera su nombre, le expliqué que nos enviaba el cambista y nuestras intenciones de pasar seis o siete días en su establecimiento.

Ordenó a los dos jóvenes que entraran el baúl y con una reverencia un tanto teatral, nos invitó a pasar al interior de la posada.

Una vez dentro nos presentamos, incluyendo a “fray Kong” y expusimos a nuestro hospedador, el motivo de nuestra estancia.

Nos mostró las dos habitaciones que, además de acogedoras, daban a la plaza de la Signoría; el precio nos pareció razonable; tomó nota de la comida que tomaríamos Marta y yo después de organizar nuestras pertenencias y ofreció a uno de los jóvenes que habían subido el baúl, para que nos acompañara, después de la comida, a los talleres de los artistas que quisiéramos visitar.

Durante la comida, en la que compartimos mesa con nuestro anfitrión, le expresamos nuestro deseo de visitar los talleres de Verrocchio, Botticelli, Leonardo y cualquier otro que él considerara apropiado. Nos comentó que eran buenas elecciones; lamentablemente Ghirlandaio se había trasladado a Roma hacía aproximadamente un año y había cerrado el taller. Nos recomendó visitar también el taller de los hermanos Pollaiuolo.

Al terminar la comida nos despedimos del Sr. Francesco hasta la noche y nos dirigimos los tres, guiados por uno de los muchachos, al taller de Verrocchio, donde se habían formado entre otros, Perugino, Sandro Botticelli y Leonardo da Vinci.

Después de la muerte de Donatello, ocurrida hacía nueve años, se había convertido en el artista preferido de los Médici; sobre todo en lo concerniente a la escultura; suyo es el mausoleo de Juan y Pedro de Médici en San Lorenzo, realizado en 1472 (hacía cuatro años). Los talleres de Pollaiuolo y Verrochio mantenían una rivalidad que era muy fructífera para Florencia en el último tercio del siglo.

Tras un breve paseo por la vía Ghibellina, el muchacho nos dejó en la puerta del taller de Verrocchio; antes de irse nos indicó como llegar al de Pollaiuolo; le di un denario de propina, su cara se iluminó con una amplia sonrisa y nos dejó tras realizar una reverencia tan amplia como teatral.

Me disponía a golpear la puerta, cuando se abrió con un estridente chirrido de bisagras y del taller salió un joven flacucho, con una bata manchada de barro y pintura, que además lucía algún que otro agujero producto de diversas quemaduras; se frenó al momento, sorprendido por nuestra presencia y aproveché para preguntarle por el maestro Andrea di Michele Cioni (Verrocchio, el apodo con el que es conocido, le vino por haber sido alumno de Giuliano Verrocchi). Se giró sin decir nada y desde la puerta entreabierta gritó al interior del taller, que unos señores deseaban ver al maestro. Abrió del todo la hoja de la puerta y salió a la calle sin decir nada más. Al mirar el interior, pudimos ver que algunos jóvenes dispersos por la nave, ocupados en diversos quehaceres, habían girado sus cabezas hacia nosotros y nos observaban con curiosidad. Al cabo de unos instantes, desde el fondo de la sala vino hacia nosotros un hombre, un tanto bajito, entrado en carnes y cara ancha. 

- ¿Maestro Andrea di Michele? 

-Yo mismo; ¿en qué puedo servirles? 

-Antes que nada, excusarme por lo mal que hablo italiano; soy comerciante de Barcelona, me acompañan mi esposa Marta y fray Kong. Hemos venido a Florencia en viaje de negocios y queremos adquirir algunas pinturas y esculturas. Nos han dicho que su taller es el mejor de Italia. 

-Gracias por el cumplido; le entiendo sin problemas. ¿Sobre qué tema quieren las obras? ¿Van a estar mucho tiempo en Florencia? 

-Una semana; el tema no nos importa, pero como que tenemos un largo viaje de regreso, el tamaño no puede ser grande, si nos permite ver sus trabajos elegiríamos entre sus obras acabadas. 

-Normalmente trabajo por encargo. Ahora mismo estoy muy ocupado. En una semana no puedo hacerles nada y apenas tengo obras acabadas… sólo algunas pequeñas esculturas de bronce de amorcillos, para fuentes de jardín. 

Parecía que no empezaba con buen pie, mi búsqueda de obras de arte del renacimiento; avisé a Kong que filmara el taller al detalle y a Marta que le avisara si veía algo especialmente importante o curioso para sus estudios.

Al dirigirnos a la sección de los amorcillos, pasamos por una arcada que daba a una pequeña sala apenas iluminada, cuyas paredes estaban recubiertas de estanterías en las que a duras penas podían vislumbrarse docenas de esculturas, que llamaron mi atención inmediatamente. Avisé a Verrocchio que, con desgana cogió una vela encendida y nos guio al interior. 

-Son trabajos de los aprendices o moldes en arcilla roja, que he desestimado. 

Una pieza llamó inmediatamente mi atención; era una réplica de la mitad de altura aproximadamente, del maravilloso David del maestro, una escultura en bronce de ciento veintiséis centímetros, encargada por los Médici.

Al mostrarle mi interés por el David, me explicó que aquella obra la había realizado un antiguo aprendiz suyo muy cualificado, sobre todo como pintor, que aún colaboraba con él y también le había servido de modelo.

El corazón me dio un vuelco; muchos expertos afirman que el aprendiz que hizo de modelo para el David fue el mismísimo Leonardo; además es sabido que, debido a su buena relación, Leonardo siguió colaborando con su maestro después de haberse establecido por su cuenta. Si conseguía hacerme con la pieza, sería la única escultura salida de las manos del genio que llegaría al siglo XXI… aunque en los últimos años, algunos expertos le ha atribuyen la autoría de una Virgen con Niño riendo, de arcilla roja, que se encuentra en el museo Victoria & Albert de Londres.

Le pedí que me la vendiera, y como respuesta hizo que un aprendiz la sacara de la sala y la llevara a su estudio.

En el espacio dedicado a las esculturas, nos mostró unos graciosos e impecables amorcillos alados que llevaban en sus manos diversos objetos, de los que sobresalían unos pequeños caños y parecían bailar sobre unas semi esferas; estaban hechos para adornar fuentes de agua. Elegimos uno que tocaba una lira y otro con un laúd.

Las dos piezas fueron llevadas por otros tantos aprendices al estudio del maestro; una sala muy bien iluminada, situada al fondo del taller, junto a un pequeño patio, donde descubrimos maravillados, sobre sendos caballetes, dos de las pinturas más conocidas de Verrocchio; “el bautismo de Cristo”, con los dos ángeles que se atribuyen a Leonardo, secándose y “la Virgen y el Niño con San Juan y San Donato”, en muy avanzado proceso de realización.

Eran dos obras al óleo, sobre tablas casi cuadradas de algo menos de dos metros de lado; la del bautismo (según cuenta Vasari), dada la maestría de los ángeles pintados por su aprendiz, hizo que el maestro decidiera no pintar más y se dedicara exclusivamente a la escultura. En el cuadro de la Virgen, estaba trabajando un aprendiz de unos dieciocho años; supuse que sería Lorenzo di Credi, que trabajaría toda su vida con Verrocchio y a la muerte de éste se hizo cargo de su taller. Ambos cuadros eran magníficos; estuve un buen rato contemplando extasiado aquellas dos maravillosas obras de arte, con su colorido y luminosidad originales; tanto me maravillaron, que decidí tomar clases de pintura, en cuanto volviera a mi tiempo.

La negociación por las tres esculturas duró poco; pidió veinticinco florines por todo el lote; le pedí y accedió a darle una capa de barniz al David, incluida la espada, cuyo pomo y hoja era un listón de madera extraíble, perfectamente encajada en la mano del héroe. También extendería un documento de venta.

Le entregué diez florines como paga y señal y acordamos que pasaría al cabo de cuatro días (el viernes) a pagar los quince florines restantes y recoger las obras.

Marta y yo salimos del taller emocionadísimos; me hubiera gustado que Kong pudiera compartir este sentimiento. 

- ¿Te das cuenta papá?; tendremos la única escultura de Leonardo; hemos visitado el taller de su maestro y hemos contemplado dos de sus mejores cuadros… y Kong lo ha filmado todo. 

-Sí, pero ten en cuenta que no se lo podrás contar a tus compañeros o profesores de la universidad; será nuestro secreto. 

- ¡Da igual!, yo sabré que he estado aquí y ahora… y tendré las imágenes para recordarlo; ¿verdad Kong? 

-Tenlo por seguro; además estás hermosísima con este vestido. 

La respuesta me dejó alucinado; no esperaba que la zalamería figurara entre las características del androide. La reacción de Marta fue echársele al cuello y darle un emotivo abrazo. 

- ¿Qué os parece si, en lugar de dar un escándalo en la calle, vamos a visitar el taller de los Pollaiuolo? 

Marta se cogió de mi brazo y se apretó contra mí. 

-Vamos papá, no te pongas celoso; es que estoy tan emocionada. ¡Es increíble!; poder ver y hablar con estos genios… y compartirlo con vosotros. 

-No estoy celoso; me alegra verte feliz y emocionada, pero no creo que estas gentes vean con buenos ojos a una dama abrazando a un fraile. Además, mañana puede ser mejor aún, iremos al encuentro de Botticelli y Leonardo; esta noche hemos de preparar la estrategia para conseguir que nos dedique un par de días y poder conversar largo y tendido con el genio. 

Con la emoción a flor de piel nos dirigimos al taller de los hermanos Pollaiuolo; Antonio y Piero di Jacopo Benci.

El apodo Pollaiuolo viene de “pollaio”, gallinero; su padre comerciaba con aves de corral. 

-Los hermanos no están entre los artistas que más me gustan de esta época; pero según Vasari, Leonardo frecuentó su taller para estudiar anatomía con ellos porque llevaban a cabo disecciones de cadáveres. Aunque las biografías las escribiría más de cincuenta años más tarde, en base, no sólo a documentos o a testigos de los hechos; también a narraciones de personas que habían oído historias o anécdotas. Además, trató con más benevolencia a los pintores florentinos y romanos que a los del resto de Italia. 

-Papá, ¿seguro que no has estudiado historia del arte? 

-Seguro; aunque siempre me he sentido atraído por el renacimiento; por cierto, este término se debe a Vasari y me he preparado concienzudamente para este viaje; no solamente porque así hay que prepararlos siempre, sino porque éste, contigo, quiero que sea especial y todo salga perfecto. 

Aún faltaban tres horas para la puesta del sol cuando llegamos a las puertas del taller de los hermanos. Golpeé tres veces una hermosa aldaba y esperamos que se abriera la puerta. A los pocos segundos, un adolescente la abrió, nos saludó y preguntó qué queríamos.

Le devolví el saludo y pregunté por los hermanos. 

-Están ocupados y no pueden ver a nadie ahora. 

Mientras le explicaba el muchacho quiénes éramos y el motivo de nuestra visita, pensé que tal vez la causa de su ocupación fuera que estuvieran diseccionando un cadáver… y tal vez Leonardo estuviera con ellos. 

-También queríamos ver a Leonardo da Vinci; ¿podrías indicarnos donde está su taller? 

Antes de que respondiera, la expresión de sorpresa en la cara del joven me certificó que había acertado con mi premonición. 

-Leonardo está con ellos. 

Le mostré un sueldo (el salario de un hombre por un día de trabajo) y le pedí que les preguntara a qué hora podría hablar con ellos.

El muchacho desapareció rápidamente hacia el interior del taller, dejando la puerta entreabierta; volvió en menos de un minuto, cogió la moneda que aún sostenía entre mis dedos y me dijo que me atenderían un poco antes de la puesta de sol.

Aún faltaban más de dos horas para el ocaso y decidimos aprovechar el tiempo visitando el baptisterio y la catedral, que no hacía muchos años había sido por fin terminada, con la maravillosa cúpula de ladrillos en espiga de Brunelleschi.

Quedamos extasiados por los maravillosos paneles de bronce de las puertas del baptisterio, la obra cumbre de Lorenzo Ghiberti; los trabajos duraron desde 1402 hasta 1452, cuando Ghiberti, que ya contaba con setenta años, colocó los últimos paneles. Colaboraron con el escultor, además de dos de sus hijos, otros artistas de la época como della Robia, Donatello, Michelozzo y Gozzoli. Pudimos contemplarlas en todo su esplendor, ya que habían sido terminadas hacía catorce años. En la actualidad han sido sustituidas por copias y los originales se exhiben en un museo cercano al baptisterio.

Los Florentinos paseaban por las calles de su ciudad, ajenos a las maravillas que exhibía, mientras nosotros la disfrutábamos, como exclusivos “turistas” del momento. Mientras grababa, Kong también nos descubría datos, gracias a la gran cantidad de información almacenada en su memoria positrónica.

Empezó a decaer el sol y volvimos al taller (bottega) de los Pollaiuolo.

Pocos segundos después de golpear el picaporte, apareció el mismo aprendiz que nos había abierto la primera vez. Con una sonrisa abrió del todo una hoja de la puerta y con una reverencia teatral, nos invitó a pasar al interior del taller.

Una vez dentro, cerró la puerta y nos indicó que le siguiéramos. En la penumbra, mal iluminada por algunas velas, pudimos distinguir las diversas secciones, dedicadas a los diferentes oficios que en la bottega se ejercían.

Al llegar al fondo, que daba a un patio iluminado por la luz natural, detrás de una mesa nos esperaban tres individuos; al llegar junto a ellos, el más alto y joven se levantó de su silla y se la ofreció gentilmente a Marta; el resto permanecimos de pie.

Saludé, dirigiéndome primero al que me pareció de más edad y repetí la ya habitual presentación. 

-Supongo que usted debe ser Antonio di Jacopo y usted Piero di Jacopo… ¿me equivoco al suponer que usted es Leonardo di Piero da Vinci? 

La expresión de la cara de Leonardo mostraba una expresión entre halagada e inquisitiva. 

-Como le he dicho a su aprendiz, venimos de Barcelona y nos dirigimos a Venecia por negocios de telas; hemos hecho escala en su ciudad porque pretendemos adquirir algún cuadro y pequeña escultura para nuestra casa; un conocido nuestro estuvo hace unos meses en Florencia y volvió maravillado de la cantidad y calidad de sus obras de arte; nos recomendó visitarles a ustedes. 

Antonio tomó la palabra y me preguntó qué andábamos buscando. 

-Algunos cuadros o esculturas sobre mitología griega o romana… de tamaño pequeño, dado que aún nos queda un largo viaje por tierra y por mar. 

Los Pollaiuolo no tenían ninguna obra acabada y dados los contratos que tenían firmados, tampoco la posibilidad de hacer alguna, en el breve plazo de cinco días que pensábamos estar en la ciudad. Leonardo también nos dio los mismos argumentos que los hermanos. 

-Lamento haberles hecho perder el tiempo; ya me temía que, por las circunstancias de su trabajo, no tendrían ustedes obras acabadas. Esperemos tener más suerte mañana en otras bottegas… por cierto señor Leonardo, tengo entendido que además de pintor y escultor, es usted inventor, constructor de máquinas e investigador de la naturaleza; además un músico excelso. 

-Es usted extraordinariamente amable, Manuel; y su informador muy generoso con mis virtudes. 

-Estoy interesado en alguno de estos temas; lamentablemente mi trabajo no me permite dedicarles el tiempo que me gustaría. Desearía conversar con usted de ellos; sería un honor que nos permitiera invitarle a cenar en la posada de Francesco, en la plaza de la Señoría (nos hospedamos allí) … o en otro lugar. 

Leonardo dudaba y Marta insistió en la invitación, agregando que podía traer algún acompañante, si lo consideraba oportuno. 

-La posada de Francesco está bien. Si les parece bien acudiré allí dentro de una hora; antes debo pasar por mi taller.

CAPÍTULO XXIV 

EN FLORENCIA CON LEONARDO DA VINCI 

Volvimos a la posada emocionados (en especial Marta), por haber conseguido una cita con Leonardo. Avisamos a Francesco que tendríamos un invitado para la cena y que tal vez viniera acompañado.

Preparé la lupa y los vasos de medición que habíamos traído para regalárselos a Leonardo, mientras recordaba a mi hija y a Kong, la necesidad de captar el interés del genio; pero que debíamos ser cuidadosos en no descubrirnos como viajeros del tiempo. La balanza de precisión y el microscopio pensaba entregárselos en su taller, cuando pudiera explicarle su funcionamiento, sin que hubiera curiosos cerca.

Acabábamos de sentarnos en el comedor, cuando por la puerta de la posada apareció Leonardo, solo; se había quitado la bata de trabajo y venía vestido elegantemente. Cuando nos vio, esbozó una sonrisa y nos saludó con una leve inclinación de cabeza. Antes de llegar a nuestra mesa, saludó brevemente a los comensales de otra mesa cercana a la nuestra; cuando llegó, nos levantamos los tres y le saludamos con un apretón de manos.

Mientras yo llenaba tres copas de vino, el genio se disculpó por haber saludado antes a los miembros de la otra mesa. 

-Son miembros de un tribunal, en el que tengo una causa pendiente. No creí conveniente ignorarles. 

Todos sabíamos cuál era la causa pendiente; pensé que nadie haría comentarios al respecto, pero me equivoqué; Marta no fue discreta. 

- ¿Es por la acusación anónima de sodomía? 

 La cara de Leonardo reflejó la sorpresa y permaneció callado. 

-Disculpe a mi esposa, maestro; su juventud y carácter impulsivo hacen que, a veces, pese a su buena educación, se le olviden los modales; su franqueza y espontaneidad son virtudes que me gustan, pero en ocasiones incomodan a nuestras amistades y me veo en la necesidad de pedir disculpas. De todas formas, podemos asegurarle que la acusación será desestimada en pocos días. 

- ¿Cómo lo saben? ¿han hablado con ellos? 

-No, no; no conocemos a estos señores; tenemos otras fuentes de información y como somos admiradores de sus múltiples talentos artísticos y científicos, nos informamos sobre usted y le hemos traído estos obsequios, que creemos le serán de utilidad para sus trabajos. 

Mientras Leonardo desenvolvía los regalos, vino Francesco para preguntarnos qué íbamos a cenar. Cuando el posadero se fue, nuestro invitado agradeció los obsequios, asegurando que, tanto la lupa como los vasos graduados eran magníficos y le serían de gran utilidad. 

-Aún tenemos otros dos obsequios; pero hemos creído conveniente esperar hasta mañana en su taller, si no tiene inconveniente en que vayamos; allí estaremos a salvo de miradas indiscretas. 

-Será un placer recibirles en mi taller; pero quisiera saber qué esperan de mí. 

-Sabemos que, en los cuatro o cinco días que pasaremos en Florencia, no tiene tiempo de hacerle un retrato al óleo a mi esposa; pero espero que pueda hacerle algún boceto. Le pagaría generosamente por su tiempo. 

-Su esposa es una mujer muy bella; para mí será un honor hacerle algunos bocetos… y no les cobraré por ellos si, como pago, me quedo con algunos para utilizarlos en futuros cuadros de Madonas.

- ¿Qué te parece Marta? 

- ¡Fantástico! Gracias Leonardo. ¿Me los firmará? 

- ¿Firmarlos? ¿por qué? 

-Porque, aunque hoy en día sus trabajos se pagan en función del tiempo que emplean en ejecutarlos, llegará el día en que las obras de los mejores pintores y escultores se valoren mucho más… y no tengo ninguna duda de que usted estará considerado como uno de los mejores de todos los tiempos; además de un genio como inventor y un sabio precursor en numerosos campos del conocimiento humano; su nombre eclipsará al de los Medici. 

Me sorprendió la exagerada reacción de Marta, que achaqué a la copa de vino que había tomado y su alegría desbordante; se había pasado de la raya. Leonardo quedo boquiabierto por un momento, pero reaccionó con elegancia. 

-Me halaga sobremanera su opinión sobre mi persona; máxime teniendo en cuenta que no ha visto mis trabajos. Espero ser digno de su confianza, aunque dudo que llegue a alcanzar la grandeza que usted asegura. 

Aproveché que Francesco y uno de los jóvenes vinieron con las viandas, para dirigir una mirada reprobatoria a mi hija. Su respuesta fue, guiñarme el ojo, con una sonrisa pícara.

Durante la cena Leonardo preguntó a fray Kong si no comía. Le contesté que sólo lo hacía una vez al día y mantenía silencio, que sólo rompía, si sus servicios nos eran imprescindibles como traductor. Marta, por su parte, llevó la conversación al tema del arte y la cultura; alardeó de sus conocimientos sobre las culturas griega y romana, de los primeros renacentistas (Giotto, Fray Angélico, Masaccio, Brunelleschi), e incluso de los maestros actuales (Mantegna, Piero della Francesca, Botticelli, Verrocchio).  Dos cosas me quedaron claras; que quería impresionar a nuestro invitado y que lo había logrado.

Al terminar la cena, Marta le pidió a Leonardo que cantara alguna canción. 

-Tengo entendido que canta usted muy bien; además su idioma es muy musical 

-Por desgracia, no he traído mi lira. 

-Tal vez tengan alguna, aquí en la posada... y un laúd para mí. 

Leonardo preguntó al posadero y al poco tuvo una lira y Marta un hermoso laúd.

Después de que ambos comprobaran la afinación de los instrumentos, Leonardo nos deleitó con un par de canciones que confirmaron el talento del genio para la música y Marta escuchó embelesada. 

-Señora Marta, usted tiene una voz muy hermosa. Estoy impaciente por oírla cantar. ¿Sería tan amable de cantarnos alguna canción de su tierra? 

No sabía que mi hija cantara ni que supiera tocar el laúd o la guitarra; pero ante mi sorpresa, aceptó la solicitud de Leonardo.

Estuvo probándolo un poco y cuando se sintió segura con él, le pidió a Kong que le tradujera a Leonardo la canción. A continuación, nos cantó “Somewhere over the rainbow”, de la película “El mago de Oz”, en la versión de Israel Kamakawiwo’ole.

Yo me quedé con la boca abierta, incapaz de reaccionar ante la maravillosa interpretación.  Los miembros del tribunal que estaban en la mesa cercana y habían escuchado la interpretación en respetuoso silencio, se pusieron a aplaudir fervorosamente. Leonardo, después de aplaudir intensamente, preguntó a Marta en qué idioma había cantado.

-Es una canción inglesa, que me gustó mucho cuando la escuché. 

- ¿Sabe usted inglés? 

-No. Sólo aprendí lo suficiente para cantar un par de canciones. 

Le suplicó que volviera a cantarla, para disfrutarla esta vez, sin que Kong se la tradujera. Marta halagada, accedió a la petición. Leonardo la escuchó embelesado. Al terminar, después de una salva de entusiásticos aplausos, el genio sentenció: 

- ¡Qué pena que la música sea la más efímera de las artes!; aunque tal vez por ello, sea la más sublime. ¡Ojalá pudiera conservarse como un cuadro, o mejor una escultura en mármol! La canción es preciosa y su voz y talento maravillosos. Por favor… con permiso de su esposo, deléitenos con otra canción. 

-No necesita mi permiso para cantar, si le apetece hacerlo. 

-Además no es mi marido, es mi padre. 

La declaración nos dejó a todos estupefactos. Cuando pude recuperarme de la sorpresa le aclaré a Leonardo que, si durante el viaje habíamos decidido hacernos pasar por matrimonio, era porque creímos que ella gozaría de más seguridad y tal vez como mi esposa, tendría acceso a algunos lugares, donde no permitieran entrar mujeres.

El maestro agradeció la muestra de confianza que habíamos depositado en él, al hacerle partícipe de nuestro secreto y prometió conservarlo para sí.

Marta interpretó la canción “Gracias a la vida” de Mercedes Sosa, en una versión improvisada en italiano. Al terminar, Leonardo y todos los presentes en la posada, volvieron a prorrumpir en una salva de entusiásticos aplausos. Ella los agradeció emocionada, poniéndose de pie y haciendo reverencias. 

Al sentarse de nuevo, propuso que fuéramos a dar un paseo para ver Florencia a la luz de la luna. Le pregunté al pintor si las calles de la ciudad eran peligrosas o podíamos pasear tranquilamente. Se ofreció a acompañarnos por los sitios seguros para que no nos extraviáramos.

Antes de salir de la posada Marta me pidió en voz baja, que Kong y yo les dejáramos un poco de distancia para poder hablar con Leonardo en privado. 

-Está bien, pero ¿se puede saber qué pretendes? 

-Quiero tener un poco de intimidad con él y comprobar si es homosexual, hetero o bisexual. 

- ¿Te das cuenta de lo que me estás diciendo? ¡soy tu padre! 

-Y yo mayor de edad. Leonardo me gusta; es un hombre joven muy atractivo e interesante. Es normal que me sienta atraída por él… aunque sepa que en unos días desaparecerá de mi vida... al menos en el plano físico. 

-Me preocupas; estás un poco alborotada y temo que hables más de la cuenta. 

-Quizás le diga alguna verdad. Es evidente que, si lo hago, guardará el secreto. En ningún libro de historia se menciona que tuviera ningún encuentro con viajeros del tiempo. 

-Sé cuidadosa y no le cuentes demasiado. 

-Tranquilo papá, lo seré. Además, tú mismo has dicho que no se puede cambiar lo que ya ha sucedido. 

-Pero lo que tú vayas a hacer, aún no ha sucedido. 

La pareja salió primero; mientras les dejaba un espacio razonable le pedí a Kong que me mantuviera al tanto de la conversación de los jóvenes.

Era una plácida y fresca noche de finales de mayo; una hermosa luna llena iluminaba tenuemente las calles y eclipsaba el fulgor de las estrellas. Me debatía entre mi condición de padre protector y la de padre racional, que entiende que su hija ya ha crecido lo suficiente para volar por si sola. 

- ¿De qué están hablando? 

-Él ha quedado impresionado por su cultura, y cualidades para la música… además de su temperamento y belleza. 

- ¿Qué ha dicho ella? 

-Se ha sentido especialmente halagada; porque los cumplidos vienen de un hombre de gran ingenio, cultivado… y guapo. 

Se encendieron algunas alarmas en mi cabeza. Mi niña estaba flirteando sin recato alguno, con un hombre y en mis propias narices. 

-Está bien, sigue atento, pero no me digas nada más… a no ser que creas que se extralimita. 

-Así lo haré, aunque no sé exactamente cuál es para ti el límite. 

-Confío en tu buen criterio; intentaré disfrutar de la belleza de Florencia por la noche.

Siguiendo a los jóvenes llegamos al puente Viejo. La luna se reflejaba en el Arno y la pareja se detuvo para contemplarla. Marta se asomó por la barandilla, pero antes se cogió del brazo de Leonardo. Cuando reemprendieron la marcha siguieron hablando animadamente, pero ya no se soltó.

Al poco rato les llamé para decirles que ya iba siendo hora de regresar a la posada para irse a dormir.

Dieron media vuelta sin protestar. Les cedí el paso para que los jóvenes siguieran encabezando la comitiva. Al pasar delante de mí, dirigí una mirada a mi hija que pretendía ser censuradora; ella me contestó con una amplia y seductora sonrisa, mientras me guiñaba un ojo. 

-Kong, creo que estamos dando un rodeo ¿verdad? 

-Marta se lo ha sugerido a Leonardo, para alargar el paseo. 

Al llegar a la plaza de la Signoría, vimos al grupo de los miembros del tribunal de Leonardo saliendo de la posada; al cruzarnos con ellos nos saludamos con una leve inclinación de cabezas y un escueto “buenas noches”. Pensé que, tal vez, ver a Marta del brazo del pintor, influiría en su decisión de declararlo inocente del cargo de sodomía.

Frente a la puerta de la posada, Marta soltó el brazo de Leonardo y esperaron que llegáramos junto a ellos. El primero en hablar fue el genio: 

-Muchas gracias por su invitación y la maravillosa velada. Espero corresponder a sus atenciones, mañana en mi bottega. 

-Para nosotros ha sido un placer gozar de su compañía y estaremos encantados de ver su taller. A primera hora debo ir a la oficina del cambista y luego, si le parece bien, le haremos la visita. 

-Hasta mañana; les esperaré impaciente.

La última frase la pronunció mirando a Marta; a continuación, tomó su mano y depositó un beso en el dorso. 

Ya en la habitación, pregunté a mi hija si el primer día había sido provechoso para sus estudios. 

-Es una maravillosa experiencia; he visto Florencia en su época de esplendor, hemos visto el taller de Verrocchio, comprado una escultura de Leonardo, comprobado que es un gran músico y hemos cenado, paseado y tenido una larga conversación con él. 

-Estoy de acuerdo en casi todo… porque la larga conversación, la has tenido sólo tú. ¿De qué habéis hablado, si puede saberse? 

-Me ha preguntado por Barcelona; lo que me ha hecho pensar en cómo sería en 1476, para no meter la pata y hablarle de los edificios de Antonio Gaudí, del Tibidabo, o de la circulación y las Olimpíadas del 92. 

-Lo estás haciendo muy bien; incluso las canciones que has cantado hablan de sentimientos y no aparecen elementos de nuestra época. ¡Por cierto! No sabía que tocaras el laúd. Me he dado cuenta y he lamentado de verdad, el poco tiempo que te he dedicado desde que tu madre y yo nos separamos… y quiero pedirte perdón por ello. 

-No te preocupes; yo era muy pequeña y no sufrí por ello. Crecí sin echar de menos la figura paterna y en los últimos tiempos me has compensado de sobras. 

-Me alegra saberlo y te lo agradezco, pero ello no me exime de haber sido un mal padre. 

-Vamos papá; no te pongas triste… aunque nos viéramos poco, siempre estabas en las fechas señaladas; también te portabas bien con mamá, y además de pasarle puntualmente la pensión, la hiciste rica sin tener obligación de hacerlo. 

-Me siento orgulloso de ti, aunque seas un diablillo que me ha hecho dar un rodeo para estar un rato más, cogida del brazo de un artista licencioso. 

-No digas eso de Leonardo, es un hombre educado, genial, amable… y muy guapo. ¿Podré estar con él sin que me vigiles? 

-Si me prometes portarte bien, tal vez mientras te haga bocetos, Kong y yo aprovechemos para escabullirnos y recargar sus baterías. 

Marta emocionada se me echó encima, rodeó mi cuello con sus brazos y me dio un fuerte abrazo, mientras me daba las gracias.

A la mañana siguiente después de desayunar (¡cómo encuentro a faltar el café, en los viajes a épocas en los que aún no se ha descubierto!), regresamos al despacho del cambista; al cabo de un rato en el que mi hija no paró de mostrar su impaciencia, salimos con las bolsas repletas de florines en dirección a la bottega de Leonardo.

Durante el breve trayecto, que Marta nos hizo andar con paso acelerado, le recordé la necesidad de ser prudente y no hablar más de la cuenta (demasiado “avanzados” eran ya, los obsequios que le íbamos a hacer a Leonardo). Suponía que, dada su natural curiosidad, se mostraría bastante inquisitivo.

Al llegar a la puerta me llamó la atención una espléndida aldaba; la placa base era la cabeza de la medusa, de cuya boca salían un par de serpientes que se mordían por las fauces, y cuyas entrelazadas cabezas formaban el martillo, que golpeaba sobre el caparazón de una pequeña y preciosa tortuga.

A los pocos segundos de haber llamado, el propio artista nos abrió la puerta. 

-Buenos días, sean bienvenidos a mi humilde bottega. 

A Kong y a mí nos saludó con una leve inclinación de cabeza y a Marta, con un tierno beso en el dorso de la mano; después nos invitó a entrar.

Lo primero que vimos en el taller era la zona del barro, donde un aprendiz daba forma en un torno de alfarero a una vasija; otro joven se aplicaba en amasar la arcilla y el agua que se utilizaban para crear los moldes de las futuras estatuas de bronce. A continuación venía una fragua apagada con un fuelle, donde debía fundir y trabajar los metales para dar forma a sus esculturas y las piezas metálicas de sus artilugios. Después venía el taller mecánico, con las herramientas y algunas maquetas a escala de diversos mecanismos. Le seguía una cámara oscura con un pequeño agujero orientado hacia la zona más amplia y luminosa de la bottega, el taller de pintura, diseño y escritura, que daban a un bonito e iluminado jardín, profusamente adornado por diversos tipos de flores.

Leonardo nos lo mostró todo, orgulloso; hacía poco que, gracias a la ayuda económica de su padre, había abierto su propio taller.

Sobre una robusta mesa, depositamos los dos obsequios que le entregamos.

En primer lugar le mostré la caja de madera, en cuyo interior estaba la balanza de precisión, un juego de pesas y unas pequeñas pinzas para manipularlas.

Era un granatario de 250 gramos, de dos platillos; lo monté sobre la misma caja que sirve de embalaje, le expliqué que tenía una precisión de 2 centésimas de gramo. El regalo le gustó mucho a Leonardo y expresó vivamente su agradecimiento. Sin embargo, no fue nada en comparación con la excitación que le produjo el sencillo microscopio de tres lentes, después de explicarle su funcionamiento y observar a través de él una simple gota de agua y una hoja de un rosal.

Mientras lo limpiaba meticulosamente, le recomendé que mantuviera a buen recaudo el microscopio y ni siquiera hablara de su existencia; que sólo lo usara para sus investigaciones. Me dio su palabra de que así lo haría.

Envolvió los dos obsequios con sumo cuidado y los guardó bajo llave en un cajón de su mesa de trabajo. 

-Les estoy sumamente agradecido por sus obsequios; son magníficos y sin duda me serán de gran utilidad en mis estudios. ¿Dónde los han adquirido? ¿Cómo han podido saber lo acertado de los regalos? 

-Los adquirimos antes de partir de viaje; lamentamos no poder ser más explícitos, pero debemos guardar algunos secretos. 

-Lo acepto; disculpen si me he mostrado demasiado vehemente e inquisitivo, pero es que jamás había visto objetos tan magníficos y… avanzados. Espero que, para compensarles, aunque sólo sea en parte, hoy me permitan invitarles a cenar. 

Antes de que pudiera responder, Marta tomó la palabra: 

-Estaremos encantados de cenar con usted. La velada de ayer fue maravillosa; ¿verdad papá? 

-Desde luego. Por cierto; el objetivo de nuestra parada en esta espléndida ciudad era la adquisición de algún cuadro suyo y de algún otro pintor que llamara nuestra atención. ¿Tiene alguno acabado? 

-Sólo tengo dos; son Madonas con niño y paisaje al fondo. Espero que alguno sea de su agrado. 

Leonardo se dirigió al otro lado del estudio, donde sobre sendos caballetes, dos telas cubrían lo que parecían ser cuadros de pequeñas dimensiones (unos 50 centímetros de ancho, por entre 60 y 70 de alto). Al retirar las telas quedamos impresionados por las maravillosas tablas pintadas al óleo, con vírgenes similares a la Virgen del clavel, aunque en uno de estos, el niño intentaba coger un bonito collar que colgaba del cuello de su madre y en el otro, el niño alargaba el brazo hacia un perro que había a los pies de su madre. 

- ¡Fantásticos! ¿Cuánto quiere por ellos? 

-Por cada uno pensaba pedir veinticinco florines de oro, pero dado lo espléndido de sus obsequios, a ustedes se lo dejaría en quince. 

-Sabemos de las dificultades económicas de los artistas; pero para no ofender su deferencia, le propongo dejarlo en veinte cada uno. 

El genio aceptó agradecido mi propuesta, le pagué los cuarenta florines; volvió a la mesa en la que había guardado los obsequios, guardó las valiosas monedas de oro, sacó una hoja de papel, un tintero y una pluma y redactó un documento por la venta de los cuadros. 

-Leonardo, ¿tendrás ahora tiempo para hacerme algún boceto? 

-Nada me complacería más. 

-Fray Kong y yo iremos a dar una vuelta; probablemente al taller de Sandro Botticelli. ¿Le parece bien que volvamos en unas tres horas, para ir a comer? 

Marta intervino:

-Nosotros podemos tomar un tentempié aquí mismo ¿verdad? Volved algo antes de la puesta de sol. 

Leonardo aceptó encantado a la propuesta, aunque intentó disimular su alegría. A pesar de que me considero un padre tolerante y “moderno”, no pude dejar de preocuparme, no porque mi hija hablara más de la cuenta; al fin y al cabo, ella misma lo dijo: el genio no dejó escrito que hubiera tenido un encuentro con viajeros del tiempo. Lo que me preocupaba era que su relación tuviera consecuencias inesperadas; veía claramente la atracción mutua. 

-De acuerdo pues; volveremos antes de la puesta de sol; ya recogeremos entonces los cuadros y bocetos.

 Nos faltaba por visitar el taller de Sandro Botticelli, pero se me ocurrió que sería mejor esperar a mañana para que Marta pudiera verlo… si lograba separarla de Leonardo.

Antes de salir de las murallas de la ciudad pasamos por un mercado callejero, allí adquirí un buen pedazo de queso, unas aceitunas, un par de piezas de fruta, un embutido y una botella de vino.

Dimos un largo paseo hasta la iglesia de San Miniato al Monte. Allí teníamos una elevada posición, desde la que se veía una maravillosa vista de la ciudad desde el sur. Mientras Kong recargaba sus baterías me comí una buena parte de las vituallas; después, bajo el sol de la Toscana y sobre una mullida hierba, eché una siesta.

Al despertar, emprendimos tranquilamente el camino de regreso. 

- ¿Has guardado las grabaciones de las visitas a los talleres? 

-Desde luego; además de todo lo interesante del viaje. 

-Estupendo; estoy contento con las adquisiciones que hemos hecho hasta ahora. Si además de los cuadros y bocetos de Leonardo, mañana conseguimos un cuadro de Botticelli, el viaje habrá salido redondo. 

- ¿Piensas convertirte en coleccionista de arte? 

-No, no; uno de los cuadros de Leonardo, se lo obsequiaré a mi amigo Pedro.

Atravesábamos de nuevo el Ponte Vecchio cuando el sol empezaba a declinar; aún quedaba un buen rato de luz, pero estaba impaciente por ver los bocetos que el artista debía haberle hecho a Marta y que me contara (si quería hacerlo) como le había ido la cita con Leonardo.

Al llegar al taller del artista, dos cosas me llamaron la atención y encendieron algunas alarmas en mi cabeza: que el propio artista nos abriera la puerta y que ninguno de los dos aprendices estuviera en la bottega. Me tranquilizó un poco, el hecho de que sobre la mesa del pintor había un numeroso grupo de bocetos de mi hija; tres de ellos con la firma del genio. 

-Los tres que están firmados son los que nos quedamos. Uno para ti, otro para mí y otro para mamá. El resto son para Leonardo. 

También había una lista de “recomendaciones” que Marta le había dictado:

Que se mantuviera apartado de las luchas de poder que había en Florencia; aunque debía mantener buenas relaciones con la familia Médici y los pontífices de Roma. También debería relacionarse con Ludovico Sforza y con los reyes de Francia, amén de aceptar sus invitaciones, cuando le llamaran.

Le instaba a que agrupara y guardara escrupulosamente sus anotaciones, trabajos, estudios e investigaciones, sobre todos los campos que estudiara. Que fuera muy discreto en lo relativo a las disecciones de cadáveres.

Finalmente, le hacía hincapié en temas de higiene y alimentación, en especial jamás beber agua estancada para evitar enfermedades. 

-Al parecer habéis estado muy ocupados; ¿le has dicho de “cuando” venimos? 

Intenté descubrir en sus ojos la sombra de la culpabilidad; pero, o lo disimuló muy bien, o yo no soy un lince en estos menesteres.

-No; aún no se lo he dicho. Aunque no veo por qué no puedo hacerlo, si tú se lo has dicho a todo el mundo en tus viajes… e incluso los has paseado en la nave. 

-No he dicho que no puedas decírselo; sólo he preguntado si ya lo has hecho. 

-Pues no; aunque algunas cosas le han sorprendido, no he necesitado contarle la verdad. Pero no creo que tarde mucho en ser necesario. 

Recogimos los dos cuadros y los bocetos, y nos fuimos los tres a la posada (Leonardo vendría al cabo de un rato, para cenar con nosotros).

Aproveché mientras le esperábamos para “interrogar” a mi hija. 

-He visto que le has dado una serie de recomendaciones; ¿cómo se lo ha tomado? 

-Lo de guardar sus trabajos ya lo hace; tampoco se inmiscuye en las intrigas de poder de la ciudad, aunque le caen mejor los Médici que sus rivales, los Pazzi. Ha encontrado interesante lo de la alimentación e higiene y hemos hablado de ello un largo rato; pero lo que le ha sorprendido mucho es lo del duque de Milán y el rey de Francia; me ha preguntado a qué venían estas recomendaciones y le he contestado que había tenido sueños premonitorios. 

- ¿Quieres contarle que somos viajeros temporales? 

-Sí; no veo ninguna objeción. Como ya te dije, por lo que sabemos de él, no dejó nada que haga pensar que se lo dijo a alguien. Aunque lo que me gustaría de verdad… es llevarle a nuestro tiempo, para que vea los avances a los que tanto ha contribuido, que saltara en paracaídas y volara en parapente. 

-Esto no me lo he planteado siquiera. Hemos de meditarlo y analizarlo bien. 

No tuvimos tiempo de seguir hablando del tema; Leonardo apareció por la puerta y después de echar un vistazo al interior vino directamente hacia nuestra mesa. A Kong y a mí nos saludó con una leve inclinación de cabeza y un “buenas noches”; a Marta, con el ya habitual beso en el dorso de la mano. 

-Con su permiso, he traído un obsequio para su hija. 

-Como ya le dijo ella ayer, no necesita mi permiso. 

-Discúlpenme; no estoy habituado a las costumbres de su país. 

Sin más comentarios, le hizo entrega de un bonito collar. La “cadena” era una fina trenza de seda azul celeste, del que colgaba un lapislázuli ovalado, unido a la trenza por un aro de plata.

Marta, después de agradecérselo, le pidió que se lo pusiera, levantándose el cabello que le colgaba detrás del cuello. Leonardo lo hizo delicadamente. 

Durante la cena hablamos de las recomendaciones que Marta le había hecho, de las diversas facetas de la ciencia, en las que Leonardo estaba interesado y de sus métodos de trabajo (observación, análisis y ensayo). Se mostró sorprendido de nuestros conocimientos y ávido por aprender.

Aquella noche en la posada, solamente había otra mesa ocupada por una pareja. Según nos dijo el posadero, era un matrimonio de Módena, que acababan de llegar y habían preguntado donde estaba la banca Médici. El hombre tendría unos cincuenta años, mientras que la mujer no parecía llegar a los treinta y era una auténtica belleza.

Al terminar la cena, tanto Leonardo como Marta volvieron a deleitarnos con canciones. El matrimonio de Módena se sumó a los aplausos, al final de cada una de las canciones. Al terminar la actuación, mi hija sugirió al pintor ir a dar un paseo por la ciudad. 

-Me quedaría más tranquilo si Fray Kong os acompaña, por seguridad. 

-Papá, por favor. 

-Tranquila; os dejará espacio para que podáis hablar sin que os moleste su presencia, pero que os acompañe, es innegociable.

CAPITULO XXV 

LUCRECIA 

Con un mohín de disgusto en el rostro de mi hija, la pareja abandonó la posada seguidos a una distancia prudencial por “fray Kong”.

Le pedí a Francesco una botella de su mejor vino. Cuando la trajo, me acerqué a la mesa de la pareja de Módena; después de presentarme, puntualizando que estaba de camino hacia Venecia, les pregunté amablemente si podrían aconsejarme sobre el trayecto más corto y seguro, mientras dábamos cuenta de la botella de vino. El hombre, que al parecer ya había bebido algo más de la cuenta, aceptó encantado. 

-Francesco me ha dicho que son ustedes de Módena; yo pensaba ir por Bolonia, Ferrara y Padua. ¿Creen que es el mejor camino? 

-Por tierra es el camino más corto, aunque podría ir a Rávena y tomar allí un barco hasta Venecia. Se ahorraría la posibilidad de ser asaltado por algún grupo de bandidos… aunque por mar podría ser víctima de los piratas turcos, la verdad es que no acostumbran a llegar tan al norte. 

El hombre, que se llamaba Marco, parecía encantado de alardear de sus conocimientos y los muchos viajes que había hecho por el país… y yo le dejé hablar mientras bebía el buen vino que Francesco nos iba proporcionando.

Su hermosa mujer, de nombre Lucrecia, que apenas había intervenido en la conversación, mostró su extrañeza por el hecho de que “mi esposa” hubiera salido a pasear sola, con un fraile y un joven pintor (al parecer, el posadero les había informado también a ellos sobre nuestro grupo). Les confesé que en realidad era mi hija; los motivos por los que nos hacíamos pasar por matrimonio y que estaba segura con el fraile; que mi esposa se había quedado en Barcelona, a cargo del negocio y de nuestro hijo pequeño. También les expliqué nuestro interés por adquirir alguna pintura, en cualquiera de los reconocidos talleres florentinos y que, al día siguiente, pensábamos visitar el de Sandro Botticelli.

La bella dama manifestó que ya era tiempo de retirarse a descansar y ambos se levantaron de la mesa, para dirigirse a las escaleras que llevaban al piso superior, donde estaban las habitaciones de la posada. El andar de Marco dejaba bien a las claras que había bebido demasiado; en el primer escalón trastabilló y quedó apoyado sobre sus rodillas, haciendo infructuosos esfuerzos para ponerse en pie. Francesco y yo nos apresuramos a socorrerle; cada uno nos pasamos uno de los brazos de Marco por los hombros y lo subimos por los escalones, recorrimos de esa guisa el corto pasillo hasta llegar a la habitación; Lucrecia cogió la llave que colgaba del cinturón del beodo y la abrió; lo depositamos en la cama y le quitó los zapatos. El posadero se despidió y volvió a sus quehaceres. 

-Muchas gracias, han sido ustedes muy amables. 

-No hay de qué. Ha sido un placer ayudarles. ¿Necesita algo más? 

Lucrecia no contestó de inmediato; no sé si lo que vi en sus bellos ojos castaños era duda o invitación. Miró por un instante a su marido, que ya dormía plácidamente y aquellos dos luceros volvieron a mirarme.

Tomé su mano, la subí a la altura de mi boca y deposité un beso en el dorso mientras mis ojos permanecían fijos en los suyos, esperando ver una señal.

Estaban impávidos, pero avivaban el fuego en mi interior. La atraje despacio hacia mí, para darle la oportunidad de detener mi avance; ella se mantuvo imperturbable… hasta que la besé en la boca.

La, hasta ahora inescrutable mujer, se convirtió en un desenfrenado volcán; nuestras lenguas y labios se entablaron en un combate apasionado, mientras nuestras manos competían en quitarnos la parte superior de nuestras vestimentas. Nos dirigimos a una esquina que formaba un armario y la pared de la habitación, que ocultaba la visión de la cama donde dormía plácidamente su marido; allí nos sacamos la parte inferior de la ropa y de pie, con su espalda apoyada en el mueble, la penetré con fiereza. Lucrecia soltó un gemido que no inmutó al durmiente y yo utilicé mi verga en un frenético vaivén, mientras con las manos acariciaba sus pechos y nalgas; con la boca y la lengua saboreaba sus labios, lengua, cuello y orejas. A los pocos minutos empezó a jadear; no tardaron los jadeos en convertirse en débiles gemidos; cuando subieron de tono, tuve que tapar su boca con una mano; por fin, un largo estremecimiento sacudió su cuerpo y a su vez, tuve un fantástico orgasmo. Durante un buen rato permanecimos abrazados, besándonos suavemente y recuperando la respiración.

Volví a vestirme procurando no hacer ruido, mientras ella se colocaba un camisón. Ya en la puerta, la besé dulcemente en los labios y salí al desierto pasillo; la dama cerró la puerta y yo bajé al comedor a esperar a mis compañeros de viaje.

Apenas me había sentado frente a mi jarra de vino, cuando Marta Leonardo y fray Kong aparecieron por la puerta; nada más verlos tuve la impresión de que (salvo Kong) estaban excitados. 

- ¿Ha pasado algo? ¿Algún problema? 

-Han intentado asaltarnos. Por suerte, Kong lo ha evitado. 

- ¿Estáis bien? 

-Si; los que no creo que lo estén son los asaltantes. 

- ¿Qué ha pasado? 

-Mientras paseábamos, Kong se ha puesto justo detrás nuestro; cuando le he dicho que nos dejara un poco más de espacio, nos ha explicado el motivo; dos individuos nos seguían y al acercarnos a una calle transversal, otros tres habían salido de ella y venían hacia nosotros por delante. Al llegar a nuestra altura, Kong nos ha ordenado pegarnos a la pared. El que parecía el jefe venia en el centro de los de enfrente, ha sacado un puñal y nos ha exigido dinero. Kong, con la velocidad de un rayo, lo ha cogido por la muñeca de la mano que empuñaba el puñal y la ha lanzado por los aires contra los dos que estaban detrás, derribándolos. Los otros dos de delante han intentado sacar sus puñales; a uno de ellos le ha dado una patada, y por el ruido, creo que le ha roto la rodilla o algún hueso de la pierna; al otro le ha dado un golpe muy fuerte con las dos manos y después de rebotar contra la pared, ha quedado tendido en el suelo. A continuación, iba a encargarse de los de atrás, pero le he parado porque ya habían emprendido la huida, despavoridos. Mira que tres puñales más bonitos hemos recogido. 

La verdad es que eran tres hermosos “souvenirs”; pero Leonardo aún no había hablado y se le veía impresionado. Le ofrecí un trago de vino, que aceptó. 

- ¿Qué Marta?; ¿te alegras de que te obligara a llevar a Kong? 

Mi hija solo hizo un mohín de disgusto; fue Leonardo quien tomó la palabra: 

-Lo que ha hecho fray Kong es asombroso; jamás hubiera creído que pudiera hacerse algo así. ¿Cómo ha logrado lanzar a aquel corpulento individuo a tal distancia?; por no hablar de la rapidez de sus movimientos. 

-Creo que va siendo hora de darle algunas explicaciones, pero ya es tarde; si le parece bien, vendremos mañana por la mañana a su taller. 

-Les esperaré impaciente; buenas noches. 

-Fray Kong puede acompañarle a su casa, por si se encuentra de nuevo con los asaltantes. 

-No es necesario; cuando no duermo en el taller voy a casa de mi padre; está aquí al lado, en esta misma plaza. 

Leonardo se despidió con un beso en el dorso de la mano de Marta, con una reverencia a mí y expresando su agradecimiento a Kong.

Antes de acostarnos, Marta volvió a expresar su deseo de llevar a Leonardo a nuestro tiempo para mostrarle los avances logrados y hacerle experimentar el salto en paracaídas y el parapente.

No me parecía buena idea, pero no encontraba argumentos para no hacerlo… si él estaba dispuesto.

El miércoles 31 de mayo de 1476 nos dirigimos de nuevo a la “bottega” del genio, dispuestos a desvelar nuestro secreto.

Él mismo nos abrió la puerta; los dos aprendices estaban enfrascados en sendos trabajos, de los que sólo levantaron la cabeza para saludarnos cuando el grupo pasó ante ellos.

Leonardo nos llevó hasta el bonito jardín del fondo del taller, donde había preparado cuatro sillas alrededor de una pequeña mesa, en la que esperaban unas viandas, una jarra de vino y cuatro vasos; al llegar nos invitó a sentarnos. 

-Les ruego disculpen mi impaciencia, pero ustedes me tienen muy intrigado; sus cualidades, tanto intelectuales como físicas me parecen sorprendentes y extraordinarias. Han despertado en mí la curiosidad por conocerlos mejor y que me hablen de su ciudad de procedencia; debe ser magnífica… esto lo supongo por las maravillosas características de los obsequios que me hicieron; en cuanto a fray Kong, ¿pertenece a alguna orden de frailes combatientes? 

-Señor Leonardo: hemos venido dispuestos a satisfacer su curiosidad; pero debo advertirle que nos ocupará bastante tiempo. Oirá cosas que le parecerán increíbles; aunque se las vamos a demostrar. Antes de empezar, sólo deberá darnos su palabra de que jamás revelará la información que le demos y sólo la utilizará para sus estudios e investigaciones. 

-De acuerdo, tienen mi palabra. 

-Bien pues, empecemos: He visto en su taller, maquetas de utensilios y máquinas que facilitan el trabajo; algunas necesitan la energía humana o animal para funcionar, otras usan las corrientes de agua o el impulso de aire; incluso las armas utilizan la energía de la pólvora al estallar, para lanzar balas contra el enemigo… a todo esto se ha llegado gracias a la observación de la naturaleza, el estudio de los materiales, la investigación y los ensayos. Por desgracia, la intransigencia religiosa obstruye en muchos casos el avance de la ciencia y la investigación; sobre todo en el estudio del cuerpo humano. A pesar de todo y gracias a gente como usted, la humanidad va ampliando sus conocimientos y este avance es imparable. Gracias a la imprenta, en unos años los conocimientos se harán accesibles a más investigadores y los avances serán vertiginosos. Se descubrirán nuevas formas de energía, nuevos materiales y máquinas, que permitirán recorrer grandes distancias en mucho menos tiempo; la humanidad logrará volar gracias a la aportación que hará usted, con sus estudios del vuelo de las aves y las máquinas que proyectará. Usted no lo logrará, porque aún no existen los materiales ni los conocimientos para ello, pero sus estudios serán básicos para lograrlo. 

-Lo que dice parece razonable; me sorprende la certeza y seguridad con que lo hace; pero no me ha dicho nada aún que me parezca increíble. 

-Es cierto que se lo prometí y voy a hacerlo; este preámbulo lo he considerado necesario. Todo esto que le he dicho, no son deducciones ni presentimientos; son hechos ciertos y la prueba es que estamos aquí… venidos del futuro en una nave que viaja a través del tiempo; exactamente del año 2012. 

Leonardo no se inmutó; aunque su expresión demostraba su incredulidad. 

-No pretendo ofenderle, pero supongo que entenderá que no pueda creerle a no ser que me lo demuestre. 

Saqué de debajo de mi chaquetilla la Smith & Wesson 1911, comprobé que estaba puesto el seguro, saqué el cargador y vacié la bala de la recámara; a continuación le enseñé el artilugio, le expliqué para qué servía y cómo funcionaba.

Leonardo quedó fascinado, pero evidentemente insatisfecho. 

- ¿Ha visto u oído hablar de los gorilas? 

-Si se refiere a unos grandes simios, he oído hablar, pero muy poco. 

-Necesitamos un poco de intimidad; ¿puede cerrar la puerta del jardín? 

Leonardo se levantó, avisó desde la puerta a sus aprendices, para que no le molestaran hasta que volviera a abrirla y cerró la puerta.

Tan pronto estuvo sentado de nuevo, le pedí a Kong que se quitara el disfraz.

Kong se puso en pie, echó hacia atrás la capucha, se sacó la máscara y abrió la boca, mostrando sus fauces.

Los ojos del genio estaban a punto de salirse de sus órbitas.

El androide acabó de quitarse el disfraz, mostrando la imponente figura de un lomo plateado. 

-Pero… ¿Cómo puede hablar? ¿No es un simio? 

-De aspecto sí; pero en realidad es… una máquina; un autómata que funciona con energía propia y tiene otra máquina, más avanzada aún, que funciona casi como nuestro cerebro; en algunos aspectos es incluso superior. Por favor, Kong ¿quieres mostrarle tus paneles solares? 

El androide abrió su pecho y estómago, dejando al descubierto sus paneles, baterías y las “manos” de gorila.

Leonardo palideció; su rostro quedó desencajado y con la boca abierta. Así siguió mientras Kong con soltura, cambió sus manos, destrozó una piedra aprisionándola con una sola mano y volvió a colocarse las “humanas”.

Le expliqué a nuestro asombrado anfitrión, que la energía que movía al androide procedía de la luz del sol y se acumulaba en las baterías. También le conté que, la mayoría de los metales y materiales de los que estaban hechos, tanto el gorila como la pistola, eran aleaciones de metales que aún no habían sido descubiertas en aquella época. 

-Dios mío, es… increíble. Su tiempo debe ser maravilloso. 

-No crea; los asuntos científicos y técnicos han avanzado extraordinariamente, pero los humanos seguimos con los mismos vicios y defectos de esta época. Por cierto, creo que mi hija quiere proponerle algo. 

Todos dirigimos nuestras miradas a Marta, a la que pillé por sorpresa y que hasta ahora había guardado silencio. 

-Esto… yo… quería invitarte a pasar un par de días con nosotros en nuestro tiempo, para que veas cómo ha evolucionado y vivir algunas experiencias que para ti serán extraordinarias. 

- ¿De verdad? ¿al año 2012?; sería fantástico… aunque en breves días se dictará la sentencia de mi juicio y debo estar aquí.

-Por eso no te preocupes; después de estar en nuestro tiempo dos o tres días, podemos devolverte a éste, una hora después de la partida. 

-En tal caso, de acuerdo. ¿Cuándo nos vamos? 

-Mañana por la mañana pensábamos visitar el taller de Sandro Botticelli y pasado mañana viernes, hemos de recoger las esculturas de Verrochio. Podríamos alquilar un carruaje y el mismo viernes por la tarde estarías de regreso. ¿Sabes conducir un carro? 

-Si, y conozco a alguien que es probable que nos deje uno. 

-Estupendo; ¿qué te parece si vamos a hablar con tu amigo y después salimos de la ciudad a algún lugar despejado para hacer unas pruebas con la pistola y planificar el viaje? 

-Me parece bien, aunque no es un amigo; es mi padre. Voy a dejarles instrucciones a mis aprendices y nos vamos. 

Kong volvió a ponerse el disfraz, mientras Leonardo daba las instrucciones a los dos muchachos. Después salimos los cuatro, a pedirle a su padre si podía dejarnos el carro el viernes.

Ser Piero Fruosino di Antonio da Vinci, notario de Florencia, nos recibió en su despacho. Después de las presentaciones, explicarle el motivo de nuestra presencia en Florencia y que le habíamos comprado dos cuadros, no puso inconvenientes a que utilizáramos su carro, no sólo el viernes, sino también para el paseo que pensábamos dar a continuación. Se mostró muy amable con nosotros y nos ofreció su ayuda, en caso de que nos fuera necesaria, para cualquier asunto que nos pudiera surgir.

Al salir del despacho pasamos por un mercado, en el que adquirimos las mismas vituallas para comer y beber que había comprado el día anterior; después nos dirigimos a la cuadra donde le guardaban dos caballos y el carruaje. No tardaron en enganchar los caballos al carro y sacarlo a la calle; Leonardo y Marta subieron al asiento del conductor, mientras Kong y yo lo hicimos a la cabina de los pasajeros. Al cabo de poco más de media hora ya habíamos dejado atrás las murallas de la parte norte de la ciudad y encontrado un lugar lo suficientemente aislado, como para hacer prácticas de tiro.

Nada más bajar del carro, le expliqué a Leonardo que la colocación de ballestas o muelles en los ejes de las ruedas, harían más cómodos los viajes. Le encantó la idea y dijo que en cuanto dispusiera de tiempo se pondría a ello.

A continuación, preparamos unas ramas y algunos guijarros para que sirvieran de blancos de nuestras pistolas; antes de disparar, recordando mi experiencia en las montañas Rocosas, recomendé al genio que atara los caballos a un árbol para que no salieran corriendo por el ruido.

Marta quiso efectuar la demostración de tiro; después de mostrarle a su pintor cómo se apuntaba y advertirle del retroceso del arma, quitó el seguro y efectuó cinco disparos en aproximadamente quince segundos, dando tres en el blanco.

Leonardo probó su puntería con otros cinco disparos; tardó algo más de tiempo, pero hizo dos blancos que arrancaron los aplausos de mi hija.

Acto seguido, Kong hizo una demostración; en cinco segundos hizo otros tantos disparos y cinco guijarros saltaron por los aires, provocando el asombro del genio.

Mientras comíamos, recalcamos al investigador la necesidad de anotar todos sus estudios en códices (manuscritos) y agruparlos en libros; insistiendo en que debería llevarlos todos consigo, cuando cambiara de lugar de residencia. Nos aseguró que así lo haría.

Después de comer la pareja fue a dar un paseo por la campiña, mientras yo echaba una siesta y Kong vigilaba el carruaje. Marta se llevó la pistola por seguridad. Cuando volvieron, (cogidos de la mano, casi un par de horas después) a mi hija le brillaban los ojos y en Leonardo era evidente, una expresión de culpa.

Regresamos a Florencia y devolvimos nuestro transporte a la cuadra. Aún faltaba un buen rato para el ocaso; nos dirigíamos al taller de nuestro anfitrión con los dos jóvenes cogidos del brazo, cuando se encontró a un conocido. 

-Hola; ¡qué casualidad! Precisamente estos amigos tenían intención de ir a verte mañana a tu bottega. 

Leonardo nos presentó a Sandro Botticelli, “uno de los pintores más insignes de Florencia” y le explicó brevemente quienes éramos y el motivo de nuestro interés. 

-Será un placer mostrarles mi taller… precisamente voy ahora hacia allí; así que, si no trastorna sus planes, pueden acompañarme y verlo ahora. 

Aceptamos la invitación, aunque Leonardo nos dijo que antes debía pasar por el suyo, para ver cómo iban las cosas y dar instrucciones a sus discípulos; que después pasaría a recogernos al de Sandro.

Al despedirnos, Marta nos sorprendió a todos al darle un beso en los labios al genio que, pillado por sorpresa, se ruborizó ante la muestra en público del desparpajo de la joven.

El taller de Sandro estaba situado en la casa de sus padres, donde vivía con el resto de la familia. No tenía aprendices y era el más pequeño y simple de los que habíamos visto hasta ahora; estaba constituido por dos secciones; la más importante era la dedicada a su obra pictórica; en la otra, un pequeño horno, una mesa de trabajo, herramientas y materiales diversos delataban que el pintor (ocho años mayor que Leonardo) también se dedicaba a la orfebrería.

La zona de pintura era casi exclusivamente monotemática; innumerables bocetos de Simonetta Vespucci cubrían paredes y estanterías. La joven y bella esposa de Marco Vespucci, que había sido musa del pintor, había fallecido apenas hacía un mes, a los veintitrés años, víctima de una tuberculosis. Según algunos historiadores además de musa, habría sido amante del pintor; aunque esto no concuerda con la opinión de otros, que aseguran que el artista era homosexual. También los hay, que afirman que el amante de la “bella Simonetta” era Giuliano de Médici, amigo de Sandro.

Entre la enorme cantidad de bocetos, destacaban varios cuadros de pintura al temple sobre tabla, con motivos religiosos y un retrato de su musa; pero el que llamó mi atención fue una tabla en la que un hombre semi desnudo, cogía la parte superior del vestido de una mujer que ya mostraba los pechos, mientras otro hombre oculto tras unos árboles contemplaba la escena.

El mismo pintor nos explicó que eran Venus (esposa de Vulcano) y Marte, momentos antes de cometer la infidelidad que estaba siendo espiada por Apolo (muchos años más tarde, Velázquez pintaría “la fragua de Vulcano”; el momento en que Apolo le cuenta a Vulcano la infidelidad de su esposa).

No tardamos en llegar a un acuerdo; veinte florines fueron a parar al “bolsillo” del pintor protegido de los Medici y yo me hice con el exquisito cuadro.

Al llegar Leonardo, nos felicitó por la elección. Por mi parte invité a Sandro a la cena y al probable concierto de Leonardo y Marta. Se excusó arguyendo que ya había quedado con un amigo; Giuliano de Médici. Insistí, ampliando la invitación a su compañero. 

-Probablemente le convenza para aceptar su invitación, pero si no estamos ahí en una hora, no nos esperen. De todas formas les estoy muy agradecido. 

Kong se quedó en su habitación y nuestros invitados acudieron a la cena. En una mesa cercana, también estaba el matrimonio de Módena. Durante la cena, el principal tema de conversación fue el arte y los artistas; también me pidieron que les hablara de Barcelona y Giuliano con elegantes modales, intentó flirtear con Marta; ella diluyó sus esperanzas cogiendo la mano de Leonardo y dándole un beso en la mejilla. Por unos momentos sentí lástima por aquel joven, culto, refinado y arrogante, a quien la vida sonreía, pero que moriría en apenas un par de años, asesinado durante el atentado de la conjura organizada por los Pazzi y otros detractores de los Médici, que además contaba con el beneplácito del papa Sixto IV.

Después de la cena, entre copas de vino, (¡qué pena que en aquel tiempo no existieran los mojitos o los combinados de gin o cola!) se repitió el concierto de las dos últimas noches, con gran éxito del escaso público. Incluso Sandro, que había pasado la noche un tanto taciturno, alegró su semblante. No quise preguntarle por el motivo de su tristeza porque, (así lo suponía yo) aún no había superado el fallecimiento de su musa.

Al terminar la función los invitados se fueron; avisé a Kong para que acompañara a la pareja a su ya habitual paseo; esta vez Marta no puso ninguna objeción. Yo me quedé con la pareja de Módena y una jarra de vino; era evidente que aquella noche, el marido se había moderado con la bebida. No obstante, durante el breve tiempo en que se ausentó para aligerar su vejiga, Lucrecia me dijo que a la mañana siguiente su marido tenía dos importantes reuniones de negocios, a las que ella no asistiría alegando cualquier excusa; le aseguré que me quedaría sólo en mi habitación.

No esperé a que los paseantes regresaran y me acosté. Tardé algo más de lo habitual en quedarme dormido, anhelando que llegara el día siguiente.

Durante el desayuno, Marta me explicó que en el paseo de la noche anterior no habían tenido ninguna sorpresa y que había quedado con Leonardo en su taller para que le hiciera algún boceto más. No puse ninguna objeción y al terminar, mis compañeros de viaje regresaron al taller de Leonardo. Por mi parte, después de comprobar que Lucrecia me observaba, subí a mi habitación.

Al poco tiempo y a través de la ventana, pude ver a Marco alejándose a través de la plaza de la Signoría. No tardé en escuchar dos suaves golpes de nudillos en la puerta; la abrí y frente a mí estaba aquella belleza morena, con la que me disponía a vivir una intensa relación sexual.

Nos desnudamos, entre apasionados besos y la tendí en la cama. Tuve que poner freno a mi fogosidad y la suya para poder disfrutar de sus besos, del tacto y el sabor de su piel que recorrí por completo con los dedos y la boca. Le acaricié un buen rato el clítoris mientras la besaba y apretaba, ora sus nalgas, ora sus pechos sin permitirle que tocara mi verga; hasta que ella, entre intensos jadeos, me exigió que se la introdujera. Entonces comencé un rítmico vaivén, que rápidamente se convirtió en frenético, a la vez que sus jadeos se transformaban en gritos de placer y su cuerpo se convulsionaba con la llegada del orgasmo. Durante varios segundos pude continuar percutiendo contra su sexo mientras su vagina apretaba mi falo y debajo de mí, su cuerpo se retorcía de satisfacción. Finalmente, el orgasmo me llegó a mí en una explosión de deleite.

Por unos instantes nos quedamos quietos, recuperando la respiración; al poco me di la vuelta para que ella quedara encima de mí, aún con mi miembro en su sexo.

Lucrecia alabó el tamaño de mi falo y mis habilidades como amante; yo hice lo mismo con su belleza, la tersura de su piel y la firmeza de sus nalgas y pechos.

No tardamos mucho en reemprender la acción; después de unos iniciales y suaves besos y magreos, me posicioné de espaldas a la cama para hacer un sesenta y nueve. ¡Dios! ¡cómo succionaba, besaba y movía la lengua! Por mi parte, mientras lamía su clítoris y labios inferiores, acariciaba sus nalgas y pechos. Esta vez fui yo el primero en llegar al orgasmo y mi semen se desparramó en su boca; pero continué con mi trabajo, hasta que las sacudidas y la presión de sus muslos en mi cara, me señalaron que ella también había llegado al clímax.

Estuvimos un buen rato abrazados, con su cuerpo a medias encima del mío.

Empezaba a entrarme somnolencia, cuando noté que su mano empezaba a acariciar de nuevo mi flácido pene; la dejé hacer y no tardó en ponerse “morcillón”. Cuando consideré que ya estaba listo para entrar de nuevo en acción me puse de rodillas en la cama, la giré poniéndola de espaldas al aire y por detrás le abrí las piernas; me coloqué encima suyo, con mis piernas entre las suyas para impedir que las cerrara. Cuando se dio cuenta de que mis intenciones eran sodomizarla intentó zafarse; al no lograrlo me pidió que no lo hiciera por ahí, argumentando que era demasiado grande. Ya me había quedado con las ganas de hacérselo a Victoria en mis correrías de pirata por el Caribe, y no estaba dispuesto a ceder esta vez. Le prometí que sería cuidadoso y no dejé que se librara de mi abrazo; pese a sus esfuerzos y no sin dificultad, conseguí introducir el prepucio en su ano; a partir de aquel momento su resistencia cesó y lentamente introduje toda la verga, en la que notaba la placentera presión de sus paredes. Mientras Lucrecia soltaba algún quejido, mi mano se deslizó hasta su clítoris y empecé a acariciarlo con los dedos corazón e índice. El vaivén de mi verga lo hice a un ritmo más suave que el frenético, que había empleado en su vagina. Sin darme cuenta, sus quejidos se convirtieron en gemidos de placer; entre las caricias de mis dedos, los besos en el cuello, mordiscos suaves en las orejas, el suave ritmo de balanceo y los constantes y esponjosos impactos de sus nalgas en mi bajo vientre, amén de ¿por qué no decirlo?, la excitación que me causaba la postura sumisa de Lucrecia, nos llegó casi al unísono un nuevo orgasmo.

Agotados, nos quedamos dormidos; por suerte, ella se despertó y su movimiento al abandonar la cama hizo que yo también me despertara; se vistió a toda prisa y salió de mi habitación para irse a la suya. Al poco yo también me levanté y después de lavarme, me dispuse a vestirme. Mientras lo hacía, vi a través de la ventana al marido de Lucrecia regresando a la posada; poco después escuché sus pasos por el pasillo y como golpeaba la puerta y llamaba a su mujer; percibí como se abría y volvía a cerrar la puerta de su habitación. En ese momento aproveché para salir sigilosamente de mi cuarto e ir a buscar a mi hija.

Las piernas me temblaban mientras me dirigía al taller de Leonardo; pero iba extasiado y sumamente satisfecho por la intensa sesión de sexo que acababa de tener con aquella belleza de Módena.

Al reunirme con la pareja y su “carabina” Marta propuso ir a comer. Tenía la expresión de haber sido pillada en falta y decidí averiguar cuál. 

-De acuerdo, pero antes me gustaría ver los bocetos que te ha hecho hoy. 

Las caras que pusieron tanto ella como “su” artista me certificaron que había dado en el clavo.

En pocos segundos, la expresión culpable del rostro de mi hija se transformó en una actitud desafiante; se acercó a la mesa, tomó con decisión una carpeta y me la entregó.

Contenía una docena de elaborados y maravillosos bocetos de ella, en diversas poses; la mayoría con poca ropa, pero había un par… completamente desnuda.

Me debatía entre la admiración por la belleza y maestría de los dibujos y el disgusto de saber que la modelo era mi hija.

Miré a Leonardo, que tenía la cabeza agachada y escuché la voz de mi hija. 

-Yo le he pedido que me dibujara así; lo que tengas que decir, me lo dices a mí. 

Intenté calmarme durante unos segundos y medité la respuesta. 

-Estos fabulosos dibujos certifican una vez más, que el maestro es un genio. También demuestran que eres una mujercita muy hermosa, con un cuerpo precioso… y la cabeza un poco alocada; aunque ¿quién no ha cometido locuras a tu edad? Supongo que habréis disfrutado de la sesión. ¿Qué hacía Kong mientras tanto? 

Miré al androide esperando su respuesta

-Vigilaba que no les molestaran y grababa a Leonardo dibujando; las escasas imágenes en las que Marta ha entrado en el campo de visión, las he suprimido. ¿He hecho algo incorrecto? 

-No Kong; lo has hecho todo O.K. ¿Qué vais a hacer con los bocetos? 

Marta tomó de nuevo la palabra. 

-Leonardo se quedará un par y el resto me los quedaré yo. 

-Así que serás la modelo de Leda y el cisne. 

-Papá, aún faltan años para que pinte ese cuadro; no hables de ello. 

La tensión se había disipado y por mi parte no me sentía con fuerza moral para recriminarle que hubiera posado desnuda, más teniendo en cuenta lo que yo había hecho hacía un rato. Por otra parte, me sentía orgulloso del carácter, temperamento y determinación de mi hija. 

-Muy bien; ¿vamos a comer? 

La tarde transcurrió con rapidez; dimos todos juntos una vuelta por la ciudad, con Leonardo como guía y antes de ir a cenar pasamos por su taller, donde dejó instrucciones a sus aprendices, ya que al día siguiente estaría ausente hasta última hora de la tarde.

Por la noche invitamos al matrimonio de Módena a compartir mesa con nosotros, dado que sería nuestra última cena, antes de la partida. Aceptaron encantados; Marco nos comunicó que también ellos partirían por la mañana, ya que sus gestiones habían dado los frutos deseados y se iba muy satisfecho. Su esposa no hizo ningún comentario; con una sugerente y expresiva mirada, me hizo saber que ella también se iba satisfecha.

La sobremesa se alargó; al concierto habitual se añadió Lucrecia que, pese a pedir perdón antes de su intervención, tocaba muy bien el laúd y poseía una bonita voz.

Aquella noche no hubo paseo nocturno de la pareja. Antes de irnos a dormir Marta me cogió aparte y me preguntó desvergonzadamente: 

- ¿Qué ha pasado entre Lucrecia y tú? 

- ¿Por qué preguntas eso? 

- ¡Papá! He visto cómo te miraba ella… durante la cena y también en algunos momentos de su actuación. Lo que me extraña es que su marido parece no haberse dado cuenta. Si Cecilia hubiera estado aquí, le habría arrancado los ojos a la señora. Yo misma he pensado hacerlo en su nombre. 

-Creo que tienes mucha imaginación. 

-Y tú estás intentando escabullirte; pero no te irás a dormir sin confesar. 

-Está bien, confesaré… hemos tenido una pequeña conversación esta mañana. 

- ¿Una “pequeña” conversación? ¿sobre qué? ¿en qué lugar de la ciudad? 

-Ella me ha confesado que su matrimonio fue acordado por su familia; que no amaba a su marido y que, aunque no se podía quejar porque llevaba una buena vida, no era feliz. 

- ¿Y tú sentiste pena por ella y la consolaste? 

-Creo que lleva una vida cómoda y lujosa, que la envidiarían la mayoría de las mujeres de esta época y así se lo hice ver. 

- ¿Esto fue antes o después de llevártela a la cama? 

-Eres un diablillo muy sagaz. 

Le guiñé un ojo a mi hija y me fui a dormir. Mientras me alejaba, soltó una sentencia. 

-Cecilia no se merece esto. 

-En eso estoy completamente de acuerdo contigo; pero ¿sabes? No he podido evitarlo… ni lamentarlo. 

La última frase de Marta despertó mi conciencia y me mantuvo un largo rato sin poder conciliar el sueño. Pero ¿cómo podría arrepentirme de haber vivido tan maravillosos momentos?

CAPÍTULO XXVI 

LEONARDO VISITA EL SIGLO XXI

Estábamos desayunando cuando Leonardo pasó a recogernos con el carro y un nerviosismo manifiesto en todo su cuerpo.

Nos despedimos del matrimonio de Módena, que también preparaba su marcha de la posada. Mientras besaba el dorso de la mano de Lucrecia, notaba la mirada de Marta fija en mí.

-Ha sido un inmenso placer conocerles; jamás les olvidaremos. Gracias Lucrecia, por su música y su compañía.

-Nosotros les estamos agradecidos también a ustedes por lo mismo.

Fray Kong cargó el pesado baúl al carromato. Antes de que subiéramos, Marta me dijo en voz baja:

-Casi puedo entender tu desliz; es bellísima, pero piensa en Cecilia. A tu edad, ya va siendo hora de que sientes la cabeza.

- ¿A mi edad? Sólo tengo cuarenta y nueve años… aunque, tal vez es que quiera aprovechar el poco tiempo que me queda en buena forma.

-Pobrecito; que pena me das. Pero más te vale que las pocas fuerzas que te quedan se las dediques a ella.

Me lo dijo con semblante serio; subimos al carro y nos dirigimos al taller de Verrochio.

No perdimos mucho tiempo allí; Verrochio aprovechó la visita de su antiguo discípulo para pedirle su colaboración en la confección de una tabla que le habían solicitado hacía unos días. Leonardo aceptó la propuesta y le comentó a su maestro y amigo, que estaría de vuelta a última hora de la tarde. Aboné al artista los quince florines que faltaban por pagar y nos entregó las tres esculturas, después de mostrarnos el efecto de bronce, logrado en la figura de barro del David, gracias a la aplicación del barniz. Guardamos las figuras envueltas en telas en el baúl y emprendimos el viaje a Strada in Chianti.

Atravesamos el rio Arno por el “ponte alle Grazie”; el más antiguo y largo de la Florencia, (sería destruido por los alemanes durante la segunda guerra mundial, para evitar el avance aliado); poco después salimos del recinto amurallado de la ciudad. Al llegar a lo alto de una de las colinas que la circundan le eché un último vistazo, para grabar en mi memoria el momento.

No nos detuvimos en Strada in Chianti; Kong, a golpe de machete, abrió un pequeño y tortuoso sendero entre la maleza, por el que avanzó el carro y los caballos para ocultarlos de la vista de posibles transeúntes del camino; preveíamos que estarían solos unas dos horas. Cuando consideramos que ya habíamos avanzado lo suficiente, descargamos el baúl, atamos los caballos a un árbol e hicimos a pie el resto del camino hasta la nave.

Nuestro invitado no la vio hasta que llegó a menos de diez metros; al retirar la tela de camuflaje que la cubría, una expresión de asombro se dibujó en su rostro e instintivamente alargó su mano para acariciar el pulido y frio metal.

Decidimos dejar el baúl con las vestimentas de repuesto, para que se las quedara Leonardo cuando volviera y colocamos las obras de arte con cuidado para emprender el viaje de regreso a nuestro tiempo. En el interior del vehículo no cabía un alfiler; el nuevo expedicionario estaba asustado, nervioso y alucinado cuando lo pusimos en marcha; aunque se le pasó a los pocos segundos, quedó un poco mareado.

- ¡Ya está!; hemos llegado. Estamos a 2 de abril de 2012, muy lejos del lugar del que partimos… y son las doce del mediodía.

Kong y yo guardamos en la casa las obras de arte adquiridas, mientras Marta se quedaba atendiendo a “su” artista que, sentado en el suelo, se recuperaba del ligero mareo. Lo siguiente fue guardar la nave en el cobertizo que le servía de hangar con la ayuda del todo terreno. Leonardo ya se estaba recuperando y siguió atentamente la maniobra, con los ojos clavados en el Range Rover.

Al terminar le invité a subir al asiento del copiloto para darle una vuelta por la finca; Marta subió atrás. Le sorprendía todo y a todo tuve que darle explicación; primero fue la comodidad del asiento, lo siguiente fue el pitido de alarma por no llevar puesto el cinturón de seguridad…

Sólo hicimos el breve recorrido de unos doscientos metros hasta la puerta de la finca a ritmo lento; allí hice maniobras para dar la vuelta al vehículo y volver hasta la casa; el regreso fue en plan competición; acelerón, cambio de marcha, acelerón, cambio de marcha, acelerón, cambio de marcha, acelerón… y frenada fuerte al llegar junto a la casa.

-De momento, ya ha habido suficiente con la demostración. Ahora creo que lo primero es que entremos en casa; yo me cambiaré de indumentaria e iré al pueblo a comprarle ropa y calzado a nuestro invitado. También compraré comida para la cena y el desayuno; mientras tanto, entre tú y Kong le enseñáis y explicáis los adelantos de una casa moderna y las comunicaciones. Te haré una video llamada para que elijáis un chándal y unas zapatillas deportivas.

-Está bien papá… pero que sean dos chándales y un anorak; he pensado en darle una vuelta en parapente y un salto en paracaídas.

Antes de salir comprobé mis medidas con las de Leonardo; era unos tres dedos más bajo que yo y también más delgado, aunque no demasiado. Un número menos de pie le quedaría bien.

Me dirigí al pueblo más cercano a la finca (siete u ocho kilómetros); lo primero que hice fue pasar por el restaurante en el que meses atrás habíamos celebrado mi cumpleaños, para reservar mesa para tres un par de horas más tarde; allí mismo me indicaron donde había una tienda en la que podría comprar ropa y calzado. Una vez dentro, hice la video llamada a mi hija para que eligiera los dos chándales y el anorak.

-Enséñame también las camisetas.

-No; eso será sorpresa. Estoy seguro de que os gustarán.

Había comprado dos camisetas que además de llevar el nombre de Leonardo da Vinci, una reproducía al hombre de Vitrubio y la otra, un autorretrato del genio a avanzada edad. También le había comprado calzoncillos y calcetines.

En un supermercado cercano compré vituallas y bebidas de sobras para los dos desayunos y dos cenas, que pensaba hacer en casa.

Cuando llegué todos me ayudaron a descargar las compras; mi hija ya se había cambiado de ropa y Kong le había explicado al genio, de forma sencilla y sin entrar en detalles, qué eran y cómo funcionaban, la electricidad y las máquinas caseras, los motores de combustión interna y los de vapor, las baterías, las comunicaciones y los teléfonos, la televisión e internet. También le habían enseñado un mapamundi, en el que Leonardo “descubrió” los polos, América y Australia.

Las camisetas fueron muy dl agrado de mi hija, que al verlas se echó a reír; Leonardo expresó su sorpresa:

- ¿Las has mandado hacer tú, Manuel?

-No; qué va. Ya te dije que tu nombre sería más conocido que el de los Médici. Las imágenes reproducen unos bocetos tuyos. ¿No te han mostrado aún por internet, lo famoso que eres?

-No. No hemos tenido tiempo; pensaba hacerlo esta tarde. Ahora lo mejor sería que se cambiara de ropa y nos fuéramos a comer. Tengo hambre ¿vosotros no?

Kong se quedó en la casa y el resto nos fuimos a comer. Leonardo subió al coche algo temeroso. Intenté calmarlo, asegurándole que conduciría con prudencia. De todas formas, 80 Km/hora era una velocidad excesiva para un hombre del renacimiento. El final del breve viaje fue un alivio para él.

Tardamos más de diez minutos en recorrer los escasos quince metros que hicimos a pie, desde el lugar donde aparcamos el coche hasta el restaurante; la cabeza de nuestro invitado bailaba y giraba al compás de la multitud de cosas extrañas que percibía a su alrededor: una motocicleta aparcada, un semáforo, un ciclista, el neón intermitente de la cruz de una farmacia… ¿qué esto?, ¿para qué sirve?

Durante la comida se adaptó rápidamente a los nuevos hábitos de utilización de los cubiertos. En el tiempo que tardaron en servir los platos que habíamos elegido, Marta le explicó las diferencias entre los cubiertos de la carne y el pescado, además del porqué había tres copas diferentes (agua, vino y cava). Encontró la comida exquisita y al terminar probó el café y el orujo de hierbas. A cada descubrimiento, la curiosidad del investigador solicitaba explicación; intenté satisfacer el interés del científico. Pondré como ejemplo el tema del café, entre las muchas cuestiones que planteó.

-El café se logra, filtrando agua muy caliente entre el grano tostado, molido y apretado de la planta del café. Era original del cuerno de África, aunque los musulmanes, ya en tu época, lo habían extendido por muchos de sus dominios. A principios del siglo XVII se extenderá por toda Europa. También el chocolate y el té; pero estos productos ya lo probarás más tarde.

También sorprendió a nuestro invitado que, para pagar, simplemente acercara una tarjeta a un pequeño artilugio con teclas y luego pulsara algunas de ellas. Durante el camino de regreso, Marta le contó como funcionaban las tarjetas de pago, aparecidas hacía menos de un siglo y que todavía se utilizaban las monedas y los billetes de papel, aunque cada vez menos.

Al llegar a casa hicimos un cónclave para acordar lo que haríamos los días de la visita del genio y qué le mostraríamos. Aquella misma tarde, Marta y Kong (con el ordenador) mostrarían a Leonardo la enorme dimensión de su fama y parte de su enorme legado. Todos creímos conveniente, (el mismo pintor lo encontró lógico) no analizar en profundidad, sus inventos e investigaciones. También en “esconderle” la fecha de su muerte. Le sería fácil a la vista de sus numerosísimos trabajos en multitud de campos, llegar a la conclusión de que su vida sería larga, al menos para los estándares de su época. También con la ayuda de internet, le explicarían de un modo resumido, los principales hechos de la historia de la humanidad, para que pudiera hacerse una idea de cómo habían evolucionado las cosas desde su época al presente. Aunque antes de empezar con la exposición, Marta contrataría para ella, Leonardo y yo mismo, saltos en tándem en paracaídas, y vuelos (también en tándem) en parapente, con y sin motor.

A media tarde ya le habían mostrado la magnitud de su fama, a través del visionado de sus códices, un paseo por las innumerables exposiciones del genio en todos los continentes en el último siglo; ojearon la interminable lista de publicaciones y biografías, así como algún que otro documental.

Expresó su asombro y agradecimiento, mientras tomábamos un té con pastas y chocolate. Le encantó el chocolate y le entristeció saber que sería imposible que lo encontrara en su época, al ser un producto originario de América que (además de no haber sido descubierta aún), se utilizaba como bebida amarga y no se consumiría como alimento sólido y dulce hasta el siglo XIX.

La merienda estuvo amenizada con una selección de canciones, que yo mismo había grabado en un pendrive, con éxitos musicales de la segunda mitad del siglo XX y principios del XXI. Se emocionó especialmente con los temas italianos.

Durante el resto de la tarde y hasta la hora de cenar, llegó el turno de revisar los principales acontecimientos de la historia universal, desde su tiempo hasta nuestros días. Comenzaron con el descubrimiento y la conquista de América; siguió el del Pacífico, Australia y las primeras vueltas al mundo; las guerras de religión en Europa; la reaparición de la esclavitud, especialmente en América; las guerras entre las potencias coloniales; la independencia de los EE. UU.; la revolución francesa y Napoleón; la teoría de la evolución de las especies de Darwin; la máquina de vapor y la revolución industrial; la construcción de los canales de Panamá y Suez; el marxismo; las dos guerras mundiales del siglo XX; la aparición de la radio y la televisión; la división del mundo entre los dos bloques (capitalista y comunista); avances médicos, la informática y la exploración espacial. Terminó la clase de historia con los satélites artificiales, internet y la robótica.

Antes de la cena dimos un paseo por la finca para estirar las piernas. Leonardo nos volvió a expresar su agradecimiento por la experiencia que le estábamos permitiendo vivir.

-Si no os molesta que lo pregunte; ¿Por qué me elegisteis a mí?

-Como has podido comprobar, eres uno de los artistas más importantes del renacimiento, una época fascinante por el renacer de la filosofía, la cultura y las artes, que tuvo su máxima expresión en Florencia. Marta estudia historia, tu ciudad es un lugar “relativamente” seguro, máxime llevando a Kong; además, tú no serás reconocido solamente como artista; serás un referente como inventor, científico e investigador en muy diversos campos. Tus estudios serán el germen de la ciencia y la tecnología que se desarrollarán siglos más tarde. Es por eso por lo que hemos insistido en que seas meticuloso y cuidadoso, tanto en la elaboración como en la conservación de tus códices.

- ¿Habéis hecho lo mismo con otros personajes de la historia?

-No, no es conveniente; los viajes en el tiempo deben permanecer en secreto… personalmente no era partidario de traerte, pero Marta se empeñó; al fin y al cabo, por lo que sabemos de ti, parece que guardarás el secreto.

-Os doy mi palabra de que así lo haré.

Para la cena preparé pan con tomate, acompañado de embutidos y una tortilla de patatas y cebolla. Tanto el tomate como las patatas eran productos desconocidos para Leonardo y le deleitaron; le expliqué que faltaban más de veinticinco años para que Colón descubriera el nuevo mundo, del que eran originarios estos vegetales.

Después de cenar dimos buena cuenta de un par de gin tónics, mientras veíamos la película que Kong había grabado del “viaje” a Florencia y nuestra estancia allí. Leonardo alucinó (otra vez) con las capacidades del androide.

No era muy tarde cuando nos fuimos a dormir; me dormí enseguida pero me desperté temprano, por los nervios de mi primer salto en paracaídas.

Un presentimiento me hizo levantarme e ir a la habitación de mi hija; abrí la puerta y descubrí que no había dormido allí.

Empezaba a inquietarme el rumbo que estaban tomando los acontecimientos.

Era obvio que la pareja de tortolitos se estaba enamorando, pero también estaba escrito que Leonardo vivió entre los siglos XV y XVI… y no se conoce que hubiera ninguna mujer en su vida. Pensé que debería hablar con Marta… sin demorarme mucho.

Estaba acabando de preparar el desayuno para todos, con la ayuda de Kong, cuando mi hija apareció en la cocina.

-Buenos días; ¡qué bien! El desayuno ya está listo; tengo hambre.

-Buenos días. Tenemos que hablar; ¿lo has dejado en la cama?

La expresión Marta pasó en un segundo, de alegre a azorada y un segundo más tarde, a desafiante.

- ¿A quién?

- ¿A quién va a ser?... a tu tortolito.

-Sí; sigue durmiendo. ¿De qué quieres hablar?

-De vuestra relación y de tus planes.

-Bueno pues… me he enamorado de él y creo que él también de mí. En cuanto a mis planes, saltar en paracaídas hoy y volar en parapente mañana.

- ¿Tienes claro que ya sabes lo que él hará el resto de su vida… y que tú no formas parte de ella?

-Se sabe muchas cosas de Leonardo, pero también hay muchos espacios en blanco. Sé que no formaremos una familia convencional, pero supongo que podré visitarlo en diferentes etapas de su vida y aportar a esta época, nuevos datos sobre el renacimiento italiano, lo cual puede suponer un impulso a mi carrera como historiadora. ¿Tienes algo que objetar?

-No hace falta que te pongas a la defensiva. Como padre, lo único que pretendo es que seas feliz… y si puedo, evitar que sufras.

-Papá: me encanta estudiar historia, quiero ser historiadora, tengo una familia maravillosa y… muy rica que me apoya; dispongo de una máquina para viajar por el tiempo y el mejor guardaespaldas posible. Todo esto me permite disfrutar de una vida fantástica; por si fuera poco, me he enamorado de un hombre maravilloso que también me ama. Sinceramente, mi vida es estupenda y estoy dispuesta a vivirla a tope.

-Me satisface oír esto… pero espero que no te precipites; que el corazón no te nuble la razón.

-No sufras papá… y procura aplicarte el cuento; recuerda que el cerebro está en la cabeza, aunque parezca que la mayoría de los hombres lo tengáis en la entrepierna.

Me abrazó cariñosamente, me dio un par de besos en las mejillas y se puso a desayunar en silencio y tan tranquila, después de la afilada reprimenda que me acababa de soltar. Después de unos momentos en los que medité sobre lo que me acababa de decir, me convencí de que mi hija era más madura de lo que yo suponía, tenía las ideas muy claras y una gran determinación. En silencio, yo también comencé a dar cuenta de mi desayuno. Aún no habíamos terminado cuando apareció nuestro invitado.

Dado que Kong no nos acompañaría, Marta preparó la GoPro para inmortalizar el acontecimiento. En poco más de media hora llegamos al pequeño aeródromo en el que iniciaríamos el vuelo para saltar en paracaídas.

Durante los trámites previos al salto, la chica que nos atendió preguntó el nombre y nacionalidad de nuestro invitado. Alegando que no conocía nuestro idioma, contesté por él.

-Leonardo di Piero, italiano.

- ¡Anda!, como el genio del renacimiento.

-Efectivamente; usted ha sido buena estudiante. No hay mucha gente que sepa que Leonardo da Vinci en realidad se llamaba así.

-Gracias. Es que me gusta el arte y Leonardo es un personaje que me fascina. He leído mucho sobre él y sus trabajos; especialmente los relativos al vuelo, tanto de las aves como de los aparatos que inventó para volar.

Leonardo entendió lo suficiente de la conversación, esbozó una encantadora sonrisa y, abriéndose el anorak, mostró a la chica la camiseta con su nombre. La muchacha le devolvió la sonrisa, lo que (así me lo pareció a mí) provocó los celos de mi hija que se abrazó a su italiano, mirándola desafiante.

Al lado del avión nos dieron las instrucciones de lo que debíamos hacer, sobre todo en el momento de tocar tierra. Antes de subir nos permitieron, (a petición de nuestro invitado) dar una vuelta alrededor del aparato. El piloto incluso le explicó para qué servían los alerones y el timón de cola.

Mientras ascendíamos para llegar a la altura desde la que saltaríamos, los tres paracaidistas nos ataron los arneses y repasamos las instrucciones recibidas.

Poco antes de dar el salto, Marta puso en marcha la cámara y la fijó a su casco.

De buena gana hubiera renunciado a saltar; hasta que pensé que, alguien tan insensato como para retar a una pelea a cuchillo, a un pirata de casi un metro y noventa centímetros, no podía quedar como un cobarde delante de su hija, por no dar un salto super seguro.

Me tocó saltar el primero, Leonardo fue después y Marta lo hizo al final, con muy pocos segundos de intervalo, para grabar toda la acción.

Durante el tiempo que estuvimos en caída libre, nuestros “porteadores” nos acercaron hasta unos diez metros de distancia; no pude distinguir las caras ni disfrutar demasiado de la experiencia porque estaba anhelando que se abriera el paracaídas y redujera la velocidad de la caída.

Finalmente nos separamos un poco, se abrieron los tres paracaídas y se redujo la velocidad de descenso, aunque no tanto como me habría gustado.

Cuando nos acercábamos al suelo, ya más tranquilo, repasé mentalmente las instrucciones recibidas para evitar roturas de piernas o torceduras de tobillos.

El aterrizaje resultó mucho mejor de lo que había supuesto.

Mientras mi porteador soltaba los amarres y recogía el paracaídas vi como aterrizaban los tortolitos cerca de donde yo estaba, también sin problemas. Tan pronto estuvo libre, Leonardo corrió hacia Marta y se fundió en un abrazo con ella; después vinieron hacia mí corriendo y saltando emocionadísimos.

-Ha sido fantástico ¿verdad papá?

-Sí, claro ¿Qué te ha parecido el salto, Leonardo?

-Increíble, excitante, vertiginoso, maravilloso… gracias de nuevo por haberme traído a vivir esta fabulosa experiencia; os estaré eternamente agradecido; muchas gracias.

-Considéralo un pequeño pago en nombre de la humanidad, que jamás podrá pagarte lo mucho que harás por ella, salvo con el reconocimiento a posteriori de tus muchos talentos.

Comimos en la carretera de vuelta a casa, en el restaurante de un gran centro comercial. Al salir del comedor pasamos por delante de la sección de deportes y recordé que uno de los diseños de nuestro invitado fue una bicicleta; minutos más tarde cargábamos una moderna versión de su proyecto en el coche y emprendíamos el camino de regreso a la finca.

Kong salió a recibirnos y nos preguntó por la experiencia del salto en paracaídas; Leonardo emocionado, le explicó brevemente sus sensaciones; mientras tanto, saqué la bicicleta del coche y ajusté el sillín a la medida de Marta. Mi hija reclamó la atención del genio y le explicó el funcionamiento del artilugio; a continuación, se montó en él e hizo unas vueltas de exhibición.

Al bajar del chisme, elevó el sillín para adaptarlo a la altura del invitado y le invitó a subir. Al principio Kong lo sujetaba, trotando detrás de él, mientras aprendía a mantener el equilibrio; poco a poco lo fue soltando, hasta que finalmente lo dejó del todo. La satisfacción y alegría sustituyeron al temor en la expresión de la cara del genio, que estuvo un buen rato dando vueltas y haciendo maniobras por el campo de tiro.

Al terminar, mientras él se daba una ducha, Marta y yo preparamos documentales para mostrarle; hicimos una selección de naturaleza y otros en los que se mostraba la relevancia social de las artes, los espectáculos y los deportes en el mundo actual.

Marta y Kong complementaban los reportajes con sus comentarios, cuando consideraban necesario ampliar la información que proporcionaban las imágenes.

Por mi parte, aproveché para llamar a Cecilia e informarle de que habíamos regresado el día anterior con nuestro invitado; que aún pasaríamos otro día en la finca y los planes que teníamos para el día siguiente.

- ¿Cómo? ¿Qué os habéis traído a Leonardo da Vinci? ¡Quiero conocerlo! Voy a preparar las cosas de Jaime y estamos ahí en un par de horas. ¿Traigo algo de cena?

-No te preocupes; ya me encargo yo de la cena… conduce con cuidado. Avisa a Pedro y Ninette, por si quieren venir.

Nada más terminar la llamada, avisé a los tortolitos y a Kong de la inminente llegada de Cecilia y Jaime.

Mientras acababan de mostrarle los documentales, volví al pueblo a comprar algo más de comida y al regreso preparé la cena.

Estaba poniendo los cubiertos en la mesa cuando llegaron mi mujer y mi hijo.

La recepción fue cálida y emotiva; cuando le presenté a Leonardo, Cecilia lo abrazó y dio un par de besos en las mejillas, cosa que sorprendió al genio. Le explicamos que así era como se saludaba a los amigos y la familia en este tiempo.

-En tal caso señora, le agradezco profundamente su consideración.

-Llámame Cecilia. Por el tiempo vivido, debemos tener una edad parecida y por fecha de nacimiento tú eres mucho mayor… aunque para ser un señor de más de quinientos años, te conservas muy bien.

Jaime, que se había quedado dormido en el coche, empezó a despertarse con el trasiego de la casa. Marta lo cogió en brazos y se lo presentó al artista.

-Mira Leonardo, éste es mi hermano Jaime. Mira Jaime, este señor es Leonardo da Vinci… algún día presumirás de haberlo conocido y nadie te creerá.

Jaime ignoró al genio y estiró los brazos hacia Kong, al mismo tiempo que lo llamaba alborozado. El androide se acercó con los brazos extendidos y mi hijo casi se tiró de los brazos de su hermana a los de su “amigo”, ante la sorpresa de los presentes.

Aproveché que Jaime estaba encantado al cuidado de Kong, para enseñarle a Cecilia las obras de arte que habíamos traído; quedó maravillada ante tanta belleza; aunque su cara fue un poema y sus ojos nos interrogaron a Marta y a mí, al ver los bocetos de mi hija… desnuda. Leonardo miró hacia el suelo avergonzado, Marta aguantó la mirada orgullosamente y yo me encogí de hombros impotente. Finalmente, dictó sentencia:

-Los dibujos son fantásticos, reflejan maravillosamente tu hermosura, pero si estuviera en tu lugar, no se los enseñaría a tu madre.

- ¿Cómo? ¿no es usted su madre?

-Leonardo: para ser un genio, tienes muy poca vista. ¿Cuántos años más que ella crees que tengo?

-Yo diría que entre cinco y diez, pero no entiendo… ¿tiene usted varias mujeres?

Informé a Leonardo que Marta era hija de un matrimonio anterior y que me había divorciado; tuve que explicarle que, en nuestro tiempo, el divorcio no era nada extraño.

Durante la cena, la conversación discurrió sobre la extraordinaria evolución de la técnica y el conocimiento humano, en los poco más de cinco siglos que separaban el tiempo de Leonardo del nuestro. Muchas cosas habían llamado su atención, pero en especial la relevancia que habían alcanzado los deportes y el multitudinario seguimiento de retransmisiones deportivas como los juegos olímpicos o las finales de los campeonatos mundiales de fútbol, y las grandes multitudes que se daban cita en algunos conciertos de música. Expresó su decepción por el hecho de que, pese a los avances, seguía habiendo guerras por doquier y una gran parte de la humanidad vivía en la miseria.

Al terminar la cena salimos al porche, para seguir charlando bajo las estrellas, mientras escuchábamos música de fondo y dábamos buena cuenta de unos gin tónics. Me sentí feliz y afortunado; tenía abrazada a mí a la mujer que amaba; mi hija, que había vuelto a mi vida y compartía mis aventuras, estaba muy cerca, abrazada a su enamorado; también a mi lado estaba mi hijo pequeño, que ya empezaba a dar sus primeros pasos y se había quedado plácidamente dormido en brazos de un guardaespaldas androide, que no le fallaría nunca. Por unos instantes pensé que lo único que enturbiaba mi felicidad era la incertidumbre y preocupación por la futura felicidad de mi hija, hasta que me di cuenta de que ya no era asunto mío; que yo no podía ni debía interferir en este aspecto de su vida; solamente debía hacerle saber que estaría a su lado y que podría contar conmigo en todas las circunstancias.

Propuse que Cecilia ocupara mi lugar en los vuelos en parapente del día siguiente; yo me quedaría con Jaime y Kong en la finca. Cecilia me agradeció entusiasmada el cambio, aunque manifestó su tristeza por mi “sacrificio”.

-Ya tendré tiempo más delante de vivir esta experiencia; además también me apetece pasar un día con Jaime; está empezando a andar y a hablar y quiero disfrutarlo; me he dado cuenta de que no lo he vivido lo suficiente y quiero empezar a corregirlo. No quiero arrepentirme cuando sea mayor, como me sucede ahora con Marta. 

Aquella noche empecé a comprender a Pedro, y por qué había perdido el interés en los viajes por el tiempo y prefería vivir el presente con su familia.

Finalmente, Cecilia y yo decidimos retirarnos a descansar; cogí a Jaime, que estaba plácidamente dormido en los brazos de Kong y nos fuimos a nuestro dormitorio. La pareja de jóvenes decidió quedarse un poco más, disfrutando de la placidez de la hermosa noche... y de su mutua compañía.

Ya en la cama, le comenté a Cecilia mi preocupación por la relación de Marta y Leonardo.

-No te preocupes por eso; tú mismo has reconocido que la historia no se puede cambiar y Leonardo no tuvo una pareja estable. Dicen que en todas las parejas hay uno que ama y otro que se deja amar; y yo tengo la impresión de ha sido ella quien le ha robado el corazón al genio, que ya no podrá enamorarse de otra y se dedicará en cuerpo y alma a sus estudios y su arte.

Al día siguiente, mientras mis “chicas” compartían con Leonardo su doble experiencia con el parapente (con y sin motor), me quedé al cuidado de Jaime. Hubiera sido agotador entretenerlo y seguirlo en sus “correrías”, de no haber contado con la inestimable ayuda de Kong, que siempre llegaba a tiempo de evitar que las múltiples caídas del pequeño y novato corredor tuvieran consecuencias graves. Finalmente le dije que dejara que se cayera alguna vez, para que comprobara en su propia carne que no podía pasarse el día corriendo, al menos hasta que sus piernas se hicieran más fuertes y aprendiera a andar.

Por la tarde aparecieron Pedro, Ninette y Aurora, deseosos de conocer y compartir un rato con Leonardo. Mientras esperábamos que regresaran los expedicionarios, les hice entrega del cuadro que había adquirido para ellos y uno de los puñales “decomisados” a los asaltantes de Florencia; también les mostré el resto de las obras que había adquirido y los bocetos que el genio le había hecho a Marta, salvo los desnudos.

Ninette había preparado un exquisito manjar para la cena con intención de homenajear a nuestro invitado, así que mientras esperábamos que llegaran les conté nuestras andanzas por Florencia y la relación establecida entre mi hija y el genio. Kong pasó algunas imágenes por el televisor.

Al terminar le pregunté a Pedro, si no había sentido deseos de volver a viajar.

-Verás Manuel; lo encuentro una fantástica experiencia, pero no echo de menos los viajes por el tiempo; tengo mucho por vivir en el presente. ¿Tú aún estás enganchado?

-La verdad es que cada vez menos; es posible que los próximos viajes deje que Marta vaya con Kong. Dejaré que vayan ellos solos a devolver a Leonardo a su tiempo. El próximo curso Cecilia quiere actualizar su carrera de medicina; yo me ocuparé de llevar la casa, de Jaime y dedicaré mis ratos libres a la pintura… la estancia en Florencia ha despertado mis ganas de emular a los artistas.

El sol estaba en su ocaso cuando llegaron los tres parapentistas. Después de las presentaciones, nos explicaron emocionados su experiencia y Cecilia insistió en llevarme a mí en breve plazo. Mientras acabábamos de preparar la cena, la joven pareja salió a dar un paseo; estuve tentado de pedirle a Kong que espiara su conversación, pero me contuve. A la mañana siguiente, él y Marta devolverían a Leonardo a su tiempo; aunque mi intuición me decía que no sería una despedida definitiva y que mi hija volvería a ver a su “genio” en el futuro. Nuestros amigos también se habían dado cuenta del “afecto” que se profesaban los dos jóvenes. Pedro bromeó sobre ello:

- ¿Qué se siente al tener de yerno a un genio como Leonardo?

-No te burles; estoy preocupado. Es obvio que él vivió en su época y aunque supongo que Marta también tiene claro que éste es un tiempo mucho mejor para vivir, no puedo evitar que me asalte el temor de que, tal vez quiera irse a vivir con él… aunque confío en que se conforme con hacerle alguna visita.

La cena transcurrió en un maravilloso y alegre ambiente familiar. Al terminar, Kong pasó por televisión las imágenes de los conciertos de los jóvenes en la posada de Florencia; Cecilia y nuestros amigos, que desconocían la faceta de cantante de mi hija y de Leonardo, quedaron gratamente sorprendidos por sus magníficas interpretaciones y se pasaron un buen rato expresando su sorpresa y sus alabanzas por el talento de los jóvenes. Lamentaron que no hubiera a mano ninguna guitarra, para poder escucharlos en vivo.

A la mañana siguiente, después del desayuno, la familia de Pedro volvió a su casa; Marta y Kong se fueron a devolver a Leonardo a su tiempo; nosotros esperaríamos su regreso (una hora más tarde de la partida) y volveríamos a casa.

Mientras esperábamos el regreso de mi hija, le expliqué a Cecilia mi intención de abandonar los viajes en el tiempo para dedicarles más tiempo a ella y a nuestro hijo, para que pudiera actualizar sus estudios de medicina. Por mi parte, además de seguir con la gimnasia y el golf, tomaría clases de pintura.

Le pareció una buena idea y me agradeció cariñosamente que le facilitara el trabajo para actualizar sus estudios.

Marta y Kong regresaron puntualmente a la hora prevista; ella había llorado, estaba triste y no tenía ganas de hablar.

La abracé cariñosamente

-Anímate; el mundo es inmenso y tú tienes todas las épocas para vivirlo… incluso puedes volver a ver a Leonardo cuando quieras; aunque espero que, si alguna vez decides compartir tu vida con un hombre, puedas traerlo a este tiempo.

-Gracias papá… y no sufras por mí; soy consciente de que tengo una familia maravillosa con la que podré contar siempre y que ante mí se abre una vida extraordinaria… aunque duele decir adiós a la gente que amas.

Cecilia intervino, dirigiéndose a mi hija:

-Por si te sirve de algo, yo echo de menos a mis padres y a muchos amigos de Cuba; aunque no me arrepiento de nada de lo vivido, desde que tu padre vino a buscarnos a Pedro y a mí. Guíate siempre por la razón, pero vive con el corazón… aunque a veces duele. Nadie podrá arrebatarte nunca lo que has vivido con Leonardo.

-Por cierto, Cecilia; la experiencia con Leonardo me ha hecho pensar que también podríamos traernos a tus padres a pasar una temporada con nosotros y luego devolverlos al mismo día de su partida. Podemos hacerlo un mes cada año y de esta manera verán crecer a su nieto y estarán contigo.

 - ¿Sí? ¿de verdad? ¡oh, Dios mío! ¡qué bien! Ahora me siento mal porque no se me haya ocurrido a mí; aunque entre la visita de Leonardo y que la Sra. María me comunicó el día antes, que no podría venir más a ayudarme en las tareas de casa porque debía cuidar de su madre, a la que se le ha agravado el Alzheimer, he estado preocupada pensando en si me costaría mucho encontrar la persona adecuada.

-Bueno, tal vez no tengas que buscar a nadie; no creo que Pedro tenga inconveniente en que Kong nos ayude en eso y el cuidado de los niños. Así, si una noche quieren salir solos o con nosotros, Jaime y Aurora quedarían al cuidado de la mejor “canguro” posible.

Llamé a Pedro y le expuse mi idea de llevarme a Kong a casa, explicándole por qué y las ventajas que le veía para ambas familias. Le pareció una buena idea y estuvo de acuerdo.

Aquella misma tarde del jueves santo del 2012, volvimos a casa en los dos coches. Abría la marcha el coche de Cecilia, que iba feliz con la perspectiva de ver pronto a sus padres; llevaba a nuestro hijo Jaime y a mi hija Marta, que pasaría el resto de la semana santa en nuestra casa, haciendo un trabajo sobre el renacimiento en Florencia para sus estudios. Yo las seguía en el todoterreno, en cuyo asiento trasero estaba Kong y su ordenador. Le había advertido que debía estar quieto para no llamar la atención y, (por si nos paraba alguna patrulla de tráfico), pasar por un androide experimental desconectado.

Sé que no puede ser, pero estoy convencido de que Kong se sentía feliz por venir a vivir con nosotros y saberse uno más de la familia.

FIN

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